Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La Furia del jaguar
La Furia del jaguar
La Furia del jaguar
Libro electrónico166 páginas2 horas

La Furia del jaguar

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En tiempos antiguos, los habitantes de Mesoamérica, creían que toda persona desde su nacimiento, venía con el espíritu de un animal, el cual se encargaba de protegerlo y guiarlo. Ese espíritu se conocía como Nahual. Se creía (aún se cree en ciertos lugares), que ciertos chamanes podían crear un vínculo muy cercano con sus nahuales, lo que les daba una serie de ventajas para uso propio o de su comunidad. La vista del águila, el olfato del perro y destreza del jaguar pasaban a ser herramientas de estos videntes e incluso se afirmaba que algunos más preparados, podían adquirir la forma de sus nahuales.
La novela hace diferencia entre Nahual y Tonal; este último concepto era conocido como la conexión espiritual entre una persona y su animal tutelar. Concebido como un alter ego de la persona, cuyos destinos estaban ligados, uno con el otro. Así, los males que aquejaban a uno eran sufridos por el otro, ya corporalmente ya espiritualmente. De ahí la extendida creencia y las múltiples narraciones de las muertes sufridas por personas al momento que su Tonal era muerto.
La novela no intenta hacer énfasis en sistemas filosóficos o temas de carácter sectario. La intención es dar a conocer parte de la cultura y tradición oral que por siglos se ha desarrollado en Mesoamérica y que aún sigue siendo parte de las creencias en zonas rurales de países Centroamericanos y México.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 may 2016
ISBN9789996107290
La Furia del jaguar

Relacionado con La Furia del jaguar

Libros electrónicos relacionados

Ficción hispana y latina para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La Furia del jaguar

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La Furia del jaguar - Héctor Dennis López

    Santa Ana,El Salvador. Año 1800

    1.

    Ana abrió la ventana y pequeñas ráfagas de viento frío le golpearon el rostro. Las manos le empezaron a temblar. No podía ver nada. Afuera, la noche ocultaba todo. A lo lejos escuchó el aullido de perros como si estuvieran asustados. Algo no andaba bien, su esposo se había tardado más de lo normal.

    Ya había pasado bastante tiempo desde que Ana había llevado a su hijo Raúl a la cama. El niño estaba por cumplir nueve años y se había dormido esperando que apareciera su padre.

    Ana se sentó en la mesa del comedor e ignoró por un momento los ladridos de afuera. Observó un pequeño gallo que Marta, una amiga del pueblo, le había regalado. «Mañana haré un gran banquete para mi hijo», pensó, y se puso a escribir en un pequeño papel las cosas que necesitaría para preparar el gallo: ajo, papas, hierbas de olor, güisquiles…

    No había terminado de escribir cuando escuchó la voz de Marco Tulio, su esposo, que le gritaba desde el camino:

    —¡Ana, ¡Ana!, ¡ábreme la puerta!

    Ella se levantó con rapidez, le quitó una tranca a la puerta y la abrió. Marco Tulio entró de prisa, tomó la tranca y la puso de nuevo. Estaba agitado, la camisa y el pantalón los traía desgarrados, en sus brazos y piernas se podía ver rastros de sangre. Ana se asustó al verlo, pero se asustó más cuando vio por la ventana un tumulto de gente que venía por el camino con palos y antorchas.

    —¿Qué sucede?

    —¿Raúl, dónde está Raúl? —preguntó Marco Tulio, sin responderle a su mujer.

    —¡En la cama!

    Marco Tulio fue a la cama, tomó a Raúl, le dio un beso en la frente y luego lo colocó en los brazos de Ana.

    —¡Necesito que huyan!

    —¿Pero qué pasa?

    Las voces se escuchaban ya bastante cerca de la entrada de la casa.

    —¡No hay tiempo para explicaciones! —dijo Marco Tulio—. Debes correr. Corre lo más que puedas y no te detengas.

    —¡Marco Tulio, sabemos que estás ahí! —Gritó alguien desde afuera.

    Ana corrió a la puerta de atrás, mientras Marco Tulio observaba al gallo que estaba amarrado a la pata de la mesa. Le cortó la pita con una pequeña navaja que llevaba en su cinturón, lo tomó con firmeza y se lo entregó a Ana justo cuando ella abría la puerta de atrás que daba a un pequeño bosque.

    —Llévate esto, pueden decir que nos lo robamos.

    Marco Tulio notó los ojos llorosos de Ana, la abrazó y le dio un beso en los labios, como intuyendo que sería la última vez que la vería.

    —Te quiero —le dijo, y antes que Ana le respondiera, cerró la puerta y se fue a la entrada principal, donde la gente de afuera ya empezaba a dar puntapiés y toda clase de golpes para derribarla.

    Quitó la tranca y en menos de un segundo se encontró rodeado de un puñado de hombres.

    —¿Para qué me quieren? —Indagó Marco Tulio.

    —Sabemos que tú has estado robando la leche y las gallinas de la Finca Carcagua —le dijo un hombre con porte de matón.

    —¿Quién lo dice? —Preguntó indignado.

    —Lo dice el señor Juárez.

    —¡Ese señor es un mentir…! —Intentó decir, pero un fuerte puñetazo en el estómago lo hizo perder el aliento y caer de rodillas.

    —Al patrón nadie le llama mentiroso —le dijo el hombre.

    Todos se quedaron callados viendo a Marco Tulio en el suelo.

    —Vamos, busquen a la bruja —les dijo el hombre a los demás—. El patrón dice que ella está preparando una brujería para hacerle daño. Búsquenla, debe estar cerca de aquí.

    —Señor, encontramos algo en la mesa —dijo uno de los hombres que se habían desperdigado por toda la casa.

    El matón se acercó para ver qué era. El otro hombre le puso en la mano el papel donde Ana había estado escribiendo los ingredientes para cocinar el gallo.

    —¡Ajá! —Exclamó el matón—. Ven esto, son los menjurjes para preparar la brujería. Ya ven cómo el patrón no es mentiroso.

    En eso estaban cuando Marco Tulio se levantó del suelo y, tomando su navaja del cinturón, se la clavó al matón en el estómago. Como la navaja no era muy grande no le causó mucho daño a aquel hombre. Entonces, los demás que lo acompañaban, le cayeron a patadas a Marco Tulio dejándolo inconsciente en el suelo.

    —La bruja ha escapado por la puerta de atrás —dijo un hombre que había recorrido toda la casa—, se ha internado en el bosque.

    —Déjenla —indicó el matón—, ya aparecerá. Por ahora llevémosle esta escoria al patrón.

    Tomaron el cuerpo molido de Marco Tulio y lo llevaron rumbo al pueblo.

    2.

    En una casa del pueblo se escuchaba el ulular de una lechuza anunciando el paso de la muerte.

    Pedro Méndez ingresaba a su casa. Acababa de terminar sus labores cotidianas y se sentó en la mesa. Marta, su esposa, sirvió la comida y se ubicó junto a él. Una silla había quedado desocupada, faltaba Apolonio, el hijo de ambos.

    —¿Cariño, has visto a Apolonio? —Preguntó Marta a su esposo, mientras ponía una canasta con tortillas en la mesa.

    —Ha de andar por ahí mendigando como siempre… ¡como si yo no me rajara el lomo de sol a sol para darle lo necesario! —Replicó irritado Pedro—. Ya me gustaría verlo en los zapatos del hijo de Marco Tulio.

    —Sí, es cierto, pobre Marco Tulio, haber perdido todo lo que tenía sólo por no saber de la deuda que su difunto padre tenía con el señor Juárez. Hasta la Finca Rosita les quieren quitar.

    —Te imaginas, mujer, que yo muera dejándoles una gran deuda con alguien y no decirles nada a ustedes sabiendo que pueden quedarse en la calle —alargó la mano para tomar una tortilla.

    —¡Deja eso…! —Dijo Marta, palmoteándole la mano—. Hay que esperar a Apolonio.

    —Pero a saber a qué horas va a venir y ya tengo hambre.

    —Sabes… —comentó Marta cambiando de tema, ignorando lo dicho por Pedro—, por la mañana vi a Ana, la esposa de Marco Tulio, está bien delgada la pobre, se nota que ha de pasar muchas angustias y hambre. Pero lo que más tristeza me dio es ese pobre Raúl, andaba con unos zapatos rotos. Los dos parecían pordioseros —Marta se enjugó los ojos para que no se le salieran las lágrimas—. Dice Ana que tiene que andar ofreciéndose para lavar ajeno, pero que casi nadie quiere pagar por cosas que ya hacen sus mujeres, y sólo gana unas cuantas fichas, que apenas le alcanza para la comida del día y siempre tiene que regresar a casa caminando porque ya no le alcanza para la carreta.

    —¿Y Marco Tulio, por qué no consigue trabajo? —Preguntó Pedro, poniéndose las manos atrás de la cabeza y acomodándose mejor en su silla.

    —Dice Ana que nadie le quiere dar trabajo por temor al señor Juárez.

    —Es cierto —dijo Pedro, enderezándose nuevamente—. He oído por ahí que el juez aún no le ha dado la propiedad de la Finca al señor Juárez, dizque el proceso aún no ha terminado. Me imagino que el señor Juárez ha de tener miedo de que si Marco Tulio consigue trabajo se puede recuperar y pagarle la deuda.

    —¡Que viejo más desgraciado! —Exclamó Marta, con ojos de furia—. ¿Para qué quiere esa finca si ya tiene la finca San José y la finca Carcagua? ¿No le da abasto lo que tiene?

    —Tú sabes cómo es esa gente —dijo Pedro llevándose a la boca una tortilla que había tomado a escondidas—, mientras más tienen, más quieren. Nunca se dan por satisfechos, son una especie de carroñeros. Te has fijado cómo trata a los nuevos trabajadores que le han llegado de Guatemala, los trata peor que los perros de caza que tiene.

    —Oye, Pedro —dijo Marta, mirando hacia el suelo y tomando el mantel de la mesa con los dedos en forma nerviosa.

    —Qué —Pedro conocía muy bien a su esposa y sabía que estaba a punto de decir algo embarazoso, si no es que quería pedirle algo.

    —¿No te enojas si te digo algo? —Lo volvió a ver con ojos de melancolía.

    —¿Y hoy qué diablos hiciste?

    —Es que…es que…cuando vi a Ana, me dio tanta lástima… —Ya llevaba bien enrollado el mantel en sus manos.

    —¡Vamos, habla, y suelta ese mantel que vas a botar todo!

    —Es que… es que…

    —¡Vamos, apúrate! —Dijo Pedro enojado.

    Y entonces, con naturalidad, Marta soltó todo lo que tenía que decir.

    —Que me dio tanta lástima que le dejé diez macacos de los que tenía ahorrados y le di un gallo que acababa de comprar para que le diera de comer a su hijo.

    —¿Qué hiciste qué…? —Pedro, colérico, se puso de pie tan rápido que casi arroja todo lo que tenía la mesa—. ¿Diez macacos…? Pero si ese es mi salario de toda la semana.

    —Vamos, amor —Marta también se puso de pie—, ella lo necesitaba más que nosotros.

    —¿Y nosotros, acaso no lo necesitamos también? Sabes que hay que comprar el abono de la milpa y te lo iba a pedir. Además, no se sabe cómo irá esta cosecha con la plaga de chapulines que dicen que viene azotando desde el sur.

    —Cariño… —dijo Marta, endulzando el tono de su voz—. ¿Te acuerdas de lo que el padre Francisco dijo el domingo en la misa? Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

    —Y entonces… ¿por qué él no ayuda a los que de verdad necesitan en lugar de andar comprando vinos caros y cigarros importados de Europa? ¡A ver, dime!

    A punto estaba Marta de contestar cuando tocaron la puerta con ímpetu.

    —¡Abran, abran! —gritaban desde afuera.

    —¡Es ese condenado de Apolonio! —dijo Pedro y se dirigió a la puerta a quitar la tranca que la sujetaba—. ¿A saber qué se cree ese hijo del demonio para venir a esta hora?

    —¡Rápido, rápido! —gritaba el pequeño Apolonio desde afuera.

    Cuando Pedro abrió la puerta, Apolonio entró como rayo. Estaba cansado, como si hubiera corrido un buen rato.

    —¿Y a vos qué te pasa animal, que piensas que nos vamos a hartar la comida helada? —Le gritó Pedro—. Estas no son horas de andar en la calle. ¿Eso es lo que te he enseñado? —Se desabrochó el cinturón para fustigarlo.

    —¡Espere apá! —dijo Apolonio refugiándose en la enaguas de su madre—. Traigo malas noticias.

    —¿Qué quieres decir con malas noticias?

    —En el pueblo han atrapado un ladrón que se estaba robando la leche y las gallinas de la finca Carcagua y todo el pueblo se ha reunido en la placita para lincharlo.

    —Está bueno que linchen a todos esos desgraciados ladrones —dijo Pedro—. Primero empiezan con leche y gallinas, luego siguen con ganado y después terminan secuestrando gente por todos lados. Ya es hora de que reciban un escarmiento y sirva de lección a los demás cuatreros de la zona.

    —¿Tú sabes quién es el ladrón? —preguntó Marta a Apolonio, dispuesta a servir la comida con una cuchara de madera con la que extraía frijoles de una olla de barro y los ponía en el plato de su marido.

    —Dicen que es un tal Marco Tulio.

    Un extraño escalofrío recorrió el cuerpo de Pedro Méndez. Se levantó derribando lo que había en la mesa y sin decir palabra salió corriendo. Marta estaba atónita, no pudo ocultar la tristeza profunda que la embargaba y se puso a llorar sin consuelo.

    3.

    Pedro corría por la calle principal en dirección a la placita del pueblo, como quien corre por su vida.

    En la calle

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1