A las puertas del abismo
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Néstor Fabián Pulido
Escritor colombiano (1987). Cursó la carrera de Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia y el magíster en Escrituras creativas de la misma universidad. Cursó una especialización en Edición en la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). Es gestor cultural, editor, investigador literario, reseñista, tallerista y docente. Cuentos suyos se seleccionaron en Depredación, Antología inusual del cuento colombiano contemporáneo. Textos suyos han aparecido en El Espectador y medios electrónicos internacionales. Es el coordinador editorial de la línea narrativa de la Editorial Babilonia y ha editado Un día extraordinario de Julio Hernán Correal. Prepara la publicación de su primer volumen de cuentos En el dintel de la puerta: cuentos fantásticos y de terror.
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A las puertas del abismo - Néstor Fabián Pulido
babilónico.
PRIMERA PARTE
¿Qué cree?
Que no puede estar hablando en serio, respondió Lisa.
El hombre miró a ambos lados de la calle. Las hojas amontonadas en el asfalto no daban la apariencia de haber sido pisoteadas; las ventanas estaban tapeadas y la maleza alrededor de la casa crecía uniforme. Una leve brisa sopló y el césped se estremeció con una calma que no dejaba de ser irónica. Atrás se alcanzaba a ver la alambrada que rodeaba los bloques de apartamentos y que separaba las dos propiedades visibles por su altura; las ventanas de los últimos pisos de la torre aún estaban intactos, incluso parecía que en la azotea brillara algún reflejo.
Mire la casa, insistió él. El jardín. No parece haber sido saqueada. Si fuera así habría huecos por todas partes. Si hubiera alguien se notaría.
Ella no respondió.
Tenemos que comer algo, ¿no?
Está anocheciendo. Deberíamos dejarlo por hoy, respondió Lisa.
Vamos.
En serio deberíamos volver. Por favor.
Estuvo a punto de darle la razón. El hombre se levantó de la arboleda donde se escondían. Se agachó de nuevo. No había ninguno de ellos a la vista, aunque era verdad que ya faltaba poco para el ocaso. Un minuto más y habría dado la vuelta, hacia donde el camino era seguro. Estaban urgidos, pero ella seguía insistiéndole en que no iban a morirse de hambre si no comían ese preciso día. Pudo haber sido sencillo, excepto que no lo era.
Estoy seguro que debe haber algo allá adentro, dijo el hombre.
Ya, está seguro. Usted siempre está seguro, respondió Lisa.
El hombre olvidó su propia promesa de no verla a la cara. El moratón que conservaba de la última vez que habían peleado le recordó la vergüenza que sentía. Lisa sabía lo suficiente de él como para intentar el sarcasmo y la ironía. Y tal vez, a propósito, buscaba que las marcas le quedaran en lugares visibles. Una forma bastante sutil de reprocharle con un código de valores ya extinto. Por eso no quiso darle la razón. Por eso y por el gruñido de su estómago. Llevaban cinco días sin comer, sobreviviendo únicamente del agua de las petacas. Se levantó y corrió hacia la casa, jalándola consigo para que lo siguiera. Porque ante todo necesitaba ahogar la necesidad de remorderse y disculparse cada vez que la golpeaba por el desespero de saberse a punto de morir de hambre.
Entró solo. Llevaba el morral a la espalda y el hacha en alto. El revólver en el bolsillo del abrigo con la cremallera hasta arriba.
La casa era grande. Se conservaba bien. Los muebles seguían en sus sitios y no sentir el aroma a podrido, sino más bien ese aire guardado por mucho tiempo también era buena señal. Se le ocurrió que podrían incluso quedarse ahí esa noche. Necesitaba revisar todo a ciegas, la luz disminuía cada vez más rápido, pero se sentía optimista al respecto.
Exploró toda la primera planta sin prisa, recogió y guardó en la maleta todo lo que le fuera útil. Él tenía razón. La casa aún no había sido saqueada, por lo que logró hacerse con un buen par de cuchillos, una caja casi completa de fósforos de madera y latas de conserva. Cuando salió de la cocina, por el pasillo que rodeaba el salón, escuchó los susurros que venían del comedor. Se dio la vuelta. Caminaba muy despacio, para evitar alarmarlos, cuando sonó una olla que caía al suelo. Se maldijo a sí mismo por su estupidez. Ellos estaban ahí, lo buscaban y, peor aún, lo habían rodeado sin saberlo.
Se preguntó si Lisa los había visto cuando llegaron. Ella hacía guardia en la puerta del frente y debía alertarlo si los veía. O bien la tomaron por sorpresa o ella misma decidió que eran demasiados y huyó. Eso explicaría por qué no la escuchó gritarle la señal de advertencia. Estaban cada vez más cerca. Oía sus murmullos y sus pasos y sus gritos y sus gruñidos y sus peleas. Si se quedaba más tiempo, no podría escapar en cuanto rodearan la casa.
Abrió una de las ventanas que daba a la calle y como pudo se deslizó hacia fuera. El agrio hedor a muerto apestaba el aire. Era más difícil ver en la penumbra. En cuatro patas atravesó el patio cubriéndose con la maleza y rezando para que no escucharan el clic clac que producían las latas dentro del morral. Llegó a la reja de los apartamentos. Comenzó a treparla. Cuando iba por la mitad escuchó los gemidos. Se giró y vio que era uno pequeño con las marcas de las costillas pronunciadas. Lo miraba desde la esquina de la casa. Tenía la respiración acelerada y la espuma que le salía de la boca, que él tanto reconocía. En vida debió tener 8 o 10 años, pero ahora el gutural alarido que daba era igual de intenso que el de uno de los adultos. El hombre aceleró el paso, pues el llamado le daba tan solo un minuto de ventaja antes de que la horda apareciera. Llegó a lo alto de la reja y por un instante alcanzó a ver que había cinco más acercándose desde las esquinas y con plena seguridad habría más detrás. Se lanzó al otro lado, aterrizó mal y se golpeó la cabeza.
Recuperó la conciencia justo para verlos llegar a la reja. Se estrellaban unos contra otros y el olor que despedían le dio nauseas. Metían sus dedos entre las aberturas de la reja y jalaban y empujaban desesperados por alcanzarlo. Se levantó. Alcanzó a ver al pequeño tirado en el suelo, seguro embestido y aplastado por los más grandes. Lo vio moverse de nuevo. Con un brazo partido, varias costillas sumidas, hambriento. Tenía la misma expresión desesperada que esos niños, los de antes, los que se derrumbaban por física inanición. La piel estirada y cuarteada, sus ojos vacíos. La única diferencia era que a este no le tenía lástima. Igual que con el resto de los zombis, la mejor opción era no dejarse alcanzar, huir siempre en la dirección contraria. En el peor de los escenarios romperles el cráneo a golpes hasta que dejaran de moverse. Simple.
El alboroto y el creciente ruido de la reja atraían más. Se sintió mal por perder la oportunidad de terminar la exploración de la casa. Se imaginó un segundo piso plagado de tesoros invaluables: mantas nuevas, ropa limpia, zapatos. Cómo extrañaba los zapatos. Ahora el sitio era inexplorable. Debía escapar. Pensó en Lisa. De seguir viva, ella sabía que debía seguir el protocolo. Volver a la cueva. Esperarlo allí. Cuando intentó caminar el dolor en la pierna casi lo tumbó de nuevo. No podía huir así. Necesitaba las dos piernas para eso. Su única opción era adentrarse en la torre de apartamentos y buscar algún lugar donde pasar la noche. Eso y rogar que no lo encontraran. Avanzó despacio, cojeando.
Le dolía tanto como la última vez.
Conoció a Lisa en el parque.
Los perros y los gatos fueron los primeros en desaparecer. La gente los comía, los zombis los comían. Las palomas sobrevivieron algo más solo porque había menos gente para cuando se les ocurrió cazarlas en serio. Aunque eventualmente también se acabaron. Las ratas, en cambio, nunca se extinguen. Sobreviven. Hay un instinto grabado en su código genético que les advierte cuando las cosas van mal. A diferencia de los animales domésticos, las ratas siempre vivieron en constante peligro. Nunca olvidaron que la muerte las acechaba en cada palpitación de vida. Si algo merma su población reaccionan a tiempo y cambian sus hábitos. Aceleran su metabolismo, sus ritmos de reproducción; las crías maduran más rápido y dos semanas luego de nacer ya pueden procrear por su cuenta. Así prevalecen. Entonces viene el asunto de cazarlas. El truco está en ir por las que exploran. Nunca atacar un nido. Las hembras permanecen ahí con sus crías. Son por naturaleza agresivas. Siempre encabezan las camadas, se asientan en los mejores lugares para comer y parir. Acercarse demasiado a un nido puede suponer una muerte dolorosa, lo que es mucho decir. Si pueden considerarlo un alimento y superan al objetivo en razón de 30 a 1 se lanzan contra este, lo muerden de forma indiscriminada hasta que la víctima no puede moverse más o el shock le hace perder la conciencia. Era fácil reconocer la cercanía de sus nidos siguiendo los huesos de los cadáveres.
En cierto modo, el hombre había desarrollado una relación simbiótica con ellas; tenía identificado un nido en el parque cerca al lago, donde los cadáveres se amotinaban cerca al agujero de la desembocadura de un desagüe. Era seguro mantenerse cerca de ellas y también cazarlas.
Una característica que compartían los zombis y las ratas es que preferían la noche. Salían de día solo cuando los motivaba un fuerte deseo. Y siempre aparecía el fuerte deseo. En el caso de los roedores era un tallo que crecía en el vado del lago, algo parecido al arroz. Buen momento para atraparlas. El hombre había logrado adaptar unas jaulas para aves y con ayuda de los juncos como cebo las atrapaba vivas. Tal vez era su imaginación, pero desde que había empezado a consumirlas había notado cierta mejoría en la carne. Creía que era por el cambio de dieta de los animales, aunque tal vez era la forma como se daba palmaditas en la espalda por tener que comérselas para no morir de hambre.
Ese día iba con la intención de revisar las trampas, cuando la vio desde la zona de los quioscos. El terreno descendía hasta el lago propiamente dicho, así que no le fue difícil reconocer su figura. Se escondió tras los muros de piedra ornamentales. Después de un rato, se asomó sobre el borde. Allí seguía en cuatro patas mirando hacia el fondo del lago. Desde esa distancia no era mucho lo que podía llegar a deducir. Desconfió. No parecía uno de ellos, pero aun así sacó el revólver del morral y dejó este para no hacer ruido. Se acercó lento. Cuando estaba a 50 metros más o menos, lo suficiente para darse confianza de no fallar el tiro, le apuntó y gritó para llamar su atención.
Ella brincó de donde estaba para ver quién gritaba. Es posible que la voz humana le asustara tanto como los zombis. Vio el revólver y miró alrededor, como buscando más gente. No había nadie. Él se confió. Si estaba acompañada, sus aliados no estarían tan cerca como para socorrerla antes de que le disparara, además de que el balazo les advertiría también que estaba armado y que no le importaba volarles la cabeza, lo que le daría tiempo de huir. Si estaba sola sería más fácil arrebatarle lo que tuviera y derribarla sin tener que gastar balas.
¿Tiene armas?, le preguntó.
Se acercó y entonces vio mejor su deplorable estado. Estaba sucia y muy flaca. En sus ojos opacos y hundidos se podía ver el total desespero de sentirse cercada. Al hombre se le ocurrió que tal vez estaba mirando el lago en busca de comida. Aunque también se le pasó por la cabeza que