Ausfagner: El primer Exógeno
Por Marco Dávila
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Ausfagner - Marco Dávila
Ausfagner, El Primer Exógeno
Primera edición, Lima, agosto del 2017
© Marco Alejandro Dávila Dionisio, 2017
www.ausfagner.com
www.facebook.com/ausfagner
www.twitter.com/ausfagner
marco@ausfagner.com
Asesoría literaria
Lucho Zúñiga
Corrección de estilo
Lucho Zúñiga
Diseño de Carátula
Carlos André Ruíz Torres
Diseño de Logo
Danitza Madaví Hidalgo Velit
ISBN de la versión digital: 978-8-7714-3790-4
Versión ebook 2017
Digitalizado y Distribuido por SAXO.COM Peru S.A.C.
https://yopublico.saxo.com/
Telf: 51-1-221-9998
Dirección: Calle Dos de Mayo, 534. Of. 304, Miraflores
Lima – Perú
El presente texto es de única responsabilidad del autor. Queda prohibida su total o parcial reproducción por cualquier medio de impresión o digital en forma idéntica extractada o modificada, en castellano o en cualquier idioma, sin autorización expresa del autor.
AUSFAGNER
EL PRIMER EXÓGENO
Marco Dávila
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 1
Todo sucedió muy rápido. Enrique estudiaba en su habitación durante la noche, era el siglo XXI. Una luz emergió cerca de la lámpara y fue creciendo mientras se le acercaba; lo succionó con tanta fuerza que por más que se aferró a su cama, no pudo evitar ser tragado. Un instante después caía sobre un bosque desconocido. Creía que se encontraba aún en el planeta Tierra, hasta que después de caminar unos minutos vio a las primeras personas: montaban caballos, lucían trajes del siglo XVI, incluso pudo escuchar que conversaban en un inglés extraño. A lo lejos divisó una librería. Necesitaba información; caminó apurado hacia el ingreso. En el mundo de Enrique, eso sería una librería muy antigua. El librero se llamaba Francis; un viejo alto y amable que, intrigado por su vestimenta —jeans negros, camiseta negra, casaca marrón—, le preguntó qué libro se le ofrecía. La conversación terminó en una propuesta de trabajo. Enrique se había presentado como un joven que había escapado de su casa por problemas familiares. No le costó llenar de detalles su historia, siguiendo el juego al librero, que se sintió identificado con él por un pasado solitario en común: Francis también había huido de casa a la misma edad.
Algún tiempo después, reconoció que no tenía forma de regresar a su planeta y a su tiempo. Se decidió por un único plan: rehacer su vida en Albion —país-isla del mundo de Terros—. Cambiar los autos por caballos y el asfalto por adoquines había formado parte del proceso; también los transistores por velas, o las zapatillas y materiales sintéticos por cuero y algodón. Le costó mucho adaptarse y pensó que lo estaba logrando hasta que los primeros sueños con el personaje encapuchado aparecieron, y con ellos, los asesinatos en la isla.
* * *
–¿Crees que algún día suceda otro? –preguntó Enrique, desparramado sobre su carpeta, en uno de los extremos del salón. Su cabello oscuro caía sobre su rostro, ocultando sus entrecerrados ojos marrones. Corría el año 1680 del calendario Figstino.
Jeff Johanstown estaba de pie a su lado, mirando de reojo a los estudiantes que salían del aula y conversaban de los tediosos trabajos del segundo ciclo; volteó hacia Enrique, quien se veía afectado por las noticias. Hace dos meses había ocurrido un asesinato en Harborne, su propia universidad. La Policía lo investigó sin éxito. Cuando ocurrieron asesinatos similares en fechas muy seguidas, una nueva unidad, los Halcones Azules
, hizo su aparición. Todo indicaba que cada nuevo asesinato sería investigado por ellos hasta encontrar al culpable, que parecía tener siempre el mismo método y crueldad con sus víctimas. Los cuerpos quedaron casi irreconocibles y en algunos casos, parcialmente devorados.
–Los Halcones se encargarán de eso –contestó Jeff, dándole unas palmadas en el hombro, tratando de levantarle el ánimo–. Mira el lado bueno, ¡puede que podamos atrapar al culpable! ¡Eso sería emocionante!
–No sería para nada emocionante –dijo Carol, abriéndose camino, indiferente a los compañeros con los que chocaba. Su larga cabellera marrón seguía cadenciosa los movimientos de su cabeza–. El próximo podría ser uno de nosotros.
–Lo importante es mantener la calma –dijo Emma, quien caminó lento detrás de Carol con algunos libros bajo el brazo. Tenía el mismo pendiente esmeralda que siempre usaba, adornando su radiante atuendo casual. Hacía juego con sus ojos verde lima. El esmeralda era un color presente en otro de sus objetos más queridos: un alado distintivo dorado con una gema redonda en el centro, un amuleto de buena suerte y fuente de gratos recuerdos–. Esto es lo necesario para el trabajo, deberíamos apurarnos –dijo poniendo los libros sobre la carpeta en la que Jeff había puesto el tintero.
Enrique tenía un sueño cada vez que ocurría un asesinato. Se repetía un patrón, comenzaba siempre oscuro. No escuchaba, veía ni sentía nada. Tampoco podía hablar. Solo percibía los movimientos de su cuerpo. En un momento, el fondo se tornaba púrpura y comenzaba a flotar en el vacío.
Hacia todos lados divisaba estrellas distantes y tenues nubes de colores morado y azul sobre el cielo púrpura que se asemejaba al crepúsculo. Todo giraba en torno a él, lentamente. Luego de un tiempo, en un lado
del universo, y como si se tratara de una errática toma aérea, aparecían paisajes de Terros que conocía. No podía mirar a otro lado, era imposible voltear a ver el vacío que lo rodeaba y encontraba un halo celeste alrededor de su vista. En un momento, la toma se acercaba a un edificio en particular y, sin importar las paredes, que se volvían transparentes, era capaz de visualizar lo que pasaba en el interior.
Enrique siempre veía al mismo personaje: usaba una larga capa con capucha —color crema con detalles dorados y plateados— que siempre le cubría la cara. Luchaba lanzando rayos dorados contra una gran y sombría silueta que se escabullía en la oscuridad de la noche. A pesar de la distancia, de casi quince metros, alcanzaba a divisar las largas extremidades del enemigo del encapuchado. Las usaba para defenderse, moviéndolas rápidamente como tentáculos que buscaban el cuerpo de su oponente; sin embargo, el encapuchado siempre ganaba. La sombra era vencida por sus rayos, dejando solamente hilos de humo en su lugar. La mayoría de veces, el individuo terminaba de pie frente a un cadáver o un bulto sobre un charco de sangre antes de arrodillarse por unos instantes, o solamente quedarse quieto. Luego de ello, la visión de Enrique se tornaba negra y él despertaba en su cuarto. Cada una de aquellas veces en las que él pudo ver aquella reacción del encapuchado, coincidía con la fecha de un nuevo asesinato.
–¿Cierto, Enrik?
El tosco pero dulce acento kiltés de Emma llamó su atención. Enrique se incorporó para mirarla, encontrando un leve gesto de preocupación en su rostro.
—Ah… sí… creo que sí —contestó, aún sentado.
Cada vez que Enrique recordaba uno de esos sueños o escuchaba de alguno de los asesinatos, se estremecía. Quería que eso termine. A veces tenía miedo de dormir, inclusive de cerrar los ojos. Deseaba la muerte de lo fantástico. Había llegado a Terros sin saber cómo y le había costado varios días entender lo que realmente le había pasado. Fue bueno que el señor Francis creyera su coartada de viajero huérfano y se apiadara de él. Las clases y el crédito estudiantil por su situación habían sido también buenas para su cordura. De igual manera, su habitación, la 304
, y los inquilinos del edificio habían cumplido un rol importante; él siempre bajaba hasta el primer piso y se despedía de la dueña del edificio, que ya lo conocía, así como de varios habitantes de los pisos superiores que encontraba en el camino. Esos saludos y despedidas eran lo más cercano que tenía a la idea de una familia, pequeños gestos que lo ayudaban a no sentirse tan solo en un mundo tan ajeno. La dueña, asimismo, guardaba una caja metálica con el reloj digital y el celular de Enrique. Él le había dicho que se trataba de valiosos recuerdos de sus padres
. Solo él tenía la llave. Ella nunca vio el contenido.
–¿Vas a ir a ver a tu tía? –dijo Carol. La luz naranja anunciaba la tarde, y los primeros faroles comenzaban a ser encendidos a lo largo del camino adoquinado que rodeaba la universidad y que ellos recorrían al salir de clases como siempre.
–¡Quisiera no ir! –contestó Jeff–. Pero… tengo una de esas reuniones familiares… ya sabes…
Reuniones familiares que Enrique quisiera recordar con más nitidez. Lamentablemente nunca les había prestado atención hasta antes de quererlas de vuelta.
–Ver a la familia es importante, si yo los tuviera cerca también iría a visitarlos –dijo Emma, quien caminaba junto a Enrique detrás de Jeff y Carol.
Emma también tenía a sus familiares lejos, no tanto como Enrique, pero era claro que se identificaba con sus emociones.
Repentinamente, Enrique sintió una sutil punzada en su frente, llevó su mano hacia ella, luego se detuvo y miró a su alrededor con un poco de temor. Jeff y Carol se le acercaron, intrigados. Emma, preocupada, quiso acudir en su ayuda, pero se paralizó luego de que cierto artefacto que guardaba entre su ropa le diera la señal que ya conocía.
–¿Pasa algo? ¿Olvidaste algo? –dijo Carol. Emma creyó que las palabras eran para ella, reanimando su espíritu solo por un breve instante.
–Podemos regresar –Jeff se acercó a Ortega, quien frotaba su frente con molestia.
–No, no –contestó Enrique–. Estoy bien. Es el estrés de los exámenes, eso es todo.
–Me tengo que ir –dijo sorpresivamente Emma–. Acabo de recordar que… tengo una reunión… con mi familia… sobre el negocio de mi familia… ¡adiós!
Aquellas reuniones imprevistas eran usuales en ella, por lo que ninguno se sintió sorprendido. Emma se alejó a pasos rápidos y desapareció entre el tumulto y los faroles. Por su parte, Enrique sabía que las punzadas en la frente solo significaban una cosa: pronto volverían sus visiones recurrentes.
Capítulo 2
Esa noche ocurrió un asesinato. Enrique Ortega se despertó muy agitado y con el recuerdo vivo de la escena en su mente. Otra vez, uno de sus sueños le había mostrado una nueva víctima.
–¿Has tenido pesadillas alguna vez, Jeff?
Estaban de pie en la terraza de la biblioteca, lejos de las mesas donde estudiaban los otros alumnos. Enrique se apoyó sobre la baranda; poco le importó que el polvo ensuciara los codos de su saco.
–¿Ah? ¿Yo? –contestó Jeff volteando hacia él. Se apoyó en la baranda con las manos y lo miró de reojo–. Claro, bueno… todos hemos tenido pesadillas en algún momento, Enrik.
Pero él no se refería a aquellas. Miró hacia el horizonte un largo rato, contemplando el paisaje que estaba cubierto de edificios. Tal y como en su país –en su mundo–, el invierno llegaba en junio, y ya se comenzaban a sentir algunas brisas de aire frío. La única diferencia era que Albion estaba ubicado en el hemisferio norte de Terros, tal como aparecía en una enciclopedia que había consultado en la librería del señor Francis. Jeff observó a su compañero por un momento antes de hablar.
–Bueno… tal vez algunos sueños sean peores que otros, ¿no? –dijo Jeff.
–Y tal vez alguien debería dejar de soñar y pisar tierra –dijo una voz desde sus espaldas.
–¡Carol! –exclamó Jeff al voltear y encontrar los ojos de su amiga.
–Olvidaste esto –Carol tenía sobre la palma de la mano una pequeña billetera.
Al momento que él la vio, abrió sus ojos de par en par y revisó con impaciencia cada uno de sus bolsillos, para luego extender el brazo con la cabeza gacha.
–Mínimo un gracias –dijo ella.
–Gra…
–Carol la encontró en el pasadizo del primer piso, tienes suerte –la interrumpió Lindsey Whitelock, que avanzó hacia ellos con pasos tranquilos. Larga cabellera rojiza, postura confiada y ojos celestes que inspiraban respeto aún a través de los ovalados cristales de sus gafas.
–Hey, tú también eres del círculo de artes escénicas –dijo Jeff.
–Sí.
–Más que eso, ella es de nuestro salón, Jeff –dijo Carol.
Él se quedó en silencio. Enrique, quien seguía mirando hacia el horizonte, volteó a verlos. Lindsey suspiró y luego miró al lado.
–Eh… cierto, tienes razón –dijo Jeff.
–Jeff Johanstown, ¿no? –dijo Lindsey, mientras se quitaba sus gafas con los ojos cerrados.
–Sí.
El rostro de Lindsey se tornó sombrío, inclinó un poco la cabeza a un lado y lo miró de reojo. Tienes que saber quiénes te rodean… nunca sabes cuándo un asesino puede estar viviendo en tus sueños, acechándote
le dijo con los ojos y la boca entreabiertos.
Jeff se quedó petrificado, mirando muy perturbado a Lindsey, mientras que Carol ocultaba la risa detrás de su mano. Al cabo de unos segundos, no pudo aguantar más y soltó una carcajada.
–¡Tienes que ver tu cara! –dijo Carol entre risas.
–Hasta a mí me dio miedo –dijo Enrique, apoyándose en la baranda relajadamente.
–Pásenle un espejo –dijo Lindsey con seriedad y volvió a colocarse sus lentes.
La mirada de Jeff rebotaba entre las dos.
–¿Eh? ¿Qué pasó? No entiendo –dijo todavía un poco asustado.
–Es un diálogo que practicamos ayer –Carol no dejaba de reír–. Una frase del antagonista de la historia, jaja, pero Lindsey, ¡ayer no te salía tan bien!
–Eso es lo que ganas por no recordar quién soy –dijo Lindsey Whitelock dirigiendo a Jeff una mirada altiva.
–Las mujeres de esta universidad me dan miedo –sentenció Jeff, volviendo a mirar el paisaje.
Todos rieron. Ese era el mundo en el que Enrique quería vivir, no en aquel mundo de extraños sueños.
–Tengo algo que hacer –dijo mientras se alejaba del grupo con dirección a la escalera.
Ese día llegó a su habitación sumamente frustrado. No había podido encontrar nada acerca de sus sueños en la biblioteca y reconocía que había sido inocente de su parte buscar ahí.
Enrique se puso de pie y se miró en el espejo, preguntándose si es que algún día volvería a ser el mismo de antes, y si era posible que alguna vez un amigo suyo muriera en una de sus pesadillas. Tenía varias dudas. No sabía si tenía sueños premonitorios con un máximo de un día de anticipación, si estaba viendo un tercer mundo entre sueños, o si él era quien realmente los estaba matando y que la sombra era una representación de sí mismo.
No pasó ni una semana hasta que tuvo una nueva visión, esta vez distinta: la víctima era él.
Despertó en su cuarto. A través de la ventana observaba cómo la ciudad se convertía en cubos que se desarmaban, tragados por el vacío: un gran rompecabezas succionado desde fuera. Aparecía entonces el habitual cielo de tonalidad púrpura y oscura. Su cuarto era una habitación flotante. Los bordes parecían haber sido cortados por una gran navaja. El suelo se había esfumado y sobre él solo quedaba la porción de techo que le correspondía, el resto del tejado había desaparecido. Detrás de la puerta, solo quedaba el vacío y, sobre su cama, yacía su cuerpo inerte, en la misma posición en la que recordaba haberse quedado dormido.
La oscuridad que se veía a través de las ventanas absorbía su ser, y si no hubiera sido por la rápida intervención de aquel guerrero encapuchado, la cabeza de Enrique se habría unido con su estómago luego de un violento golpe de la tenaza del monstruo.
La criatura había aparecido detrás de él, materializándose desde las sombras y llegando a ocupar el espacio de un gran mueble en una de las esquinas. Enrique solo se dio cuenta de lo que sucedía luego de incorporarse y enfocar su confundida mirada. Había sido empujado por el encapuchado, quien, a pocos metros de él, parado con las piernas en compás y con un resplandor dorado muy fuerte entre las manos, que tenía cruzadas frente a sí mismo, parecía estar frenando un nuevo ataque del monstruo. La luz le permitió a Enrique ver de cerca los detalles dorados y plateados de la capa de su protector, y debajo de ella, una túnica de batalla de color beige. Incluso divisó unas botas de cuero marrones y guanteletes del mismo material y color. Pero lo que más lo sorprendió fue la máscara blanca ovalada con solo dos rendijas horizontales a modo de ojos; la bestia, por su parte, era un montículo de diferentes tipos de carne, caparazones, tentáculos, tenazas y otras partes de cuerpos que le daban su extraña forma. Con una respiración agitada, movía cada una de sus extremidades independientemente. Sus ojos no eran visibles. Su cabeza —si es que podría llamarse así— era una especie de retorcido caparazón de tortuga roto por la mitad.
–¡Muévete! –le dijo el guerrero, con una voz deformada por su propia máscara. Enrique entendió el mensaje. Desesperadamente, y aún sin entender por qué su cuerpo estaba en otro lugar, se puso de pie y corrió a la esquina contraria, al costado de su cama.
El encapuchado movió horizontalmente su brazo y saltó hacia atrás. Una explosión dorada salió de sus manos destruyendo una tenaza del monstruo, haciendo que este retroceda arrastrándose y dando un grueso alarido que retumbó en la habitación. Enrique cayó al suelo, tapándose los oídos, abrumado por el sonido. El monstruo atacó con otras de sus tenazas y tentáculos al guerrero, quien dio cortos saltos hacia atrás y hacia los lados, lanzando desde sus manos nuevos rayos dorados, más pequeños que los anteriores, que cortaban con precisión cada uno de los miembros del monstruo. Los tentáculos cayeron inertes, convirtiéndose en vapor. El monstruo dio nuevos gruñidos que asustaron aún más a Enrique, que se quedó inmóvil. El encapuchado, que había terminado cerca de la ventana, lanzó un rayo dorado que cruzó la habitación, iluminándola y golpeando al monstruo en uno de sus caparazones. El rayo fue desviado. El enmascarado se vio confundido por un segundo, el mismo que la criatura aprovechó para arremeter contra él.
El monstruo avanzó arrastrándose sobre su base, sacrificando todos los caparazones y partes duras de la superficie de su cuerpo para desviar los rayos. Curiosamente, no parecía advertir la presencia del cuerpo inerte de Enrique sobre su cama, centrando sus esfuerzos en el individuo más poderoso. Una vez que estuvo cerca, salió de su parte superior una gran tenaza dentada —que tenía en el en interior un ojo—, la misma que irrumpió rasgando violentamente su piel. Una serie de fluidos salieron disparados desde la parte superior. El enmascarado pudo ver muy de cerca el ojo y las tenazas. Puso los brazos en equis con las palmas hacia adelante y un resplandor dorado apareció delante de él. La fuerza del choque entre la energía y el monstruo arrojó al guerrero por la ventana, rompiéndola con todo y pared en el proceso. El monstruo, que no dejó de avanzar hacia ella, rompió lo que quedaba de pared y cayó también por la abertura.
Mientras que el encapuchado caía, podía ver al monstruo aferrándose a las paredes con los únicos dos tentáculos que le quedaban. El guerrero reaccionó, dando un giro en el aire. Colocó sus dos manos apuntando hacia abajo. Una fuerte explosión frenó su caída y, una nueva y más poderosa, canalizada también desde sus manos, lo impulsó de vuelta hacia el monstruo. La criatura le lanzó su zigzagueante tenaza dentada, la que esquivó con un rápido movimiento de su torso, lo que no evitó que arrancara un pedazo de su capa al pasar rasante por el lado. El encapuchado volvió a impulsarse con una explosión, dio un salto en la extremidad extendida y, antes de que el monstruo se diera cuenta, disparó un rayo dorado en la única abertura de su piel, en la base de su gran tenaza. El monstruo comenzó a despedir vapor, y a gruñir enérgicamente. A los pocos segundos, una explosión dorada desde su interior le dio muerte. Antes de que Enrique pudiera salir del shock, y mientras que veía cómo su protector descansaba apoyado en la pared, se despertó.
Estaba echado en su cama, pero su respiración era rápida.
Se puso de pie con violencia, notó que estaba sudando frío, respiró hondamente un par de veces, tratando de convencerse de que había sufrido una pesadilla más, ilusión que se desvaneció cuando luego de enfocar la mirada, encontró a sus pies un pedazo de la capa del enmascarado. A la mañana siguiente, Ortega pidió a la dueña del edificio que le entregara la caja un instante, porque quería guardar otro objeto importante allí. Más tarde se la devolvería con la tela adentro.
Capítulo 3
Dentro de la sede de los Halcones Azules, ubicada en el centro administrativo de la capital de Albion, el teniente Thiel esperaba impaciente a su subordinado, el encapuchado que había aparecido tantas veces en los sueños recurrentes de Enrique.
Sean Thiel, hijo de madre kiltesa y padre albionés, era un hombre alto de casi treinta años y caminar imponente. Sean era un mago de fuego y oscuridad del Principado de Kilto, país ubicado en la región oeste de Elievagrand, uno de los dos continentes cercanos a Albion. Kilto, gobernado por su príncipe y el Concejo Mágico Mundial, era el país responsable de mantener la magia en estricto control y para uso exclusivo de sus nacionales, ocultando su existencia del resto del mundo.
Todo en el rostro de Sean Thiel inspiraba frialdad: su cabello rubio, el pálido celeste de sus ojos, cada gesto con el que se dirigía a los demás. Muy astuto, atento y cauto, nunca dejaba de observar a los que lo rodeaban, pues debía conocer las debilidades y fortalezas de cada persona si quería usarlos a su favor o evitar confrontaciones innecesarias. Ello porque durante su paso por la secundaria, en Albion, al mismo tiempo que comprobó su habilidad para la magia oscura y reconoció su propio gusto por el poder, también descubrió sus puntos débiles. En situaciones difíciles no quería depender de la suerte.
Una mañana de primavera, un joven Sean Thiel, que ya había estado practicando magia oscura con los libros de su madre, en contra de la opinión de aquella, se vio, junto a dos compañeros de clase, frente a dos delincuentes. Habían querido dar un paseo, pero en un camino poco transitado en las afueras de la ciudad, fueron amenazados con cuchillos por dos individuos que los habían seguido. Querían sus pertenencias. Sean sabía que usar magia estaba prohibido, por lo que un ataque del elemento fuego estaba descartado. Sin embargo, cuando vio que sus compañeros estaban forcejeando con los ladrones, decidió usar dos conjuros de magia oscura sobre los órganos internos de cada atacante. La magia oscura tenía la propiedad de corromper la materia, lo que les causó un daño inmediato y mortal, con un ataque casi invisible, que apenas tomó unos segundos en canalizar. Al cabo de unos segundos, los delincuentes comenzaron a quejarse, uno de un fuerte dolor de estómago, y el otro de una insoportable jaqueca, que no lo dejaba hablar coherentemente. Los dos se fueron corriendo hacia un descampado. Sean, intrigado, no siguió a sus compañeros, que huyeron de regreso a sus casas, más bien siguió a los atacantes. A casi cien metros, ambos maleantes cayeron al suelo. Sean los encontró muertos, aún con expresiones de horror. Uno botaba sangre por la boca, la nariz y los ojos –que estaban desorbitados–, el otro estaba en posición fetal, sobre un charco de sangre combinado con heces que salía de entre sus piernas.
Por su cabeza pasaron bastantes ideas. Era la primera vez que sentía la satisfacción de haber vencido por completo a alguien. Se dio cuenta de que era muy resistente a aquellas grotescas escenas, confirmando sus sospechas, ya que cuando era niño, nunca había experimentado tristeza o lástima al ver animales muertos. Esta vez eran seres humanos, pero la respuesta era la misma: indiferencia. Sean era un mero observador, sin ninguna relación con lo que veía. Por primera vez reconoció el poder de la magia oscura. Entendió por qué esta causaba tanto rechazo de otros magos. Pero nunca se arrepintió: Si su conjuro no hubiera sido lo suficientemente rápido y los ladrones lo suficientemente confiados, no habría logrado vencerlos; admitió que algo de suerte había tenido. Juró nunca dejar de calcular sus pasos, para minimizar cualquier probabilidad de fracaso. Cuando regresó a su casa, solo pensaba en obtener más poder y ser fuerte hasta el punto de no depender de elementos fortuitos. El control sobre lo que hacía era vital. Su madre, que solía entrenarlo, notó el cambio y dedujo lo sucedido al leer los periódicos y recibir un par de cartas de las familias de los compañeros de Sean. No había forma de detenerlo y se limitó, con resignación, a observar su ascenso. Su hijo no tardó en convertirse en uno de los mejores magos que el Principado había visto.
Sean Thiel era teniente de la marina de guerra de Kilto –institución a la que había entrado para, con el tiempo, estar en una posición que le permita saber más de los secretos del país–. Gracias a su trabajo en operaciones de inteligencia, tenía el conocimiento necesario para aplicar la logística que requería una nueva unidad especial como los Halcones Azules
. Se trataba de una división de la policía con nuevos roles y nombre, que necesitaba alguien con su habilidad. Un nuevo líder capaz de lidiar con el enigma de los asesinatos en las universidades.
Por ser un teniente, así como un emisario –miembro del Cuerpo de Emisarios, un grupo especial destinado a controlar a aquellos monstruos con tentáculos y tenazas–, podía elegir vestir cualquiera de los dos uniformes. Él prefería usar el militar pues le daba una mayor sensación de poder. Se trataba de un traje blanco, compuesto por una capa circular con detalles dorados y negros que llegaba solo a cubrir su pecho, terminando en forma de V
al frente; también tenía una casaca con botones al medio y algunos distintivos dorados y negros en los hombros y brazos, un pantalón recto y unas botas negras. Sus medallas colgaban de la casaca, encima de su pecho y ocultadas por la capa.
Con un folder lleno de documentos bajo el brazo y flanqueado por dos efectivos de los Halcones Azules que también llevaban fajos de papeles, Sean Thiel entró a la sala de conferencias con el andar de mando que lo caracterizaba. Era una sala rectangular, de paredes blancas, con diseños dorados en las esquinas y las columnas. Había sido adaptada para reuniones de importancia concernientes a los últimos asesinatos y también para encuentros entre emisarios kilteses. La pared opuesta a las ventanas tenía un gran cuadro que mostraba un peculiar bosque montañoso ubicado en el norte de Kilto.
El suelo era de mármol cortado en cuadrados. Había varios muebles con floreros, pegados a las paredes. También había varios sillones y dos mesas –una circular rodeada por aquellos, la otra ovalada y más grande, rodeada de varias sillas de madera con elaborados gravados–. Un candelabro muy grande colgaba desde el techo; en las noches iluminaba todo el lugar, dándole aire de majestuosidad. La capa blanca circular de Sean se iluminó con la luz de la mañana que entraba a través de las largas y altas ventanas rectangulares con cumbre ovalada. Una solitaria silueta encapuchada de color crema miraba el jardín interior a través de una de ellas.
Al notar a aquella figura, Sean se detuvo e hizo una firme seña con la mano, indicándole a los dos Halcones que los dejaran solos. Ellos entendieron la señal y se dirigieron a la puerta en silencio. El teniente esperó varios segundos hasta que ambos salieran y la puerta se cerrara. Luego de ello realizó un conjuro de movimiento –el equivalente a la telekinesis en el mundo de Enrique–. Dibujó en su mente el símbolo necesario y soltó la energía que, invisible, movió el mecanismo de la puerta, colocando el seguro.
Avanzó hacia el enmascarado. A los pocos pasos, la luz de la mañana que entraba por las ventanas le cayó directamente en el rostro, por lo que agitó su mano libre violentamente, cerrando la primera cortina en el acto con otro conjuro. Él no necesitaba hacer tal movimiento para aquel complicado conjuro de movimiento a distancia; sin embargo, la molestia del momento lo hizo reaccionar. La silueta volteó, mostrando su máscara blanca como rostro. Sean sabía que la máscara era parte del uniforme de un emisario, pero él no usaba la suya por mero desgano. Ignoró a la silueta, se dirigió pausadamente a la mesa que estaba rodeada de sillones y dejó su folder encima. Lo abrió, revelando que tenía cartas y documentos oficiales de Kilto, así como uno con el escudo de armas de Albion. Las conversaciones que ellos tenían se desarrollaban siempre en idioma kiltés.
–Ha llegado el correo –dijo Sean, mirando de reojo al enmascarado, quien se acercó. Su capa crema tenía detalles dorados y plateados en el contorno y el interior; bajo aquella, vestía un uniforme beige muy suelto que parecía una túnica de batalla, también llevaba botas y guanteletes de cuero de color marrón. Muy sigilosamente, Sean Thiel tomó el documento con el escudo de armas albionés y lo puso debajo del resto de papeles sin que el enmascarado se diera cuenta. Luego cerró el folder–. Pero no hay nada para ti.
El encapuchado bajó la cabeza y llevó una mano a su rostro.
–Ah, ah. No te la quites. Es mejor acostumbrarse a usarla siempre –dijo Sean. Aquel individuo, muy despacio, colocó las manos a los costados y guardó una postura firme.
–De todas maneras, es un poco incómodo –replicó el encapuchado, con una gruesa y deformada voz.
–Será incómodo, pero es necesario –Sean caminó con dirección a él y se colocó a su costado. Volvió a hablarle, sin mirarlo–. ¿Cómo te ha ido con esos Zanszprët?
Zanszprët, pronunciado Zandshpriet
, significaba tenaza
en kiltés. Ese era el nombre con el que se había llamado por cientos de años a aquellos monstruos, debido a la usual tenaza que guardaban en el interior de su cuerpo.
Hubo un incómodo