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El viaje de Quetzalli
El viaje de Quetzalli
El viaje de Quetzalli
Libro electrónico262 páginas4 horas

El viaje de Quetzalli

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Información de este libro electrónico

Imagina que despiertas un día en un lugar que no conoces, viendo a gente que te resulta extraña y no tienes ni idea… de nada. Has olvidado quién eres. Sin embargo, hablas con alguien que asegura ser importante en tu vida y comienzas a recordar. ¿Te atreverías a recorrer el camino de tus emociones para volver a conocerte a ti mismo? Esta metáfora del autoconocimiento demuestra la valentía que requiere adentrarse en quiénes somos realmente y revela un viaje a través de las heridas de la memoria.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ago 2021
ISBN9788418769306
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    El viaje de Quetzalli - Paola Gala

    portada.jpgportada.jpg

    Primera edición: agosto 2021

    Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com

    Imagen de la cubierta: Francesco Veronesil | Flickr

    Maquetación: Ediciones M2050

    Corrección: Lucía Triviño

    Revisión: Cristina Puerta

    © 2021 Paola Gala

    © 2021 Libros.com

    editorial@libros.com

    ISBN digital: 978-84-18769-30-6

    Logo Libros.com

    Paola Gala

    El viaje de Quetzalli

    A todos los que desean encontrar la verdad de lo que estamos hechos, y no cesan en la búsqueda por los rincones más oscuros de su alma, el lugar donde lo han perdido.

    Índice

    Portada

    Créditos

    Título y autor

    Dedicatoria

    Prólogo

    Puerto Morelos

    Lilith

    Cicatrices

    Cauac

    Perséfone

    El miedo

    El nagual

    El disfraz

    El cuarto camino

    La grieta

    El mago

    Muchas vidas, muchos maestros

    Agradecimientos

    Mecenas

    Contraportada

    Prólogo

    La vida es un infinito mundo de posibilidades.

    Con cada segundo, con cada palabra y cada acto dejamos una huella imborrable, una señal inequívoca del camino transitado.

    Pero no existe un solo camino, el nuestro se cruza con el de otros formando laberintos enmarañados en los que olvidas cómo llegar al centro.

    Y te pierdes, pero siempre alguien o algo te encuentra,

    y te guía o te empuja,

    y te devuelve a ti

    de la forma más inesperada, más cruel o más maravillosa.

    Y te preguntas quién eres tú entonces,

    porque el camino nunca es recto, y los obstáculos a veces son invisibles,

    y el destino se camufla, y tu memoria te miente.

    Entonces, cuando todo esto ocurre,

    yo escribo, y mi corazón vuelve,

    y la vida pasa, pero estoy presente

    y me siento entre las letras,

    y dibujo un laberinto con un mapa entre los dientes.

    Y cuando termino y vuelvo a donde todo ha empezado,

    sonrío y sueño;

    que todo lo que escribo nunca será en vano.

    Paola Gala

    Puerto Morelos

    La identidad de una persona no es el nombre que tiene, el lugar donde nació ni la fecha en la que vino al mundo. La identidad de una persona consiste, simplemente, en ser, y el ser no puede ser negado.

    José Saramago

    A pesar de todos sus intentos por salir de aquel remolino de agua y viento, la fuerza de ese huracán era tan devastadora que no le dio ningún tipo de tregua. No había nada donde se pudiera agarrar, ningún agujero donde esconderse de la corriente, ninguna orilla sobre la que apoyarse a descansar. En definitiva, era uno de esos comienzos que no admiten marcha atrás, la onda expansiva de una explosión que había estallado hace tiempo y de la que nadie podía zafarse.

    Se encontraba como aquella estructura que se resiste a romperse por completo, a doblegarse ante el huracán, con temor a tocar el suelo y ceder el paso a lo que estuviera por venir. Le habían herido en el centro de su ser, pero nada conseguía hacerle tocar fondo y mimetizarse con la tierra. Resistirse o dejarse llevar no era solo un dilema de ella, sino el de cientos de humanos que la acompañaban por el camino, aunque a veces se empeñase en sentirlo de forma exclusiva. Pero el dolor que se siente al desprenderse de la forma más o menos errónea con la que uno se muestra al mundo era, sin duda, una batalla universal, una controversia a la que todos en mayor o menor medida nos debemos enfrentar. Enfrentarse, ese era su mayor reto, ya que poseía demasiadas cicatrices que le recordaban que aquello dolía, a veces con tal intensidad, que se quedaba a mitad de camino esperando a que alguien le diera el golpe definitivo para romperse en mil pedazos.

    Quizá todo aquello era consecuencia de haber dejado alguna puerta abierta, y es que en demasiadas ocasiones nos marchamos y dejamos la puerta mal cerrada, arriesgándonos a que pequeñas ráfagas de aire se cuelen entre las juntas y se conviertan en devastadores remolinos. Se preguntaba qué puerta había tenido la torpeza de dejar entreabierta y por qué, pero no tenía la capacidad física de volver a la tierra a enmendar aquel error de medida que tan caro le estaba costando. Se había marchado a medias de demasiados lugares, forzando a su cuerpo a buscar esquinas donde refugiarse de la sensación de incertidumbre que le acechaba continuamente. Tenía demasiadas cosas de las que huir, con cierto temor a volver a ellas por el mismo sendero y encontrarse con los demonios que un día le hicieron retorcerse de dolor, pero ese dolor iba a ser el que de nuevo le indicaría el camino.

    Mientras tanto, esperaba pacientemente a que el gran huracán dejase de sobrevolar su cabeza. Esperó como se esperan las grandes cosas, con incertidumbre y desasosiego, las manos abiertas y el corazón latiendo en grandes dosis, intentando llevar la sangre a los rincones más agrietados de su alma. Entendió entonces que el escozor de las heridas no se curaba soplando, como algunas madres nos enseñaron en la infancia, se curaba escuchando el grito, atreviéndose a volver al lugar donde se originó el primer arañazo y sintiendo aquel dolor primigenio, similar al primer llanto del recién nacido, con el que todos venimos al mundo. Pero una vez más confió en que estaba en el lugar adecuado, como si las coordenadas de su alma poseyeran la brújula perfecta, el rumbo necesario y la velocidad adecuada.

    Comenzó a sospechar que ciertas cosas en su vida tenían un sentido más allá del que apenas imaginaba. Todas las personas que había encontrado en ella formaban parte de la gran obra de teatro que había comenzado incluso antes de que ella naciera, cuando se mostraba al mundo con otra forma y con otro nombre. Su piel supuraba los restos de aquel pasado, el cual se veía forzosamente a recordar si no quería repetir el mismo error. Aquel gran remolino debía escupirla en el lugar exacto donde poder continuar con su aprendizaje, si el universo no se equivocaba de planes, y dicen que él nunca se equivoca…

    Sintió una mezcla de levedad y de angustia, como un barco a la deriva despojándose de sus amarres. Aquel huracán la escupió en medio de una playa, llena de plantas y animales que canturreaban bajo el sol abrasador. Se respiraba un olor a naturaleza embriagador. No se podía ver reflejada en un espejo, pero podía percibir cómo era su aspecto a grandes rasgos: tenía el pelo largo, algo rizado, y su cuerpo era fino y musculado. Su piel era morena y llevaba poca ropa. Presintió que se encontraba en un lugar exótico. Parecía haber despertado de un sueño profundo y algo perturbador. Pensó que algo le habría sucedido, algún golpe o desvanecimiento que hiciese que no fuese capaz de recordar quién era o qué hacía ahí. El mar se mecía calmado a sus espaldas, había restos de luna llena y una ligera sensación de miedo a lo desconocido, pero, sin duda, era mucho más llevadera que el miedo que sintió al adentrarse en aquel remolino. Era un miedo diferente, una ligereza y un horizonte más real que lo que llevaba contemplando todo este tiempo atrás. Se quedó durante unos minutos observando la fina y blanca arena sobre la que se encontraban sus pies. No era compacta, no quemaba, sino que se deslizaba fácilmente sobre sus diminutos dedos. Apenas se acordaba qué hacía ahí, parecía que esa gran masa de agua le hubiera empujado hacia la orilla borrando todo el amasijo de recuerdos que albergaba en su mente. Aquel líquido en el que parecía haber estado sumergida poseía una mezcla de color turquesa y verde, apenas empañado por algunos corales y pequeñas algas que no conseguían perturbar esa singular esencia. El horizonte se hallaba impoluto, como una hoja en blanco recién impresa. Aquel escenario parecía indicarle un nuevo rumbo, un nuevo mundo que descubrir.

    Apoyó sus manos en aquel delicado manto de tierra y se levantó a la vez que cerraba los ojos, intentando evitar los intensos rayos de sol que atravesaban la atmósfera sin apenas impedimento. Observó sus brazos y se dio cuenta de que se encontraban algo curtidos, como si no fuese la primera vez que se hallaba bajo aquella luz. Se apartó la poca ropa que llevaba y vio que el resto de su piel también había estado sometida al clima de la zona, un clima húmedo y caluroso. No le desagradó su aspecto. Se sacudió el pantalón y se dio cuenta de que llevaba una cartera en el bolsillo de atrás. Estaba hecha de un material parecido al esparto y poseía infinidad de colores. La abrió para ver qué contenía en su interior. Allí se encontraban unos cuantos billetes, una hoja doblada y su identificación. Pensó por un momento que podía ser incluso de otra persona, y que hubiera acabado en su bolsillo de una manera accidental, así que decidió volver a cerrarla. No portaba ningún tipo de teléfono móvil ni lista con números, por lo que era imposible realizar ningún tipo de llamada para asegurarse de que la identidad de esos papeles era la suya. No tenía otra alternativa que la de comprobarlo por sí sola.

    Anduvo unos pasos hacia la sombra y vio al fondo lo que parecía un restaurante típico de playa. Decidió que usaría los billetes que tenía en el monedero para comer y beber algo allí. Era modesto, con menú del día y vistas al mar. Tenía unas sencillas sillas de plástico y unas mesas cubiertas por manteles de papel. En su carta ofrecían pescado fresco, camarones, langostas, ceviches, ensaladas, fajitas y filetes de pollo, entre otras cosas. Se acercó tímidamente, como si aquella incertidumbre que estaba sintiendo por dentro pudiera verse también desde fuera. Se respiraba tranquilidad, o mejor dicho, una sensación de que nadie tuviera prisa por nada. Ella, en el fondo, tampoco la tenía, o al menos de momento. Decidió sentarse en una mesa cercana que estaba preparada para un par de personas. Se encontraba descalza, pero observó que allí muchas personas andaban de la misma forma, lo que no le pareció extraño tratándose de un lugar tan próximo a la playa.

    Mientras esperaba al mesero se detuvo a observar a los ciudadanos de la zona. Parecía encontrarse en un pequeño pueblo playero de pocos habitantes, con una larga carretera poco asfaltada que lo atravesaba de este a oeste. A pie de playa había numerosas casitas bajas de un radiante color blanco. Al final del todo se podía observar un muelle, en el que unos pescadores intentaban vender sus mercancías a las personas que merodeaban por allí, y un faro. En la playa se encontraban algunas familias con niños, quiénes no paraban de reír. Los más jóvenes se dedicaban a bucear, hacer windsurf y snorkel. El aspecto de aquellas gentes era algo despreocupado, con ropas sencillas y sin grandes adornos. Sus cabellos eran de color oscuro, parecido a su piel, sus cejas anchas a juego con sus caras, y sus cuerpos bajitos. Las mujeres iban poco maquilladas y portaban unos moños desenfadados. La mayoría llevaban alegres vestidos de flores estampadas sobre una base de colores lisos y llamativos. Imaginó que tanto el aspecto como la forma de vestir de esa gente tenía que ver con el modo de vida que llevaban, es decir, una vida modesta y sin grandes ambiciones, pero feliz. Ella vestía con un vaquero corto de color azul pálido y una camisa oscura de manga corta con trazos de colores. Se miraba sentada en aquella silla y le gustaba lo que veía, aunque no tuviera muy claro quién era.

    A los pocos minutos se acercó un mesero a tomarle nota, sacándola por unos instantes de su estado de ensoñación.

    Buenas tardes, señorita. Qué bueno es verla por aquí. ¿Qué le pongo de tomar? —le preguntó el mesero con acento de algún país sudamericano.

    Eh… Buenas tardes —dijo sin pensar demasiado, algo desubicada.

    —Dígame qué le traigo —insistió el mesero, sin perturbarse demasiado por la reacción de su clienta.

    —Eh…, quería un licuado de fresa y plátano, y un sándwich de pollo, por favor.

    —Perfecto, ahorita se lo traigo —dijo con una amable sonrisa.

    Había decidido en cuestión de segundos lo que iba a pedir tras observar una pequeña carta que había en aquella modesta mesa, saliendo del paso de aquel comentario del mesero. ¿Acaso la conocía? La frase de «qué bueno es verla por aquí» parecía indicar que no era la primera vez que acudía a aquel restaurante, pero preguntarle al mesero cualquier cosa relacionada con su identidad le parecía demasiado surrealista.

    Mientras esperaba a que le trajesen su comida, decidió afrontar la realidad, sin más dilación, como si su vida dependiese de ello: ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Dónde estaba? ¿A dónde tendría que ir a partir de ahora? Tenía la sensación de que más de una vez se había hecho estas preguntas, pero no quería que nadie se diese cuenta de su aparente ignorancia, y decidió abrirse a lo que estaba por venir, dispuesta a hacer lo que hiciera falta para adaptarse a esta nueva forma.

    Cogió la carta de la mesa y leyó la letra pequeña, donde parecía indicar el nombre y la dirección del establecimiento: «Restaurante Ojo de agua. Av. Javier Rojo Gómez, 2. Puerto Morelos 77580, México». Repasó aquella frase una y otra vez hasta que retumbó en su cabeza. Efectivamente, se encontraba en un pequeño pueblo de pescadores en la Riviera maya. Comenzó a entender la belleza de ese lugar, el aspecto humilde de sus gentes y la tranquilidad a la hora de dirigirse a ella. Una sensación de familiaridad le envolvió, permitiéndole sentirse algo más cómoda.

    Sin tiempo para más, aquel mesero le trajo su comida. Debían ser las tres de la tarde, aproximadamente. No llevaba reloj ni nada que le pudiera indicar en qué momento del día se encontraba, tan solo la altura a la que se encontraba el sol podía darle alguna pista.

    —Señorita, aquí tiene su comida, ahorita le traigo lo demás —volvió a decir sonriente el mesero.

    Le gustaba aquel acento y la amabilidad con la que aquel señor menudo y tranquilo le trataba, como si fuese algo que hiciera de manera natural y habitual. Decidió prestar toda su atención a la comida que acababan de traerle. Estaba deseosa de saber qué le deparaban los sabores de aquel lugar. Mordió el sándwich y lo mezcló con un poco de batido mientras miraba fijamente al mar. Parecía como si se hubiera tragado una bocanada de libertad y de brisa fresca. Lo masticó lentamente, desgranando cada partícula de aquel sencillo manjar. Cuando terminó, una sensación diferente invadía su cuerpo. Se sentía con ganas de descubrir más, de saber cuál sería su próximo paso, como una niña pequeña expectante por abrir los regalos de cumpleaños.

    Sin duda, no podía seguir indagando más acerca de su vida si no averiguaba lo que ese monedero contenía en su interior. Pidió un cigarrillo al camarero para que le ayudase a afrontar la información que estaba a punto de contemplar, como si el paso del humo por su garganta le acompañase en el camino a todo aquello que debía asumir, o quizá todo lo contrario, a lo mejor hacía el efecto de anestesia previo al contacto con la realidad, que temía y ansiaba a partes iguales. Encendió el cigarrillo y abrió el monedero. Sacó varios billetes de pesos mexicanos, una tarjeta bancaria, su identificación, la hoja de papel, y los puso encima de la mesa, como si de una tirada del tarot se tratase, esperando a visualizar un futuro incierto y misterioso. Se preguntó si acaso tenía que saber todos esos datos, si esa necesidad de pertenecer a una familia, una casa o un colegio era real, o si tan solo formaba parte de todo aquello que tenía en la cabeza y no conseguía recordar. Era humana, estaba en el planeta Tierra, y quizá eso era todo lo que necesitaba saber. ¿Necesitaba definirse o era una simple ilusión creada en alguna parte de su cabeza?

    Sin más dilación, cogió su identificación y acercó su mirada a él. Efectivamente se trataba de su foto, aunque no pudiera verse en un espejo sabía que era ella, por lo que la idea de que podría pertenecer a otra persona quedaba descartada. En su nombre y apellidos figuraba lo siguiente: Quetzalli Pharomachrus Mocinno; dirección, Avenida de Bonampak, MZ27, Puerto Juárez, Cancún; fecha de nacimiento, 18 de diciembre de 2002; estado civil, soltera. Se quedó un buen rato con aquel documento en la mano, repasando cada letra que acababa de leer. Su corazón latía descontroladamente, como un coche a punto de caerse por la cuneta de alguna carretera, sin frenos. Sin duda era ella, solo que apenas podía acordarse de nada de su vida, enfrentándose al reto de tener que recordar absolutamente todo, poco a poco, persona por persona. En la tarjeta bancaria ponía el mismo nombre que en su identificación, y pensó que le podría servir para regresar a su casa. Enseguida se puso manos a la obra, guardó todo de nuevo en el monedero, pagó su cuenta y salió rápido del restaurante. Debía trazar un plan para que nadie se diese cuenta de que había perdido la cabeza o algo parecido. Tendría que hacerse con un mapa, un móvil, unas zapatillas, y viajar hasta Cancún, de vuelta a casa. Por el camino terminaría de pensar en el resto de los detalles. La hoja; le faltaba leer aquella hoja que estaba en su cartera y que todavía no había abierto.

    Cruzó la pequeña carretera que separaba la playa del centro del pueblo y se adentró entre las calles y las casas. La mayoría eran casas sencillas y modestas, pero con una decoración alegre y llena de colores. Se asomó a una de ellas; era una casa de doble altura que le pareció bastante acogedora, y decidió entrar a preguntar cómo podría llegar a la zona de tiendas. Tenía una puerta de madera que se encontraba abierta y un enorme jardín con palmeras y exuberantes árboles frutales. También se encontraban numerosas plantas a ras de suelo y un cuidado césped robusto de tono verde oscuro.

    El aire corría a sus anchas por todas las estancias y se respiraba un olor salvaje. No encontró el timbre, así que pasó directamente hasta el recibidor, dejando a su paso un coche antiguo de colores marrones aparcado en la entrada y un par de bicicletas. Había varios conjuntos de mesas y sillas de mimbre sobre unas alfombras de exterior. Arriba tenía un cartel en el que se podía leer la palabra «Hotelito» escrita sobre un pequeño tablón de madera pintado de blanco. Se sentó en una silla a esperar que alguien saliese a su encuentro.

    Realmente, aunque tuviera una gran curiosidad por descubrir qué le esperaba al llegar a su casa y conocer a sus padres, cada paso que daba por aquel pueblo de la Riviera maya le otorgaba una calma que contradecía totalmente a esa necesidad por saber, como si confiase en que estaba continuamente en el lugar adecuado.

    Al cabo de unos minutos, alguien salió.

    —¡Hola! Disculpe que haya entrado de esta manera, pero estaba la puerta abierta, ¿es usted la dueña de esta casa? —le preguntó Quetzalli.

    —¡Hola! Buen día, señorita. ¡Sí, soy yo! No se preocupe, aquí entra mucha gente a lo largo del día, por eso la dejamos abierta —dijo sonriendo aquella señora.

    Era una señora bajita, con el cuerpo fibroso y delgado. Llevaba un vestido blanco, parecido a una túnica, que le llegaba por debajo de las rodillas, y el pelo corto. Su cara poseía rasgos suaves pero firmes. Tenía un color tostado de piel, como la mayoría de los habitantes de allí. Quetzalli le mostró su identificación y le preguntó cómo podría llegar a esa dirección.

    —Vaya… —susurró extrañada— ¿No sabe cómo llegar a su propia casa? —preguntó la señora.

    —Eh…, no; es decir, creo que me perdí y no sé exactamente cómo regresar desde aquí —contestó Quetzalli.

    —Pero entonces ¿tampoco recuerda cómo llegaste hasta aquí? —preguntó confundida la dueña de aquel lugar.

    —No… Es un poco difícil de explicar. Yo soy de aquí, pero no sé de dónde vengo. Sé cómo me llamo, pero no sé quién soy. Sé a donde tengo que ir, pero no sé cómo ir.

    Aquella señora la miraba como si todo aquello fuese una broma. Se echó a reír.

    —Bueno, supongo que todo esto será una especie de broma y a usted le habrá tocado entrar a esta casa a preguntarme estas cosas, ¿verdad? Y, si le contesto y le hago caso, ganará algún tipo de apuesta o algo parecido… Déjeme pensar entonces.

    —No, para nada, le hablo muy en serio, necesito saber cómo llegar a esa dirección, por favor —le insistió Quetzalli.

    —Bueno, está bien —dijo sonriente aquella señora— Deberá ir al centro del pueblo, y en la

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