Animales que parecen hombres
Por J. G. Mesa
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El modesto y esforzado agente Bulldog cumple las órdenes de su Jefe, Germán Pecci, que está moviendo piezas frente a la guerra que se gesta contra la organización criminal Medius. Hay mucho más en Bulldog de lo que parece a simple vista y tendrá ocasión de demostrarlo en esta tercera entrega de las crónicas sobrenaturales del Gabinete 1906.
J. G. Mesa
Juan González Mesa. Cádiz, 1975. Escritor y guionista. Coordinador de argumento en Tiempo de Héroes. Autor de Gente Muerta y El Exilio de Amún Sar. Guionista de Exnátura y Sombras. Ganador de varios premios literarios de relato.
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Animales que parecen hombres - J. G. Mesa
ANIMALES QUE PARECEN HOMBRES
(Libro 3 de las crónicas sobrenaturales del Gabinete 1906)
J.G.Mesa
ANIMALES QUE PARECEN HOMBRES. (Libro 3 de las crónicas sobrenaturales del Gabinete 1906).
© 2014, Juan González Mesa.
©2015, diseño de portada, Víctor Cifu.
juangmesa.blogspot.com.es
amun_sar@hotmail.com
AGRADECIMIENTOS
Los que editamos sin el soporte de una editorial es frecuente que necesitemos ayuda en el aspecto gráfico del asunto. A veces no hace falta ni pedirla, cuando tienes compañeros de armas que se mueven con soltura en el mundo de los colores y las formas, y se alegran con tus pequeños avances. En ese sentido, soy un tipo afortunado.
Quiero agradecer a Daniel Estorach el tiempo que dedicó a sugerirme fuentes para mis portadas y a Víctor Cifu los consejos que me dio para la misma. También quiero dar las gracias a Olga Masià por sus geniales obras de fanart y a CalaveraDiablo por las aportaciones que tan generosamente ha tenido en otros de mis proyectos.
Y, sobre todo, quiero agradecer a Jordi Armengol que siempre esté atento a lo que me pueda hacer falta y que haya colaborado con su arte en mis libros tantas veces y de modo desinteresado.
pd- Me toca actualizar estos agradecimientos y dar las gracias de nuevo a Víctor Cifu por estas portadas alucinantes.
ANTERIORMENTE, EN LAS CRÓNICAS SOBRENATURALES DEL GABINETE 1906…
AÑO 2002.
Madrid.
Ion Sheffer mira a Germán Pecci, el agente llamado Hamlet, Jefe del Gabinete, y le pregunta:
—¿Qué te ha contado Stigo Vana acerca de mi madre?
—He sabido que tienen retenida a una mujer, a Igrain Sheffer —responde Hamlet con cautela—. Es tu madre, Ion, y está enferma. Se está muriendo de cáncer, pero disponen de toda la tecnología del mundo para mantenerla con vida el tiempo que quieran. Es la única persona que puedes tocar… sin que muera. Ha sido así toda tu vida desde que la Stasi alemana os capturó al salir del paritorio. Eres alemán, Ion, pero te han entrenado para actuar por gran parte de Europa como un espía, bajo la amenaza de matar o torturar a tu madre. Por eso dominas nuestro idioma. Cuando cayó el régimen comunista, fuisteis vendidos a una organización llamada Medius, junto a otros niños con poderes y sus respectivas madres. —Su sensibilidad y cautela se transforman en ese momento en determinación—. Esos niños también son asunto nuestro.
Sheffer ha escuchado con toda la frialdad de que es capaz, pero sus ojos han ido enrojeciendo y llenándose de lágrimas. Sin duda, en el enfrentamiento con Bold consiguió matar a su antiguo carcelero, pero este le lanzó algún tipo de último ataque que ha dañado su mente y borrado la mayoría de sus recuerdos, por muy importantes que estos fueran. Tiene la voz quebrada cuando pregunta:
—¿Es verdad todo esto que te ha contado?
—Sí. Todo es cierto. Nadie puede mentirme cuando… entro en contacto. Puedo hablar con una representación del subconsciente, el reflejo de todas las debilidades y defectos, los pecados y traumas… lo que llamo el Oculto. Y el Oculto nunca miente. Si pudiese mentir, nunca nadie sufriría remordimientos.
Sheffer se cubre la cara con la mano que puede mover, ya que el hombro de la otra está herido de bala, y comienza a llorar. Puedo hablar entre sollozos, entre dientes.
—Tengo recuerdos —dice—. Como fogonazos... Me atraviesan la cabeza. Sé que todo es verdad y sé que mi madre está sufriendo… pero todavía no me acuerdo de su cara. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?
—Vamos a rescatarla —dice la mujer pelirroja apodada Rukango con suavidad—. Vamos a traértela y haremos que Medius desaparezca de la faz de la Tierra, pequeño. Eso ya es inevitable.
Sheffer baja la mano y mira a Rukango con afecto.
—No, gracias —dice—. Me uniré a vosotros porque sé que sois buena gente, pero quiero pediros algo a cambio. Quiero que matéis a mi madre.
AÑO 2002.
Madrid.
—Por cierto —dice Javier tras unos segundos—, tengo que comentarte algo sobre el grimorio que nos envió Germán desde Madrid, el de la biblioteca De Corva.
—¿Qué le pasa?
—No has tenido ocasión de… verlo tú misma.
Se refiere a una visión distinta a la humana, al poder, lo que en el Gabinete se conoce como valija, de Olivia Redba.
—¿Me he perdido algo?
—No es un grimorio. Han engañado a Germán.
—No es fácil engañar a Hamlet.
—Eso dicen.
Olivia se pasa las manos por el pelo, corto, de un rubio mezclado con canas que parece casi metálico. Resopla.
—Adrián Galiano me explicó que ese libro, en teoría, se había usado para invocar a un degraptor.
—Eso es preocupante —comenta Javier.
Olivia siente remordimientos por no haber estado disponible cuando los expertos analizaban el libro.
—Si alguien confiesa un crimen y te da el cuchillo con el que lo ha cometido —razona la señora de Granada—, y luego resulta que el arma no tiene filo…
—Es que no era culpable.
Olivia dirige sus ojos completamente blancos hacia la dirección desde la que proviene la voz de Javier Tomé, su ayudante, guardaespaldas y amigo.
—También es posible —explica suavemente—, que sea culpable y siga teniendo el arma del crimen, ¿verdad? —Se pasa la mano por la barbilla y luego dice—: Voy a investigar ese supuesto grimorio personalmente. Puede que posea líneas de poder ocultas. Si es cierto que se trata de un vulgar libro antiguo… entonces tendremos que avisar a Germán Pecci.
AÑO 2002.
Madrid.
Tonia Piardi se acaba de poner bien el hueso de la nariz, proceso tras el cual ha brotado algo más de sangre. Como en otras ocasiones, intenta que el sufrimiento se transforme en rabia y aplasta la rabia con los dientes mientras gruñe. El dolor se va calmando en tenues oleadas hasta que le permite meterse un analgésico en la boca y tragar un poco de bebida isotónica.
Al menos, ya no es capaz de percibir el hedor dominante en el desguace. Sentada en una banqueta quizá más vieja que ella misma, dedica algunos minutos a analizar el desastre que se ha desatado aquella noche sin que, al parecer, haya podido hacer nada para evitarlo; muertos bajo la montaña de chatarra que hay a su derecha y en el camino a su izquierda, muertos y heridos por un solo atacante que, si nadie le demuestra lo contrario, ha arrasado en aquel sitio usando armas improvisadas.
Suspira. Nota un sabor metálico y desagradable en la boca. Escupe sangre. Saca el teléfono móvil del bolsillo y marca el número 0. Al primer tono descuelgan, pero nadie habla. Es el protocolo con las llamadas de emergencia:
—Aquí Piardi —dice la italiana—. Comunicaos con todos los agentes disponibles en España, norte de África y sur de Francia. Y mandad una nave alfa de rastreo… Necesitamos a uno de esos putos monstruos de feria.
AÑO 2002.
Madrid.
Mientras circulaban por la ciudad, antes de llegar a la salida para la autopista, Aruna Blacklabel Aton e Ion Sheffer han hablado con cordialidad y un espíritu positivo. Aruna sabe que el joven todavía tardará en tomarlo en serio y que le han obligado a depositar en él la confianza sobre su propia vida. Por tanto, Ion no es el único que habla un poco de más por estar nervioso.
El nede que no es un nede nota en su organismo el ardor de la enorme gota de sangre purificada que ha tenido que consumir debido a sus heridas y al cansancio. Sabe que es capaz de controlar los impulsos derivados de ese intenso fuego, ya que es mucha la disciplina que ha alcanzado a lo largo de los años. Sin embargo, eso no es lo único que le altera; el sentido de la responsabilidad comienza a pesar sobre él. Cuando llegan a la carretera nacional N—IV, abandonan la intensidad de las luces de Madrid. Aquella oscuridad parcial se adueña en cierto modo de su ánimo.
Ha perdido a Montoro. Perdió a Dericea. Perdió a su madre.
Le han encargado proteger otra vida porque todos piensan que sus habilidades y su poder son más que suficientes para ello, pero Aruna obedece solo debido al juramento que le ata. Sin embargo, sabe que habría sido mejor que enviaran a cualquiera.
El entrenamiento de los nede jamás le enseñó nada acerca de la responsabilidad.
La carta de su padre solo le aconsejaba cómo velar por su propia supervivencia.
El fuego de los utaru no crea escudos ni camuflajes.
Los depredadores nunca fueron buenos cuidando de los suyos.
CAPÍTULO I — UN PUTO MONSTRUO DE FERIA
«La pregunta no es cuándo ha muerto, sino cuánto».
Juan José Lobato.
Elderina Kroshe permanecía sentada y encorvada en la loma de la colina. Observaba el pequeño monitor de campaña. Junto a ella estaba tumbado, sobre la panza, uno de los más prestigiosos mercenarios del país, un tipo con formación de fuerzas especiales llamado Julián Pérez. Prototipo rubio de hombre simpático y atractivo, de no ser por una fea cicatriz de quemadura en el lado izquierdo de la cara. Nada hacía desaparecer su sonrisa; la mantenía incluso mirando por los llamativos binoculares de visión nocturna.
—Esa tía es buena —comentó Pérez en el mejor alemán de que era capaz.
Eldan no poseía los conocimientos adecuados para poder juzgarla, pero, por lo que veía en el monitor, la pelirroja avanzaba de manera espectacular para no tener zarpas y el lomo a rayas. A veces se arrastraba por el suelo como una bolsa en un día de viento y otras veces trepaba a un árbol o una verja tan rápido que la imagen se volvía irreal.
Eldan no respondió nada. Cambió de cámara y observó a la intrusa más de cerca, ya que esta se acercaba a la caseta del chatarrero, donde se había producido el tiroteo. En los planos más lejanos no había podido observar que tenía el rostro curtido por una vida violenta bajo esa piel inmaculada. Eldan se preguntó si aquello repelería a su eventual compañero o, por el contrario, incentivaría sus impulsos sexuales. En el mundo en que se movían, acababa siendo difícil distinguir a los sádicos; sobre todo si sonreían todo el rato.
Se fijó en los lugares que la pelirroja tocaba y, cuando la vio introducirse en la caseta, cambió de nuevo de cámara. No debían haberse hecho los ajustes necesarios de luminosidad, ya que la imagen interior era muy pobre. Solo podía distinguir la silueta de ese cuerpo perfecto embutido en un ajustado traje gris de operaciones. Lo que mejor veía era su cola de pelo naranja asomando por el cierre de la gorra con visera. Eldan sintió un repentino escozor de envidia al observarla moverse a sus anchas, mientras ella tenía el culo convertido en una piedra dolorosa de tanto aguardar sentada en aquella loma, a la intemperie. «Toca tus cosas y vete ya, joder...», pensó.
Por el rabillo del ojo, se dio cuenta de que Julián la miraba, expectante y sonriente. Los binoculares ya no le servían.
—Puedo freír ese sitio desde aquí mismo —ofreció.
Quizá era, finalmente, un sádico o quizá buscaba ser nombrado empleado de la semana.
—Espera —dijo Eldan y continuó mirando la pequeña pantalla.
La pelirroja se agachó para coger algo del suelo. Eldan sintió un poco más de impaciencia, porque estaba deseosa de que tocase objetos y los dejase allí, no que se los llevase. Un cambio en el volumen de la figura le hizo darse cuenta de que estaba más cerca de la cámara oculta. Allí la silueta cortó algún rayo de la luz y se vio un primer plano de la mujer. Elderina Kroshe se sintió tentada de tapar la pantalla con la mano.
Juraría que aquellos ojos verdes la habían mirado.
Luego la silueta se alejó de allí y salió de la oficina del chatarrero. Cambió rápidamente de cámara y solo obtuvo un plano general de la pelirroja mientras se acercaba a las montañas de chatarra configuradas como un laberinto. Se puso en cuclillas para observar algo. Tardó un poco en levantarse y esta vez lo hizo plantando la mano sobre un neumático. Por su forma física, desde luego no le hacía falta ningún apoyo para agacharse y levantarse. El gesto de poner la mano sobre el neumático parecía más reflexivo que práctico, como cuando alguien le da unas palmaditas al lateral de la mesa de trabajo.
Entonces cayó en la cuenta de que allí estaban los dos mastines muertos. Quizá esa intrusa sabía que podía encontrarse con cadáveres, pero no de animales, y aquello la había afectado. Enfurecido. Entristecido. Eldan sintió comprensión por el gesto.
Dejó de mirar la pantalla. Se tomó el consabido instante para respirar, como los años le habían enseñado a hacer cuando tenía dos momentos de empatía seguidos, en este caso envidia e identificación. Si se acercaba a aquel lugar como un corderito, dispuesta a que los sentimientos de los demás la invadiesen, iba a encontrar muchos problemas usando su toque psicométrico. Quizá problemas de ansiedad. Y los jefes no le iban a facilitar ansiolíticos para que se quedase en la camita a recuperarse, con todo lo que se cocía en aquel momento.
Ion Sheffer se les había escapado después de cargarse a uno de los peces gordos, nada menos que el cabrón de Bold, el entrenador de las naves alfa como ella, lo cual, en sí, era bastante serio. Pero si se había metido otra organización en el asunto y conseguían manejar a Sheffer, aquello se convertiría en un auténtico desastre. Y, si te mandaban a impedir un desastre y no cumplías... bueno, nadie iba a querer escuchar tus excusas. Al menos, ninguna que incluyese la expresión «salud mental» en su enunciado. Así que miró la pantalla, como si estuviese atenta, y cambió las cámaras con la mayor coherencia posible. Ya no pensaba en la pelirroja ni en la misión. Estaba, simplemente, tomándose ese necesario respiro mientras observaba los bordes grisáceos del monitor de campaña y sentía cómo su trasero se iba quedando sin sensibilidad, apoderado del fatídico hormigueo por la falta de riego sanguíneo. Centrada en sí misma.
El francotirador Julián Pérez sostenía con una mano los binoculares y mantenía la otra sobre el cuerpo de su rifle de larga distancia mientras observaba alejarse a la pelirroja.
—Dejaremos que se vaya —susurró Elderina Kroshe.
—Ok —respondió Pérez.
Soltó los binoculares y forzó un poco más la sonrisa para disimular su contrariedad por no haber entrado en acción.
A Eldan le encantaba trabajar con tipos que no se le parecían en nada, porque no alteraban su empatía ni perjudicaban a su estado de ánimo. Eran tan fáciles de ignorar como lo sería una roca de Marte entre sus dedos. El tipo comenzó a guardar el arma en una funda, sin perder de vista a la pelirroja que desaparecía entre los árboles. Eldan apagó el monitor y lo plegó para meterlo en su maletín de cuero. Luego se levantó. Sintió un crujido de dolor y gozo en los riñones y el hueso sacro.
—Vamos —dijo.
La carne le había quedado tan insensible que pensó que podría llevar un ejército de botones cosidos al culo sin darse cuenta. El mercenario, sin embargo, se puso a bajar la loma junto a ella como si llevase media hora calentando articulaciones.
A lo lejos oyeron una motocicleta que arrancaba y se alejaba. Pérez volvió la cabeza en aquella dirección y soltó un casi inaudible suspiro mezcla de decepción y alivio. Seguramente compartía la sensación con Eldan de que aquella mujer que habían espiado podía acercárseles hasta la misma espalda sin producir ningún sonido; una prueba interesante y a la vez un peligro evidente para un hombre de