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Voy a contarles un corrido
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Libro electrónico159 páginas1 hora

Voy a contarles un corrido

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Información de este libro electrónico

El corrido ha funcionado desde hace más de doscientos años como la memoria oral de muchas zonas de nuestro país. Mediante este género musical, el pueblo guarda, divulga y perpetúa las noticias y acontecimientos que le afectan. Combinan la métrica del romance castellano, el ritmo y la melodía. Son una manifestación crítica de la sociedad: revelan y preservan historias no oficiales y alternativas. Erma Cárdenas retoma esta expresión popular para ofrecernos diecisiete cuentos extraordinarios basados en los personajes y argumentos de algunos de los corridos que se encuentran guardados en su memoria. Este libro no es sólo un recorrido cronológico o histórico; ofrece una muestra de las épocas más representativas de este icono entrañable de nuestra identidad. Aquí se narran las vidas de personajes que se enfrentan a la muerte, de aquellos que viven al margen de la ley, amores frustrados y héroes maldecidos por deudas de dinero, traición y honor. La esencia del corrido es la transmisión oral de estas historias, y mientras haya alguien que las cante —o en este caso, alguien que las escriba— sus personajes seguirán vivos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2016
ISBN9786077818977
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    Voy a contarles un corrido - Erma Cárdenas

    Cárdena

    [ LA TRISTE HISTORIA ]

    Voy a cantarles un corrido muy mentado,

    lo que ha pasado allá en la hacienda de La Flor,

    la triste historia de un ranchero enamorado,

    que fue borracho, parrandero y jugador.

    Juan se llamaba…

    —Tú, ¿cómo te llamas?

    —Juan.

    —Juan, señor.

    —Ése no es mi apellido. Me apodan el Charrasqueado —respondió haciéndose el menso.

    Fue la gota que derramó el vaso: don Luis le cruzó la cara

    con el fuete.

    —Así me dicen, Charrasqueado —se tentó la mejilla, tranquilo, como si planeara rasurarse.

    El hacendado volvió a levantar su fuete, pero uno de los

    peones intervino.

    —¿Pa’ qué se cansa, patrón? Éste de todos modos se va a morir… y ya no puede defenderse.

    El viejo lanzó una maldición.

    —¡Ahí te lo haya si le aplicas un torniquete o llamas a la curandera! Déjalo que se desangre, como un perro —dio unos pasos hacia su caballo—. Si me necesitas, Romualdo, estoy en la casa grande.

    Apenas se alejó, el peón increpó al herido.

    —¿Ya ves? Eso te pasa por meterte con la señorita. Te hubieras conformado con la Ignacia.

    Una bocanada de sangre cortó la réplica.

    —Te voy a alzar, para que respires mejor.

    —La niña Yolanda se me ofreció —hablaba quedo, despacito—. Y un hombre no desaira a las mujeres.

    Romualdo observó al herido. La sangre cubría la camisa y empezaba a gotear, manchando la tierra.

    —En otras circunstancias no te lo preguntaría, Juan, pero te vas a morir y, por mera curiosidad… dime, ¿valió la pena?

    —Valió —tras un largo silencio, dijo—: Yo nunca le cobré a mis compadres, tú lo sabes mejor que otros —se apretaba el pecho esperando prolongar, por dos o tres minutos, su agonía—. Mas esta vez es distinto. Dale lo que me debes a la Ignacia.

    —Te lo juro, aunque tenga que vender mi alma —tras un instante suspiró, incrédulo—. ¡Mira que salirme con tercia de reinas! ¿El diablo te ayuda?

    Respondió con una media sonrisa.

    —Mejor no menciono al coludo ora que te estás acercando a su reino —cierta envidia se mezcló en su voz—. Además, las mujeres nunca te han traicionado. Ni siquiera en las cartas.

    Juan cerró los ojos, sintiendo que la vida se le escapaba de a poquitos. Y era una lástima. Hubiera querido seguir en el jolgorio, tener más hijos, cultivar una parcela... Andar aquí; luego allá, sin rumbo fijo. Igual que todos esos años… Se arrebujaba en el sarape y dormía bajo las estrellas. El sol lo levantaba. Sí, a pesar de la canija pobreza, la vida le parecía sabrosa, hasta dulce.

    En esos pensamientos andaba cuando el rostro de Yolanda se le dibujó sobre el horizonte. A ésa iba a ser difícil consolarla.

    Se creyó de las mujeres consentido.

    Nadie se explicaba cómo una muchacha educada por monjas, recién llegada al pueblo y tan jovencita, hubiera buscado al tal Juan. Él ni siquiera se le insinuó. Ni siquiera esperaba que ella, atravesando el patio y los establos, entrara a su cuarto destartalado de jornalero. Aquel camisón blanco, medio transparente, apenas tapaba sus pechos y la luna, al alumbrarla, destacaba los pezones y la sombra entre las piernas.

    Le provocó cierto resquemor que la hija de don Luis llegara sin que mediaran palabras. Quizá dos o tres miradas, por pura casualidad, ya que la señorita Yolanda iba a casarse con el dueño de La Gloria. Así, las haciendas formarían una sola propiedad. Esas bodas se acordaron desde el nacimiento de la niña… y el novio llevaba dieciséis años aguardando. Sin quejas, desde luego. Yolanda siempre fue hermosa, pero ahora había florecido. Todos la consideraban una azucena, o perla, o alborada... cualquier similitud era escasa al compararse con la realidad.

    Esa criatura, celestial o loca, se había entregado al parrandero de Juan. Quizá porque su futuro esposo le llevaba veinticinco años, o le picó la curiosidad o la atraían los machos. Cualquier razón es buena. De todos modos casi nunca apreciamos lo que nos dan nomás así, sin merecerlo.

    El Charrasqueado no fue la excepción. Aceptó, por displicencia, la medalla que Yolanda le puso al cuello cuando le anunció: espero un hijo tuyo. Él no hizo el menor movimiento, ni de aceptación, ni de rechazo. Era lo más prudente. Papá me enviará a la capital para… para que me deshaga del estorbo... de nuestro... Se le atragantó la explicación: dicen que con hierbas o con fierros resulta fácil. Las lágrimas le bañaban la cara. Ella misma se consoló: dizque no hay peligro. Una queda bien, para embarazarse de nuevo. Yo no quiero. ¡No quiero! Entonces Juan la apretó contra su pecho y después le fue besando la cara.

    Terminaron en el catre.

    Era la última vez y él se esmeró por cumplir. Con mayor pasión que antes. Yolanda le cuadraba, aunque comprendía que no estaban al mismo nivel y que aquellos amores jamás progresarían. Empero, nadie le niega agua al sediento y agua, a veces, quiere decir recuerdos.

    Era valiente y arriesgado en el amor.

    A las muchachas más bonitas se llevaba,

    en aquellas campos no quedaba ni una flor.

    La despidió en la diligencia mientras la joven lo veía con enorme aflicción. Por eso, por unos ojazos fijos en él, don Luis supo a quien le soltaría la balacera. Al tal por cual del Charrasqueado.

    En cuanto partió el carruaje, Juan dio media vuelta y volvió con la Ignacia. Igual que siempre. Y ella lo recibió. Igual que siempre. Recostados sobre el petate, le deshizo las trenzas y, acariciando esos cabellos negrísimos, la amó, despacio, entre susurros y promesas. Con ella, Juan recobró el aroma, el color y la textura del barro. Le pertenecía. Hablaban la misma lengua.

    Así que decidió cambiar de vida. Esa noche no durmió de tanto pensarlo y al amanecer ordenó:

    —Mientras tú vas a misa, yo me despido de los amigos. Tengo que cobrar unas deudas para acabalar la compra de este jacal. Voy a sentar cabeza. Nuestro hijo crecerá conmigo a lado.

    —Ni siquiera lo hemos bautizado. El señor cura me lo echa en cara cada semana.

    —Yo me encargo de eso, chula.

    La Ignacia asintió, aunque la experiencia le advertía que aquella cobranza acabaría en parranda: tequila, cartas, guitarra.

    Un día domingo que se andaba emborrachando,

    a la cantina le corrieron a avisar…

    —Cuídate, Juan, que ya por ai te andan buscando. Son muchos hombres, no te vayan a matar.

    No tuvo tiempo de montar en su caballo. Pistola en mano se le echaron de a montón.

    —Estoy borracho —les gritaba— y soy buen gallo…

    Cuando una bala atravesó su corazón.

    Don Luis enfundó la pistola. Se bajó del caballo y moviendo al herido con el pie, preguntó:

    —Tú, ¿cómo te llamas?

    —Juan.

    —Juan, señor.

    —Ése no es mi apellido. Me apodan el Charrasqueado.

    En una choza muy humilde llora un niño

    y las mujeres lo aconsejan y se van,

    solo su madre lo consuela con cariño,

    alza los ojos llora y reza por su Juan.

    Ignacia hizo un entierro como Dios manda: velorio, café, frijoles de olla y tortillas. Asistió todo el pueblo. De la casa grande, por contraste, no hubo nadie presente.

    En la iglesia se rezó el novenario, entre incienso y hartas flores. Con el pago de las deudas hasta le alcanzó a la Ignacia para poner una lápida chiquita, no fuera a confundirse. ¡Hay tantos muertos, tantas tumbas!

    Con su niño envuelto en el rebozo, cada tarde visitaba el camposanto. Permanecía quieta, bajo un pirul, contemplando el pedazo de tierra donde descansaba el ausente.

    —Se llama Juan porque ese nombre le toca. Eres su padre. Yo le voy a contar tu verdadera historia. De lo contrario, a lo mejor los chismosos lo obligan a avergonzarse de ti. A mí me quisistes. Yo fui la mera mera, aunque tuviera competencia. Para eso eres hombre, ¿no? Y yo te voy a ser fiel. Para eso soy mujer. Además nuestros pleitos se acabaron. Ora sé dónde encontrarte.

    JUAN CHARRASQUEADO

    Voy a cantarles un corrido muy mentado.

    Lo que ha pasado allá en la Hacienda de la Flor.

    La triste historia de un ranchero enamorado,

    que fue valiente, parrandero y jugador.

    Juan se llamaba, le apodaban Charrasqueado,

    era valiente y arriesgado en el amor,

    a las muchachas más bonitas se llevaba,

    en aquellos campos no quedaba ni una flor.

    Un día domingo que se andaba emborrachando,

    a la cantina le corrieron a avisar:

    "Cuídate, Juan, que ya por ai te andan buscando.

    Son muchos hombres no te vayan a matar".

    No tuvo tiempo de montar en su caballo,

    pistola en mano se le echaron de a montón.

    Estoy borracho, les gritaba, y soy buen gallo,

    cuando una bala atravesó su corazón.

    Creció la milpa con la lluvia en el potrero

    y las palomas van volando al pedregal,

    bonitos toros llevan hoy al matadero,

    qué buen caballo va montando el caporal.

    Ya las campanas del santuario están doblando,

    Todos los fieles se dirigen a rezar,

    y por el cerro los rancheros van bajando

    un hombre muerto que lo llevan a enterrar.

    En una choza muy humilde llora un niño,

    y las mujeres lo aconsejan y se van.

    Solo su madre lo consuela con cariño.

    Alza los ojos, llora y reza por su Juan.

    Aquí termino de cantar este corrido,

    de

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