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El sueño de los proscritos
El sueño de los proscritos
El sueño de los proscritos
Libro electrónico393 páginas6 horas

El sueño de los proscritos

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Aprende, sobre todo, de los que enseñan a pensar.

Una joven andalusí, descendiente de los hispanos musulmanes expulsados en el siglo VXII, emprende un doble camino para encontrar los orígenes de su pueblo y rescatar el espíritu de tolerancia de la Escuela de Traductores de Toledo. De la mano de su abuelo, descubre el valor del conocimiento a través de la fábula de la espiral de la sabiduría. Recupera los ideales de la Ilustración y aprendea usar la razón para enfrentarse a las creencias que conducen a la ignorancia y a la tiranía.

Ante la amenaza del yihadismo, utiliza las redes sociales para promover la primavera árabe contra las dictaduras. La obra recorre hitos históricos como el incendio del Real Alcázar, la contienda del Protectorado, la guerra civil o los atentados de Casablanca y Atocha, aderezando una trama que mantiene el interés hasta la última línea.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788418369018
El sueño de los proscritos
Autor

J. Manuel Zorrilla

José Manuel Zorrilla Barroso nació en Periana (Málaga) y es doctor en Ciencias de la Información. Se inició en el periodismo durante la transición y los primeros años de la democracia en España. Formó parte del diario Informaciones y de la agencia Pyresa,y ha sido director de Diario de Cuenca. En el ámbito de la comunicación, ha trabajado en la Oficina del Portavoz y, como jefe de prensa, en los ministerios de Transportes, de Obras Públicas, de Medio Ambiente y en la Agencia Estatal de Meteorología. Con su novela El sueño de los proscritos desea rendir homenaje a la sabiduría que encierran los libros y que siempre le han acompañado como asiduo lector.

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    El sueño de los proscritos - J. Manuel Zorrilla

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    El sueño de

    los proscritos

    J. Manuel Zorrilla

    El sueño de los proscritos

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418369513

    ISBN eBook: 9788418369018

    © del texto:

    J. Manuel Zorrilla

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para Inés, Viviana y Rodrigo, sin duda.

    El sueño de los proscritos recrea hechos históricos

    que pueden haber sido alterados por necesidades

    de la ficción. La trama y los personajes

    son producto de la imaginación del autor.

    I - Fuego

    Acompañado por dos guardias, el inspector Abdelatif acudió a la casa de Fátima, en Jbel Dersa, un barrio humilde de Tetuán, para darle la noticia de la muerte de su esposo y entregarle sus pertenencias. Idris había muerto en la guerra civil española, durante el asalto a la ciudad de Badajoz, cuatrocientos kilómetros al oeste de Madrid. Rodeada de sus cinco hijos y con signos visibles de embarazo, Fátima se quedó petrificada, no pudo articular ni una sola palabra. La congoja la turbó de tal manera que el nudo que le oprimía el estómago le impidió romper a llorar de inmediato. Se quedó absorta mirando al inspector, con la boca abierta y los ojos desencajados, sujetándose la cara con las manos. Un descomunal gesto de incredulidad que acabó estallando en el alarido más sobrecogedor que jamás se había escuchado en el vecindario. Su eco traspasó los límites del arrabal e inundó la ciudad.

    Impresionado por aquel grito de horror, el inspector visualizó por un instante el lienzo del pintor noruego Edvard Münch, que hacía tiempo le estremeció hojeando algún libro de historia del arte, a la que tan aficionado era. El rostro dislocado por el pánico que mostraba aquel cuadro parecía el vivo retrato de Fátima, mientras que el crepúsculo rojizo del mismo lienzo, idéntico al que ofrecía el aciago atardecer, se le manifestaba como premonitorio de una terrible e imprecisa desgracia. Temió por ella y por sus hijos, dudó si acompañarla, pero intuyó que su presencia en aquel lugar no era oportuna y optó por respetar la intimidad del duelo. Le había traído un paquete con los bienes de su malogrado cónyuge y un cesto con té, fruta y pasteles.

    —Fátima, te sentirás mejor si tus amigos y vecinos te acompañan en la pena esta noche. Mañana volveré con más tiempo. Seguro que podré hacer algo por vosotros —el inspector quiso tranquilizarla.

    Cuando Abdelatif se volvía para salir de la casa tras los guardias, Fátima se acercó, lo retuvo por el brazo y, en un castellano antiguo y sureño, le susurró al oído: «Maldito seas, tú lo enviaste al matadero como a un borrego y allí lo han sacrificado. Ni siquiera me has traído su cadáver para darle sepultura. No quiero tu ayuda, no vuelvas, no profanes este humilde hogar. ¡Vete, sal de mi casa!».

    No llamó a nadie. Cerró puertas y ventanas, se rodeó de sus hijos y abrió el paquete con la ilusa esperanza de que contuviera algo de valor, pero solo encontró la ropa usada de su esposo, la foto que se hizo con ella y los niños cuando se alistó y varios documentos que ni siquiera leyó. No estaba la sortija de casado ni el reloj que se compró con su primer sueldo ni las medallas que decía en sus cartas que había ganado en combate ni el botín que esperaba obtener en la ocupación de cada pueblo. Nada de nada. A su dolor por la pérdida se sumó la desesperación de no saber cómo iba a alimentar a su familia a partir de ese momento. Sin pronunciar ni una palabra, dio la cena a sus hijos y acostó a los tres menores en la alcoba, junto a su cama. El mayor, de ocho años, y la mayor, de seis, se quedaron en la otra habitación que hacía de cocina-comedor y, por la noche, también de dormitorio para ellos dos. El primogénito se llamaba Idris, como su difunto padre, pero en familia era Idrisete, y la primera niña, Fátima, como su madre, aunque la llamaban Fati.

    En la soledad de sus pensamientos, Fátima recordó su infancia de hija única que jugaba todas las tardes después de la escuela con su vecino Idris y soñaba que viviría junto a él en una casa grande, rodeada de niños. No conocía más vida que la que había compartido desde la niñez con el que después fue su esposo. Trató de imaginar lo que le guardaba el futuro a ella y a sus hijos y no veía más que un túnel muy largo, cada vez más negro, tenebroso y sin salida. En un instante, la muerte de Idris la había desposeído de su exclusivo amor, de toda ilusión, de lo único que daba sentido a su existencia. No le quedaba ni un atisbo de esperanza, se le habían roto los sueños porque en sus sueños no había nadie más que Idris, porque vivir sin él carecía de sentido, porque el mañana ya se había borrado de su horizonte. En aquel momento, solo poseía su vida, su elemental y simple existencia biológica, despojada de cualquier indicio de sentimientos. Aun así, una mínima lucidez le mostraba que todavía tenía el control de ese hilo de vida primaria que le quedaba y también de la de sus hijos. Ella los había parido, los había criado y no estaba dispuesta a verlos mendigar por las calles, a que fueran víctimas de explotadores, violadores o traficantes de niños.

    Habían pasado solo unas semanas desde que el esposo de Fátima, Idris Garnati, recibió en su destartalado taller un recado para que acudiera sin demora a la comisaría de Tetuán. Este tipo de avisos casi siempre precedía a unos encargos que le solía hacer su amigo, el inspector Abdelatif, y le reportaban algún ingreso extra.

    —Te he mandado llamar porque tengo algo interesante para ti, amigo Idris. Esta vez el asunto es muy serio y, con un poco de suerte, saldrás definitivamente de tus estrecheces. —Abdelatif puso el marcapáginas entre dos grabados de Los caprichos de Goya que estaba admirando en el grueso libro de Arte con el que llenaba sus guardias y lo invitó a sentarse.

    —Pues aquí me tienes, como siempre. Si se trata de ganar algo de dinero, me vendrá muy bien, porque tengo muchas bocas que alimentar. Ya sabes que no te fallaré.

    Unos quince años antes, en plena adolescencia, ambos amigos jugaron a la aventura, como otros jóvenes, acompañando a los sublevados para quitarles las pertenencias a los miles de cadáveres de españoles y rifeños que se calcinaban al sol, tras la masacre de Monte Arruit, treinta kilómetros al sur de Melilla. Fue uno de los episodios más trágicos de la guerra del Rif, que duró de 1921 a 1927, durante el protectorado español de Marruecos.

    Idris recuerda una tarde en la que el cielo estaba cubierto de buitres que describían círculos antes de descender, bandadas de cuervos que graznaban cada vez más cerca y chacales que merodeaban por los alrededores. Había comida para todos. El fuerte y los alrededores estaban sembrados de cadáveres insepultos sobre los que flotaba una atmósfera espesa, impregnada de olor a muerto.

    El grupo de muchachos aguardaba a una distancia prudente, hasta que se fuera disipando la bruma que envolvía el lugar, para recoger todo lo que resultara útil. La intendencia había retirado las armas, la munición, las botas, los correajes y lo más valioso, pero aún quedaban muchos bienes en los bolsillos y mochilas de los difuntos. Idris, Abdelatif y los demás movían detenidamente los cuerpos inertes, uno a uno, para registrar sus ropas. Dinero, sortijas, relojes, tabaco, implantes dentales, libros, cantimploras, indumentaria y cualquier objeto de valor era requisado y guardado en sus zurrones. Cuando volteaba a un rifeño, Abdelatif se sobresaltó al notar un leve movimiento en sus párpados. «Idris, ven. Aquí hay uno de los nuestros. Parece que aún está vivo».

    Lo acomodaron colocándole un zurrón a modo de almohada, le palparon el pulso en el cuello y comprobaron que su corazón aún latía levemente. Idris le hacía sombra con su cuerpo mientras Abdelatif le acercaba la cantimplora y le humedecía los labios. En un acto reflejo, aquel moribundo abrió la boca y trató de succionar el preciado líquido. Sin perder tiempo, los dos muchachos lo levantaron, uno por las axilas y el otro por las piernas, para llevarlo a la sombra de un murete medio derruido. Allí le desabrocharon la chilaba y con un trapo mojado le fueron humedeciendo la cara, el cuello y el pecho, a la vez que le hacían tragar pequeños sorbos de agua. Comprobaron que sus heridas no parecían graves, solo presentaba rasguños superficiales y un golpe en la cabeza que debió provocarle una conmoción y la pérdida del conocimiento. Seguramente lo dieron por muerto. Entre sus ropas encontraron una cartulina en la que figuraba el nombre de Bahir Al-Axarq y su filiación.

    Idris y Abdelatif eran dos de entre tantos niños de la calle, hijos de los arrabales de Tetuán, que buscaban aventuras en la retaguardia de la guerrilla de Abd-el-Krim. Después de la campaña de Annual, durante la breve República del Rif, estuvieron con las cabilas de las montañas aprendiendo la disciplina del combate, manejando la gumía en el cuerpo a cuerpo, disparando la espingarda y montando a caballo, como asistentes de los oficiales. El duro entrenamiento de Idris iba a ser muy valioso para la propuesta de su amigo. También lo sería su lengua materna, aquel castellano antiguo y sureño que, igual que sus antepasados y como el propio inspector, hablaba en familia. Era la seña de identidad de los descendientes andalusíes, el idioma en el que hablaban en la intimidad para expresar sus confidencias.

    Ambos muchachos sellaron allí una amistad inquebrantable y, luego, cada cual siguió su camino. El adiestramiento le sirvió a Abdelatif para superar, años más tarde, las pruebas de ingreso en la policía indígena al servicio del protectorado español, en Tetuán. Tras la independencia, pasó a la gendarmería del reino. Idris se alejó de la milicia y montó un taller en el zoco que al principio marchaba bien, pero la dura competencia lo fue ensombreciendo poco a poco hasta que, al cabo del tiempo, apenas le daba para sobrevivir.

    El ventilador hacía más soportable aquel tórrido día de julio de 1936 dentro del despacho austero y elemental del inspector Abdelatif en la comisaría de Tetuán.

    —No habrás olvidado lo que aprendimos con los cabileños.

    —Eso no se olvida nunca, aún conservo mi gumía —respondió Idris con una sonrisa.

    —Los militares españoles están reclutando voluntarios que sepan manejar las armas para que se unan a sus tropas regulares. Quieren cruzar el estrecho para acabar con los alborotadores y poner orden en su país.

    —¿Pagan bien?

    —Si te alistas ahora, te pagarán dos meses por adelantado. Pero hay algo mejor que la paga. Con tu experiencia y conociendo del idioma, estarás en la vanguardia de las fuerzas de choque con los primeros que entren en cada pueblo. Tendrás carta blanca. Nadie te mirará el zurrón ni te olerá la bragueta. Tú ya me entiendes.

    —Sí, te entiendo. —Movió la cabeza, un poco contrariado.

    —Idris, podrás visitar la vieja patria y regresar con los bolsillos llenos. —El inspector hizo una pausa y lo miró a los ojos, emocionado.

    —Sí, la vieja patria de la que nos hablan los patriarcas. Suena a leyenda o a cuento, más bien. Pero dime, la primera línea puede ser peligrosa, los alborotadores también tendrán armas.

    —No creas. Por lo que he oído, no son más que unos pocos ateos revoltosos en cada pueblo. Unos incultos desorganizados que se dedican a quemar iglesias y a robarles las tierras a sus propietarios. Solo llevan navajas, cuchillos y unas cuantas escopetas de caza. Las armas de verdad las tienen los militares que se han levantado para controlar la situación y proteger a la gente de orden. Quien se resista será hombre muerto. No me dirás que tienes miedo.

    —Miedo no, pero entiéndeme, no quisiera dejar a una viuda con cinco huérfanos y el que está en camino. Aunque es verdad que el taller solo da para malvivir y la casa se nos ha quedado muy pequeña. Puede ser una buena oportunidad. Déjame que lo piense, porque, según me lo cuentas, eso suena a levantamiento militar contra el Gobierno. Es un golpe de Estado, ¿no? —Idris dudaba.

    —Sea lo que sea, a nosotros no nos incumbe. El ejército es el que tiene el poder de la fuerza y nadie lo va a parar. No tenemos tiempo para que lo pienses, amigo mío. Antes de que abandones este despacho debo comunicar tu decisión. Si quieres ir bien recomendado, deberás alistarte ahora mismo, porque mañana salen los primeros aviones. Vamos, hombre, no tienes nada que perder y mucho que ganar. En unas semanas, volverás rico, vendrás a darme las gracias y a contarme tus aventuras. Yo, en tu lugar, no lo pensaría dos veces.

    Con la mejor intención, Abdelatif le estaba ofreciendo una oportunidad de oro a su amigo Idris. Después de sus conversaciones con los oficiales españoles sublevados, estaba convencido de que el golpe de Estado sería un paseo militar que solo duraría varias semanas y apenas provocaría víctimas. Nunca pudo imaginar que la contienda se convertiría en una brutal guerra civil que se prolongó a lo largo de tres años, sembró el país de muertos, empujó al exilio a millares de personas y desencadenó una represión despiadada.

    —Tienes razón, me has convencido. Era por contárselo antes a Fátima, pero no importa, creo que lo entenderá. No se hable más, apúntame.

    Con el anticipo que recibió, aquella misma tarde Idris se compró un buen reloj Dogma, en cuyo reverso él mismo grabó las iniciales del nombre de su esposa y el suyo, «F. I.», dentro de un corazón, y se hizo una foto de familia para llevarla durante el viaje. El resto se lo dejó a Fátima, convenciéndola de la oportunidad que se le presentaba y de la fortuna que esperaba conseguir.

    Desde el principio del levantamiento, Hitler prestó su ayuda a los sublevados. A partir del 26 de julio, aviones Juncker alemanes establecieron un puente aéreo a través del estrecho de Gibraltar para transportar un enorme contingente de tropas desde el protectorado español de Marruecos hasta Sevilla. Idris ocupaba su asiento en una de las primeras aeronaves que despegaron de Tetuán.

    Poco antes del amanecer, un fuerte golpeteo en la puerta lo despertó. Abdelatif había tardado mucho en conciliar el sueño. Las palabras y el grito de Fátima todavía le atormentaban la cabeza.

    —Inspector, inspector, dese prisa, la casa de Idris está ardiendo.

    Cuando llegó, ya nada pudo hacer. De la humilde vivienda no quedaba más que un montón de ascuas y el nauseabundo olor a carne quemada. Los vecinos se afanaban por apagar las brasas para evitar que se avivara el fuego y se propagara a los inmuebles colindantes.

    —¿Y los niños? ¿Dónde están los niños? ¿Y la madre?

    Abdelatif le ordenó al chófer que, sin dejar de tocar el claxon, pisara el acelerador y lo llevara al hospital con la máxima urgencia. Acunaba entre sus brazos, envuelta en una sábana, a la pequeña Fati, que tenía media cara quemada, el brazo izquierdo en carne viva y todo el pelo chamuscado. Al lado iba su hermano Idrisete, que sufría quemaduras superficiales en manos y antebrazos. De los demás no se sabía nada, todo hacía temer que habían perecido entre las llamas, tal como se confirmó después.

    Mientras la niña era atendida, el pequeño Idris le contó al inspector que su hermana lo despertó a media noche tirándole del brazo y tosiendo en medio de una densa humareda. De la mano, arrastrándose a tientas, casi sin poder respirar, lograron llegar hasta un ventanuco por el que el niño empujó a Fati y luego saltó él. Ya fuera de la casa, se percató de que a su hermana le ardía la ropa y el pelo. Con sus propias manos, apagó los rescoldos que prendían del cuerpo de la niña, a la vez que pedía auxilio. Los vecinos acudieron de inmediato, pero el fuego ya se había extendido a toda la vivienda.

    —Mi hermana me ha salvado. Si no me hubiera despertado, me habría abrasado igual que mi madre y mis otros hermanos. ¿Cómo está Fati?, quiero verla, por favor.

    —Tenemos que esperar, la están curando. Entiendo tu preocupación, pero ten un poco de paciencia, la veremos en cuanto lo permitan los médicos.

    Idrisete miró al inspector, asintió y bajó la cabeza. Abdelatif observó en el joven un aplomo impropio de su edad. Parecía haber afrontado el drama con notable entereza. No había dejado escapar ni un lamento ni una sola lágrima mientras le curaban las quemaduras de los antebrazos y de las manos. Hablaba con serenidad, a pesar de su desconsuelo. El inspector pensó que era el momento de intimar, a fin de que le contara con más detalle lo que pudiera recordar, aunque él ya se imaginaba lo que había sucedido. Hizo una señal, llevándose la mano a la boca, a la pareja de guardias que custodiaba el acceso a la sala de espera y, después, miró fijamente a Idris, en cuyo rostro observó las facciones de un doncel andalusí.

    —Nos van a traer un poco de comida. Mientras tanto, quiero que me cuentes todo lo que recuerdes. Haz memoria, explícame qué pasó en tu casa antes de irte a la cama. Es muy importante que me digas la verdad, nadie más lo va a saber, esto quedará entre tú y yo.

    Abdelatif le hablaba en un castellano antiguo y sureño, el mismo que usaba Idrisete para conversar con sus padres y hermanos. Eso aumentó la confianza del joven y creó la complicidad necesaria para que no sintiera recelo alguno.

    —Anoche, cuando usted se fue, mi madre se quedó muy triste, no hablaba. Nos sentó a la mesa, abrió el paquete y arrojó al fuego la ropa y los papeles. Luego, coció tila y raíz de valeriana en una olla y nos puso una taza a cada uno, le echó mucho azúcar porque sabía muy mal. Nos comimos los pasteles y la fruta que usted nos trajo. A Fati, el sabor de la valeriana le daba arcadas. Me acuerdo de que, en un descuido de mi madre mientras atendía a los pequeños, tiró su bebida al fregadero, solo se comió los dulces y la fruta. Poco después, nos fuimos a la cama porque teníamos mucho sueño y ya no recuerdo nada más hasta que ella me despertó cuando todo estaba lleno de humo.

    Pese a su corta edad, Idrisete se esforzaba por contenerse. En su cabeza, bullía un montón de preguntas sin respuesta, pero no se atrevía a plantearlas. Sabía que el inspector era amigo de su padre y su trato le daba confianza, pero el respeto lo cohibía. Aun así, la cara del pequeño era tan transparente que Abdelatif enseguida adivinó sus dudas.

    —Vale. Es suficiente, Idris —el inspector empezó a tratarle por su hombre, sin usar el diminutivo—. Te noto muy preocupado, no solo por lo que ha pasado, sino también por lo que vaya a ser de vosotros dos. Sé que no tenéis una familia que os pueda acoger, pero quiero que estés tranquilo, porque tu hermana y tú, desde ahora mismo, sois mis invitados. Viviréis en mi casa el tiempo que sea necesario, no os faltará de nada. Y te diré algo más; si te comprometes a seguir mis consejos, haré de ti un hombre hecho y derecho, porque me siento en deuda con tu padre, con vosotros. Para tu hermana buscaremos a alguien de toda confianza que la cuide. Confía en mí, palabra de policía —bromeó, guiñándole un ojo—. Ahora vamos a comer lo que nos han traído mientras esperamos al médico.

    Chasca, contracción de «chamuscada» en andalusí, fue el apodo que le pusieron sus compañeras cuando Fati volvió a la escuela. A ella no le molestó, incluso le resultaba simpático. Todos sabían que estaba acogida en casa del inspector Abdelatif y nadie se atrevía a llevar más lejos la broma. Desde el primer día, estuvo protegida por las profesoras y las compañeras la trataban con cariño, pero ya siempre sería Chasca.

    Los cirujanos habían hecho lo que estaba en su mano para reparar los estragos causados en su cuerpo por el fuego. Aunque las quemaduras del brazo solo le dejaron algunas señales superficiales, la parte izquierda del rostro había quedado fatalmente desfigurada. El pelo volvió a crecer, pero la oreja había desaparecido, igual que la aleta de esa parte de la nariz. Pudo conservar el ojo, aunque la córnea dañada solo le permitía una visión borrosa. El párpado superior permanecía caído, como guiñado y sin pestañas. La piel de la mejilla, de un rosa pálido, se mostraba tirante, surcada por numerosos queloides, cicatrices blanquecinas y hendiduras que tiraban hacia atrás de la comisura de los labios. La boca quedó torcida en una especie de rictus lateral permanente, algo siniestro, por el que a veces se le escapaban hilitos de saliva. Pero Chasca, lejos de acomplejarse, aprendió a ocultar el estigma del fuego con el pañuelo y a mostrar solo su perfil derecho, que había quedado intacto, para sentirse más segura ante las demás niñas.

    Abdelatif no tenía familia, vivía solo. Amina, la mujer que atendía su casa, cuidó durante años de los dos huérfanos hasta que el inspector maduró un plan para cada hermano. Al advertir las cualidades de Idris, decidió acogerlo bajo su tutela directa y le buscó alojamiento en la casa donde la sirvienta vivía con su familia. Allí le preparó una habitación para él solo, con un pequeño cuarto de baño y salida directa a la calle. Amina lo cuidaría, proporcionándole comida y ropa limpia, aunque el joven debería vivir al margen de su hogar. Según las órdenes estrictas de Abdelatif, que corría con todos los gastos, el joven Idris tenía que endurecerse en solitario, como su padre, como el propio inspector. Quería hacer de él su mejor confidente, una especie de pequeño espía capaz de infiltrarse en cualquier ambiente sin levantar sospechas. Por las mañanas, Idris siguió asistiendo a la escuela hasta que cumplió los catorce años. Por la tarde, se camuflaba en los recovecos del zoco para observar cada detalle de lo que ocurría a su alrededor, y los fines de semana, por afición, disputaba carreras pedestres con sus amigos. Al anochecer, el inspector lo visitaba en secreto para conocer sus pesquisas, darle nuevas instrucciones y así ir educándolo en la dura ley de la calle. De esta manera, el joven huérfano se convirtió en el más pequeño y astuto confidente de Abdelatif. Era el ojo y el oído del inspector allí donde los gendarmes no llegaban. Pero todo aquello no le saldría gratis a Idris, acabaría en una cruel contrapartida a la que el joven tendría que someterse.

    Para Chasca, el inspector encontró acogida en la vieja alquería de una villa perdida en un valle de las montañas del Rif. La que fundaron unos granadinos que, siglos antes, habían sido expulsados de sus tierras, cruzaron el estrecho y levantaron allí su nuevo hogar. La familia Al-Axarq, que habitaba aquella hacienda desde su exilio, nunca olvidaría a Idris y Abdelatif. Los dos muchachos le hicieron recobrar el conocimiento al bisabuelo Bahir, el que luchó junto a los rifeños, mientras registraban sus ropas cuando lo dieron por muerto en Monte Arruit. Lo reanimaron y avisaron a los camilleros para que lo evacuasen, aunque tres años más tarde sus pulmones quedaron destrozados por el fosgeno que arrojaron los aviones españoles sobre la población civil para vengar su derrota en Annual. Las secuelas de aquel gas mortífero mantuvieron a Bahir postrado en la cama durante algunos años hasta su prematura muerte. Su único hijo, el abuelo Hadi, era ahora el patriarca de aquel pueblo y recordaba muy bien la historia de los dos muchachos que salvaron la vida de su padre. En la vieja alquería, cuidarían de la desfigurada muchacha, pero nadie le iba a regalar nada; a cambio, debería trabajar muy duro para la familia.

    II - Acogida

    —Mira, aquella construcción grande que está en lo más alto del pueblo es la alquería de la que te he hablado. Allí vive la que será tu nueva familia.

    A pesar del fervor con que Abdelatif le anunció los parabienes que le esperaban en su nueva residencia, Chasca no mostraba el menor entusiasmo. Asentía resignada porque su hermano Idris le había dicho que obedeciera al inspector y porque le prometió que no la olvidaría nunca y que la visitaría en cuanto pudiera.

    Hadi se dirigió al zaguán para recibir al inspector Abdelatif cuando le anunciaron que había llegado. Chasca quedó hipnotizada por el halo majestuoso que desprendía aquella figura que caminaba a paso lento y espacioso. Observó una tez clara y envejecida de la que pendía una barba entrecana, formando un triángulo perfecto con el vértice en el esternón. En la frente, surcada de profundas arrugas horizontales, a modo de pliegues de acordeón, adivinó la huella de una admiración permanente por la vida. Notó su mirada frontal, desde unos ojos marrones y vivaces, hundidos en profundas cavidades, que la taladraban de arriba abajo. Era un abuelo jovial que se acercaba despreocupado en apariencia, abstraído, con las manos entrelazadas a la espalda. Aquel cuerpo alto, ágil y fibroso, embutido en una chilaba impecable, causó en Chasca la impresión de estar ante una figura venida de otro mundo.

    Sin embargo, a pesar de su venerable aspecto y de tener tres nietos, Chasca contemplaba a una persona madura pero no anciana. El inspector le había anticipado que el patriarca se casó muy joven, tras el prematuro fallecimiento de su padre, para formar su propia familia y que no era ningún viejo.

    —Querido patriarca, cuánto me alegro de verte, para mí es todo un honor… —Abdelatif trató de cumplimentar a Hadi.

    —Vamos, vamos, déjate de monsergas. El honor es mío. Tú siempre eres bienvenido en nuestra casa. Ven a mis brazos y preséntame a esa joven —lo interrumpió el patriarca.

    —Se llama Fátima. Como te anuncié en mi carta, tiene dieciséis años y su triste historia ya la conoces. Desde ahora mismo, se pone a tu disposición para hacer todo lo que le mandes.

    —Pero ¿qué dices? Nada de órdenes, será un miembro más de nuestra familia y no se hable más del asunto. —Hadi se acercó para saludar a aquella joven que, según observó, ya tenía un rotundo cuerpo de mujer—. Así que tú eres Fátima.

    Ella se inclinó, le cogió la mano para besársela, siguiendo las instrucciones que le había dado el inspector, pero Hadi la retiró de inmediato y la estrechó entre sus brazos. La lengua materna en la que oía expresarse al abuelo y su tono grave, pausado y tranquilo le dio suficiente confianza como para mostrarse más cercana a la familia que empezaba a conocer.

    —Sí, me llamo Fátima, aunque todos me llaman Chasca porque tengo la cara chamuscada. A mí me gusta que me llamen así, porque Fátimas hay muchas, pero Chasca no hay más que una —dijo, liberando una tímida sonrisa con la que descargó la tensión que acumulaba.

    —Si ese es tu deseo, te llamaremos Chasca. Es un nombre bonito y suena bien en andalusí —sonrió Hadi, complaciente.

    Al tiempo que retrocedía para separarse del patriarca, Chasca apartó el pañuelo del lado izquierdo de la cara y le mostró los estragos del fuego.

    —Mire, se me quemó esta parte durante el incendio de mi casa, donde murieron mi madre y mis hermanos pequeños. Yo tuve más suerte y pude escapar con Idris, mi hermano mayor. Me tapo con el pañuelo y enseño solo el lado derecho porque así no impresiono tanto a la gente y no parezco tan distinta de las demás jóvenes. Aunque no me preocupa demasiado, me he acostumbrado a ver toda mi cara en el espejo y me resulta tan familiar que ya no me afecta, me parece casi normal.

    Hadi tuvo que hacer un esfuerzo para dominar el escalofrío que le recorrió todo su cuerpo al contemplar de cerca la horrible huella del fuego en aquel rostro.

    —Para mí, eres igual de guapa que las demás muchachas, porque la belleza no reside en la cara, sino en el corazón de las personas. Ven, acércate. —Con la mayor ternura, la sujetó por la barbilla y posó delicadamente sus labios sobre las hendiduras y cicatrices que la joven le había descubierto.

    El beso del patriarca sedujo tanto a Chasca que, desde ese momento, se le disiparon todos los temores y empezó a sentir que realmente allí estaba esperando su nuevo hogar.

    Hadi la acompañó para presentarle al resto de la familia y enseñarle el interior de la vivienda que mandó construir Diego Benhumeya, por orden del sabio Hakim, hacía más de quinientos años, según le iba contando. Así, la nueva invitada conoció a Salah, el padre de familia, hijo único del patriarca; a Rashida, su esposa; a sus tres nietos, los adolescentes Ammar y Faris y el pequeño Bahir; y a los sirvientes, muchos de los cuales llevaban tanto tiempo trabajando allí que se sentían como parientes próximos.

    La sobriedad exterior de la alquería, con apariencia de ruda fortaleza, no dejaba adivinar la riqueza ornamental de su interior, un verdadero palacio nazarí. Desde el momento en que pisó el zaguán, Chasca quedó fascinada por su belleza decorativa. Se maravilló del artesonado, de las combinaciones de colores y texturas que componen las baldosas del pavimento, de los atauriques, epigrafías y lacerías que decoran las paredes. Nunca había visto nada parecido. Quedó hipnotizada por la luz que penetraba por la claraboya que cubre la bóveda del patio interior y resaltaba los mármoles multicolores de las columnas que lo circunvalan y los arcos de herradura califal a los que sujetan. Pero lo que más le llamó la atención fueron los mil destellos que los rayos de sol, tamizados por los cristales del tragaluz, arrancaban en ese momento a la fuente de mármol que engalana el centro del recinto. Sus leones vertían por la boca chorros de agua cristalina cuyo gorgoteo producía un murmullo relajante. Estaba contemplando una réplica, a menor escala, de la que embellece el patio más noble de la Alhambra granadina, así se lo hizo notar Hadi. Desde allí, se dejó extasiar por la armoniosa combinación de formas y sonidos que se mezclaban con el olor a jazmín que penetraba por la celosía que mira al jardín.

    A la derecha, observó sendas puertas que dan acceso a la cocina, con su amplia despensa, y al almacén. A la izquierda se abrían dos alcobas con techos de alfarje y, al fondo, el gran salón ricamente alicatado desde el suelo hasta el friso superior con bellísimos motivos geométricos. Miró al techo y

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