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Paraíso satánico
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Libro electrónico140 páginas1 hora

Paraíso satánico

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Paraíso satánico es ante todo una historia de amor ─desamor─ y erotismo, además de nostalgias y angustias por la separación definitiva de familias y parejas a causa de las guerras. Los hechos narrados son pura ficción, pero ¿serán tan diferentes a como son las guerras reales? En estas páginas rememoramos además La Habana de principios de la década de los noventa, con sus conflictos económicos y sociales, con algunas de las artimañas de que se valieron sus habitantes para sobrevivir a la crisis. Adornada con una alta dosis de erotismo, esta novela pretende hacer reflexionar al lector sobre determinadas conductas socialmente censuradas a las que será arrastrada Alicia ─la protagonista─, a causa de su obstinada idea de no aceptar la realidad, una realidad que disfraza a diario ayudada por su gran tesoro: las cartas de Eduardo, el hombre con quien debió contraer matrimonio de no haber sido porque unas semanas antes, él fue llamado a la guerra sin opción de negarse al cumplimiento de sus obligaciones en el Servicio Militar. Narrada en segunda persona, esta obra denuncia los desmanes de los conflictos bélicos desde otra perspectiva: el sufrimiento de quienes quedan a la espera de un regreso incierto.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento18 ago 2017
ISBN9781524304867
Paraíso satánico
Autor

Lázaro A. Díaz Cala

Lázaro Alfonso Díaz Cala (La Habana, 1970) estudió Contabilidad, profesión que desempeña desde 1988 en el Sistema Bancario Cubano. Es además poeta, narrador y compilador; también miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y fundador del Proyecto de Creación Literaria Expedición y del Proyecto de Haiku Monte Yoshino. Tiene publicado el poemario El acoso de mis fantasmas (Editorial Extramuros, 2012) y la trilogía de novelas juveniles En cada tiempo y en este lugar (Ediciones Unión, 2011), ¿Quién dijo que los hombres no lloran? (Casa Editora Abril, 2015) y ¿Soñar o vivir? (Editorial José Martí, 2016), todas en su país natal. Textos suyos han sido incluidos en publicaciones periódicas y en diversas antologías de narrativas y poesía, en Cuba y el extranjero. Ha sido premiado en numerosos concursos nacionales e internacionales, como el David de novela, en Cuba, y el Julia Guerra de poesía, en Algeciras, España.

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    Paraíso satánico - Lázaro A. Díaz Cala

    literarios.

    I

    Mi Alicia:

    No temas. No dejaré los huesos en medio de esta selva. Anoche sentí miedo. A Oscar lo hirieron en un hombro y creímos que moría. Aún tiene fiebre, pero el médico del grupo afirma que está fuera de peligro. Nunca antes sentí tan cerca la muerte. Palpaba mi brazo y me parecía encharcado. No recuerdo bien cómo le dicen a eso de creer que uno tiene las dolencias de otros: hipocondríaco creo.

    Me fascinan las películas del Oeste y en general las de guerra; sobre todo las que refieren pasajes de la porfía entre rusos y fascistas. ¡Qué distinta es la realidad! A veces me creo protagonista de un filme.

    Los gritos de Oscar eran aterradores. En ese instante tuve deseos de estar sentado frente a la pantalla del televisor, rozando mi cara con la tuya y mis dedos hurgando en tus pezones y la entrepierna. No existía la pantalla ni tus senos ni tu rostro. Las balas interpretaban una agitada coreografía y los mosquitos nos azotaban durante y en los intermedios de la gran función.

    En la semana que culmina hoy, ese fue el único encuentro con el enemigo. Al menos en este no acabó mi historia. Dios me ha permitido escribir estas líneas en las que podría contarte miles de anécdotas, pero sería abrumarte. Los protagonistas siempre serían los mismos: las balas, los mosquitos, el hambre, la sed, los deseos de estar bajo tu sábana y conformarme únicamente con mirar esta foto. Si el destino lo permite, pronto volveré a escribirte, y si Dios quiere, nos volveremos a encontrar.

    Tu Eduardo.

    Doblas el papel.

    Abres el cofre que escondes en una gaveta de la mesita de noche y guardas la carta junto a las otras. Lo imaginas entre ráfagas y cañonazos, accionando el gatillo y descargando el peine completo en estómagos enemigos. También crees verle descender la escalerilla del avión: invicto, en alto la bandera de la estrella solitaria.

    Apagas la luz, te acuestas y cubres el cuerpo con la frazada.

    Timbra el reloj.

    Abres los ojos.

    A través de la rendija de la ventana adviertes que aún no ha amanecido. Acurrucada en un rincón de la cama intentas descubrir su olor en la almohada, sentirte penetrada, entregarle los senos, el vientre, el húmedo sexo que espera y extraña su vigor. Estremeces… Convulsionas… Sientes la vagina inundada de su semen. Extraes los dedos y los hueles: olor a Eduardo, a su pene, a sus labios, a esa fuerza que tanto anhelas sentir dentro.

    Cierras la ducha.

    Recorres la piel con la toalla.

    Observas la imagen que devuelve el azogue: un cuerpo casi virgen guardado para él; porque estás segura que volverá.

    Ocupas en el trabajo gran parte de las horas y procuras dormir el mayor tiempo posible; así los días pasarán más aprisa y los dieciocho meses que faltan para su regreso, según crees, a lo mejor no parecen un año y medio.

    Varias veces comenzaste a redactar una carta: palabras mudas, palabras invisibles, palabras irresolutas. El bolígrafo negado a escribir. Las manos inmóviles. No sabes por qué, pero te cuesta confesarle que aguardas su regreso como la tonta más enamorada o como la enamorada más tonta del mundo. Muy pocas veces conseguiste unas cuantas líneas, más tarde echadas a la basura; hace tiempo no lo reintentas.

    Llegas a casa cada día, preparas la cena y lavas la ropa sucia. En las horas libres escuchas música instrumental: Chopin, Beethoven o devoras páginas de narrativa y poesía contemporáneas. Con Eduardo también marcharon los amigos de fiestas, compras y chismes de moda.

    Cuentas los días del almanaque. Ya no alcanzan las cruces y ni un pensamiento infiel. ¿Y él? ¿Se habrá enamorado de una negra selvática? ¿Existirán mujeres en esa negra guerra entre negros y cubanos por la conquista de un pedazo de tierra infértil o demostrar que el internacionalismo es el lema de moda? Todos son enemigos, eso escuchaste a algunos que regresaron con vida.

    Noche tras noche la misma rutina; contarle a Lucía las noticias recibidas de África en las acostumbradas llamadas de lunes, miércoles y viernes, siempre a las nueve, después del noticiero. Heriberto, el novio de Lucía, también marchó a los campos de batalla.

    La guerra se apoderó de los jóvenes que ingresaban a las filas del Servicio Militar. «No consuman drogas. No se conviertan en alcohólicos. Practiquen sexo seguro. El sida asecha; pero maten, maten hombres que hay muchos y pronto no alcanzarán la comida y el agua para todos. Maten negros: hacen daño, son una peste que extendieron los conquistadores por América y otros lugares del mundo». Eso interpretas de los titulares de la prensa y los anuncios de la tele. La madre de Eduardo pierde el control cada vez que escucha noticias de la guerra. Su hijo, de escasos diecinueve años ―desde que partió para ella no ha transcurrido el tiempo y no ha tenido otro cumpleaños―, anda perdido en algún rincón de la selva. En las cartas le decía que estaba fuera de peligro y apenas tenían contacto con las tropas enemigas. Ángela sabe que no es cierto, su hijo le miente para ahorrarle preocupaciones, o le mentía, porque hace muchos meses no recibe epístolas. Ella dedica esmerada atención al noticiero en espera de la noticia que sabe no escuchará nunca: «La guerra ha terminado». Las guerras no acaban. Los hombres mueren, los matan las balas, las enfermedades, las ansias de reencontrar a la familia: todo esto los incita a cometer locuras. El mundo entero es una locura. Una loca y eterna guerra.

    Una vez por semana visitas a Ángela, la madre de Eduardo. Ella siempre sintió celos. Lo sabes, pero sobrellevas la situación. Ahora las une la misma espera: Eduardo.

    ―¿Hace mucho no recibe carta de su hijo? ―le preguntas, sabiendo de antemano la respuesta.

    ―La semana pasada recibí una ―Ángela miente, lo sabes―. Está bien, me extraña mucho, espera regresar pronto.

    Ángela observa los adornos de las paredes y su voz suena teatral. Respiras profundo, en acopio de paciencia.

    ―Tengo miedo, Ángela ―buscas su complicidad.

    ―¿Y qué crees, muchacha? ¿Que yo no?

    ―Imagino cómo debe sentirse usted. Al menos yo, no veo la hora en que regrese... ¿Seguirá enamorado de mí?

    ―No digas tonterías.

    ¿A qué se refiere Ángela, al decirte: «No digas tonterías», a que sí te ama aún, te ha olvidado o es un tema sin importancia en una situación como esta? Tal vez a ella le cuente sobre otras mujeres y por supuesto, a ti no. Callas. Prefieres callar a escuchar una respuesta no deseada.

    La despedida es fría, como en cada visita.

    Sientes pena. Su comportamiento indica que le están fallando algunas neuronas; su cerebro se ha detenido varios años atrás. Debes preocuparte por su salud, si la abandonas en tal situación, Eduardo no te perdonaría.

    ―Voy a casa de Lucía.

    ―¿Quién es Lucía?

    ―Es mi amiga. Se lo he dicho otras veces. Su novio también está por allá.

    ―¿Dónde es por allá?

    ―La guerra, Ángela, la guerra.

    La madre de Eduardo, luce bata de casa floreada; se incorpora lentamente y se desplaza hasta la puerta. Abre. «¡Buenas noches!» Un adiós con la mano derecha y una sonrisa forzada.

    Caminas despacio.

    Acostumbras a ir mirando cuanto acontece a tu alrededor: vidrieras, autos, mendigos, motociclistas, enamorados, carteles lumínicos...

    «―No es fácil resistir la tentación de que a una la inviten a salir en un coche elegante y negarse».

    «―No dejes que te tienten, sólo eso ―le respondes a Lucía.»

    «―Tú puedes. Yo amo a Heriberto, cuando él regrese, seré sólo suya, pero mientras... ―se encoge de hombros―».

    «―¿Y si te enamoras de alguno?»

    No reparas en las provocaciones de los hombres, piropean a cuanta mujer se les cruza en el camino: groserías, obscenidades… muy pocos ofrecen algún halago. ¿Cómo son capaces de decir tales barbaridades a una chica? Te preguntas a menudo.

    Un auto se detiene.

    ―¿A dónde la llevo, princesa?

    ―No se moleste, voy cerca.

    ―No importa, suba.

    Subes.

    ―Orlando ―se presenta.

    ―Alicia ―correspondes.

    De niña siempre soñaste casarte con un hombre que se llamara Orlando, como el abuelo paterno, que en paz descanse.

    ―Me deja en la esquina, por favor.

    ―Claro. ¿Vives por aquí?

    ―No, una amiga.

    ―¿Vienes a menudo?

    ―Muchas gracias ―sonríes.

    ―Fue un placer.

    El auto se aleja. Lo observas hasta perderlo de vista.

    Tocas el timbre de la puerta.

    Silencio.

    Insistes.

    Lucía abre.

    ―¡Hola, Lucy!

    ―¡Qué tal, amiga!

    ―¿Algo nuevo?

    ―No te quedes en la puerta... Siéntate, traeré un refresco.

    Acomodas los almohadones del sofá. Los domingos siempre parecen inmensos, la visita a Ángela no es de agrado, pero nunca dejarás de hacerla. No le caes bien, lo sabes, pero por Eduardo, cualquier cosa vale la pena. Él lo merece.

    Lucía regresa.

    Extiende la mano, aceptas el vaso que te ofrece.

    Brindan y ríen.

    ¿Cómo es que Lucía tiene tan mal gusto? Tanta música buena y ella escuchando semejante cursilismo, piensas, pero nada dices, simplemente ignoras los acordes.

    ―¿Tienes algo instrumental?

    ―Sabes que no lo soporto.

    ―No importa.

    Se miran.

    «―¿Has sabido algo nuevo?»

    «―Eduardo me cuenta que está bien, gracias a Dios, la suerte lo acompaña. En la última pelea hirieron a un compañero, pero no fue grave. ¿Y Heriberto?»

    «―Hace dos semanas no sé nada. Deberían estar juntos, como nosotras, ¿verdad?»

    «―La guerra no es igual a la vida.»

    Recuerdas el diálogo de rutina, ensayado tantas y tantas semanas, ese intercambio de las mismas frases que durante muchos meses protagonizó

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