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El Pretoriano
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Libro electrónico266 páginas3 horas

El Pretoriano

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Novela narrada en la época de la Antigua Roma, relatando hechos vividos por un grupo de espíritus en un contexto histórico y con personajes reales, exponiendo temas importantes de la enseñanza de la Doctrina Espírita. 
Narra la participación de Caio en un triángulo amoroso donde permanece envuelto en sentimientos de amor y odio hasta la actualidad, termina descubriendo que las causas fueron de vidas anteriores, las cuales termina recordando. 
Lectura atractiva, ligera e interesante, que mantiene la atención del lector y de acuerdo con los trabajos de codificación.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2023
ISBN9798215100356
El Pretoriano

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    El Pretoriano - Christina Nunes

    Agradecimientos

    A Jesús, nuestra suprema inspiración, y a todo el equipo espiritual fraterno y auxiliar;

    Agradezco a Caio Fábio Quinto, mi incansable mentor de las esferas de luz;

    A mis queridos padres e hijos de la actual reencarnación, ciertamente amigos de otros tiempos, sin los cuales mi vida carecería de color y brillo;

    A la querida tía Marita, sin cuyo aliento no habría tenido el coraje de realmente ponerme manos a la obra en el campo de la psicografía;

    A la solidaridad de mi amiga Claudia Fernanda;

    A Eurípedes Rodrigues Reis, mecenas de nuestra primera obra psicografiada,

    Y a Leandro Ferreira, un técnico competente, que creyó haber surgido para librarse de los descalabros informáticos, cuando, en realidad, fue el intérprete, con su sensibilidad intuitiva, de un importante mensaje de la espiritualidad atenta a nuestro trabajo, en un instante de fracaso de transcripción crítica, por mi parte, de lo que me fue dictado por el espíritu autor.

    Gracias, también, a Astolfo Olegário de Oliveira Filho y a la dirección de EVOC, por la bienvenida y reedición conmemorativa de diez años de nuestra colaboración literaria sin pretensiones en la difusión de las maravillosas realidades de la vida espiritual.

    Introducción

    Cuando salió a la luz esta narrativa, que hemos venido a denominar, junto con las posteriores, ensayos regresivos, muchas cosas quedaron oscuras para el conocimiento consciente de la médium.

    Efectivamente, habiendo recibido los textos en sesiones paulatinas, en un período en el que estaba despertando una vieja pasión por la antigüedad romana que fue escenario, en mi compañía, de muchas reencarnaciones anteriores, en su entusiasmo por el tema y por la novedad del mismo texto psicografiado, emprendido a su propia discreción – aunque bajo mi guía decisiva, ya que se convierte en una tarea titánica encontrar detalles sobre personalidades antiguas en medio del vasto océano que es Internet, una herramienta de investigación utilizada para este propósito –, y en la medida de su disponibilidad en el día a día, la investigación sobre el período mencionado en este y otros relatos.

    Estos resultaron, después de algún tiempo, para su gran asombro, en probar mi identidad, exactamente en el tiempo y bajo las circunstancias mencionadas en este texto, y en el tiempo histórico transcurrido, en la antigua Roma. Y justo bajo el poder del que bien podría ser, por méritos propios, considerado el primero y más grande de los emperadores romanos – Julio César –, aunque los historiadores han reservado esta distinción a Octavio Augusto, por razones bien justificadas.

    Mi médium no sabía absolutamente nada, hasta entonces, de los detalles relevantes de las conquistas galesas en la época de Julio César, y menos aun podía suponer sobre la existencia de un teniente – o general – mencionado a menudo en los textos de la aun contemporánea "Comentario de la guerra de las Galias", – escrito por el propio estadista romano y máximo líder de aquellas legiones –, quien, por bendita casualidad, en lo que a nosotros nos concierne, tuvo su identidad mantenida a través de estos registros, conservados a través de los siglos, y que no la tendría, por mismos, de participación lo suficientemente relevante como para justificar, aun hoy y para las generaciones actuales, el conocimiento de su nombre en aquellos tiempos.

    Obligatorio; sin embargo, estos escritos, y los titulados La guerra civil, en efecto, hay un legado, o general, activo en varios episodios de las batallas donde dirigí legiones contra los llamados Morinos, colocando a veces a otros en cuarteles de invierno en otras naciones, a las órdenes de César.

    Solo un nombre más entre tantos conservados en los datos de la Historia Clásica, quizás de nada serviría la alusión a este personaje del pasado si no fuera para perpetuar un mero componente de una inmensa procesión de participantes en la historia monumental del Imperio Romano, si ahora, siglos después, por una de esas llamadas casualidades, nunca existentes en las bien definidas causas de la espiritualidad, no sirviese también de inmenso aliento a esta alma, que me acompaña desde mucho antes de aquellos lejanos tiempos, a atestiguar a su manera, también aquí, en esta esfera física de sensaciones, y en la ocasión abrumada por honestas dudas sobre la absoluta legitimidad de los detalles de los textos que recibí, la autenticidad de mi presencia, como amigo, y sobre todo como familiar, inseparable de lo que constituye un complemento de mi alma, por razones que poco a poco se van aclarando en su espíritu muchas veces desanimado.

    Sé que vuestro anhelo más noble sería el de compartir con el mayor número posible de criaturas este gozo inefable, experimentado al probar estos hechos vitales para todos los que se encuentran ante las incomparables certezas de la eternidad que nos espera, llena de felices sorpresas. Pero he tratado de inculcarle la conciencia que el bien de esta acción ya está cumplido y es intrínseco, y como nada en el universo actúa de manera aislada, los buenos efectos se irradian gradualmente desde su propio estado mental purificado, para llegar a quienes la rodean; ellos, si no, con una mejora vibratoria adicional, en este mundo donde las lágrimas están todavía muy presentes, retrasando la consumación final de los propósitos santificados idealizados por Jesús para la Humanidad, ya que han pasado dos mil años.

    Que estas líneas tal vez sirvan de esclarecimiento y consuelo a algunos hermanos y amigos más, es también mi mejor intención. Es una verdadera narrativa acuñada en la era moderna, de hechos cotidianos pasados por los importantes éxitos militares y políticos de la época. Pero principalmente, y antes, un testimonio ofrecido por mí y mi médium que la poderosa fuerza del amor lo vence todo y une perennemente, tanto ayer como hoy, sobre todos los percances que luego comprenderemos obrar como incremento esencial a la plena realización. de nuestra felicidad y elevación espiritual.

    Caio Fábio Quinto

    Autor espiritual, antiguo legado del César

    I AMIGO OCULTO

    Cuando Lucila estaba lista para partir, con su bolso al hombro, y con Thalía al frente, abriendo apresuradamente la puerta, el pequeño Claudio lloró con todas sus fuerzas en su regazo, que en unos segundos se transformó en un grito homérico.

    – ¡Dios... por favor, Claudio, no hagas esto! Yo llego tarde al trabajo, y Thalía a la escuela...

    Ella estaba examinando al niño de pocos meses, buscando la causa del ruidoso llanto.

    – ¡El chupón, Lucila! Tómalo, te estás olvidando...

    El chupón – recordó de repente Lucila, corriendo hacia uno de los dormitorios.

    Pronto regresaría a toda prisa; salió por la puerta con el bebé y la hija mayor, sin poder imaginarse en ese momento ser observada por alguien que no era visto: un habitante de las dimensiones invisibles, autor del recordatorio que la llevó a buscar el chupón, y que fue ahora suspirando, en una mezcla de alivio, melancolía e íntimo cansancio.

    Con la puerta cerrada, se quedó allí en la casa vacía, sentado al lado de alguien que había observado en silencio la escena anterior.

    Este último notó por unos instantes la mirada distante y pensativa del otro, y luego comentó, abriendo una franca sonrisa:

    – Mi querido Caio Fábio... Te repetiré lo que me has oído muchas veces: estoy asombrado de tu tenacidad, por un lado, y de tu paciencia, por el otro. ¿Entiendes lo que quiero decir?

    – Y como las otras veces, te respondo lo mismo: le debo esto. Me debilité antes, en un momento en que no podía hacerlo, ¡y esto ha provocado todo lo que ha venido después! No importa que hayan pasado dos mil años, o que aun falten cuatro mil. ¡Lo que importa es que tengo que ayudarla en la ingrata misión que le ha sido encomendada por mi bien!

    Caio no apartó su mirada perdida e intensa del suelo. Y esto acentuaba, en cierto modo, la preocupación del amigo que estaba a su lado.

    – Caio... – se interrumpió. Eligió las palabras, asintiendo, y completó con un gesto agradable... –. Sé que tus sentimientos están involucrados, y les tengo el mayor respeto, pero... ¡por favor! ¿No se te ha pasado por la cabeza que tal vez hay planes de Dios para Lucila más allá de nuestro entendimiento, y que tal vez eso que llamaste tu debilidad en el momento equivocado no era algo que tenía que suceder? ¡Por los dioses, Fábio! ¡Todavía te presentas como un legionario, incluso después de veinte siglos! Han pasado muchas cosas desde entonces, y aunque te has reencarnado dos veces con Lucila, como padre y como hermano, ¡todavía estás obsesionado!

    – ¡Porque sigue sufriendo junto a las mismas personas después de veinte siglos, Marcus, y eso es culpa mía! ¡Han pasado muchas cosas, pero este orden de cosas prácticamente no ha cambiado...! – insistió Caio, impaciente, levantándose.

    Marcus volvió a temblar, algo triste.

    – ¡No conoces todas las razones de esto, Caio! Tu protección a Lucila se debe a tu legítimo amor por ella, ¡lo cual es loable! Pero me temo que todo el rompecabezas es mucho más vasto de lo que puedes ver o controlar. ¡Y entonces solo será Lucila quien decida lo que le toca a ella, recurriendo solo a sus propios recursos, más que a cualquier otra cosa, y a pesar de tu intento de ayudar!

    Caio dejó de pasearse y miró a Marcus, sus ojos azules afilados como la punta de una espada.

    – ¡Porque con sus medios, o con mi ayuda, Marcus, quiero que se deshaga de Ciro! ¡Quiero verte derrotarlos a todos!

    Marcus solo suspiró, advirtiendo:

    – ¡Olvidas que Thalía es una de esas a las que dices que quieres verla ganar, y el pequeño Claudio es ese mismo hijo de ustedes dos, que seguro que ahora no reaparece a destiempo! Thalía al menos, así que ya ganó, Caio, ¡porque el amor de una madre nunca sufre derrota! Este sentimiento es auténtico en su fuente, nunca se extingue, ¿y tú cómo serás? ¿Eternamente tratando de defender a Lucila de esa Valeria que ya no existe? ¿Quién ayudó a ahuyentarlos hace dos mil años, pero ahora tiene el amor de la misma hija a la que dañó en ese momento? – Marcus se puso de pie; se acercó a su amigo, sosteniéndolo afablemente sobre sus hombros –. Caio Fábio Quinto... ¡despierta para el hecho que otra realidad domina hoy! ¡Todo a tu alrededor ha cambiado, Caio! ¡Ama a Lucila, pero libérala de un pasado que necesita ser olvidado!

    – ¡Solo ves a Thalía, Fernando y la ropa de la era actual, Marcus! ¡Pero veo lo que queda de aquellos tiempos, en el fondo de cada uno!

    – ¡Eso debe transformarse y desaparecer gradualmente, siguiendo la evolución de las cosas, y no añadir leña para reavivar el fuego, amigo!

    – Ciertamente; ¡pero eso aun puede generar mucho daño y sufrimiento hasta que se supere para siempre! Y yo debo, quiero y necesito ¡salvar a Lucila de eso!

    Caio enfatizó las últimas palabras como un juramento anacrónico de victoria, ante las batallas romanas en las que comandaba legiones que ya no existían.

    II MARCAS DE UN PASADO

    Lucila y los niños ya estaban dormidos a esa hora.

    Solo, ahora que Marcus lo había dejado para dedicarse a otras tareas, Caio dio rienda suelta a sus pensamientos y actitudes.

    Acostumbrado desde hace tiempo a las ventajas de las contingencias de ver sin ser visto, influir aun en contra de los influenciados, decir lo que quería sin riesgo de una refutación directamente defensiva, en ese momento observaba con curiosidad el comportamiento de Fernando, el marido de Lucila, el Ciro al que se había referido, dos mil años antes.

    Entonces era General1 Pretoriano, del ejército de Caio Julio César. Se había enamorado de Lucila, curiosamente en la época con el mismo nombre, y su sentimiento fue correspondido. Pero ya había planes para ella, hija de representantes de los círculos nobles de la sociedad, a favor de cierto patricio con un apellido tradicional en esos días, pero que ocultaba, bajo el nombre, una fortuna ya enormemente dilapidada por las derrochadoras extravagancias llevada a cabo por padre e hijo: el cuestor Décio y Ciro Magno, ambos íntimos del emperador.

    Buscando salvar el honor y las finanzas de la familia con la dote de un matrimonio ventajoso, la noble Blandina, esposa de Décio, se horrorizó al darse cuenta que Lucila ya estaba en una relación sentimental avanzada con el general Caio Fábio, quien estaba a punto de formalizar un pedido directo de vínculo matrimonial a la familia, y la respectiva solicitud de autorización al mayor general de las tropas romanas. Y, después de sopesar seriamente los pros y los contras, rápidamente movió influencias con su esposo y Julio César para una negativa formal a cualquier pretensión de Caio, bajo la forma de una separación temporal de él, o permanente, si fuera necesario, a fin de remover de la cabeza de Lucila todas las ideas inconvenientes, desviando sus decisiones en otra dirección.

    Demasiado ingenua entonces, la joven Lucila, al principio, no se dio cuenta de lo que estaba pasando. Pero el general Caio, hombre ya en la franja de edad considerada de madurez, impetuoso, aguerrido y sagaz, pronto sospechó de lo que se escondía detrás de aquella extraña desaparición de Lucila de los círculos sociales y de las fiestas a las que asistía regularmente, donde solían verse, y se le dio la oportunidad de cortejarla abiertamente, hasta entonces sin oposición alguna de la familia, que lo acogía y amaba.

    Cuando pudo, por fin, percibir las miradas y actitudes hostiles de Ciro Magno hacia él, desde los tiempos en que asistía de guardia al palacio, y viéndolo de vez en cuando rodeando a Lucila como un cazador cuida a su presa, así como la fría y melancólica indiferencia de la muchacha hacia él, ató los cabos, entendió tantas otras cosas y, en su furiosa locura, trató de presentarse directamente en audiencia con Julio César, pidiéndole urgentemente permiso para casarse con Lucila.

    No hubo tiempo.

    De repente, recibió un anuncio oficial que estaría destinado durante dos años al mando de las legiones de las Galias, una gran incongruencia, dado que acababa de llegar a Roma de regreso de una campaña victoriosa en esa región.

    Inseguro de qué hacer, a pesar de su ciega lealtad a las decisiones del general, cuyos motivos para dar sus órdenes nunca se atrevió a especular, su primer impulso; sin embargo, impulsado por los conflictos del corazón, fue cometer lo que todos llamarían locura: seguro que el amor de la muchacha le pertenecía por derecho, desaparecería con ella de Roma hacia un destino incierto, o movilizando a hombres de su confianza, en dirección a la misma Galia, para que no pudiera ser culpado. Entonces, estando destinado allí, con el tiempo las cosas se calmarían.

    Estas ideas se arremolinaban en su cabeza, y en medio de su delirio, solo una cosa lo paralizaba: sabía de la precaria situación económica de la familia Magno y de la locura de padre e hijo representaban una ofensa directa a las concesiones de Julio César a uno de sus socios y, en consecuencia, casi un delito de lesa majestad. Valeria y el Senador Fabrício, padres de Lucila, no dudaron en dejarse llevar por el apellido Magno, además de enfatizar las conveniencias políticas de la carrera de un Senador, en detrimento de la menor fortuna y las meras buenas intenciones del militar romano, y Valeria acabó convocando a la fuerza a su hija a una nueva resolución, utilizando el peso de la decisión imperial, aunque bajo las protestas de amor de la joven por Caio y su aspecto cada día más enfermizo desde entonces.

    Después de una feroz lucha íntima, sacrificando el honor y el amor para proteger a Lucila de represalias ciertamente crueles, en el caso de Décio y Ciro, el abatido Caio se enrumbó hacia la Galia con la muerte en el espíritu, sin despedirse de Lucila que, en su disgusto e inexperiencia, se creyó abandonada del amor de su favorito, hundiéndose después en una vida familiar que fue el vía crucis de su existencia, y cuyos detalles Caio solo pudo conocer dos años después, cuando regresó a Roma.

    Terminó involucrándose con Lucila de todos modos. El caso terminó siendo descubierto y, en una sangrienta pelea, Caio murió bajo el filo de la espada del enemigo. Lucila se suicidó después de eso, y fue una prueba intensa los esfuerzos realizados por Caio y almas similares para sacarla de la agitación de las oscuras dimensiones espirituales, en las que se sumergió.

    Desde entonces, las reencarnaciones se han sucedido con un sinfín de acontecimientos y múltiples consecuencias. Sin embargo, el general Caio nunca abandonó su puesto de centinela junto a su amada mujer, ya que creía que se había retirado en el momento equivocado en tiempo pasado y le había causado todo el sufrimiento que ella pasó después. Fueron estas cosas las que pensó en el silencio de esa noche, con el ceño fruncido sombríamente, mientras escuchaba lo que hacía el anciano Ciro, que le había quitado la vida dos mil años antes.

    Observó cuando, cuando se dirigía a su habitación para retirarse, se detuvo al escuchar el débil timbre del teléfono en la estantería. Caio notó que había un mensaje grabado y se acercó, logrando escuchar algo, cerca de Ciro, bajo la tenue luz verdosa de una lámpara.

    Se dio cuenta que Fernando, casi tan enfadado como él, llamaba y grababa una respuesta furiosa:

    – ¡Sheila! ¡No vuelvas a llamarme bajo ningún concepto a esta hora! Ya conoces las razones, ¡no intentes hacerte la inocente!

    Prácticamente apoyándose en Fernando, Caio murmuró por lo bajo, medio hablando para sí mismo, medio tratando de hacerle escuchar:

    – ¡Miserable! ¡¿Cuántas veces tendrá que arrebatarme a la mujer que amo para hacerla sufrir?! ¡¿Por qué te comportas así, Ciro?! ¡¿Porque sabes que ella me prefiere a mí...?! – Exigió, indignado.

    El otro registró el ataque solo a través de un leve y repentino malestar, rápidamente reprimido y dominado por la tenue protesta de una conciencia culpable.

    Pensó para sí mismo que le sobraban razones para actuar de esa manera: un matrimonio de casi dieciséis años, sabiendo ahora que hacía mucho tiempo que había perdido el amor de su esposa, el que los había impulsado a encontrarse en su juventud. Lucila, una mujer que a sus ojos era apática y desprovista del fuego apasionado que creía que debía regir la vida para siempre, pronto se cansó de él. Tomó esto como pretexto para sus excesos, ignorando convenientemente las razones de su esposa, y su innegable lealtad a pesar de todo.

    La verdad que no quería admitir ni siquiera para sí mismo era que, desde el principio, tampoco había guiado sus acciones por el modelo de un marido leal y devoto. Siempre había sido débil ante las innumerables tentaciones que surgían afuera de las puertas del hogar, y al finalizar su tercer año de matrimonio ya tenía una amante regular y asidua.

    Ahora, con dieciséis años de vida de casados, una hija adolescente de quince años y un niño pequeño que había recorrido una distancia considerable de su hermana mayor, había llegado a un

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