Amira y el duende
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Se ha desempeñado exitosamente como director o gerente de algunas empresas e instituciones de su país.
Estuvo a cargo. por algunos años, de Radio Latina, donde pudo producir programas culturales como Vía Flamenco. Colaboró con el programa La Hora de la Verdad de la prestigiosa estación FM Radio Bolívar y ha publicado algunos escritos en varios medios y publicaciones ecuatorianas relacionadas con la historia y la genealogía. Escribió el prólogo del libro sobre el Coronel Ignacio Holguín Iturralde y participó en los concejos editoriales de los libros de Ignacio Holguín Sánchez y Pedro Sánchez Jiménez: Andaluz, Gaditano, Aambateño, Héroe de Tarqui, Sus antepasados.
Es el compositor de las melodías del grupo Versos para Cantarlos, que han producido, hasta el momento, nueve canciones basadas en los poemas de los poetas Carlos Ponce García y Andrés Maldonado Granizo con arreglos de Tito Macías, las mismas que se pueden apreciar en los principales servicios de pódcasts y vídeos digitales.
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Amira y el duende - Gonzalo Mauricio Sánchez Vaca
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Gonzalo Mauricio Sánchez Vaca
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes
Diseño de cubierta: Rubén García
Dibujos de cubierta: Gonzalo Mauricio Sánchez Vaca
Supervisión de corrección: Celia Jiménez
ISBN: 978-84-1068-258-0
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
.
DEDICO AMIRA Y EL DUENDE A MIS HIJOS:
JOSÉ MANUEL, MARÍA ISABEL, CAYETANO Y JULIÁN (DONDE ESTÉS); Y A MIS QUERIDOS NIETOS:
JOSÉ JOAQUÍN, JULIÁN, RAFAEL Y JULIA.
EN SUS PÁGINAS PODRÁN HALLAR
MUCHAS COSAS QUE NOS UNEN.
AGRADECIMIENTOS:
Gracias, apreciado Agustín Vaca Ruiz, por tus correcciones y sugerencias que fueron aplicadas a esta obra, pero sobre todo por tu solidaria amistad de siempre.
Gracias, Mónica, por tu paciencia, por la fe y el entusiasmo que has puesto en todo lo que emprendo, y por tu amor. Sin ti, esto no hubiera sido posible.
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«EL DUENDE ES UN PODER Y NO UN OBRAR, ES UN LUCHAR Y NO UN PENSAR… EN LOS TOROS ADQUIERE SU ASPECTO MÁS IMPRESIONANTE PORQUE TIENE QUE LUCHAR, POR UN LADO, CON LA MUERTE, QUE PUEDE DESTRUIRLO, Y POR OTRO, CON LA GEOMETRÍA, BASE FUNDAMENTAL DE LA FIESTA».
FEDERICO GARCÍA LORCA
.
A Julián:
Tras las rejas de la vieja casa de ladrillos enfilados,
la sonrisa de un niño me esperaba con sus ojos angustiados.
Su abrazo y su beso eran mi esperanza.
Minutos especiales que tienen su fin.
Momentos felices que en la vida pasan.
El vino corría, la gente cantaba
y el niño en mis manos ganaba confianza.
Todo era alegría; ver su cara me cambiaba el día.
Su pelo rizado del color del oro, sus manos pequeñas, su cuerpo robusto,
su amor derramado, querido por todos.
Que te hayas ido no ha sido algo justo.
El baño conmigo nos limpiaba el alma.
Pensar que te perdería.
Eras ya mi amigo, no tenías calma, luego te peinaba y en la guardería
feliz te dejaba.
Ahora solo tengo el recuerdo de tu última mirada al despedirte.
Nos dejaste solos en este año triste que por fin acaba.
Tengo que decirte que lloro tu ausencia; me haces mucha falta.
No solo murió todo lo que fuiste, murió la ilusión de lo que no pudiste ser.
Como ya te imaginaba: puro, noble, grande;
en las cordilleras y en las frías pampas con tu «Luna–luna» que siempre cantabas.
Dicen que el jardín da solo claveles para tu morada y que la perrita, a la que mimabas, todavía ladra, a ver si una de estas
vuelve a ver tu cara.
Prólogo
Hace veinte años, desperté una mañana con la infausta noticia de la muerte del hijo pequeño de un amigo de toda la vida. Un accidente inconcebible, impresionante, se llevó al pequeño Julián a otras dimensiones.
Recuerdo aún el dolor intenso, punzante, que me desgarró el alma al abrazar en el duelo a mi querido amigo Gonzalo y a su familia. No existen palabras para describir con plenitud el efecto brutal que ocasiona la muerte de un hijo, pero incluso debe resultar más complejo —por no decir imposible— explicar ese trance siendo el padre o la madre de un niño.
Durante todos estos años el rostro hermoso de Julián se ha ido desvaneciendo en mi memoria. Tan solo me he aferrado a alguna imagen lejana que se quedó estampada en una fotografía, y esa imagen también se ha diluido lentamente con el tiempo.
Sin embargo, cuando recibí el gratísimo encargo de leer esta historia para luego prologarla, me encontré de pronto con Julián, con el bello y alegre niño al que un infortunio truncó la vida, no solo en lo que había sido su breve paso por esta vida que compartimos con su padre y su familia, que es también mi familia, sino además por lo que habría sido la vida de Julián en un futuro que no llegaría a concretarse, o no al menos en esta dimensión en la que hoy nos encontramos.
Me sobrecogí desde las primeras páginas de Amira y el duende por la presencia de Julián, por esa vitalidad que recuperó aquel niño gracias a la pluma de su padre, que le entregó el alma de su hijo a uno de los personajes que transitan en esta historia. Y encontré, además de ese renacimiento maravilloso, entre palabras rítmicas y cadenciosas dignas de un autor que ama y entiende la poesía y que tiene la virtud de convertirla en música, una historia en la que se derrama la afición inmensa de Gonzalo por la tauromaquia, por España, la tierra de sus antecesores, por la música que ha sido parte de su vida, y por su tierra de nacimiento, por la nuestra en realidad, el Ecuador, que es un pequeño e ilusorio país dividido por una línea imaginaria, arrinconado entre los Andes, la selva amazónica y el océano Pacífico, en el que habitan «seres raros y únicos que duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes, viven pobres en medio de incomparables riquezas y se alegran con música triste», como dijo, sorprendido, Alexander Von Humboldt cuando estuvo de paso por estos lares.
Me gusta pensar que todos los personajes están allí, por voluntad y capricho del autor, para reconstruir ese mundo de palabras en el que vivirán en adelante él y los suyos, sus cuatro hijos que traslucen en esta historia como personajes que se alimentan de sus propias y reales virtudes y defectos, pero sobre todo de las particularidades que su autor, Gonzalo Sánchez, ha dispuesto para cada uno de ellos de forma caprichosa, pues es así como el escritor construye sus ficciones.
Amira y el duende es una historia que transita entre rincones mágicos de España, siempre en el contexto del precioso lenguaje taurino, tan rico en tesituras, voces y registros, enlazadas necesariamente con la América que buscan los toreros al final de la temporada, la América de los países que, a fuerza de pasión y encono, mantiene una afición y un vínculo de sangre con esa España flamenca, madre y conquistadora, cuna de la tauromaquia. Y es allí, en la América andina, en Colombia y Ecuador, donde sus protagonistas descubrirán el nuevo mundo, disfrutarán de sus encantos y sufrirán sus desventuras.
Porque esta historia, esta novela corta de Gonzalo Sánchez, su ópera prima en cuanto a narrativa, así como tiene pinceladas autobiográficas que oscilan entre la música y la poesía, entre la afición taurina y el amor inconmensurable por los hijos, también muestra trazos de la violencia e inseguridad que sacude a la América Latina (un guiño a la novela moderna de este lado del mundo), y al mismo tiempo, como si aquellos ritmos frenéticos se sosegaran de pronto, regresa al juego del amor que enternece y estremece, al juego del arte y de los sueños de unos lances de salón; al juego auténtico de la vida y la muerte, que es aquel se libra con la verdad por delante, en un albero, en solitario entre el hombre y el toro.
Oscar Vela Descalzo
.
«Dicen que hay toros azules en la primavera del mar, que el sol es el caporal y las mantillas las nubes que se asoman al pasar», cantaba Cayetano Jiménez mientras caminaba por la playa. Había escuchado desde niño que lo que más «facultades» da a los toreros es caminar y, por eso, nunca dejó de hacerlo, especialmente cuando su playa gaditana lo permitía.
La tarde iba cayendo y el cielo se iba vistiendo de grana y oro para, horas más tarde, dar paso al toro negro de la noche. A lo lejos, un velero sorteaba la embestida de una ola. La vela, cual capote, hacía un «quite» al viento mientras la proa se sumergía valientemente en el agua. «Todos somos toreros», pensó Cayetano, «el patrón de ese barquito debe ser toda una figura».
Sus pensamientos lo llevaron luego a preguntarse a sí mismo por qué se hizo matador de toros. «¿Quién escribe su destino página por página? ¿Cuál de las parcas?». Recordó su infancia en la que convirtió una carpa de apache color caña en su primer capote; ese capote que solo hizo pases a Julián, su hermano menor, o al viento para recibir las palmas de aquella muchacha flaca de largas trenzas y ojos de mora que llegaba del cole justo en el momento de la «faena» y se metía en su casa hasta el siguiente día. Aquella muchacha cuyas huellas buscó tantas veces en la misma playa donde hoy caminaba.
PRIMEROS ENCUENTROS
Vinieron a su memoria recuerdos imborrables, como aquellos paseíllos que hacía con sus primos aún de pantalones cortos cuando todavía La Cantera, el tentadero del pueblo, estaba en construcción. Él, por orden de antigüedad, toreaba en tercer lugar y eso le permitió ser parte de todo el encanto de la ceremonia. ¡Cómo partían plaza sus primos mayores al tiempo que silbaban un pasodoble! ¡Con qué garbo pedían permiso a la presidencia casi siempre representada por algún trabajador que oficiaba de autoridad!
Recordó especialmente aquella tarde en la que descubrió a Isabel en el tendido de sol y que, adelantándose a su hermano Julián, brindó la muerte de aquel toro invisible diciéndole «va por ti, guapa», emulando a las figuras del toreo, y cómo ella salió disparada a esconderse detrás de la iglesia. Sus recuerdos lo llevaron a esa misma plaza cuando, años más tarde, salió un toro de verdad. Debía pesar unos cuatrocientos kilos, estaba en puntas y pertenecía a Chanela, una ganadería de la región que cada año cedía ejemplares generosamente para las fiestas del pueblo. El toro remataba en tablas y atrás, muy atrás de él, una cuadrilla de muchachos provistos de todo tipo de telas corría al menor movimiento del burel. Recordaba que, armado con una rudimentaria muleta, fue hacia el toro y citó: «Aja». El bicho giró sobre sí mismo y se quedó mirando al que osaba llamarlo con su voz. Esos segundos fueron inolvidables; esos segundos lo convirtieron en torero. Una voz interior le dijo que corriese lo más rápido que pudiese, otra voz le pidió que no lo hiciera. Obedeció a la segunda y citó nuevamente: «Vente, bonito». El toro se arrancó, puso la muleta hacia adelante y logró un derechazo aceptable. El toro quiso rajarse, pero encontró nuevamente el engaño; acción que se repitió hasta cuatro veces. Recordó, como un eco lejano, los «oles» de la plaza y cómo Julián lo recibió como a un héroe en el burladero.
Retirado ya en su dormitorio y con las imágenes vivas que aún daban vuelta por su mente, Cayetano compuso estos versos:
A LA CANTERA
El sol va cayendo ya
cuando comienza la feria.
Una jaca parte plaza y va
briosa, valiente y soberbia.
Se hizo la tienta en la querida
Cantera.
El toro, el miedo, las palmas, la orquesta
en rebolera.
Un gitano siente, torea, dirige y
contesta:
«¡Así la hice yo para que viva la fiesta
en primavera!».
Emociones sentidas que se reparten
al intentar un lance con solera
sobre el albero grana que comparte
el tentadero añejo: La Cantera.
ARTE Y TÉCNICA
Cayetano y Julián tenían muchas cosas en común como hermanos que eran; corría por sus venas la misma sangre, compartían una gran afición a los toros y los dos se tuvieron un gran cariño mutuo toda su vida. Sin embargo, Cayetano y Julián Jiménez tenían una concepción del toreo muy diferente. Cayetano, tres años mayor, era un maletilla poderoso, muy valiente, poseedor de una gran técnica que le permitía sacar faena de la mayoría de sus toros. Julián, artista, no siempre se «arrimaba», pero cuando lo hacía, ponía de pie a la plaza con su torería. Poseía más calidad que cantidad y, tal vez por eso, menos fama. Cayetano, con mayores facultades; Julián, bohemio.
—¿Sabías, Amira, que han invitado a aquellos dos mozos del barrio a la tienta en Chanela?
—No me digas. Que vaya Cayetano no me extraña, ¿pero Julián? Si es un crío.
—Vamos a ver, tú has cumplido doce y él debe ser dos años mayor que tú. Cayetano debe rondar los diecisiete.
—Sí, niña, pero a Cayetano se le ve un hombre, Julián es infantil y pedante.
—¿Y tú? ¿Te crees acaso muy mujer?
—¿No has visto con los ojos que me mira Julián? Él simplemente está esperando que crezca y seguro que me propone matrimonio, aunque te mueras de la envidia.
—Mira, Amira, la otra noche los seguí hasta el río en una noche de luna. Cayetano le propinó tres muletazos de gloria a un toro sediento y lo mismo hizo Julián. Luego observé cómo Venancio, ese viejo amargado que oficia de caporal, les metía una paliza. ¡Qué miedo!
—A mí no me cuentes eso de los toros, Isabel, tú sabes que no van conmigo y que tanto mi familia como yo somos enemigos de ese circo cruel en el que se maltrata al animal de una manera insufrible. Solo espero terminar el cole para hacerme una activista que logre terminar con ello en todo el planeta. De hecho, ya he marchado con mis amigos un par de ocasiones portando carteles que defienden la vida de los animales.
—Cayetano debutará con caballos el próximo mes, Amira. Me ha pedido que no vaya. ¿Quién sabe lo que pasará por su mente?
La tarde lleva la nostalgia sobre sus hombros. Los horizontes montuno y marino se besan en un vértice y sobre las callejuelas se escuchan taconeos ligeros que, al son de los murmullos, anuncian la fiesta.
El ala del sombrero contrasta con sus cejas y juega al escondite con sus ojos. El traje ceñido a su cintura dibuja concavidades que sostienen dos atriles donde se podría componer la más sensual melodía. Suena un pasodoble; su mirada se ha fijado en este día en mis alamares que hacen guardia a la Virgen de la Esperanza bordada en mi alma. Un novillo negro ya remata en el burladero de matadores. Que embista para calmar mis dolores. Se fija en el percal, repite mi verónica una, dos, tres , siete veces. Las palmas por bulerías me cambian el tercio de cal brindando a ti mi faena... en un tercio de arena. Dos lívidas manos posadas sobre la barrera, sin oro ni plata, sostienen mi montera. Dos lirios solitarios sobre los enlutados rizos de los machos, dos angustias protectoras amparando mi destino, dos silenciosas oraciones que bendicen mi camino.
Ha dejado ya rasgado el peto. Sobre el mar de su capa luce la bandera rojigualda. Cito: «Viene hacia mí». Un farol