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Retorno a Nun
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Libro electrónico381 páginas6 horas

Retorno a Nun

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¿Será capaz Errolan de atravesar el bosque y culminar su última aventura?

¿Qué sería de nosotros si el contenido de la máquina fuera revelado? ¿Qué se esconde en el bosque? ¿Qué sucedería si aquel cohete despegara?

Un indigente, un guerrero, una mujer confinada..., nosotros. Los protagonistas de estos nueve relatos de género fantástico, independientes pero de indudable sabor unitario, se verán sacudidos por arrolladores fuerzas: el deseo, el miedo, el tiempo..., el poder. Pero cuando por entre las líneas de «Memorias», relato que pone término a la serie, donde pasado y presente, realidad y ficción se mezclan -mejor dicho, se confunden- ineludiblemente empieza a asomar quien había permanecido oculto todo este tiempo, una última fuerza será liberada.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento22 jun 2019
ISBN9788417887667
Retorno a Nun
Autor

Ángel Balos

Ángel Balos es licenciado en Derecho, Geografía e Historia y Antropología Social y Cultural.

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    Retorno a Nun - Ángel Balos

    Retorno a Nun

    Ángel Balos

    Retorno a Nun

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417887223

    ISBN eBook: 9788417887667

    © del texto:

    Ángel Balos

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Solo piedras

    —Son solo piedras —le dije.

    —¿Tú crees? —me contestó, esbozando una sonrisa que me pareció burlona.

    Estábamos en Luxor, paseando lentamente entre el bosque de columnas del templo de Karnak.

    Había accedido a viajar a Egipto después de que ella me lo pidiera encarecidamente. Tenía una gran ilusión en ese viaje y no pude por menos que complacerla. Conocer las pirámides de la meseta de Guiza, la Gran Esfinge, el Nilo y los grandes templos de la antigua Tebas era un deseo del que venía hablándome hacía años, y cuando se presentó la oportunidad no pude decirle que no.

    A ella se le iluminaban los ojos cuando me hablaba de los sitios en los que había estado, lugares como Machu Pichu en Perú, los templos de Angkor en Camboya, las ruinas mayas de América Central y México y un sinfín de destinos de los que yo ni siquiera había oído hablar, a donde iba siempre sola, salvo esa ocasión en que me rogó que la acompañara. No se cansaba de recorrer el mundo y, al escucharla con el entusiasmo con el que me refería sus aventuras, se diría que para ella, conocer cada rincón del planeta era una auténtica necesidad, en especial aquellos lugares en los que el hombre había dejado su huella a modo de grandes o enigmáticas construcciones y obras de arte de todo tipo que perduraban, en mejor o peor estado de conservación, a través de los siglos. Y lejos de conformarse con visitarlos, volvía una y otra vez a esos mismos lugares en los que siempre encontraba algo distinto que conmovía su espíritu, experiencias nuevas que después se afanaba en contarme tan pronto como regresaba a casa.

    En lo que a mí respecta, nunca tuve un gran interés en viajar, a pesar de haberlo hecho con cierta regularidad, y cuando me he aventurado a hacerlo he preferido los paisajes indómitos que aún ofrece la naturaleza que cualquier otra cosa en la que haya intervenido la mano del ser humano. Salir de mi tierra natal siempre ha provocado en mí cierto desasosiego que no desaparece hasta el día en que me veo de vuelta en mi hogar, en donde, a qué negarlo, me siento a salvo de peligros que parecen acecharme en países extraños. Conocer otras gentes y otras culturas nunca estuvo entre mis prioridades, quizás porque nunca he esperado gran cosa de mis semejantes, y tantas veces como me he animado a atravesar las fronteras de lo que me es cercano, y por ello seguro, he sido bien capaz de regresar sin haber cruzado más de dos palabras con los nativos de las naciones visitadas, por más que en ocasiones me parecieran hospitalarios, y de ni siquiera invertir un poco de mi tiempo en la observación de los frutos de sus culturas. Para compensar, al menos en parte, mi escasa confianza en los beneficios que el viajar pueda proporcionarme, me ha servido de ayuda el placer obtenido en la contemplación de esas formas grandiosas de la naturaleza que ninguna creación del ser humano es capaz de igualar. Selene, por el contrario, imbuida de una especie de humanismo del que yo no creo haber bebido más allá de unos pocos sorbos, parecía buscar en otras culturas las respuestas que no hallaba con el examen de la suya propia y se lanzaba, incesante y ardorosamente, en pos de todo aquello que otros pueblos tuvieran para ofrecerle.

    Al día siguiente habíamos programado visitar el Valle de los Reyes. Llegamos temprano, con el objeto de evitar el calor durante las horas centrales del día. Tuvimos claro desde que planeamos el viaje que no iríamos a Egipto en pleno verano, pero era mayo e incluso en ese mes el calor puede ser sofocante y el sol del desierto, abrasador, algo que ya habíamos comprobado desde nuestra llegada.

    Antes de introducirnos en la primera de las tumbas que habíamos seleccionado, Selene llamó mi atención señalándome un grupo de trabajadores en un pequeño promontorio que parecían participar en alguna excavación de importancia. Yo miré hacia el lugar mientras caminaba, pero Selene se paró y me propuso que nos acercáramos a curiosear. Ella me había dicho que en el suelo de Egipto siempre hay equipos de arqueólogos trabajando y que a menudo se producían hallazgos de interés. Al principio me mostré reacio. El día se presentaba largo por lo que a visitas se refería, sabía que el sol apretaría con ganas las horas siguientes y no convenía prolongar la jornada entreteniéndonos en algo que seguramente no nos reportaría ningún provecho, pues me parecía muy poco probable que nuestra llegada fuera tan oportuna como para coincidir con un descubrimiento de importancia y que, hasta para el caso de que tuviéramos la suerte de que un acontecimiento tal se produjera, nos resultaría muy difícil poder disfrutarlo de alguna manera. Pero como quiera que Selene mostró un gran interés, al final cedí y nos encaminamos al lugar, que quedaba a unos cien metros de donde nos encontrábamos.

    Al llegar comprobamos que había una gran actividad. Un grupo de nativos se alejaban con carretillas cargadas de piedras y arena que vaciaban en los alrededores, para regresar a continuación y llenarlas con nuevos escombros. Arrodillados o acuclillados sobre un foso de aproximadamente un metro de profundidad y unos veinte metros cuadrados de superficie, un grupo de hombres y mujeres, posiblemente arqueólogos o estudiantes —algunos occidentales, por lo que me pareció— se esforzaban con diversas herramientas, rasquetas, pinceles, cucharillas, recogedores, en extraer algunos objetos semienterrados, de variadas formas y tamaños, que iban asomando poco a poco a la superficie.

    Sin decirme nada, Selene dirigió sus pasos hacia un corro de gente que se hallaba al borde de una zanja más profunda, a escasos veinte metros de la anterior, que parecía recibir instrucciones del que probablemente era el director de las excavaciones. Era este un hombre corpulento, de aspecto cansado y rasgos occidentales, ataviado con un sombrero de alas anchas. Tenía su camisa blanca completamente pegada a su cuerpo, empapada de sudor. Selene se mantuvo a corta distancia, y cuando el grupo se dispersó abordó a aquel hombre con decisión a la puerta de una pequeña caseta que seguramente había sido construida con ocasión de las obras que allí se desarrollaban. Se saludaron, intercambiaron algunas palabras y en seguida Selene me hizo un gesto para que me acercara. Selene me lo presentó como el encargado del proyecto, tal y como habíamos supuesto, y nos estrechamos las manos, trasladándome seguidamente que estaba a la espera de una exhumación relevante que podía producirse de un momento a otro y que podíamos quedarnos un rato a observar los trabajos si no sacábamos fotografías y prometíamos cumplir escrupulosamente las órdenes que nos dieran.

    A Selene, excitada por la oportunidad que se le brindaba, le faltó tiempo para prometer que así sería y que no estorbaríamos en absoluto, y a mí no me quedó otro remedio que asentir con la cabeza, muy serio, con aire de fingida solemnidad.

    La zanja era más profunda de lo que había imaginado. En el fondo se apreciaban los muros de granito de una construcción rectangular. Imaginé, por las palabras del arqueólogo, que tal vez se trataba de una tumba que albergara algún sarcófago de un rey o persona de importancia. En ese momento no había nadie trabajando, pero vimos que se aproximaba una partida de trabajadores con picos y palas y supusimos que bajarían a continuar —y quizás dar término, esperábamos— unas arduas labores que de seguro se habían alargado mucho tiempo, lo que se tradujo, por lo que respectaba a Selene, en una cara de felicidad que no se esforzó en disimular.

    Caminamos alrededor del foso poniendo cuidado de no molestar, con el fin de obtener la mejor perspectiva y hacernos así una idea más fiable de lo que intentaban sacar a la luz. Así es como llegamos a apreciar, en una de las paredes, una pequeña puerta sumergida en parte en la arena cuya liberación centraba los esfuerzos de los trabajadores.

    El sol se hallaba ya en lo alto y hacía tiempo que había empezado a notar sus efectos. Me sentía mareado y confuso, me sobrevino un golpe de sudor, noté cómo se me aceleraba el corazón aunque mi pulso era tan leve que resultaba amenazador. No tuve tiempo de reaccionar. Perdí pie y me precipité por el talud. Mientras rodaba pude ver por un instante el sol cegador y entre tinieblas, borroso, el rostro de Selene asomado a la sima. Hasta que me golpeé de espaldas contra el suelo, quedándome aturdido. Apenas me llegaba ninguna claridad de la superficie porque el sol y Selene habían desaparecido en los confines de la tierra. Afortunadamente, había caído sobre un pequeño montículo de arena que había amortiguado el impacto. No perdí el conocimiento, pero estaba magullado y mi pulso seguía muy débil. No conseguía ver nada y quise incorporarme, pero aunque no tenía nada roto comprobé que no podía moverme. Entonces quizá fuera el miedo el que me atenazaba, ese miedo que ya conocía y que venía también en aquel momento, incapacitante e invencible. Escuché un chasquido lejano y después nada, un silencio espeso y constante, y no sé qué pasó por mi ardorosa cabeza, pero la desesperación empezó a corroerme.

    De pronto, advertí una luz tenue, distante, que sin duda se iba aproximando a mí, porque aumentaba gradualmente su potencia y comenzaba a iluminar el lugar en que me hallaba, trayéndome algo de sosiego. Mis ojos, antes nublados y ansiosos, comenzaron a distinguir algunas formas, y el silencio que hasta entonces me angustiaba y agravaba mi sufrimiento, se vio turbado, para mi consuelo, por el rumor de unas voces que se acercaban, hasta que las sentí a mi lado, justo al tiempo que recuperaba la visión.

    Con un asombro imposible de describir, tomé conciencia de mi situación. Me encontraba en una cámara junto con dos individuos que no me prestaban ninguna atención, por lo que interpreté en seguida que, por increíble que me pareciera, no me veían. Ambos llevaban la cabeza rapada, calzaban sandalias y por todo vestido, una faldilla blanca de lino ceñida a la cintura con un cinturón de cuero. El mayor de los dos, de avanzada edad pero que aún lucía un admirable cuerpo, fibroso y de bellas proporciones, se adornaba con un collar de cuentas de turquesa. Mientras observaba estremecido la escena que se desarrollaba a mi alrededor, pronto concluí que, en un delirio provocado seguramente por el calor y la posterior caída, me había transportado de alguna incomprensible manera al Antiguo Egipto.

    Los dos descansaban en el suelo sentados uno frente al otro: el mayor, con la espalda pegada a una de las paredes con relieves a medio hacer; y el otro, a los pies de otra repleta de figuras y signos ya terminados de labrar, recubiertos con una capa de estuco. Cada cual tenía a su lado distintos útiles y herramientas: martillos y cinceles de piedra y metales como el bronce, por lo que pude apreciar, propios de un escultor; y el más joven, pinceles y brochas además de paletas y conchas en las que los pintores de aquella tierra preparaban los colores en épocas pretéritas. Hablaban una lengua que, por su sonoridad e inflexiones, me resultaba inequívocamente exótica pero que mi mente, misteriosamente, convertía en inteligible, de modo que por alguna causa que se escapaba a la razón no puedo decir que no conociera.

    Por la puerta que identifiqué como la que los arqueólogos se esmeraban en desenterrar antes de mi desfallecimiento, entró un hombre seguido de un pequeño séquito. Vestía una túnica de fina textura, cubría su cabeza con una peluca y un tocado formado con un lienzo cuadrado de tela a rayas azules y rojas que le caía a los lados. Tenía ambos brazos adornados con grandes brazaletes dorados y del cuello le colgaba un pesado pectoral cobrizo labrado y adornado con piedras semipreciosas. Supuse que se trataba de algún miembro de alta jerarquía social, tal vez algún sacerdote o alto funcionario. Tan pronto como le habían sentido acercarse, los dos hombres se levantaron y le recibieron con una reverencia en cuanto irrumpió en la estancia. Él ni siquiera los miró y, ceremonioso, comenzó a pasearse por la sala observando con gesto altivo el trabajo de aquellos, quienes seguían inclinados, sin levantar la vista del suelo, abrumados por el peso de una presencia áspera e inesperada.

    Después de haber examinado las paredes, se dirigió a ellos diciéndoles:

    —Recordad que todo lo hacéis para mayor gloria del rey vuestro divino señor, sumo sacerdote y juez supremo, conservador del orden del universo y representante de Horus y que vuestra labor traerá espléndidas consecuencias no solo para vosotros sino para la tierra y el pueblo de Egipto.

    Tras esas palabras que expresó con gravedad, abandonó la habitación acompañado de su comitiva.

    Los artistas no se irguieron hasta perder de vista a sus visitadores. Después, cuando se cercioraron de que estos se habían alejado suficientemente, el más viejo lanzó un suspiro de alivio y el otro frunció la boca.

    —Este necio no sabe que no es la gloria del rey lo que buscamos, ni siquiera un provecho para la tierra y el pueblo de Egipto, que en todo caso nos sería imposible conseguir —dijo el joven pintor con desprecio.

    —Contén tu lengua, hijo —le amonestó el escultor con voz queda— o nos la cortarán a los dos. O a lo peor, el rey nos hará empalar, si encuentra alguien capaz de sustituirnos. Sabes que hay vigilantes y soldados por todas partes y que cualquiera puede oírnos a través de estas galerías. Yo soy viejo, pero tú tienes mucho que vivir. Aquí, solo el silencio es seguro, y si hemos de hablar que sea en voz baja, para que no puedan saber lo que decimos.

    El joven bajó la cabeza mientras la tristeza asomaba a su rostro. Su padre, que se había expresado con algo de severidad, lo miró ahora con una ternura más acorde con los rasgos de su rostro, que desprendía nobleza y bondad, y vi que movía los labios para decir algo cuando el joven, recobrando de pronto el brillo en su mirada, se le adelantó:

    —¿Cree, padre, que nuestra obra perdurará, que alguien sabrá de nosotros cuando nos hayamos ido, que la gloria y la divinidad no solo alcanzará a nuestro rey después de que muramos?

    —Nuestra obra pervivirá durante siglos, pero al final hasta las colosales piedras de las pirámides se convertirán en polvo informe y estéril, los reyes serán olvidados y hasta el grandioso Nilo se secará y con él desaparecerá Egipto todo. Somos hijos del tiempo, pero es un padre insensible, caprichoso y cruel. Juega con nosotros hasta que se cansa, y entonces no le importamos nada. Al final, solo una cosa sabemos segura de él: que siempre acaba por matarnos —se lamentó.

    —Y en tal caso, ¿por qué yo pinto y tú esculpes, padre, si nada quedará de nosotros? ¿Por qué esta pasión que me devora y a veces me impide hasta el sueño, si todo es igual, hagamos lo que hagamos?—se quejó el joven amargamente.

    El padre tardó en contestar. Pasó un rato en silencio, reflexionando. Luego miró a su hijo y le dijo:

    —Debió haber una vez, antes de que todo fuera creado, en que el cielo y la tierra eran una sola cosa y las estrellas permanecían pegadas a la tierra, quizás en ese océano primigenio de aguas inmóviles al que llamamos Nun, sin que existiera el vacío que ahora nos separa. El silencio era absoluto y la quietud, total. Luego, no sé cómo, el silencio tronó y lo que estaba quieto empezó a moverse y lo que estaba junto comenzó a distanciarse. —Hizo una pausa en la que su mente pareció irse muy lejos y su mirada extraviarse, hasta que volvió de nuevo los ojos a su hijo y añadió: —Tú me preguntas por qué persistimos en lo que hacemos. Pintamos y esculpimos para asemejarnos a los dioses, para captar ese momento en que todo fue creado, para sentir el estrépito de los primeros tiempos cuando explotaron nuestros corazones y el bullir de los astros atravesándonos la piel…Y después…, nada… la oscuridad de nuevo que nos encoge el corazón, la distancia, el abismo, los cuerpos que se alejan inaprensibles, el vacío que nos apoca el alma.

    Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando terminó de hablar. El joven pintor, viéndole abatido, se quedó callado, compadecido, para no importunarle más. Pero en seguida le pudo la impaciencia y le habló de esta manera:

    —Tú lo dices, padre, ¿por qué tanto esfuerzo si todo es inútil, si la dicha resulta efímera, siempre vencida por la tristeza, que acaba por embargarnos?

    —Cuando no son gratuitos o producto de nuestras estúpidas ambiciones, el dolor y el sufrimiento, mientras marchamos al encuentro de aquello que vislumbramos, no son cosas que al hombre le quepa despreciar. A menudo, es solo eso cuanto nos queda. Pero aunque el camino sea infecundo y su visión te cause desazón y te lacere el alma, has de confiar siempre en que una sonrisa salve un día, en que un mero gesto te alegre el corazón y en que una mirada te ilumine un paso allá donde no encontrabas más que tinieblas. E incluso con ser esto mucho, habrás de ver que no es todo y que un bien todavía mayor te aguarda, porque hay veces que en un instante que se nos antoja eterno, en los confines del tiempo, sentimos anticiparnos a lo que somos y, volviendo los brazos hacia el extremo del mundo, alcanzamos con la punta de los dedos las aguas calmas del océano de Nun, el que contiene todos los elementos del cosmos antes de que fueran dispersados por una tormenta mil veces más poderosa que las que agitan las arenas del desierto, que volvió a las aguas tumultuosas e hizo que el mundo fuera como es hoy, antes de que tú fueras tú, hijo, y que yo fuera yo… antes de que todo y nada fuera creado. Mas, como te he dicho antes, somos hijos del tiempo, que es padre inflexible y celoso que nos ha infundido solo temor, y atemorizados por sus prédicas y conminaciones, no tendremos fuerzas para hacerle frente y nos apartará de las aguas puras de Nun.

    »Pero quizás llegue un día, que no se llamará así, en que burlando al tiempo, tan taimado que hasta cuando adormece y acalla nuestro elevado espíritu y aplaca el fuego que arde en nuestro interior, se aparece ante nuestros ojos cual elixir que lo cura todo, y tan ruin que antes prefiere vernos muertos que desafiando sus normas, elevarás tu cabeza por encima de la bóveda celeste y tus piernas atravesarán la tierra y saldrán por el otro lado; y quizás sea ese día, que no tendrá en realidad nombre, porque no pertenecerá al tiempo, cuando lo que hasta entonces había sido solo forma se convierta al fin en contenido y te sumerjas en las aguas inalterables de Nun. Y allí, de donde jamás podrá arrebatarte ya tu perseguidor, te estarán esperando unidos, indistintos, todos los elementos del universo… y yo, hijo mío, más allá del tiempo y del espacio.

    Distraído por aquellos dos hombres que hablaban de esfuerzos baldíos, del pérfido tiempo y de sensaciones inalcanzables, no he hablado de mí. Pasados los efectos del golpe y recuperado de la indisposición, mi situación distaba mucho de ser tranquilizadora.

    Desde que fui a parar al montón de arena empecé a notar que esta cedía bajo mi peso y que poco a poco me hundía inconteniblemente. No sería tan temible si después acababa dulcemente sobre piso firme, pero pronto tuve el presentimiento de que no sería así. En efecto. La arena se deslizaba por mi cuerpo y se precipitaba hacia algún sumidero que se hallaba debajo de mí, pues cada vez era menos la cantidad que me soportaba y mi cuerpo iba perdiendo altura irremediablemente.

    Aunque en cuanto empecé a sentirme mejor había intentado incorporarme, en seguida comprobé que mis manos no asían nada sólido sobre lo que poder hacer fuerza para levantarme y que si me movía era peor: la arena se desplazaba a más velocidad y mi cuerpo descendía rápidamente. Cuando me acercaba al nivel del suelo y mi cuerpo empezó a encorvarse formando una uve, comprendí que moriría sorbido por un agujero que imaginé gigantesco y tenebroso, sobreviniéndome un acceso de fiebre que me cubrió por completo de sudor, a la vez que temblaba como una hoja sacudida por el viento.

    Sin embargo, incluso en las dramáticas circunstancias en que me encontraba, seguía con atención la escena que aquellos dos hombres protagonizaban, tal era el poderoso influjo que sobre mí ejercían, capaz de disipar las nubes que el miedo había puesto ante mis ojos y de liberar mi mente del asedio al que la sometían las temibles imágenes de mi cuerpo desapareciendo por aquel agujero infernal que me conduciría inexorablemente hacia mi tumba.

    Después que así hablaron los dos egipcios, cada uno recogió sus propias herramientas del suelo; el joven pintor un pincel y la concha marina en la que intentaría encontrar los colores que veía en su mente, y el escultor un martillo y un cincel de bronce, y se dispusieron a reanudar la tarea. El padre comenzó el primero, y era tal la destreza y energía con la que desbastaba la pared de piedra, que el joven, tal vez impresionado todavía por el significado de las últimas palabras de su padre y el candor con que las había pronunciado, se quedó observándolo embelesado. Yo, que seguía con interés creciente los movimientos del magnífico escultor, no podía dejar de mirar también a su joven hijo y, quizás, no sé, contagiado por la fascinación que aprecié en este mientras observaba las maniobras de su padre, creí ver, como jamás había visto antes, todo aquello a que los ojos del hombre pueden aspirar.

    Vi que su rostro resplandecía y que su luz lo teñía todo a su alrededor de colores rojizos, como hace el sol de la mañana al atravesar sus rayos extensamente la atmósfera cargada de partículas de agua y polvo, y que de sus ojos centelleantes brotaba fuego y chispas que se mezclaban con las esquirlas que escupía la pared a cada golpe de su martillo, en un espectáculo semejante al que yo había presenciado en la cima del Estrómboli tiempo atrás, que tanto me había emocionado. Vi que el cincel serpenteaba por la pared como el río Mara se abre camino por las inmensas llanuras africanas y que, tanto como en ellas, de la piedra esquiva, aquí y allá, surgía sin embargo, la vida: gatos, babuinos, serpientes, halcones, cocodrilos… Penetré en su mente y vi cañones insondables y oscuros y más profundos que el tan famoso del río Colorado, y en su mirada, vi reflejadas cumbres más altas que los Himalayas, nítidas y serenas y cubiertas de nieve, elevándose por encima de nubes y tormentas. Vi que de su sudorosa piel manaban géiseres como los había visto surgir en Norteamérica, y después fui más allá, traspasé piel y músculos y llegué a su corazón, que rugía y bombeaba la sangre en cascada aún más formidable que la de Gullfoss, en la esplendorosa Islandia.

    Luego sobrevino la calma a su agitado espíritu, se apartó de la pared y contempló su obra, y pareció complacido, porque sus ojos se alegraron y una sonrisa franca le alumbró el rostro como si hubiera visto el océano del que tanto hablaba. Pero fue solo por un momento, pues de pronto fue atrapado por dos brazos fantasmales que salieron de la piedra. Eran unos brazos gigantescos y repulsivos; la escasa piel que los cubría colgaba en pingajos, no tenían casi carne y carecía de venas y arterias que llevaran sangre a sus huesudos dedos, que se movían sin embargo ágiles y precisos para no dejar escapar a su presa. Lo alzaron en el aire y vi que su semblante ensombrecía y que sus ojos se cubrían de lágrimas que le resbalaban lentamente por los surcos que repentinamente se habían formado en sus mejillas, hasta caer una a una al océano de Nun, como había visto yo discurrir la lava del Estrómboli por la Sciara del Fuoco hasta perderse en el mar Tirreno, mientras el monstruo lo conducía a tierra firme como un águila que llevara una presa entre sus garras. Después lo dejó allí tendido, en la arena, viejo y exhausto, con sus últimas lágrimas titilando en sus ojos mientras apuntaba con su brazo extendido y tembloroso hacia el horizonte.

    La escena era tan triste y horrenda que cerré los ojos y no pude contener el llanto, olvidándome por un momento de mí mismo. Cuando dejé de sollozar y abrí los ojos, el escultor y su hijo seguían allí como si nada hubiera pasado, y eso me tranquilizó, aunque me hizo consciente de nuevo de los peligros que me acechaban.

    Mi situación era ya desesperada. Mis manos, crispadas, no encontraban más que arena que se escurría entre mis dedos. Buscar sujeción en ella era como intentar aferrarse al mismísimo aire y supe que nada dependía de mí y que si alguien no me rescataba, no podría esperar sino una muerte espantosa en la más absoluta soledad, lejos de todo lo que me era familiar y cercano. Creo que grité, que agudos y ensordecedores chillidos salieron de mi garganta, pero si lo hice o no bien sabía que todo era inútil, que Selene había desaparecido por encima de la tierra y que aquellos dos hombres no podrían escucharme por más que me desgañitara. Mi fin se acercaba inexorable.

    Caí al vacío, como la hoja cae del árbol, dominado por una sensación de vértigo y terror, a punto del desmayo, hasta que acabé, ¡vivo!, en la salida de un angosto desfiladero de paredes escarpadas, a donde había ido a parar arrastrado por una corriente suave, como si yo fuera los restos de un naufragio que deposita el mar al fin calmo en la playa después de la tempestad.

    Mi vista se balanceaba, pero aun así me di cuenta de que me encontraba en un desierto, aunque no como el que había conocido en Egipto. Cuando mi cabeza dejó de dar vueltas y recobré el equilibrio, pude reconocer el lugar en que estaba.

    Era Petra, con sus soberbios riscos de arenisca roja, cuyos estratos de tan bellas formas y preciosos colores conocía bien. Y ante mí se erguía majestuoso, a medio construir, Al Khazneh, su nivel inferior cubierto en parte por un velo de piedra. Docenas de trabajadores equipados con picos y cinceles de hierro se esmeraban, desde la terraza construida en el muro, en dar forma a la sección baja de la fachada y ya se adivinaba la parte superior de las columnas corintias. Yo seguía tumbado e inmóvil, pero no tenía dolor alguno y mi cuerpo estaba ahora bien asentado sobre el suelo de la ciudad de los nabateos.

    Observaba, ensimismado, el tholos bien bruñido y reluciente, no como se ve ahora, con el hermoso relieve de la diosa de la fertilidad, Al Uzza, en todo su esplendor, rematado por la formidable águila, cuando, con gran sorpresa, empecé a verlo todo aceleradamente, como en un sueño.

    La cubierta pétrea del espacio inferior desaparecía a velocidad vertiginosa, se apreciaba ya la portada hexástila casi terminada, los relieves de Cástor y Pólux y, para cuando quise darme cuenta, los obreros, tras extraer toneladas de roca, ya habían abierto las cámaras interiores y excavaban las tumbas reales a los pies del maravilloso edificio.

    En lo alto del peñasco opuesto, el ingeniero, un hombre aún joven, revisaba planos e inspeccionaba las obras. Recibía continuamente la visita de encargados y capataces, a los que daba instrucciones que yo no podía oír. De pronto, el tiempo, que corría trepidante, se detuvo en su mirada satisfecha, la misma que había apreciado en el escultor egipcio. Adiviné entonces sus pensamientos y anhelos y así llegué a saber que tampoco él lo hacía por su rey, sino que tenía su propio océano de Nun. Pero en seguida noté un zarpazo feroz y un remolino de viento que llevó arena a sus ojos y le hizo desviar la mirada, nublándosele el ánimo a la vez que en el cielo caminaban las nubes y el sol descendía en el horizonte. Entonces fui testigo de un fenómeno inaudito.

    El tiempo dejó de fluir, pero no puedo decir que simplemente se detuviera ofreciendo a mis ojos un panorama estático, sino que era capaz de contemplar sus efectos, los cambios que produce en las cosas, no de una forma sucesiva, de atrás hacia delante, como lo percibimos habitualmente y al que se refieren los expertos con la expresión «la flecha del tiempo», ni tampoco a la inversa, sino en su totalidad, a la vez, sin pasado ni futuro… ni tampoco presente, en una mezcla intemporal de imágenes sin superposición y de ninguna manera confusa que al lenguaje le resulta imposible reflejar con la suficiente exactitud, pero que en todo caso intentaré describir.

    Así, vi al ingeniero con su piel tersa y suave y aun de niño, su rostro sonrosado por donde las lágrimas, si las había, se deslizaban sin dejar huella e incluso le daban lustre y lozanía al sonreír, y con su piel fruncida y áspera y su rostro macilento, por el que las abundantes lágrimas reptaban furiosas y se arremolinaban en cárcavas y meandros, socavándolo; con su cuerpo estirado y ligero y arqueado y marchito; con la pasión y el entusiasmo y la decepción y el desconsuelo en sus grandes y achicados ojos, a la vez profundos y someros. Lo vi reír mientras lloraba amargamente y recrearse mientras la melancolía lo devoraba por dentro. Y vi su nacimiento y su muerte al mismo tiempo. Vi la ruina en su grandeza y la futilidad en sus esfuerzos heroicos. Y vi sus dedos distendidos rozar el océano de todos y desaparecer al tiempo aferrados a la tierra baldía.

    Después dejé Petra y fui trasportado a otros lugares. Viajé a las selvas de Asia y Sudamérica y, envuelto entre el lodo y la hojarasca, ya sin temor, porque había conocido el rostro del tiempo, vi

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