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El mago de Oz
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Libro electrónico256 páginas2 horas

El mago de Oz

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Información de este libro electrónico

Una fábula para todos los tiempos. «No importa lo aburridos y grises que puedan llegar a ser nuestros hogares, nosotros preferimos estar en casa.»

IdiomaEspañol
EditorialGribaudo
Fecha de lanzamiento22 oct 2020
ISBN9788417127824

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    Un excelente libro para leer con la familia, un clásico.

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El mago de Oz - Marc Cornelis

PREFACIO DE

L. FRANK BAUM

El folclore, las leyendas, los mitos y las fábulas han acompañado la infancia de los niños de todos los tiempos, porque cada niño lleva dentro una afición saludable e instintiva hacia las historias fantásticas, llenas de eventos increíbles y manifiestamente irreales. Las hadas aladas de Grimm y Andersen han traído más felicidad a los corazones infantiles que cualquier otra creación humana.

Sin embargo, tras servir durante muchas generaciones, las fábulas de antaño pueden hoy clasificarse como «históricas» en las estanterías infantiles, porque ha llegado el momento de los «cuentos asombrosos» modernos, en los que se han eliminado los estereotipos del genio, el enano y el hada, junto con los horribles y espeluznantes incidentes inventados por sus autores para conceder a cada cuento una moraleja basada en el miedo. Pero la educación moderna incluye también la lección moral. De aquí que el niño de hoy busque igualmente la diversión en los relatos asombrosas pero descartando alegremente todo tipo de accidentes desagradables.

Con esa idea en mente, la historia de El Mago de Oz se escribió únicamente pensando en el placer de los niños de la actualidad. Tiene la ambición de ser un cuento de hadas moderno, que capture el asombro y la alegría, obviando dolores de cabeza y pesadillas.

Chicago, abril de 1900

I

EL CICLÓN

Dorothy vivía en medio de las grandes praderas de Kansas con su tío Henry, un granjero, y su esposa, la tía Em. Su casa era pequeña, porque el carro que transportaba la madera que habían necesitado para construirla tuvo que recorrer muchos quilómetros. Había cuatro paredes, un suelo y un techo, en lo que constituía una sola estancia; y esa habitación albergaba una estufa oxidada, un aparador para la vajilla, una mesa, tres o cuatro sillas, y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande en un rincón, y Dorothy su cama pequeña en otro. No había ningún altillo, ni sótano, excepto un pequeño agujero en el suelo, que llamaban refugio de ciclones, donde la familia podía instalarse cuando se levantaba uno de esos enormes torbellinos, tan poderosos que eran capaces de abatir cualquier edificio que encontraran en su camino. Este agujero se podía alcanzar a través de una trampilla en el centro del suelo, donde una escalera los llevaba al pequeño escondite oscuro.

Mirando los alrededores desde la puerta, Dorothy no veía más que la pradera gris extendiéndose por todos lados. Ni un árbol, ni una casa rompía la monotonía de la llanura que tocaba el cielo en todas direcciones. El sol había asado la tierra arada, convirtiéndola en una masa grisácea, atravesada por pequeñas grietas. Ni siquiera la hierba era verde, porque el sol había quemado las puntas de las largas hojas hasta que estas tenían el mismo color gris que se veía por todas partes. En algún momento, habían pintado la casa, pero el sol agrietó la pintura, y las lluvias se la llevaron, dejándola tan moribunda y gris como todo lo demás.

La tía Em había ido a vivir allí cuando era una mujer joven y guapa. El sol y el viento la habían cambiado a ella también. Habían apagado la chispa de sus ojos, dejándolos con un color gris sombrío, y le habían quitado el rojo de sus mejillas y sus labios, sustituyéndolo por el gris. Ahora era flaca y estaba demacrada, y había dejado de sonreír. Cuando Dorothy, siendo huérfana, había ido a vivir con ella, la risa de la niña alteraba tanto a la tía Em que, cada vez que la voz alegre de Dorothy llegaba a sus oídos, se sobresaltaba y se ponía la mano en el corazón. Todavía ahora miraba a la niña pequeña, preguntándose qué era lo que la hacía sonreír.

El tío Henry no reía nunca. Trabajaba duro desde la mañana hasta la noche, y no sabía lo que era la alegría. Él también era gris, desde su larga barba hasta sus toscas botas que le daban un aspecto severo y solemne, y raras veces hablaba.

El único que alegraba a Dorothy, y la salvaba así de adoptar el mismo aspecto gris de su entorno, era Toto. Toto no era gris; era un perrillo negro de pelaje largo y sedoso y diminutos ojos negros que brillaban alegremente a cada lado de su pequeño morro divertido. Toto se pasaba el día entero jugando, y Dorothy con él. Lo quería mucho.

Hoy, sin embargo, no jugaban. El tío Henry se había sentado en el umbral de la puerta y miraba el cielo, más gris de lo habitual, con preocupación. Dorothy estaba de pie en la puerta, con Toto en sus brazos, mirando el cielo ella también. La tía Em fregaba los platos.

Desde el norte, a lo lejos, pudieron oír el grave llanto del viento, y el tío Henry y Dorothy observaron las olas en la hierba, a la espera de la tormenta que se avecinaba. Entonces, desde el sur, les alcanzó un agudo silbido y, al girarse en esa dirección, contemplaron cómo también de ese lado la hierba ondeaba.

De repente, el tío Henry se levantó.

—Se acerca un ciclón, Em —avisó a su mujer—. Voy a ocuparme del ganado. —Y echó a correr hacia los establos donde guardaban las vacas y los caballos.

La tía Em abandonó su trabajo y se acercó hasta la puerta. Bastó un vistazo para comprender el peligro que se acercaba.

—¡Dorothy, rápido! —gritó—. ¡Corre! ¡Al refugio!

Toto se liberó de los brazos de Dorothy y se escondió debajo de la cama, de donde la niña intentaba recuperarlo. La tía Em, muy asustada, abrió la trampilla del suelo y bajó por la escalera, desapareciendo por el pequeño agujero oscuro. Finalmente, Dorothy consiguió atrapar a Toto y siguió a su tía. Pero a medio camino el ulular del viento arreció y la casa comenzó a temblar tan fuerte que Dorothy perdió el equilibrio y se encontró sentada en el suelo.

Entonces, ocurrió algo curioso.

Dorothy se acercó, cogió a Toto por una oreja y lo volvió a subir dentro de la casa.

La casa dio dos o tres vueltas sobre sí misma y, lentamente, comenzó a elevarse. A Dorothy le dio la impresión de estar en un globo.

Y es que la dirección de los vientos del norte y del sur se cruzó justo donde estaba su hogar, en el ojo del huracán. En medio de un ciclón, el aire suele permanecer quieto, pero, sujeta a la gran presión que recibía de ambos lados, la casa comenzó a levantarse cada vez más y más arriba, hasta encontrarse en la cresta de la tromba de aire; y allí se quedó, transportada quilómetros y quilómetros más allá como si fuera una simple pluma.

Todo estaba oscuro, con el viento aullando de una manera espantosa, pero, a pesar de eso, Dorothy se encontró bastante cómoda. Después de las primeras vueltas, en las que la casa se había inclinado muchísimo, le dio la impresión de que se mecía suavemente, como un bebé en su cuna.

A Toto no le gustaba. Iba corriendo por la casa, deteniéndose aquí y allá, ladrando con todas sus fuerzas; pero Dorothy se quedó sentada en el suelo, esperando a ver qué ocurriría.

En cierto momento, Toto se acercó demasiado a la trampilla abierta y se cayó dentro; al principio, la niña pensaba que lo había perdido. Pero enseguida distinguió una de sus orejas saliendo del agujero, y es que la fuerte presión del aire evitaba que se precipitara más abajo. Dorothy se acercó, cogió a Toto por una oreja, lo volvió a subir dentro de la casa y cerró la trampilla detrás de él para evitar más accidentes.

Pasaron horas y horas, y poco a poco Dorothy fue superando el primer susto, aunque se sentía bastante sola y rodeada por aquel viento que seguía emitiendo un sonido ensordecedor. Al principio, había pensado que quizá la casa se estrellaría rompiéndose en mil pedazos con ella dentro, pero como las horas pasaban y nada horrible ocurría dejó de preocuparse y se calmó, expectante ante lo que habría de depararle el futuro. Finalmente, alcanzó su cama, gateando por el movimiento del suelo, y se tumbó encima; Toto la siguió y se tumbó a su lado.

A pesar del balanceo de la casa y de los aullidos del viento, pronto Dorothy cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo.

II

EL CONSEJO CON LOS

MUNCHKINS

Dorothy se despertó por un golpe, tan repentino y fuerte que, si no hubiera estado tumbada en su cama mullida, se podría haber hecho daño. Aun así, la sacudida le hizo contener la respiración, preguntándose qué había ocurrido. Toto apoyó el pequeño hocico frío contra su cara y gimió de manera desconsolada. Dorothy se sentó y vio que la casa había dejado de moverse; ya no estaba a oscuras, porque los rayos del sol entraban por la ventana, inundando la pequeña habitación con su luz. Saltó de la cama y abrió la puerta, seguida por Toto.

La niña soltó un grito de asombro cuando vio su entorno, y sus ojos se hicieron cada vez más grandes con las maravillosas vistas que estaba contemplando.

El ciclón había procurado un aterrizaje muy suave —teniendo en cuenta que era un ciclón— en medio de un paisaje precioso. Había parcelas con césped por todas partes, con árboles majestuosos que lucían ricos y suculentos frutos. Había alfombras de hermosas flores por todos lados, y pájaros de extraordinario plumaje brillante, cantando y revoloteando en las copas y por los arbustos. Un poco más allá se distinguía un pequeño arroyo, correteando y centelleando entre orillas verdes, murmurando con un sonido muy agradable para una niña que había pasado toda su vida en unas praderas secas y grises.

Mientras admiraba entusiasmada el desconocido y hermoso paisaje, vio cómo se acercaba un grupo de la gente más peculiar que había visto en su vida. No eran tan altos como los adultos que estaba acostumbrada a ver; pero tampoco eran muy bajos. De hecho, parecían tener más o menos la misma estatura que Dorothy —una niña bastante desarrollada para su edad—, pese a ser, por lo menos a primera vista, mucho mayores.

Eran tres hombres y una mujer, y todos iban vestidos de manera curiosa. Llevaban sombreros redondos que terminaban en una pequeña punta, unos treinta centímetros por encima de sus cabezas, con pequeñas campanillas colgando del borde, que tintineaban suavemente con sus movimientos. Los sombreros de los hombres eran azules; el de la pequeña mujer era blanco, como también lo era su vestido, que caía en pliegues desde sus hombros y estaba salpicado de pequeñas estrellas que brillaban al sol, como si fueran diamantes. Los hombres iban de azul, del mismo tono que sus sombreros, y llevaban botas bien lustradas con un dobladillo azul en la parte superior. Ellos, pensaba Dorothy, tendrían más o menos la misma edad que su tío Henry, y dos lucían barba. Pero la pequeña mujer era, sin duda, mucho mayor. Su cara estaba cubierta de arrugas, su pelo era casi blanco, y caminaba con cierta

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