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La canción de la bruja
La canción de la bruja
La canción de la bruja
Libro electrónico479 páginas6 horas

La canción de la bruja

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Tim y sus amigos forman parte del grupo de teatro del profesor Wegner y planean representar una obra que se desarrolla en una comunidad de México antes de que estalle la revolución, y que tiene como protagonista a una bruja. Lilith, una chica solitaria ajena al grupo, se queda con ese papel y, curiosamente, desde que ella se une, cosas extrañas empiezan a suceder. El profesor organiza un campamento para los últimos ensayos de la obra; en él ocurren cosas cada vez más violentas y los miembros del grupo comienzan a desaparecer; eventualmente, todos señalan como culpable a la bruja. Tim parece ser su único aliado y deberá ayudarla a sobrevivir a aquel campamento, donde la realidad y la ficción parecen haberse fundido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 abr 2023
ISBN9786071674609

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    La canción de la bruja - Antonia Michaelis

    REPARTO

    PRÓLOGO

    —¡Hemos matado a la bruja!

    Esa primera frase quedaría grabada en su memoria para siempre.

    La primera frase sobre el escenario, frente al telón aún sin abrir. Soñaba con ese momento años más tarde. Soñaba cómo gritaba esa frase: ¡Hemos matado a la bruja!.

    Luego se oía un grito de triunfo, un alborozo chillón, como el de los bailarines de Latinoamérica, cuando las faldas de las mujeres se elevan en el aire y los hombres lanzan sus sombreros al cielo y zapatean con fuerza.

    —¡Hemos matado a la bruja! La vimos arder en el fuego. Ya no regresará jamás. Pero ustedes, ustedes querrán saber cómo empezó todo.

    Y entonces se abría el telón.

    Allí estaba, con los brazos abiertos y los dedos extendidos: la bruja.

    Llevaba un manto negro de mangas anchas como alas. Sus hombros eran enjutos, la cara, de feos rasgos: sombras bajo las huesudas mejillas y ojos agrandados por el maquillaje.

    Allí estaba, erguida, casi altiva, a pesar de saber que perdería.

    Sin embargo, había una cosa que no perdería, se veía en su mirada: el orgullo. Su orgullo era lo que la hacía tan inquietante, desde el primer segundo de conocerla. Su terquedad.

    —¡Hemos matado a la bruja!

    Más tarde leyó cosas sobre la vieja canción, la leyenda mexicana sobre la bruja chupasangre. Las bailarinas de Veracruz bailaban al son del texto transmitido de generación en generación, llevando velas encendidas sobre la cabeza. Si una tropezaba, la cera se derramaría hasta llegar a los ojos, apagando el mundo para siempre.

    A veces, también la veía a ella en sueños, manteniendo una vela en equilibrio sobre la cabeza. La bruja. Mientras dormía, sentía las manos de ella entre las suyas; estaban heladas. Las muñecas huesudas, las uñas mordidas. Pero su mirada fue desde el principio como el fuego.

    PRIMER ACTO.

    LA ESCUELA

    1

    ESTRELLAS

    Por todas partes había brotes a punto de florecer. Dejó pasar la mano sobre ellos mientras recorría la calle; acarició los pequeños capullos verdes a punto de abrirse, pero aún tenían miedo de hacerlo.

    Brotes de abril a lo largo de la calle, en los arbustos y en los árboles, un lunes de camino a la escuela. El aire era casi verde. Los otros probablemente se habrían reído si hubiera dicho eso en voz alta… Por todas partes había movimiento en la tierra, algo crecía y se estiraba a escondidas, las raíces se alargaban hacia abajo, los rebrotes hacia arriba, transparentes aún, hilos blancos como brazos de fantasmas, buscando algo.

    Algo ocurría hoy, algo especial que le recordaban esos brazos blancos…

    Se preguntó si hubiera podido oír todo aquello, todo ese crecimiento oculto, si se hubiera quitado el algodón de los oídos. No le había contado a nadie lo del algodón.

    Miró la hora. Llegaba tarde, así que apresuró el paso.

    Detrás del frío patio de la escuela se levantaba la angulosa estructura de cemento, como cajas apiladas entre sí. A él le parecía el escenario de una obra de teatro. Como si fuera posible doblarlo todo, darle la vuelta y convertirlo en otra cosa totalmente distinta.

    Junto a la puerta de la escuela estaba el conserje bajo un temprano rayo de sol. Sentado en una silla, movía un palillo de un lado a otro entre los dientes mientras arreglaba una linterna con un destornillador. Llevaba el mismo overol gris y sucio de siempre, y de vez en cuando le goteaba saliva sobre la rodilla. Sus manos eran bastas y enormes; la nariz, enrojecida, una nariz de borracho —había dicho una vez Lars—. Bebe como un desesperado, el viejo Kabuk. Eso decía en su puerta: F. L. Kabuk. Nadie sabía qué significaban las iniciales F. L. y nadie se le acercaba demasiado por voluntad propia.

    Sin embargo, esa mañana había alguien sentado en el piso junto al viejo Kabuk, observando cómo éste reparaba la linterna: una joven delgada con pantalones negros de mezclilla y un suéter negro que le quedaba grande. Otra extraña figura a la que no quería acercarse.

    Tim no sabía nada sobre ella, excepto que se acercaba al diez en todas las asignaturas. No estaba en el grupo de WhatsApp del undécimo año, no participaba en sus conversaciones. A veces la veían con un libro.

    Ahora estaba allí sentada con las piernas cruzadas y erguida, como si meditara. Un gato pasó entre las piernas del viejo Kabuk y se acercó a la joven: un animal flaco y negro con los ojos verdes y una única oreja. Tim dio un rodeo en torno a la joven, el gato y el conserje, pero cuando abrió la puerta de entrada, la chica alzó los ojos. Su mirada lo asustó. Era tan… directa.

    —Eh… buenos días —murmuró Tim.

    El viejo Kabuk sonrió. Tim ni siquiera sabía que fuera capaz de sonreír.

    Escupió el palillo y una incomprensible frase a medias, mientras Tim entraba en el vestíbulo y comenzaba, por fin, a subir las anchas escaleras que lo conducían al lugar donde se arremolinaban los demás.

    Se sumergió en el mar de compañeros como un pez en su banco, se volvió invisible, sintió un cálido alivio.

    Y entonces se acordó de qué tenía de especial ese día.

    Hoy tenía lugar el primer encuentro del grupo de teatro. El comienzo de los ensayos para la que sería su última representación, puesto que el año siguiente, el año antes de la universidad, ya nadie tendría tiempo para esas cosas.

    El profesor Wegner les había enviado el título: esta vez no se trataba de un gran dramaturgo alemán ni de un Premio Nobel que experimentara con el lenguaje. Era una obra que sonaba infantil a primera vista. Lars había bromeado: Ah, ¿ahora vamos a actuar en el bazar de adviento para los de preescolar? ¿Puedo hacer de Santaclaus?

    Como los demás, Tim también se había reído, porque era algo típico de Lars decir algo así.

    Sin embargo, pensándolo bien y después de leer la lista de personajes con nombres mexicanos, el título no le parecía infantil en absoluto. Más bien, inquietante y oscuro: La bruja.

    Acabada la segunda clase se sentaron en los radiadores del pasillo a esperar a Wegner.

    Igual que gallinas, pensó Tim. Gallinas agarradas a su barra: primero estaba Lars, que garabateaba un programa de ensayos para su grupo de música en un bloc de notas sostenido de modo precario sobre las rodillas, mientras se retiraba de vez en cuando el pelo rubio —demasiado largo— de la frente; al final se subió los lentes hasta lo alto de la cabeza para sujetárselo. Al poco rato suspiró porque ahora no veía nada y dejó que los lentes resbalaran hasta colocarse de nuevo sobre la nariz. Lars tenía el tipo de pelo, las pecas y la forma de suspirar que le gustaba a las chicas. Sentado a su lado, Otis hacía cigarros. Producción en masa. Otis era demasiado nervioso como para limitarse a enrollar sólo un cigarro y tener luego desocupados los largos y pálidos dedos. Todo él era largo y pálido, y el cabello le colgaba en oscuras ondas hasta los hombros. Un día Ninon le había dicho a Otis que parecía un vampiro sacado de una de esas películas. Otis se había reído como un vampiro sacado de una de esas películas, para después decir que no conocía esas películas.

    Ahora estaba sentada a su lado. Ninon, con sus rizos pelirrojos, Ninon, con sus pechos cuya talla era, para todos, objeto de especulación desde séptimo año. Balanceaba las piernas y saboreaba una paleta mientras fingía que el caramelo no simbolizaba nada en absoluto.

    De vez en cuando desviaba la mirada hacia Wenzel, que jugueteaba con su celular. Wenzel era corpulento y, como él mismo decía, de complexión baja, porque para transportar cosas pesadas era mejor estar cerca del piso, si se te caía algo, por ejemplo. Wenzel era el baterista del grupo de Lars y, a veces, tocaba con otros dos si lo necesitaban. Cuando no tocaba, transportaba focos o altavoces, o descansaba solo con una botella de cerveza sentado detrás de una consola.

    Tim se encontraba al final, la última gallina sobre la barra.

    Contempló su reflejo en la ventana del otro lado del pasillo: pelo corto castaño, pantalones de mezclilla, tenis, sudadera con capucha. Rasgos característicos: ninguno. Excepto el algodón en las orejas; pero eso no lo veía nadie. Cuando se sentaba al teclado en el sótano donde ensayaban, al lado de la batería de Wenzel, cerraba los ojos como alguien que se zambullía por completo en el universo de la música. Para él era un universo de dolor, pero nadie tenía por qué saberlo.

    Había también unas pocas chicas de décimo que no pertenecían al núcleo duro del grupo de teatro.

    Tim se preguntó cómo encontrarían tiempo para el teatro, ahora que la época de exámenes estaba a punto de empezar. En realidad, sólo estaba allí por una sensación de compromiso hacia el profesor Wegner, que llevaba años organizando para ellos excursiones con las que se libraban de la obligación de ir a clase. Wegner llegó tarde, como siempre. Apareció por el pasillo con su típico balanceo y meciendo el maletín de piel que tenía quizá más años que él mismo. Rondaba los treinta, y una de sus frases preferidas era: Yo estoy de su lado. La decía con demasiada frecuencia, pero lo hacía con buena intención.

    También había elegido esa obra con la mejor intención. Tim estuvo seguro de eso tiempo después. Sin embargo, a veces no basta con tener buenas intenciones.

    Ese día Wegner abrió la puerta de la clase de teatro, una antigua aula en la que había dos desgastados sofás negros y mesas corridas contra la pared. Todos entraron tras él, como si fueran algo que recordaba más a la dispersión que a la motivación.

    Tim se sentó sobre una de las mesas junto a la ventana. El viento mecía con suavidad las ramas a punto de florecer en el patio. Aspiró profundamente un par de veces y apoyó la cabeza sobre las rodillas. Luego levantó la mirada y la vio: la chica delgada sentada junto al viejo Kabuk en los escalones de la entrada.

    Se introdujo por la puerta sin abrirla en realidad, como un pensamiento que se cuela en el cerebro con efecto retardado, se sentó sobre el respaldo de una silla que se encontraba junto a la pared, algo alejada de los demás, y apoyó los pies sobre el asiento.

    Tim miró a Lars y Lars se encogió de hombros.

    Ella no formaba parte del grupo de teatro, quedaba un poco fuera de lugar, y en ese momento Tim deseó que se fuera. Pensó en el viejo Kabuk, en el palillo y en la saliva que le goteaba de la boca, en su murmullo incomprensible y en su extraña sonrisa. Era como si ella y él compartieran un secreto.

    Tim no tenía ni idea de qué estaría buscando la joven allí.

    Sentada sobre el respaldo de la silla recordaba a una corneja: con las piernas escuálidas, el enorme suéter negro sin forma, los hombros huesudos, la cara afilada. Tim no recordaba si siempre la había visto así de delgada. La fragilidad de su cuerpo hacía que las gruesas botas negras de obrero que calzaba parecieran aún más pesadas. Quizá las necesitaba como ancla para que el viento no se la llevara volando.

    Otra idea absurda que habría hecho que los demás sacudieran la cabeza…

    —Bueno —dijo Wegner después de sentarse en uno de los viejos sofás—. Hoy empezamos a trabajar en una nueva obra. Después estarán en el último año antes de la universidad y luego los espera el teatro de verdad allí afuera —puso un tono dramático en su voz y sonrió de oreja a oreja—. Bien, tenemos una nueva compañera de aventuras: Lili. Es…

    —Lilith —lo interrumpió la chica y levantó la cabeza. Tim vio cómo clavaba los ojos en Wegner; eran oscuros, y su mirada, tan pesada como sus zapatos. Wegner se estremeció.

    —¿Cómo?

    —El nombre. Se escribe con te al final. Y hache. Pero da igual.

    —Claro. Con te —dijo Wegner desorientado—. Qué tonto. Nada como un buen té para que todo salga bien —su risa sonó un poco forzada—. Les imprimí una cosa y creo que, en lugar de hablar del tema, lo mejor es que lo leamos. Lars, tú serás el cura en la primera escena, Otis hará de hacendado, Ninon de bruja, Wenzel puede leer el texto del hijo del hacendado… Anne de décimo será la chica… y Tim… eh… la niña.

    —Vaya, gracias —dijo Tim, y todos se rieron.

    —Y ustedes dos son el grupo de trabajadores y trabajadoras… —miró a las otras dos chicas de décimo—. Empecemos.

    —¿Y yo? —preguntó la joven delgada.

    —Lilith con te, tú leerás de momento las acotaciones escénicas. Dejamos fuera la introducción.

    La animó a empezar con un asentimiento de cabeza, como si fuera un honor especial encargarse de las acotaciones escénicas, y ella empezó a leer con su voz baja y algo ronca:

    —Primer acto, primera escena. Las llamas crepitan. Un caos en movimiento. Varias sombras irreconocibles. Gritos de fondo. Delante a la izquierda está arrodillado don Rodríguez. Detrás, en el mar de llamas aparece la bruja. Don Rodríguez…

    —¡Dios mío, ayúdanos en nuestra desgracia! —gritó Otis de manera teatral; todos soltaron una risita—. ¿A quién debemos agradecer este infierno? ¿Quién prendió este fuego? La casa de mis padres y de mis abuelos… los caballos arderán en los establos… ¡Auxilio! ¡Auxilio!

    —La bruja, ambos brazos en alto —dijo Lilith sin mirar el texto.

    Ninon levantó los brazos. En la bonita piel blanca y blanda de los lados inferiores se distinguían las pecas, que parecían corretear como escarabajos y ocultarse en el interior de las mangas cortas de su camiseta violeta… ¿Qué descubrirían si exploraban más allá?

    —Ven —dijo Ninon—. Ven aquí —y se pasó los dedos por las largas ondas de sus cabellos rojos, pelo de bruja.

    —¿Tú? —preguntó don Rodríguez, alias Otis.

    —¡Ven! —repitió Ninon y estiró una mano hacia él.

    —¿La tomo de la mano? —preguntó Otis mirando a Wegner—. En el texto no dice nada.

    —Don Rodríguez duda —dijo la voz ronca de la acotación escénica—. No quiere tocarla, sabe que eso sellaría una unión con ella para siempre. Luego se aferra a su mano. Una viga en llamas se precipita del techo. Don Rodríguez grita.

    —Un momento, aquí no pone eso —dijo Tim.

    —Sí lo pone —replicó Lilith—. Aquí dice: Una viga en llamas se precipita del techo. Don Rodríguez grita.

    —Sí, eso sí. Pero lo otro, lo anterior… —intervino también Lars.

    Lilith se encogió de hombros.

    Otis tomó la mano de Ninon, aunque no pareció dubitativo, sino más bien ansioso, y todos se rieron, en especial Ninon; una risa alegre, atrevida y cantarina, que hizo que sus llamativos pechos temblaran como un flan. Ella misma lo había dicho una vez: Me gustan mis flanes. Para Ninon, la vida parecía ser una única y divertida historia que alguien se hubiera inventado para que ella se entretuviera.

    Había días en los que a Tim le habría gustado encerrarla en una habitación, días en los que él era incapaz de estar alegre, días de lluvia, días llenos de recuerdos. Sin embargo, en general Ninon le caía bien.

    Era perfecta para el papel de la bruja. Ahora trepó al respaldo del sofá y tiró de Otis para que la siguiera, provocando un tembloroso conjunto.

    —Pero ¿qué haces? —preguntó Lars.

    —¡Lo salvo de las llamas, por supuesto! —contestó Ninon.

    Entonces los dos se cayeron y aterrizaron en una confusión de resoplidos, brazos y piernas en la que se vio involucrado también Lars, que se había sentado en ese mismo sofá.

    Por un momento, Tim deseó con dolor ser parte de esa misma madeja de cuerpos y reír con ellos.

    Cuando por fin se calmaron, Otis dijo:

    —Me sacaste del fuego.

    —Sí —dijo entre jadeos Ninon, la bruja.

    —Me salvaste la vida.

    —Eso tiene que decidirlo usted —jadeó Ninon.

    —No es algo que me agrade —explicó Otis con exagerada gravedad—. Pero es un vínculo que nos unirá para siempre.

    —La bruja se ríe —leyó Lilith—. Luego, desde las llamas llegan los gritos de socorro de una niña.

    —¡Auxilio! —gritó Tim y se sintió estúpido.

    —La bruja regresa a las llamas y encuentra entre ellas a la niña, a quien recoge y se lleva consigo. Las dos tosen, se arrastran bajo el humo para salir del fuego…

    —Ras, ras, cof, cof —dijo Tim sin ganas.

    —Las llamas se alejan. Por delante del escenario pasan los jornaleros de don Rodríguez y conversan entre susurros.

    —¡La bruja, la bruja! —murmuran las dos chicas de décimo.

    —La bruja ha salvado al señor de las llamas. Pero ¿quién prendió fuego a la propiedad? ¿Cómo pudo aparecer la bruja en medio de las llamas? La bruja, ella provocó el incendio. Dejó morir a cuatro: dos peones, una criada y un perro, pero rescató al señor. Con su magia negra conjuró las llamas.

    Se rieron de la palabra en español para Hexe, bruja, con esa jota en medio que raspaba en la garganta. No eran jornaleros de una hacienda mexicana, eran estudiantes alemanes sentados en un sofá desgastado.

    —¿La vieron? —preguntó Wegner.

    —No —contestaron obedientes las jóvenes a coro—. ¡Pero oímos su risa! Quien es capaz de reírse en medio de un fuego tuvo que provocar el incendio.

    —Las llamas se apagan —susurra Lilith—. Sacerdote, a escena.

    —Ustedes oyeron la risa de la bruja —dijo Lars, el cura—. Es una impía, una asesina.

    —Pero no hay pruebas —dijo Wenzel, el hijo del hacendado.

    —Mi prueba es la certeza que me concede Dios —anunció el sacerdote Lars—. Ve a buscar a tu padre. Necesita tu ayuda el buen don Rodríguez. El fuego devoró gran parte de sus propiedades.

    —Y a pesar de todo, aún posee más de lo que cualquiera de nosotros pudiera imaginarse —dijo una joven que se llamaba Luise o Layla, Tim nunca se acordaba bien.

    —La niña corre alegre y despreocupada por el escenario y se funde en los brazos de su madre, que la espera en un extremo —leyó Lilith.

    —Ven a mi pecho —dijo Wegner—. Yo soy la madre.

    Todos se rieron de nuevo y Wenzel dijo:

    —El campamento de teatro será en Semana Santa, allí podrá cocinar para nosotros y practicar el papel de madre.

    —Ya verás todo lo que tendrás que comer —gruñó Wegner—. Bueno, cambiemos los papeles. Lars será ahora don Rodríguez. Otis, el sacerdote. Interesante, un cura con el pelo largo —sonrió divertido—. Wenzel y Tim siguen con los mismos personajes. Y la bruja… —miró a su alrededor.

    Las chicas de décimo sacudieron la cabeza entre risitas:

    —Ni se le ocurra.

    —De acuerdo… ¿Lilith?

    —¿Ella? —preguntó Ninon sorprendida, y también Lilith miró a Wegner como si éste hubiera propuesto algo absurdo. Y lo era. Lilith estaba allí, cierto, pero no formaba parte del grupo. Tampoco había participado nunca en sus anteriores representaciones en el patio de la escuela. Lo recordaba vagamente.

    —¿Por qué no? —preguntó Wegner con ánimo en la voz.

    Lo hacía por mostrarse amable, estaba claro. Sólo que Lilith no parecía desear su amabilidad.

    —Si alguien se siente otra vez con ganas de subirse a un sofá, por favor quítense antes los zapatos —dijo Wegner—. Empezamos.

    Lilith se soltó los cordones de sus zapatos negros. Quizá lo había entendido mal, quizá pensó que debía hacerlo.

    —¡Dios mío, ayúdanos en nuestra desgracia! —gritó Lars, y se retiró de la frente el pelo necesitado de un corte—. Los caballos arderán en los establos… ¡Auxilio! ¡Auxilio!

    Y entonces ocurrió algo inesperado.

    Lilith se levantó, ya descalza, se subió a la silla, miró a los demás desde lo alto. Y el mundo se transformó de golpe. Más tarde, Tim no fue capaz de explicárselo, pero ocurrió.

    En su suéter negro demasiado grande y largo, con sus escuálidas piernas, Lilith levantó los brazos, brazos como alas de murciélago. Nadie se rio. Todos tenían la mirada clavada en ella, la vieron extender los dedos, estirarse y alzar la cabeza, mirar las llamas desde las alturas. Las llamas se reflejaban en sus ojos.

    —Ven —dijo, y su voz no era la voz de hacía unos instantes. Esta nueva voz contenía tanta autoridad que nadie se atrevería a ignorar sus palabras—. Ven aquí.

    No necesitaba pasarse la mano por una cabellera roja. El pelo le colgaba en oscuras madejas. Sostenía las manos estiradas hacia arriba, y Lars, el hacendado, se levantó del sofá, de su sitio entre Tim y Ninon, y caminó despacio hacia ella, como un sonámbulo. Ella fijó en él sus ojos, esos ojos oscuros y brillantes al mismo tiempo. Me lo estoy imaginando, se dijo Tim.

    —¿Tú? —preguntó Lars, alias don Rodríguez. Y esa palabra ya no era una simple palabra escrita en una hoja de papel; era una pregunta cargada de sorpresa y hecha con absoluta seriedad.

    —Ven —repitió la bruja al tiempo que le tendía la mano. Una mano de dedos flacos y uñas mordidas. Tim miró a Lars. Lars no se aferraría a esa mano, de ninguna manera. Lars estaba acostumbrado a manos femeninas con las uñas pintadas, manos que se unían a la suya, que olían a jabón y a perfume. Esa mano tenía manchas de hollín y olía a fuego. Tim sacudió la cabeza de forma involuntaria.

    Oyó crepitar las llamas, sintió el calor. Y vio que Lars también lo percibía. Lars tenía miedo.

    Tim se encogió, se hizo un ovillo en el piso del aula, allí donde se respiraba mejor.

    Una viga en llamas se precipitó del techo.

    Lars gritó. Y entonces se aferró a la mano de la bruja.

    Toma su mano.

    Es como si todos respiraran aliviados cuando los dedos de la bruja se cierran en torno a los de él. Mientras lo saca del mar de llamas, le muestra la salida, lo salva. Ya están afuera, delante de la pira en la que se ha convertido la hacienda, el hacendado y la bruja.

    —Me sacaste del fuego.

    —Sí. —Ella no lo mira mientras lo dice; tiene los ojos fijos en las llamas, está concentrada, busca algo.

    —Me salvaste la vida.

    —Eso lo tiene que decidir usted.

    —No es algo que me agrade —susurra don Rodríguez—, pero es un vínculo que nos unirá para siempre.

    Entonces la bruja se echa a reír. Es una risa ronca y oscura, amarga y al mismo tiempo suave como el terciopelo negro.

    La niña, Tim, sigue sentada en el piso de la hacienda en llamas.

    ¿Qué hace una niña en una hacienda si no es la hija de su propietario? El humo está en todas partes, los crujidos de las vigas que se rompen provocan dolor. Tim se tapa los oídos con las manos.

    —¡Grita! —le dice alguien—. ¡Tienes que gritar!

    Sin embargo, todo lo que consigue es expulsar un susurro. No le alcanza el aire. Como cuando ocurrió lo de Charlotte, aquello de lo que nadie sabe nada. Se ahogará y las llamas devorarán su cuerpo, como una jauría de perros sin dueño devoran un pedazo de carne en una calle mexicana. Alguien lo agarra de las piernas y tira de él a través del calor y el dolor, y al fin se encuentra al otro lado de las llamas. Hay barro, hay hierba, hay árboles y el cielo amarillo pálido de un incendio.

    Voces.

    —¡La bruja, la bruja! —son las jornaleras. La bruja está muy cerca, aún tiene una mano apoyada en el hombro de Tim. Consigue que éste recupere la respiración; que el dolor disminuya.

    —La bruja ha salvado al señor de las llamas. Pero ¿quién prendió fuego a la propiedad? ¡Ella! ¡Ella provocó el fuego! ¡Mató a cuatro con su magia negra!

    Tim pestañeó. Estaba sentado sobre la tarima flotante de la clase de teatro. Vio arrodillada a su lado a la joven delgada. Acababa de retirar la mano de su hombro. De pie detrás de ella estaba Lars.

    En una hilera, sobre el sofá, se encontraban las chicas que habían representado el papel de las jornaleras.

    Un extraño silencio llenaba la habitación.

    Las llamas habían desaparecido. La hacienda, el pálido cielo mexicano, la hierba descolorida por el sol. El calor. La amenaza.

    Afuera trinaba un pájaro desde un avellano.

    Y al fin Lars empezó a reírse. Se reía de una forma peculiar, lenta, aliviado, pero no del todo. Todos lo imitaron.

    —Vaya —dijo Wegner—. Estuvo… bastante bien tu actuación.

    —Pero si no hice nada —respondió Lilith—. Sólo leí dos frases.

    —¿Me disculpan un momento? —dijo Lars, luego abrió la puerta y desapareció del aula.

    La bruja ya se había levantado y estaba de nuevo sentada en su silla, en la misma postura sobre el respaldo.

    —Deberíamos pensar muy bien quién hará el papel de bruja —dijo Wegner.

    Se levantó y se acercó a la ventana para mirar el patio de la escuela, donde la primavera remoloneaba como en una parada de autobús.

    —Ninon tiene el pelo rojo —dijo alguien—. Las brujas siempre son pelirrojas.

    —En México no —replicó otro, y Tim se percató de que había hablado él.

    —Ah, pero ¿la obra transcurre en México? —preguntó otra voz—. Quiero decir, ¿no es nuestra obra? ¿No transcurre aquí? ¿O en ningún sitio?

    Todos se encogieron de hombros. Y entonces Lilith dijo en voz baja:

    —Transcurre en la cabeza.

    Todos la miraron, pero ella tenía los ojos fijos en el piso.

    —Lilith —dijo Wegner, caminó hasta ella y estiró la mano; levantó su barbilla con suavidad, para que ella tuviera que mirarlo a los ojos. El contacto le provocó a Tim un estremecimiento.

    —Lilith, ¿quieres ser tú la bruja?

    Ella respondió algo, no fue más que un susurro, nadie lo entendió, excepto Wegner, que asintió con la cabeza.

    —Lars me gusta mucho como don Rodríguez —dijo luego—. La próxima semana sabré también quiénes representan los demás papeles. Y tenemos que planear quién irá al campamento en mayo. Esta vez tendrá lugar en una localización algo más apartada, para que podamos concentrarnos en la obra.

    A pesar de que sonaban alegres, sus palabras contenían algo más. Algo raspaba, como si tuvieran púas.

    Parados frente a la escuela bajo un sol vacilante, vieron a Wegner atravesar el estacionamiento en dirección a su coche. Era alto, y el anticuado vehículo, minúsculo. Todos se preguntaban cómo cabían en él las largas piernas del profesor.

    Lars y Wenzel fumaban, y Ninon y Otis toqueteaban sus celulares. Los demás ya se habían ido.

    —Cuando me vaya de aquí —anunció Wenzel—, voy a comprarme un coche. Uno de verdad, no una chatarra como ésa. Quiero decir, ¿para qué hacemos toda esta mierda, estudiar y eso? En algún momento tendrá que empezar a entrar el dinero. Tengo que trabajar duro el día entero, pero, al final, se acaba la jornada y yo me subo a mi Lamborghini. —Sonrió de oreja a oreja.

    —Pensaba que seguirías tocando —dijo Tim.

    —Ser baterista no es una profesión —replicó Wenzel—. Pregúntale a mi mamá. Quiero decir, Otis tampoco va a casarse con su violín.

    —Noo, voy a casarme con la empresa de mi papá —dijo Otis y bostezó—. Qué más da.

    —Pero ¿vienen a ensayar el domingo? —preguntó Lars—. Tengo dos canciones nuevas.

    Todos asintieron con la cabeza y, desde la colina en que se encontraba la escuela, dirigieron la mirada a la ciudad, que hoy parecía diminuta, una ciudad de juguete. Y ellos eran figuritas de juguete en un patio de juguete, pensó Tim. Allí afuera, en algún lugar, tenía que existir un mundo de verdad, más grande y más auténtico. Era como si todo su entorno esperara que ocurriera algo grande y genuino. Pero lo que pasaría lo pondría todo de cabeza, y el mundo allí afuera —Tim estaba seguro— sería un mundo de dolor, un mundo del que él no volvería a ser capaz de desconectarse.

    Pensó en las llamas y miró a su alrededor. Ella ya no estaba. Lilith. Había caminado con ellos en dirección al vestíbulo, ¿y luego? ¿Giró y entró por la puerta que tenía el nombre F. L. Kabuk? ¿Estaría sentada en el respaldo de otra silla contemplando de nuevo cómo el viejo reparaba alguna cosa mientras le goteaba saliva por la comisura de los labios?

    Wenzel le dio un pequeño empujón a Lars.

    —¿Qué te pasó ahí dentro? ¿Por qué te fuiste de la clase de repente?

    —Nada, tenía que ir al baño —contestó Lars, y siguió el humo de su cigarro con la mirada. Luego pasó un brazo por los hombros de Ninon y ésta apoyó su peso contra él.

    Se conocían desde hacía demasiado como para que algo serio ocurriera entre ellos. Lars había tenido relaciones con todo tipo de chicas; éstas parecían esperar su turno en la fila, pero al final siempre era Ninon quien se iba a tomar una cerveza con él y los demás.

    —¿Qué piensan? —preguntó Lars en voz baja—. ¿De esa chica?

    —Muy rara —respondió Otis—. Si quieres saber mi opinión, Ninon debería ser la bruja. Si lo entendí bien, en México la bruja tiene algo sexual, le chupa la energía a los hombres y todo eso… No va bien con esa como se llame.

    —Lilith —dijo Tim. Lars lo miró y Tim desvió la mirada.

    —Hmm. Quiero decir, ¡sólo por la ropa! —bufó Otis—. Perdona, pero ese suéter negro parece más bien un saco, y tampoco habla con nadie. Probablemente la próxima vez ni vuelva, porque tiene que estudiar, es de ésas; siempre saca las mejores notas. Entonces tú harás de bruja, Ninon, y seremos los de siempre. El teatro está sobre todo para divertirse, ¿o no?

    Wenzel asintió con la cabeza.

    —Y entonces llega ella y prende fuego al escenario.

    Tim lo miró.

    —¿Lo viste? ¿El fuego?

    —Qué va —replicó Wenzel—. Sólo quería decir… Quería decir…

    No acabó la frase.

    —Acabas de decir: Entonces llega ella y prende fuego al escenario —Tim tomó aire—. Allí adentro no había ningún escenario ni había fuego, pero tú lo viste.

    —No dije que viera un escenario —gruñó Wenzel con los musculosos brazos cruzados; casi parecía furioso. Ninon se le acercó y se abrazó a él.

    —¡Chicos! No discutan. Si piensan que tienen que conseguir ese papel para mí… —dijo ella—. Me alegro de no tener que aprender todo ese texto.

    —Es nuestra última obra —Lars se encogió de hombros—. Hagámoslo por Wegner.

    Luego se subió a su bicicleta y atravesó el patio, dejó atrás las sombras de los árboles y se introdujo en la luz que hacía brillar sus rubios cabellos. Los otros también se dispersaron. Ninon le apretó un instante el brazo a Tim antes de irse.

    Sus ondas pelirrojas le rozaron la mejilla. Olía a menta y a champú de mango. Tan limpio. Ni rastro de fuego o cenizas.

    Por un instante Tim se quedó solo. Cerró los ojos e intentó oler la primavera, las flores a punto de brotar, los brotes justo antes de abrirse.

    Sin embargo, tuvo la extraña sensación de que lo observaban.

    Estaba allí. Lilith. Lo miraba, pero él no la veía a ella.

    Tim sabía que la habría oído llegar si se hubiera quitado el algodón de los oídos. Pero no lo haría; allí no.

    Entonces la vio. Estaba sentada en lo alto de uno de los árboles que bordeaban el patio de la escuela, un olmo cuyas ramas se habían entrelazado a las ramas de los árboles vecinos formando un tejido secreto.

    Tim atravesó el patio y se detuvo bajo el olmo.

    —Baja —dijo en voz queda, tan baja que ella no lo oyó—. Yo no voy a trepar.

    —¿Tienes miedo? —Él sacudió la cabeza—. ¿Qué quieres? ¿Hablar? Nadie habla conmigo.

    Una ráfaga de viento dobló las ramas de los árboles. Viento de primavera. De repente, un deseo peculiar creció dentro de Tim; el deseo de pasear la mirada desde allá arriba. En undécimo año ya no se trepaba a los árboles, era infantil, ridículo.

    Miró a su alrededor. No había nadie, nadie que pudiera verlo. Se imaginó cómo sería tocar la rugosa corteza con ambas manos… Y entonces se aferró a la rama más baja y, dándose impulso, trepó a ella. Tomó aire. Se sentía extraño, más libre que hacía unos instantes, en tierra, extrañamente ligero. Y siguió trepando, cada vez más y más alto, casi como si estuviera borracho, como si de repente estuviera drogado, como alejado de… de todo en realidad. De la vida. Al fin se vio sentado entre las ramas, apoyado contra el tronco, a la misma altura que ella. Entre ellos: un metro de aire y ramas.

    Ella se encontraba al borde del árbol, era un milagro que no se cayera. Tenía las piernas recogidas, los brazos cerrados en torno a las rodillas, ocultos bajo el suéter negro. Sus manos eran garras con las que se abrazaba a sí misma; la cara, un pálido óvalo entre oscuras mechas de pelo. Tim desvió la mirada y la paseó por el paisaje de juguete a sus pies.

    —Paisaje de juguete —dijo. Y luego, en voz muy baja—: ¿Cómo sigue la obra?

    Entonces ella giró la cabeza y lo miró. Sus ojos eran demasiado pequeños, pero se los había pintado grandes. El maquillaje se desprendía un poco en los extremos, tenía algo de árido, como la corteza de un árbol, como sus labios secos, que amenazaban con abrirse en medio de la cara.

    —¿No la leíste?

    —¿La obra? Wegner sólo nos envió el comienzo. Pensé que… —calló.

    —La queman —dijo ella encogiéndose de hombros—. Es lo que ocurre con las brujas.

    —¿Eso es todo? Qué aburrido. Siempre igual.

    —Sí —contestó ella—. En el mundo todo es siempre igual. Todas las cosas horribles. Se podría pensar que las personas lo cambiarían porque se les haría aburrido en algún momento. Pero no lo hacen.

    —Antes tiene que pasar algo —insistió Tim—. En la obra. Tiene que pasarles algo a los personajes. Al hacendado, a la niña, al sacerdote… ¿Quién más estaba?

    Ella cerró los ojos y enumeró:

    —Un revolucionario, una pareja de amantes, un jefe de la policía, una mujer devota, un verdugo y los jornaleros. Los de siempre.

    —¿Te aprendiste todo eso? —Tim se rio, más por educación—. Se te da bien aprender de memoria, ¿no? Estudias mucho.

    Ella negó con la cabeza.

    —Sé que los demás dicen eso. No es verdad.

    —¿No? Y… ¿el teatro? ¿Por qué nunca participaste

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