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Kaori. La esfera mágica
Kaori. La esfera mágica
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Libro electrónico266 páginas4 horas

Kaori. La esfera mágica

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YA NO ES HUMANA
AHORA ES DE OTRA ESPECIE
Ser una kaori no entraba en los planes de Lyna, una chica con una vida normal… Hasta ahora. Romper las reglas implica asumir un peligro o un castigo, el suyo fue descubrir su verdadera naturaleza.
Lyna y sus amigos deciden ignorar las prohibiciones y entrar en el Museo de Oro, del que se cuenta que está maldito debido a una trágica explosión que lo dejó en ruinas. En el interior se conservan muchos objetos y reliquias sobrenaturales. Uno de ellos, una extraña esfera, llama la atención de Lyna y la deja sumida en un trance. A partir de ahí, sucesos extraños y criaturas de la noche se presentan ante ella.
«Estamos en la edad de hacer las cosas y luego pensar en las consecuencias».
Tal vez, por una vez, Lyna debió hacer lo contrario de lo que dicta esa frase.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 feb 2021
ISBN9788412322767
Kaori. La esfera mágica
Autor

María Isabel Ruiz (Suichi Lyna)

María Isabel Ruiz (Almería, 1997), más conocida como Suichi Lyna, escribe libros para adolescentes. Actualmente realiza sus estudios de Filología Inglesa en la UAL y realiza charlas sobre literatura y cultura tanto japonesa como coreana en los diferentes eventos de este tipo, entre otras. A los diez años publicó su primer libro Misterios Nocturnos (2009). También ha publicado su relato Hope Legion 7 en la antología Cuentos de lo real y lo imposible (Ediciones Arcanas, 2017) y Okami en la antología Cuentos del agua y la vida (Ediciones Arcanas, 2018). Escribe novelas y relatos —la mayoría fanfics— en la conocida aplicación Wattpad, donde algunas de sus historias alcanzan más de 125.000 lecturas. Adora muchas cosas: los deportes, hacer cosplay, los animales, grabar videos… Y adentrar a las personas en el mundo de la imaginación.

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    Kaori. La esfera mágica - María Isabel Ruiz (Suichi Lyna)

    Prólogo

    Desde que era pequeña me han considerado una chica rara. Pasaba horas y horas husmeando en el viejo cobertizo de mis abuelos a la caza de posibles depredadoras de ocho patas y algún que otro reptil. Cuando encontraba alguno de estos animales, pasaba mucho tiempo jugando con él, hasta lo llevaba a escondidas a mi casa para convertirlo en mi mascota. ¡Esto ponía de los nervios a mi madre!

    Por norma general las arañas se escabullían al cabo de tres o cuatro días y no volvía a verlas más. Con las serpientes era diferente, casi nunca las llevaba a mi casa porque era muy difícil esconderlas. Recuerdo una a la que llamé Creppy; le puse ese nombre porque su mirada te paralizaba de miedo. Un día, mientras yo dormía, se escapó de la jaula donde la tenía guardada y tuve que contárselo a mis padres. Estuvimos más de diez horas buscándola sin éxito. Al final tuvimos que llamar al exterminador. Fue una triste muerte para mi amiga la serpiente.

    Amaba sentir miedo, por eso cada noche veía películas de mi tema favorito: lo sobrenatural. Films llenos de vampiros, hombres lobo, arañas gigantes que comían humanos, serpientes que se tragaban a un hombre entero…

    Cuando tenía ocho años mis padres me regalaron un precioso gatito por mi cumpleaños, siempre jugaba con él y le daba comida de todo tipo, excepto dulces, claro está; lo malcrié. Un día hice algo horrible. Después de ver una película de vampiros, disfracé a mi gato de una de estas criaturas sobrenaturales, ¡en qué mal día se me ocurrió! Como son criaturas de la noche, esperé a que oscureciera, luego subí a mi dormitorio, abrí la ventana y… ¡Tiré a mi gato esperando que se convirtiera en murciélago y volara!

    Obviamente no sobrevivió a la caída. Lloré mucho, aunque era demasiado tarde para las lágrimas. Mi querida mascota estaba muerta por mi culpa y ya no podía hacer nada al respecto. Mis padres pusieron el grito en el cielo, casi les da un ataque. ¡Estuvieron semanas regañándome! Me dijeron que era una irresponsable y que no podía creerme todo lo que salía en la televisión. Me castigaron sin ver películas sobrenaturales durante cuatro meses y jamás me han permitido volver a tener otra mascota, ni siquiera una mosca.

    Os preguntaréis por qué he empezado mi historia por estas anécdotas. Lo he hecho por dos razones: la primera será obvia a medida que avance el contenido de este libro; la segunda es que todo lo que vais a leer es real.

    No espero que me creáis, ni yo misma lo creería si no lo hubiera vivido en carne propia, pero, a pesar de lo imposible que parezca, todo es real y sucedió tal y como lo cuento.

    Lo que pasa en los videojuegos es muy distinto de la vida real. En el juego puedes cometer todos los errores que quieras, siempre tendrás una vida más. No importa lo que hagas porque al final siempre llegas a la meta. Derrotas a los malos, salvas a la princesa y todo acaba genial. En la vida real un gato no se convierte en murciélago y un muerto no vuelve a vivir. Si cruzas la carretera en mitad del tráfico, un coche te puede atropellar. Si te atreves a hacer alguna locura, puedes acabar con un hueso roto.

    La vida real es cruel, horrible. No importan los protagonistas ni los héroes. No siempre hay finales felices y no todo acaba como debería. En la vida real las cosas malas suceden. Hoy estás vivo, pero mañana puede que haya personas con ropajes negros y un pañuelo secándose las lágrimas por haberte perdido.

    A menudo vence el mal… Solo quería dejar esto bien claro antes de comenzar. Pero vale ya de introducción. ¡Cuando quieras, empezamos!

    Si esta historia fuera inventada empezaría en un lugar soleado, donde reina la felicidad, los pájaros cantan y el arcoíris se refleja, dando vida a este planeta llamado Tierra. Pero no es así. Todo empezó con la voz de un profesor gritando mi nombre.

    Una cosa más: me llamo Lyna.

    1

    Estaba en clase sentada en mi pupitre. Distraída, dibujaba otra de mis numerosas criaturas sobrenaturales. Me encanta dibujar. Una vez incluso gané un concurso en el instituto sobre la mascota del centro. ¡Hasta me dieron un reconocimiento por ello! Mi padre lo colocó en el mueble de la entrada de casa para que todo el mundo lo viera.

    Aunque mi profesor, el señor Castor —su apellido real es Castro, pero sus dos paletas son tan grandes que, en algún momento del curso, le apodaron «Castor»— es estupendo, fui el centro de atención.

    —¡Lyna! —Dio un golpe en mi mesa, sacándome de mis pensamientos—. ¿Otra vez con tus dibujos raros?

    Lo único que odiaba de él era que no creía en las criaturas sobrenaturales. Además, hacía todo lo posible para que las personas que le rodeaban tampoco creyeran. Aunque conmigo no tenía nada que hacer. Mi cabeza era dura y nada ni nadie me haría cambiar de opinión.

    —Lo siento, profesor —dije al tiempo que cerraba mi cuaderno de dibujo.

    —Ven conmigo —me instó antes de girarse y salir de clase.

    Tuve que enfrentarme a los típicos «uuuuuh» que soltaron mis compañeros por la reprimenda que estaba a punto de recibir.

    —Lyna, ¿te pasa algo? —me preguntó cuando me reuní con él—. Últimamente, no prestas atención y te distraes con facilidad. No sé cómo andarás en otras asignaturas, pero en la mía tu rendimiento ha bajado un poco.

    —Lo siento, profesor. —Bajé la mirada—. Es que estos días me encuentro mal de la barriga…

    —¿Has ido al médico?

    —No es ese tipo de dolor, profesor —respondí, agachando aún más la cabeza, avergonzada.

    —¡Ah! Entiendo…

    —Últimamente me duele demasiado, tanto que necesito distraerme en otra cosa y que mis sentidos se vuelquen en ella al cien por cien. —¿Quieres ir al baño? —preguntó comprensivo.

    —Sí, por favor.

    Levanté la cabeza y le dediqué una sonrisa.

    —Haz lo que tengas que hacer y cuando termines —se acercó a mi oído, cómplice— te doy permiso para que vayas a casa. Yo justificaré tu falta.

    Sonriendo él también, alzó la mano con la intención de chocar los cinco. Nuestras palmas crearon un eco en el pasillo al juntarse.

    Le di las gracias y me despedí. Ojalá todos los profesores fueran tan enrollados y comprensivos como el señor Castor.

    Lo que me sucedía no era «problemas de mujeres» —sería todo mucho más sencillo si fuera eso—; mi gran problema lo había provocado mi gusto extraño.

    Ya os lo dije al principio, amo todo lo sobrenatural, en especial los vampiros. Pero no esos que se enamoran de una humana y pelean con un lobo por su amor…, no; odio ese tipo de vampiros. Yo hablo de los reales, que no se enamoran —al menos no de humanos—, que cazan, que les hace daño la luz y no brillan como si fueran de purpurina. Vampiros que rugen… Vamos, el vampiro que conocemos desde el principio de los tiempos.

    Todo empezó hace dos semanas, el día de mi cumpleaños…

    Amanecí feliz, como todas las personas el día de su cumpleaños. Esperaba algún regalo, disfrutar de los familiares y comer un delicioso pastel lleno de esos objetos llamados velas, que disponen de una mecha en su interior y están cubiertos con un combustible sólido, mientras me cantan la melodiosa y típica canción de Cumpleaños feliz.

    Pero no fue hasta que soplé las velas cuando me di cuenta de que algo estaba pasando. Algo que iba más allá de cualquier película, de todas las historias que me habían contado o había leído. Tenía una sensación muy incómoda, alguien me vigilaba, alguien tenía su vista clavada en mí. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y erizó mi piel hasta el punto de que empezaron a picarme los brazos.

    Obviamente no dije nada, no quería asustar a nadie o que pensaran que estaba loca, eso ni hablar. Me encerré en el baño, ya que era la habitación más cercana, me senté en el váter —con la tapa bajada, lógicamente—, subí las piernas y me abracé a ellas. Allí no sentía que me vigilaban. Hubo un momento en el que, incluso yo, pensé que estaba perdiendo la cordura. Tantas películas y cuentos me estaban comiendo la cabeza. Me aferré a ese pensamiento para no entrar en pánico, fui hasta el lavabo y me lavé la cara con la intención de despejarme un poco.

    Al levantar la cara percibí un movimiento rápido. Podría jurar que alguien había estado detrás de mí un segundo antes. Uno de los cepillos y la pasta de dientes había cambiado de posición a causa de la velocidad —o lo que fuese— de aquella «cosa». Salí corriendo asustada y me reuní con los demás.

    ***

    Desde ese día no pegaba ojo. No dejaba de pensar en qué sería esa cosa y si seguirá espiándome. La inquietud que todo eso me provocaba cambió hasta mi rutina al comer; un día comía, dos no. Uno cenaba poco, al día siguiente comía como si llevase tres sin hacerlo. Tenía malestar, dolores de cabeza y algún que otro síntoma más.

    Llevaba rato con náuseas, así que, antes de regresar a casa, fui al baño, pero no conseguí vomitar. Oí el timbre del recreo y a los alumnos correr por los pasillos hacia el patio. Me encantaría unirme a ellos, pero no me encontraba nada bien como para ponerme a jugar.

    Decidí esperar en el baño a que terminase el recreo para que ninguno de mis compañeros me hiciera preguntas. Estaba tarareando la canción de un anuncio que había escuchado esa mañana cuando oí la voz de Mari, mi mejor amiga:

    —¡Lyna! ¡Lyna! ¡Eh, Lyna! ¿No vas a salir o qué?

    Es una chica encantadora y querida por todos que ama la música; su instrumento favorito es la flauta transversa. En el instituto la llaman «Angie» porque es como un angelito: adorable, cariñosa y se preocupa por las personas a las que quiere. Aunque yo sigo llamándola por su precioso nombre. Somos amigas desde que entramos al parvulario con dos años. Mi madre dice que parecíamos el ángel y el demonio. No es que yo fuese mala, solo un poco traviesa, como cualquier niño.

    Con los años, su reputación como ángel se ha extendido. Su madre a veces piensa que no es humana, tanta bondad y amor no pueden caber en una persona… Pero es real, Mari es un ángel humano.

    —Eh, Mari —respondí, saliendo de mis pensamientos—. Estoy aquí.

    Golpeé la puerta para que supiera en cuál estaba. Se precipitó hacia allí y abrí. Sonrió al verme sentada con los pantalones puestos.

    —¿Vomitaste?

    —No.

    —¿Lo harás?

    —Puede.

    Me incliné hacia delante, sobre sus zapatos, y emití un sonido parecido a una arcada. ¡Arrrrgh! Casi me muero de la risa. Soltó un grito desesperado mientras retrocedía, pero al girarse para salir corriendo, ¡chocó de narices contra la puerta!

    Reí con ganas, olvidando mi malestar y dolor de barriga.

    —Ay, Lyna… ¿Por qué me haces esto? —Hizo un puchero, intentando darme pena mientras se masajeaba la nariz. Se veía adorable.

    —¡Mi pequeña Mari! ¡Lo siento! —dije entre risas al tiempo que la abrazaba.

    —Casi me rompo la nariz —intentó dar más pena.

    —Lo sé, mi pequeña, lo sé. ¡Perdóname, no era mi intención! —Me tiré al suelo y agarré su pierna de forma dramática.

    —Pero lo hiciste. —Se puso la mano en la frente con exageración.

    —Me condenarán a muerte a causa de esto. —Simulé mis lágrimas.

    —Te lo mereces. ¡Traidora!

    Nos miramos y soltamos puras carcajadas. Nos encanta dramatizar cualquier cosa e imitar películas de manera exagerada.

    —¿Me he perdido algo en clase? —pregunté mientras me incorporaba.

    —Para nada. El profesor Castor nos ha dado el resto de la clase libre. ¿Has hecho el trabajo de literatura?

    —¡Mierda! ¿Para cuándo es? —Soy realmente despistada. Menos mal que lo tenía casi acabado, solo me faltaba la portada y el índice.

    —Para dentro de tres días.

    —¡Uf! Menos mal —me tranquilicé—. Mejor. Creía que… —Hice una pausa y fruncí el entrecejo—. Espera un momento… Hoy es miércoles. En tres días será...

    —¡Te pillé! —gritó entre risas.

    —¡Ay! —protesté—. Es tu venganza ¿verdad?

    Asintió feliz de haber conseguido engañarme.

    Me dirigí a los lavabos para lavarme las manos y echarme un poco de agua en la cara.

    —¿Vas a salir? —preguntó Mari un poco sorprendida.

    —El señor Castor me ha dado permiso para ir a casa, pero me encuentro mucho mejor.

    Coloqué las manos debajo del secador y esperé, esperé, esperé… Y me sequé las manos en el pantalón. Era la dura realidad.

    —Qué pena, si te vas no podrás escuchar a las chicas… Han empezado a hablar de tu tema favorito… Ya sabes, lo sobrenatural.

    Mis ojos se abrieron de par en par, pues eso solo pasaba una vez cada mes o cada dos. De repente me sentía con todas mis fuerzas.

    —¡Vamos! —Apunté con el índice el camino a nuestro destino.

    —¡Sí, mi capitana! —exclamó con la mano en la frente, simulando el saludo militar.

    Pasamos de largo a los mayores —que estaban fumando en los lavabos, como siempre— y fuimos a toda prisa hasta la clase para coger mi libreta de dibujo antes de ir a «nuestra base secreta».

    Se trataba de una especie de recinto muy amplio donde nos reuníamos. El grupo lo formábamos diez personas: Mari, el ángel; Christina, mi hermana pequeña, la amante de los animales; Elena, la futura empresaria; Tony, el bromista; Sivir, la inteligente; Ebi, la risueña; Feny, la amante de las calaveras; Raúl, el juguetón —siempre jugaba con cualquier cosa—; Isa, la fuerte —nadie se metería con ella— y yo, la creadora. Siempre andaba inventando historias divertidas que les encantaban a todos. La imaginación era lo mío.

    Éramos mayores para seguir con ese tipo de juegos, pero nos gustaban.

    —¿Qué me he perdido? —pregunté mientras me sentaba en el hueco que me hicieron.

    —Estábamos hablando de los hombres lobo —contestó Ebi.

    —Son geniales, ¿verdad? —dije entusiasmada.

    —Bueno, no decíamos precisamente eso —intervino Raúl.

    —¿Por qué no? —Me crucé de brazos—. Son criaturas increíbles. Si viese una, seguro que jugaría horas y horas con ella.

    —Mentira —sentenció Sivir riéndose—. Seguro que sales huyendo con la cola entre las piernas.

    —¡Jamás! —La miré amenazante, aunque de broma, claro—. Nunca huiría de un hombre lobo. A no ser que quisiera atacarme y arrancarme la cabeza, entonces sí. De lo contrario, me quedaría a su lado todo el tiempo que pudiese.

    Sonreí con emoción.

    —Pues yo saldría corriendo —espetó Elena—. No duraría ni cinco minutos.

    —Yo tampoco —se unió Tony.

    —Yo sí —dijo mi hermana Christina—. Acariciaría su pelaje, observaría su comportamiento y me divertiría con él.

    —¡Puaj! —exclamó más de uno con cara de asco.

    —Seguro que su pelaje está sucio y huele mal —comentó Sivir con la nariz arrugada.

    —Es verdad —le apoyó Ebi.

    No pudimos terminar nuestro debate porque sonó el timbre para volver a clase. Antes de regresar fui a decirle al profesor Castor que no era necesario justificar mi falta.

    Tocaba la asignatura de griego, que pasó lentamente. Las finas y negras manecillas del reloj parecían estáticas. Incluso llegué a pensar que no tenía pilas. Estaba siendo un día largo. ¡Tendría que haberme ido a casa!

    Cuando finalizó la clase, Ebi, que se la había saltado, vino corriendo hacia nosotros.

    —¡Chicos, chicos, chicos! —gritó.

    —¿Qué pasa, Ebi? —preguntamos algo asustados.

    —¿Ha sucedido algo? —inquirió Mari preocupada, cogiéndole del brazo.

    —Tengo una noticia muy importante que daros —jadeó.

    Pero no pudo decirnos nada porque sonó el timbre de la siguiente asignatura. Desganados, atendimos como pudimos. Poco imaginaba yo que la misteriosa noticia que nos iba a dar Ebi cambiaría mi vida para siempre.

    2

    Después de griego volvimos a tener al señor Castor en francés. Estábamos estudiando vocabulario importante y expresiones básicas. Mi hermana Christina se veía encantada, ya que era su asignatura favorita. La mía es educación física, así que no estaba muy contenta.

    Luego teníamos lengua y, para nuestra sorpresa, ¡con el señor Castor por tercera vez! El profesor de lengua estaba enfermo y tenían que suplirle.

    Sivir se encontraba en el séptimo cielo, ¡tres clases con su profesor favorito! Era la primera vez que nos daba lengua, así que empezó a hacerse notar. Se acercó a su mesa, le dijo por qué parte del libro íbamos e incluso le explicó algunos de los problemas más capciosos como si hablara con un niño pequeño. Al profesor no le importó, la conocía muy bien y sabía cómo tratarla. En realidad, sabía cómo llevar la clase perfectamente —sus enseñanzas eran de lo más divertidas y siempre se aprendía algo—. Aunque lengua no era su fuerte, puso todo su

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