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Una Niña Contra El Imperio
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Libro electrónico371 páginas5 horas

Una Niña Contra El Imperio

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Es una novela basada en la vida y muerte de Santa Ins y de San Sebastin. Dos mrtires que murieron en la poca de la persecucin de los Cristianos por los Emperadores Maximiano y Dioclesiano, en el ao 304 de la era Cristiana. Una nia que defendi el valor de la pureza con su vida a la tierna edad de los 13 aos, y un joven soldado que la ense a hablar con Dios y que muri a flechazos por no querer adorar a otros dioses. Busca enaltecer los valores espirituales ante el mundo material de nuestra poca.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento18 jun 2012
ISBN9781463331115
Una Niña Contra El Imperio
Autor

Jorge Eduardo González Muñoz

Nacido en la ciudad de San Luis Potosí, se graduó como ingeniero mecánico en la UASLP donde actualmente trabaja como catedrático. Uno de sus pasatiempos favoritos ha sido la escritura, siendo ésta su quinta publicación después de las novelas: “Un Verdadero Padre”, “Dimas”, “Una Niña Contra el Imperio” y “Entrevista con María”.

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    Una Niña Contra El Imperio - Jorge Eduardo González Muñoz

    UNA NIÑA CONTRA 

     EL IMPERIO

    Jorge Eduardo González Muñoz

    Año:

    2005-2008

    Basada en el Libro de Miguel Segura

    EL TRIUNFO DE INÉS

    Copyright © 2012 por Jorge Eduardo González Muñoz.

    Diseño de ilustraciones: Francisco Xavier González Muñoz.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Para pedidos de copias adicionales de este libro, por favor contacte con:

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    ventas@palibrio.com

    404582

    Contents

    INTRODUCCION

    CAPITULO I

    CAPITULO II

    CAPITULO III

    CAPITULO IV

    CAPITULO V

    CAPITULO VI

    CAPITULO VII

    CAPITULO VIII

    CAPITULO IX

    CAPITULO X

    CAPITULO XI

    CAPITULO XII

    CAPITULO XIII

    CAPITULO XIV

    CAPITULO XV

    CAPITULO XVI

    CAPITULO XVII

    CAPITULO XVIII

    CAPITULO XIX

    CAPITULO XX

    CAPITLUO XXI

    CAPITULO XXII

    CAPITULO XXIII

    CAPITULO XXIV

    CAPITULO XXV

    CAPITULO XXVI

    CAPITULO XXVII

    CAPITULO XXVIII

    CAPITULO XXIX

    CAPITULO XXX

    CAPITULO XXXI

    CAPITULO XXXII

    CAPITULO XXXIII

    CAPITULO XXXIV

    EPILOGO

    NOTAS DEL AUTOR

    INTRODUCCION

    La siguiente es una obra que quisiera dedicar a los padres de familia que se preocupan por la perdida de los valores de las nuevas generaciones en el mundo actual; a aquellos jóvenes, hombres y mujeres, que a veces se sienten relegados o agredidos por sus pensamientos arcaicos que valoran la dignidad de las personas; y finalmente a los niños, especialmente a las niñas, que buscan un modelo a seguir en este mundo que vaya más allá de la frivolidad materialista en el que estamos viviendo.

    Hace poco escuché el caso de una joven, quizás de poco menos de treinta años, que fue cuestionada y ridiculizada en público por sus ideas con respecto a la virginidad, en donde ella prefería esperar hasta después del matrimonio para tener relaciones sexuales exclusivamente con su esposo. Las personas con quienes compartía esta plática la trataron como si fuera una mujer de lo peor, como en los tiempos pasados habrían tratado a una joven embarazada para convertirse en madre soltera, en donde no la habrían bajado de prostituta, sin querer agredir a estas últimas.

    Me pregunto si estas ideas de la sexualidad actual son buenas o malas, en donde a alguien que no ha tenido relaciones sexuales se le condena como un reprimido o traumado psicológico y pasado de moda; en donde en lugar de valorarse sus creencias, lo tachan de un retrazado o viejo en ideas que no es capaz de ajustarse a las ideas modernas.

    ¿Si todo el mundo lo hace porque yo no? ¿Es esta una pregunta adecuada? ¿Es qué siempre las masas tienen la razón? Yo creo que esto no es así, y una prueba de ello es la destrucción de Sodoma y Gomorra (sé que para los que no creen en la Biblia esto no les dirá nada, pero seguramente habrá ejemplos similares a buscar en la historia). La mayoría tenía un comportamiento que era desagradable a los ojos de Dios y es por esto que decidió destruir a ambos pueblos, no era la mayoría la que decidía lo que era bueno o malo sino el Creador.

    ¿Entonces las relaciones sexuales prematrimoniales están bien o mal? Difícil dar una respuesta porque quizás en algunos casos si se deba a una represión el no realizarlas, pero en otros ¿no podría ser para resaltar el valor de la pareja? ¿y los de la familia? ¿No es esto sublimar nuestros deseos por un bien mejor? Desde que nacemos hasta que morimos nuestro cuerpo nos acompaña por el transitar de este mundo; es gracias a él que podemos gozar de las cosas materiales, podemos ver los paisajes, disfrutar de la T.V., podemos sentir lo que nos toca, podemos respirar y olfatear aromas exquisitos, podemos escuchar la belleza de la música y el cantar de los pájaros, y sobre todas estas cosas, podemos relacionarnos con los demás, desde con las personas que no conocemos hasta con las que más queremos; y tantas y tantas otras cosas más. ¿No valdría la pena cuidarlo y darle lo que necesita en el tiempo y la medida correcta? Cuando uno nace no puede manejar un carro, es con el tiempo que se va alcanzando la madurez, la pericia y responsabilidad para hacerlo ¿no será lo mismo con el cuerpo? Si hay quienes valoran sus propiedades para que no sean usadas a lo tonto, o cuidan a sus animales para que no sufran ¿es qué no deberíamos cuidar de igual manera nuestro cuerpo? Al niño le dan ganas de manejar y no por eso se le suelta el carro; a la mascota se le antoja salir a la calle y no por eso se le deja libre salir a la calle en donde puede ser atropellado. ¿Es todo esto represión? Y si lo es ¿no es a veces necesaria para obtener un bien mejor? Entonces, si bien somos capaces de aceptar que las personas, porque es su vida, tengan relaciones sexuales con quien les pegue su gana, ¿por qué no somos capaces de aceptar a aquella persona que decide valorar y cuidar su cuerpo hasta que llegue la persona que ella considere indicada para compartirlo (no usarlo)?.

    Yo soy una persona soltera y muchos dirán que por eso pienso lo que escribo, pero desde hace algún tiempo tengo tres hijas y me pregunto que les voy a contestar el día que alguna de ellas se me acerque y me pregunte: Papá, ¿qué debo hacer? Me has enseñado a cuidar de mi cuerpo y de mi espíritu, pero mi cuerpo a veces me lo pide a gritos y mis amigos y los que me rodean no son así; me insisten en que estoy equivocada, que debo conocer el mundo y tener experiencia porque ya todo mundo lo hace, porque el tener relaciones no es un pecado como lo dice la iglesia y si no lo hago los chicos me verán como a una mujer rara y no querrán salir conmigo.

    Quizás en el mundo antiguo esto era más fácil de explicar por la concepción que se tenía del pecado; pero ahora todo lo queremos hacer tan subjetivo y le buscamos tantas alternativas para justificar nuestro actuar, como un abogado que puede hacer ver a un asesino como la oveja más buena del mundo, ya que está haciendo su trabajo que es defenderlo, de eso vive y para eso le pagan; y es por esto que ya no es tan fácil distinguir el bien del mal.

    Yo estoy de acuerdo y acepto que el tabú del cuerpo y de las relaciones sexuales ha inhibido que se de un mayor conocimiento de él al respecto, pero creo que hemos equivocado el camino yéndonos al otro extremo.

    Para contestar a las preguntas de mis hijas yo les contaría la siguiente historia que más que obligarla a hacer lo que yo considero que es correcto, me gustaría que la hiciera reflexionar y que ella tomara sus propias conclusiones. Y de usted, amigo lector, no puedo esperar menos.

    Con todo mi cariño y amor les dedico esta narración a mis hijas:

    Masha Gennadiyevna

    Katia Gennadiyevna

    Valia Gennadiyevna

    CAPITULO I

    Corría el año 292 de la era cristiana. Eran emperadores romanos Dioclesiano y Maximiano. El primero había sido proclamado emperador por sus soldados, después de haber sido asesinado el emperador Numeriano en el año 284; y el segundo fue nombrado gobernador de la parte occidental del imperio en el año 287, estando Dioclesiano consciente de que debido a la situación económica, política y moral del imperio, iba a ser difícil gobernarlo por si mismo. Ninguno de los dos veían muy bien a los cristianos, si bien los toleraban mostraban señas de querer desembocar una nueva persecución, razón por la cual la mayoría de los cristianos no se mostraban fácilmente en público, no obstante que había iglesias en las que se reunían para realizar las celebraciones eucarísticas.

    En aquel entonces vivían en roma una joven pareja romana, el Capitán Antonio Graco de unos veinticinco años de edad, de cuerpo atlético y bien parecido, piel morena y cabello oscuro; tenía fama de ser exigente con sus soldados pero no lo era así con su esposa Julia ni con sus sirvientes. Julia era una mujer muy bella de unos quince años de edad, de cabello rubio y ojos claros, quizás de ascendencia griega, era tierna y muy sencilla, pero algo frágil.

    Meses antes, poco después de su matrimonio, el médico familiar, un griego llamado Melos, les había aconsejado que se abstuvieran de tener familia, ya que las condiciones físicas de Julia no era propicias; sin embargo, la joven pareja había optado por intentarlo, y nueve meses después estaban por recibir a su primogénito.

    Julia estaba en cama con fuertes dolores, su temperatura corporal se había elevado considerablemente y sudaba copiosamente.

    - Inténtelo una vez más - sugirió Melos mientras tomaba la mano de Julia para que ella descargara su fuerza.

    El grito de dolor se escuchó fuera de la habitación en donde Antonio Graco caminaba impaciente de un lado a otro.

    Junto a él un grupo de criados permanecía a corta distancia preocupados por su señora y atentos para lo que pudiera requerirlos su señor; y entre ellos estaba una de las sirvientas favoritas de Julia, una señora de unos treinta y cinco años que permanecía en un rincón como rezando, se le podían ver las lágrimas salir de los ojos con cada grito de su ama.

    Antonio Graco aplaudió volteando a ver a sus sirvientes los que corrieron rápido a postrarse frente a él a excepción de Marta que guardó su lugar. - Vayan y lleven ofrendas a los dioses por mi familia - les ordenó.

    Los criados hicieron una reverencia y salieron a toda prisa del lugar. Antonio observó entonces a Marta y se preguntó ¿por qué su esposa le tenía tanta consideración a aquella mujer? Agachó la cabeza y volvió la mirada hacia el piso iniciando un nuevo caminar al rededor del cuarto, con las manos en la espalda. Había deseado tanto a ese hijo y quería tanto a su esposa, que la perdida de cualquiera de los dos era inconcebible. Rogaría hasta el Dios de los cristianos con tal de que se salvaran los dos, se golpeó la cabeza y se reprochó haber llegado a permitir aquel pensamiento; si alguno de los dos moría quizás sería por su impertinencia

    - ¡No puedo más! - exclamó Julia -, ¿Por qué no nace? - su rostro se veía fatigado y sus ojos cansados. Su mirada era una suplica que partía el corazón de Melos, que si bien se repetía para sus adentros la advertencia que les había hecho no era capaz de reprochárselos en aquel momento.

    - El bebé está fuera de posición - respondió Melos después de tocar el vientre de la joven romana.

    - ¡Salva a mi hijo! - expresó Julia con desesperación y ya casi sin fuerzas -. No importa lo que tengas que hacer, sólo sálvalo.

    Melos observó a su señora por unos instantes y luego, asintiendo con un movimiento de su cabeza liberó su mano de ella y salió de la habitación, seguido de su ayudante, una bella joven griega llamada Adara, de piel sumamente blanca.

    Al ver Antonio que Melos se acercaba se dirigió hacia él impaciente, los gritos habían cesado y no había escuchado a su hijo llorar lo cual le inquietaba de sobre manera. - ¿Cómo están? - preguntó con voz firme, pero delicada, ya que no quería molestar a su esposa.

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    - No va a sobrevivir - respondió Melos con seriedad -, pero voy a salvar a su hijo tal como ella me lo pidió.

    - ¿Puedo verla? - preguntó Antonio después de haber reflexionado por tan sólo un instante, y por su mente pasó la idea de rogarle que la salvara a ella y que dejara morir al bebé.

    - Sólo por un momento - respondió Melos -; sólo mientras preparo todo, ese niño no puede estar más tiempo adentro o morirán los dos - dando un paso lateral se abrió camino y se alejó por uno de los corredores mientras su ayudante le seguía sin decir palabra alguna.

    Antonio entró a la habitación en donde reinaba una paz de muerte, su esposa estaba en el lecho sumamente débil y esto le destrozó el corazón; tenían tan poco tiempo juntos pero se amaban de una forma tan pura como ya no existía en Roma. Por su mente pasó le frescura de aquella niña de trece años que jugaba en el jardín de su palacio a las afueras de Roma, de la que se había enamorado y había recibido un sí de matrimonio sin ninguna objeción; y que no se comparaba en nada con la mujer que estaba frente a él, pareciendo haber envejecido diez años en un instante. - ¡Amor! - exclamó tomándole la mano entre las suyas y besándola con una delicadeza inusual para un romano.

    Julia abrió los ojos y después de reconocer a Antonio los volvió a cerrar dejando escapar una sonrisa. - Cuida de nuestro hijo - dijo con voz apenas perceptible.

    - Te pondrás bien. Sé que los dioses no te dejarán morir… - y con su mano acarició el rostro de su esposa que no respondió -. Y tú cuidarás de nuestro hijo.

    - Los dioses no pueden salvarme - Julia dejó escapar un suspiro -, pero hay alguien más que sí…

    - ¡Dime quien es y lo traeré! ¡Te lo juro por los dioses que lo traeré!

    - No tienes que ir muy lejos, sólo haz que venga mi esclava - respondió Julia como tomando un poco de fuerzas.

    - ¿Es qué esa mujer conoce a alguien?

    Julia asintió con la cabeza pero sin abrir los ojos mostrando el dolor que le costaba hablar.

    Antonio salió a toda prisa de la habitación y en cuanto estuvo fuera del cuarto gritó el nombre de Marta hasta que ella se postró a los pies del noble tribuno. - Mi esposa quiere verte, dice que tú sabes quien puede curarla.

    - ¿Yo señor? - preguntó dudando y casi llorando a los pies de Antonio.

    - ¿Hay acaso en esta casa otra Marta?

    - No.

    - Entonces anda y habla con mi esposa.

    Marta se enderezó y entró en la habitación.

    Julia observaba la puerta así que dejó escapar una nueva sonrisa al ver a su criada acercarse a ella a toda prisa.

    - Señora ¿qué quieres de mí? - se arrojó a los pies de su ama y se los besó humildemente.

    - ¿yo sé que tú eres cristiana?

    Marta se estremeció ante la revelación que le hacía su señora, dudó unos instantes pero no lo negó.

    - He escuchado muchas cosas sobre ese Dios tuyo, dicen que es poderoso, que en vida su hijo resucitó a los muertos y curó a los enfermos…

    Marta guardó silencio pero asintió con la cabeza.

    - Reza a ese tu Dios, dile que le ofrezco a mi primogénito y mi vida entera si nos deja vivir a los dos… Dile que aprenderé su doctrina y la enseñaré a mi esposo… - en ese instante una fuerte contracción le hizo gritar de dolor.

    Marta se apresuró a ayudar a su señora.

    - ¡No! - Julia retiró las manos de Marta de su cuerpo y con muchos esfuerzos trató de controlarse evitando desmayarse -. Ve a orar, si es su voluntad se hará como te he dicho, Él te escuchará.

    Melos entró en la habitación a toda prisa, seguido de Adara y de Antonio Graco.

    - ¿Qué haz hecho mujer? - le gritó Melos a la criada y casi de un golpe la arrojó al suelo.

    Antonio Graco se mostró desconcertado por no saber que hacer, pero a su pensamiento vino la idea de que si Marta había hecho algo para molestar a su esposa la mataría él mismo con el látigo; le retiró la vista y con mirada incrédula observó a Melos que tocaba el cuerpo semidesnudo de su esposa que se retorcía llena de dolor.

    Adara sostuvo gentilmente la cabeza de su ama y se preparó para darle el brebaje que Melos había preparado, y con el cual la dormiría para siempre mientras la operaba para sacar al bebé.

    - ¡Espera! - extendió Melos la mano hacia Adara, y continuó palpando con su mano el vientre de Julia.

    Adara se detuvo.

    - Señora, inténtelo una vez más - y se colocó bajo las piernas de Julia ante la mirada atónita de Antonio.

    Como si las palabras de Melos fueran una orden, Julia pujó con las fuerzas que le provenían de algún lugar misterioso que no tenían origen en su cuerpo, y la cría se deslizó hasta los brazos del médico. - Es una niña - anunció y alzándola por los pies le dio una fuerte nalgada que le hizo respirar.

    La pequeña soltó un fuerte grito y comenzó a llorar.

    Al instante entraron por la puerta dos sirvientas más, que llevaban paños y agua para limpiar y cobijar a la recién nacida.

    Melos cortó el cordón umbilical y la niña se acurrucó en sus brazos dejando de llorar al instante, entonces la acercó a su madre.

    - ¡Parece un corderito! - exclamó Julia en un suspiro, luego sonrió echándole una leve mirada, le acarició la cabeza y cerrando los ojos se quedó sumamente dormida, exhausta por el esfuerzo, en los brazos de Adara.

    Melos entregó la niña a las sirvientas que la lavaron y la envolvieron en cobijas ante la mirada atónita de Antonio. Una vez preparada la niña se la entregaron a su padre que la recibió en su regazo con suma delicadeza. - Realmente parece un corderito, tan tierna e indefensa…

    - ¿Ha pensado algún nombre? - preguntó Melos satisfecho de su trabajo.

    - Julia y yo habíamos pensado en varias opciones, pero no nos habíamos podido poner de acuerdo hasta ahora. Se llamará Inés que significa cordero, y nos acordaremos de este momento tan maravilloso. Besó a su hija en la frente y se la entregó a Adara para que la recostaran, luego miró a su esposa que parecía dormir en el más placentero de los sueños y con su mano le acarició la mejilla, la besó y salió de la habitación llenó de una alegría que no se podía comparar a nada de lo que había vivido. Se sentía un padre orgulloso y quería decírselo al mundo entero, por su mente pasó la idea de hacer una gran fiesta y luego se detuvo, su esposa estaba exhausta y necesitaba descanso, la fiesta tendría que esperar.

    Era ya de noche cuando Antonio Graco regresó a su palacio, estaba un poco borracho ya que había festejado con sus amigos el nacimiento de su primogénita. Se había divertido y había gozado con ellos como nunca, ya que no era un hombre de fiestas y mucho menos de beber, pero aquella era una ocasión tan especial que se había dejado llevar por la alegría que el acontecimiento le desbordaba. Algunos ya habían comenzado a pedirle la mano de su hija para sus hijos, conocedores de la belleza de Julia, y pensando que la pequeña Inés heredaría semejantes cualidades, pero Antonio los rechazó a todos diciéndoles que antes deberían hacerse merecedores de ella y para ello tendrían que pasar algunos años, y no sería él quien decidiera sino su hija. Esto no era muy usual ya que los matrimonios solían arreglarse, pero Antonio lo que quería era alejar cualquier tipo de insinuación para arreglar un matrimonio antes de tiempo. Era su hija, su pequeña y la quería disfrutar sin tener que pensar en que algún día se iría de su lado.

    Caminó por los pasillos vacíos que eran iluminados por las antorchas que colgaban de las paredes hasta su habitación, abrió la puerta y se introdujo con cautela cuidando de no despertar ni a su esposa ni a su hija. Al fondo del cuarto una figura se movía de la cama hacia un pequeño catre de palma, estaba tan oscuro que era difícil distinguir de quien se trataba. Vaciló un poco pensando que era Julia que se había levantado para ver a la bebé pero pronto se dio cuenta de que su esposa aún estaba recostada, entonces pudo distinguir a Marta que arrullaba a su hija entre sus brazos.

    Marta volteó sintiendo la presencia de Antonio y se dio cuenta que era hora de abandonar la habitación, recostó a la bebé sobre el pequeño catre con un cariño muy especial, le dio un beso y volteando hacia Julia la despidió con una sonrisa.

    - Gracias - la voz de Julia se escuchaba cansada pero llena de satisfacción.

    Marta asintió con la cabeza y luego salió de la habitación ante la mirada de Antonio que la siguió con intriga, en su mente resonaron las palabras de su mujer diciéndole que la dejara entrar cuando parecía ya todo perdido para ella. ¿Qué había hecho esa mujer? ¿Qué había hablado con su esposa? se preguntó, y quiso correr detrás de ella y detenerla…

    - ¡Amor! - la voz quebrada de Julia alejó a Antonio de sus pensamientos -. ¿No es hermosa? - desde su cama podía ver el rostro apacible y tranquilo de su hija.

    Antonio volteó a ver a Julia que parecía tan indefensa y débil como la niña antes de casarse, luego giró su mirada y vio a la bebé, se parecía tanto a su esposa, se acercó, le dio un beso en la frente y luego se sentó en la cama, se quitó sus sandalias y se recostó en ella, giró su cuerpo y quedó frente a frente al rostro de su esposa. Ambos se miraron y luego Antonio la besó en los labios con gran delicadeza. - Doy gracias a los dioses porque te han dejado más tiempo a mi lado - dijo mientras abrazaba a Julia que recostaba su cabeza en el pecho de su marido.

    - Yo no - respondió Julia con tranquilidad.

    Antonio se sorprendió y estuvo a punto de reprocharle pero no lo hizo considerando su estado; además, ya de un tiempo para atrás había notado como se había venido distanciando de sus creencias; y por si fuera poco él mismo había tenido sus dudas.

    - Creo que he perdido la fe en los dioses…

    Antonio se mantuvo en silencio escuchando.

    - Hace tiempo que siento que nuestros dioses están muertos, que cuando oramos lo hacemos únicamente a estatuas de piedra pero nadie nos escucha…

    - ¿Cómo puedes decir eso? Yo ordené a nuestros sirvientes que llevaran ofrendas para complacerlos, ellos siguieron mis instrucciones y te dejaron vivir.

    - No - se enderezó Julia sobre el pecho de su esposo para observarlo a los ojos -. Los dioses no han hecho nada. Ha sido el Dios de los cristianos quien ha obrado el milagro.

    - No debes decir eso, los dioses podrían molestarse y…

    - Si lo hacen sabré que los dioses son más grandes que el Dios de los cristianos, pero si vivo es que no son nada.

    - ¡Ha sido esa mujer quien te ha metido estas ideas a la cabeza! - el tonó en la voz de Antonio mostró que comenzaba a enojarse.

    - No, ella no me ha dicho nada. Hace tiempo que he escuchado sobre Él entre los criados, y he investigado…

    - Entonces sabrás que se dice que el Hijo de ese Dios que me dices murió en los tiempos de Tiberio, crucificado como un ladrón a manos de Pilatos, acusado por su propio pueblo - Antonio sonrió sintiéndose conocedor de los hechos y acarició con sus manos el delicado rostro de Julia.

    - Pero allí no termina la historia… - Julia sonrió satisfecha de que sabía algo más que su marido no.

    Antonio miró a su esposa incrédulo.

    - Entre ellos está la creencia de que resucitó…

    - ¿Como puedes creer eso?

    Los ojos de ambos se cruzaron y por un instante se quedaron callados observándose, hacía ya tiempo que no habían tenido una plática como esa y hacía ya algunos meses que no se habían visto de esa manera. Julia vio lo atractivo que era su esposo, sus ojos oscuros y su piel morena por el tiempo que pasaba al sol, aproximó sus labios a los de él pero se detuvo.

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    Antonio observó la belleza de su esposa, su cabello rubio y sus ojos claros como el azul del cielo y contagiado y paralizado por la belleza de su esposa esperó impaciente que ella le besara.

    - Cuando Marta estaba conmigo le prometí a su Dios que si sobrevivíamos y sanábamos las dos, le consagraría mi hija a Él, yo me convertiría a su doctrina y conmigo…

    Antonio se quedó paralizado recordando los pensamientos que se había reprochado fuera de la habitación, pudiendo adivinar las palabras que Julia había dejado de pronunciar.

    - En ese instante fue cuando sentí los dolores en mi vientre y se obró el milagro. Si el Dios de los cristianos no existe que me castiguen los dioses.

    - ¡Que nos castiguen los dioses a ambos! - dijo Antonio y sin poder esperar un segundo más besó a su esposa. En ese preciso momento ambos se sintieron llenos de una paz inexplicable, y asumieron juntos la responsabilidad de lo que ello podría acarrearles. Sabían que Roma no tenía muy bien visto a los cristianos y conociendo a Diocleciano en cualquier momento habría una nueva persecución,

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