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Plan de Ayala: Un siglo después
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Libro electrónico689 páginas9 horas

Plan de Ayala: Un siglo después

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Coloquio Internacional sobre La firma del Plan de Ayala celebrado del 28 al 30 de noviembre de 2011
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
Plan de Ayala: Un siglo después
Autor

errjson

Lingüista, especialista en semántica, lingüística románica y lingüística general. Dirige el proyecto de elaboración del Diccionario del español de México en El Colegio de México desde 1973. Es autor de libros como Teoría del diccionario monolingüe, Ensayos de teoría semántica. Lengua natural y lenguajes científicos, Lengua histórica y normatividad e Historia mínima de la lengua española, así como de más de un centenar de artículos publicados en revistas especializadas. Entre sus reconocimientos destacan el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2013) y el Bologna Ragazzi Award (2013). Es miembro de El Colegio Nacional desde el 5 de marzo de 2007.

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    Plan de Ayala - errjson

    EL PLAN DE AYALA
    UN SIGLO DESPUÉS

    CIENTÍFICA

    COLECCIÓN HISTORIA

    SERIE LOGOS

    EL PLAN DE AYALA

    UN SIGLO DESPUÉS

    Laura Espejel López

    Compiladora

    SECRETARÍA DE CULTURA

    INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA


    Espejel López, Laura (comp.)

    El Plan de Ayala. Un siglo después [recurso electrónico] / comp. de Laura Espejel López ; introd. de Laura Espejel López, Jaime Vélez Storey. – México : Instituto Nacional de Antropología e Historia, Secretaría de Cultura, 2018.

    2 MB : il., fots. (Colec. Historia. Ser. Logos)

    ISBN: 978-607-539-098-7

    1. Zapata, Emiliano, 1879-1919 2. México – Historia – Revolución, 1910 - Fuentes I. Espejel López, Laura, introd. II. Vélez Storey, Jaime, introd. III. t. IV. Ser.

    972.0816 E578p


    Primera edición: 2018

    Producción:

    Secretaría de Cultura

    Instituto Nacional de Antropología e Historia

    © Imagen de la portada: Viejo campesino morelense con

    documento en sus manos. Cuautla, Morelos,

    ca. 1980-1984. Foto: Graciela Iturbide.

    D.R. © 2018 de la presente edición

    Instituto Nacional de Antropología e Historia

    Córdoba 45, Col. Roma, C.P. 06700, Ciudad de México

    sub_fomento.cncpbs@inah.gob.mx

    Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad

    del Instituto Nacional de Antropología e Historia de la Secretaría de Cultura

    Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción

    total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,

    comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,

    la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización

    por escrito de la Secretaría de Cultura / Instituto

    Nacional de Antropología e Historia

    ISBN: 978-607-539-098-7

    Impreso y hecho en México

    ÍNDICE

    Prefacio

    Introducción. El Plan de Ayala, secuelas historiográficas

    Laura Espejel López, Jaime Vélez Storey

    PRIMERA PARTE

    ORIGEN DEL PLAN DE AYALA

    Los campesinos de Morelos como protagonistas históricos

    Horacio Crespo

    El Plan de Ayala. Su linaje histórico en el estado de Morelos, 1824-1943

    Carlos Barreto Zamudio

    El Plan de Tacubaya, un antecedente del Plan de Ayala

    Laura Hernández Martínez

    Dolores Jiménez y Muro: su mano en los planes de Tacubaya y Ayala

    Oresta López Pérez

    SEGUNDA PARTE

    EL IDEARIO POLÍTICO Y SUS AUTORES

    Zapata y Madero. Revolucionarios en conflicto

    Salvador Rueda Smithers

    El Plan de Ayala y Otilio Edmundo Montaño

    Alicia Olivera Sedano (†)

    El Plan de Ayala y la concepción agrarista de la Revolución

    Ruth Arboleyda

    Dolores Jiménez y Muro, ¿firmante del Plan de Ayala?

    Martha Eva Rocha Islas

    Delito y disidencia. Juicios a Quintín González y Emiliano Zapata, 1910

    Aura Hernández Hernández

    TERCERA PARTE

    ACCIÓN ARMADA Y PROPAGANDA POLÍTICA

    El Plan de Ayala y la unidad zapatista

    Samuel Brunk

    El Plan de Ayala y la guerra

    Francisco Pineda

    Memoria y difusión popular del Plan de Ayala

    Ramsey Tracy

    Los zapatistas y los obreros de la Ciudad de México, 1914-1915

    Anna Ribera Carbó

    CUARTA PARTE

    EXPRESIONES REGIONALES DEL ZAPATISMO

    El zapatismo hecho gobierno. Jesús H. Salgado en Guerrero

    Samuel Villela F.

    Alfredo Quesnel: un personaje enigmático de la Revolución mexicana

    Beatriz Lucía Cano Sánchez

    El Plan de Ayala y la lucha por la tierra en la Montaña de Guerrero

    Francisco Herrera Sipriano

    Mormonismo y zapatismo, convergencias

    Moroni Spencer Hernández de Olarte

    QUINTA PARTE

    NUEVOS APORTES HISTORIOGRÁFICOS

    El Plan de Ayala: la sagrada causa del ideario zapatista

    Laura Espejel López

    Música, política e historia

    Catherine Héau Lambert

    Voz, cuerpo y cultura: aproximaciones al zapatismo desde la narrativa oral

    Berenice Granados

    Imaginarios zapatistas. Religiosidad, identidad, la Loa a Agustín Lorenzo y resistencia entre los pueblos surianos

    Víctor Hugo Sánchez Reséndiz

    SEXTA PARTE

    EL PLAN DE AYALA, EXPRESIONES SOCIOCULTURALES

    Zapata y el zapatismo en la cultura nacional: del muralismo al Laberinto, 1920-1950

    Ricardo Pérez Montfort

    De maestro a guerrillero: las huellas del zapatismo en una novela anarquista

    Alejandro de la Torre

    Gregoria Zúñiga y Emiliano Zapata: el amor y la memoria

    Carlos Barreto Mark

    Emiliano Zapata ante el Negro Reyes. Una confrontación para la historia

    Margarita Carbó Darnaculleta (†)

    PREFACIO

    Laura Espejel López

    Este libro reúne los trabajos presentados en el Coloquio La firma del Plan de Ayala. Un siglo después, que tuvo lugar del 28 al 30 de noviembre de 2011 en el Castillo de Chapultepec, bajo los auspicios de la Dirección de Estudios Históricos y el Museo Nacional de Historia, dependientes del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

    La finalidad del coloquio fue conmemorar los cien años de la promulgación del Plan de Ayala, el ideario político y social enarbolado por el general Emiliano Zapata durante la Revolución mexicana, con un encuentro en el que académicos y estudiosos del tema dieran a conocer los avances y resultados de sus investigaciones. Las pláticas y el intercambio fueron alentadores, ya que se leyeron ponencias que van desde los antecedentes regionales de las luchas y proclamas campesinas del siglo XIX en el estado de Morelos, hasta las expresiones culturales de la utopía zapatista durante el siglo XX.

    Quiero agradecer la generosa colaboración del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes —hoy Secretaría de Cultura—, del propio Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), de la doctora Inés Herrera Canales, entonces al frente de la Dirección de Estudios Históricos del INAH, y del maestro Salvador Rueda Smithers, director del Museo Nacional de Historia, así como a cada uno de los ponentes y comentaristas que hicieron posible la edición de este libro.

    Ellos aportaron datos, información y opiniones en torno a la revisión historiográfica y la trascendencia histórica del Plan de Ayala, cuyos postulados siguen siendo materia de discusión y reflexión en el México de hoy.

    Antes de concluir quisiera agradecer el trabajo profesional y la compañía del maestro Jaime Vélez Storey, desde que organizamos las mesas de discusión del coloquio, ahora convertidas en apartados del texto, y a lo largo del paciente proceso de edición, compañero y amigo desde los años setenta del siglo pasado en el Archivo General de la Nación, interesado en trabajar el Fondo Genovevo de la O, por invitación de don Natalio Vázquez Pallares.

    INTRODUCCIÓN. EL PLAN DE AYALA,

    SECUELAS HISTORIOGRÁFICAS

    Laura Espejel López

    Jaime Vélez Storey

    Conmemorar los cien años del Plan de Ayala significó la oportunidad de dar a conocer los trabajos de un grupo significativo de estudiosos de la Revolución mexicana —nacionales y extranjeros— que en los últimos años se han ocupado del movimiento zapatista; de su origen y su herencia, en el contexto de los proverbiales conflictos entre los pueblos campesinos de Morelos —de ancestral raigambre indígena—, y de las grandes haciendas azucareras de la época. Así, los temas incluidos en este libro representan un mosaico actual de los estudios sobre el movimiento campesino que a lo largo de diez años, entre 1910 y 1920, enarboló el Plan de Ayala como su bandera política y social. El libro se organizó de la siguiente forma:

    En la primera parte, Origen del Plan de Ayala, Horacio Crespo, en su artículo Los campesinos de Morelos como protagonistas históricos, nos ofrece una síntesis de casi todo lo publicado durante los últimos años sobre los campesinos de Morelos, en la cual recupera su papel como protagonistas de la historiografía contemporánea. Un panorama que cubre desde el siglo XIX hasta la actualidad, en el que repasa desde los primeros rebeldes de la entidad hasta la raíz y razón de los campesinos zapatistas a través de los artículos y los libros de los especialistas en el tema, como Hobsbawm y Sotelo Inclán. Le sigue el ensayo de Carlos Barreto Zamudio, El Plan de Ayala. Su linaje histórico en el estado de Morelos, 1824-1943, en el que aborda la secuencia histórica de las proclamas políticas en el estado de Morelos, en una cronología que se extiende desde el Plan de Cuernavaca, de 1824, hasta el Plan de Cerro Prieto, de 1943. Es decir, todo un linaje de pronunciamientos que atraviesan el largo siglo que va del inicio de la Independencia, en 1810, al Plan de Ayala, en 1911; y de la revolución zapatista a las luchas de Rubén Jaramillo. Ello a su vez se complementa con el artículo de Laura Hernández Martínez, El Plan de Tacubaya, un antecedente del Plan de Ayala, en el que el primero es analizado como prefacio e influencia inmediata y directa del Plan de Ayala. Esto es, intenta explicar el vínculo inicial entre los liberales radicales de la Ciudad de México y el movimiento zapatista, una relación que se consolidará a lo largo de la revolución campesina. En este caso, el artículo está centrado en el papel estelar que en el Plan de Tacubaya y el movimiento zapatista desempeñó el periodista Paulino Martínez, familiar de la autora. Esta primera parte concluye con el artículo de Oresta López Pérez, quien se ocupa de la biografía de una de las mujeres más representativas del radicalismo liberal y feminista del siglo XIX y los albores del XX: la maestra y poetisa de San Luis Potosí, Dolores Jiménez y Muro, autora de un proemio al Plan de Ayala, colaboradora, propagandista y amiga personal de Emiliano Zapata.

    La segunda parte, El ideario político y sus autores, se inicia con el texto de Salvador Rueda Smithers Zapata y Madero. Revolucionarios en conflicto, en el que analiza la difícil relación entre estos personajes, a partir de las diferencias políticas que a la postre resultarían irreconciliables. Lo cierto es que los vínculos entre aquellos revolucionarios de diferente estirpe existieron siempre como momentos críticos, al filo del agua, en la acepción popular de Agustín Yáñez. Como sugiere Rueda, en la reticencia de Madero subyace el miedo al indio, al mexicano extraño, a Zapata como enigma, a la historia. De manera complementaria, por su parte, la maestra Alicia Olivera Sedano (†), en su texto El Plan de Ayala y Otilio Edmundo Montaño, intenta recuperar la figura de quien fuera redactor del programa político de Zapata y protagonista de uno de los conflictos más notables en el interior del movimiento zapatista, al grado de que en 1917, luego de un juicio marcado por la intriga, Montaño murió fusilado bajo el cargo de traidor. Con todo, Montaño dejó escritas las bases del legado agrarista del movimiento. Esto último es lo que analiza Ruth Arboleyda en su artículo El Plan de Ayala y la concepción agrarista de la Revolución, en el que utiliza los testimonios de los mismos combatientes de Morelos, en un intento por analizar cómo y por qué el Plan de Ayala imprimió una visión agrarista no sólo al movimiento zapatista como instancia regional, sino también a la Revolución mexicana en su conjunto. Sigue el texto de Martha Eva Rocha Islas, Dolores Jiménez y Muro, ¿firmante del Plan de Ayala?, también acerca de la maestra. Al repasar su vida política militante, establece que resulta poco probable que hubiese redactado o firmado el Plan de Ayala, como sugerían algunos investigadores, al tiempo que destaca su calidad de propagandista del movimiento campesino. Esta segunda parte se cierra con el texto de Aura Hernández Hernández, Delito y disidencia. Juicios a Quintín González y Emiliano Zapata, 1910, en el que analiza los juicios de amparo promovidos por estos dos personajes a principios de 1910: en el primer caso contra una acusación por rapto y estupro; en el segundo contra el encarcelamiento por vagancia, embriaguez e intento de asesinato que padeció Zapata en 1910. Al estudiar los documentos del proceso, la autora descubre el trasfondo político en el que se apoyan las acusaciones, en apariencia del orden común.

    La tercera parte, Acción armada y propaganda política, se inicia con el texto del historiador Samuel Brunk, El Plan de Ayala y la unidad zapatista, en el que argumenta sobre el papel decisivo del programa político de Zapata como aglutinador de un movimiento hasta entonces fragmentado, sin directrices sociales a mediano y largo plazos y, por supuesto, a la zaga del Plan de San Luis Potosí, de Madero. Esto se complementa con la colaboración de Francisco Pineda, El Plan de Ayala y la guerra, en que analiza del programa de Zapata sobre el terreno militar, donde el Plan de Ayala funciona no sólo como catalizador, sino también como el instrumento táctico y estratégico que permite la unidad de la diversidad en el movimiento campesino de Morelos. Esto sirve, a su vez, para que el movimiento trascienda las fronteras locales, estatales, regionales y, lo más importante, de clase, hasta adquirir una dimensión nacional e internacional inimaginable, con la cualidad de que, en tanto código de justicia, propició las simpatías y adhesiones de los dirigentes obreros más avanzados del momento.

    Por su parte, Ramsey Tracy, en Memoria y difusión popular del Plan de Ayala, nos introduce al terreno siempre accidentado, subjetivo y colectivo de los canales pueblerinos a través de los cuales los campesinos difundían su programa de lucha. Entre otras dudas, intenta responder a una pregunta inicial: ¿Cómo se realizaba la difusión del contenido del documento hacia los rincones más retirados de la zona zapatista y hasta los márgenes de la República? (p. 274). De manera complementaria respecto a las tres primeras colaboraciones de esta sección, Anna Ribera Carbó, en Los zapatistas y los obreros de la Ciudad de México, 1914-1915, describe las tensiones y diferencias políticas entre los zapatistas y los dirigentes obreros de la capital de México en el momento coyuntural en que los líderes de la Convención entraron a la entidad, cuando obreros y campesinos quedan frente a frente. En su análisis, destaca los factores que imposibilitaron la alianza obrero-campesina.

    La cuarta parte, Expresiones regionales del zapatismo, se inicia con el texto de Samuel Villela F., El zapatismo hecho gobierno. Jesús H. Salgado en Guerrero, en el que documenta la gestión administrativa del primer gobernador zapatista en la entidad. Además del contexto social y económico, Villela nos ofrece un retrato político y militar de Salgado de cuerpo entero, como modelo de un personaje que tiene que luchar y hacer política en uno de los mejores momentos del movimiento zapatista en el estado de Guerrero. Por su parte, Beatriz Lucía Cano Sánchez, en Alfredo Quesnel: un personaje enigmático de la Revolución mexicana, intenta descifrar una figura inescrutable que ocupó el cargo de secretario en el Cuartel General de Emiliano Zapata en los albores de la revolución en Morelos. Un personaje que, sin pena ni gloria, pero no exento de intrigas, se perdería en el anonimato de la historia. De regreso al estado de Guerrero, en El Plan de Ayala y la lucha por la tierra en la Montaña de Guerrero, Francisco Herrera Sipriano se encarga de puntualizar la labor agrarista del zapatismo en el estado, con los conflictos y problemas que aquello significó. Esta cuarta parte termina con la colaboración de Moroni Spencer Hernández de Olarte, Mormonismo y zapatismo, convergencias, en la que nos muestra los casos muy singulares de las familias que, con todo y profesar la religión mormona, formaron parte y se integraron al movimiento zapatista, de raigambre católica, hasta sus últimas consecuencias.

    La quinta parte, Nuevos aportes historiográficos, se dedica a los estudios de ciertos aspectos específicos, por lo demás poco estudiados, del movimiento zapatista. Es el caso del artículo inicial de Laura Espejel López, El Plan de Ayala: la sagrada causa del ideario zapatista, en el que, a partir de entrevistas y testimonios de los propios combatientes, nos adentra en la dimensión subjetiva de su lucha por la tierra, por el Plan de Ayala y por la consagración del ideal de su revolución. Por su parte, Catherine Héau Lambert, en Música, política e historia, dirige sus esfuerzos a explicar el funcionamiento de este complicado triángulo analítico. Un conjunto en el que trata de establecer lo mismo el papel de los corridos revolucionarios que las concepciones políticas e históricas que subyacen a la musicalización de las formas comunicativas, políticas y de combate militar. Un abordaje que se complementa con el texto de Berenice Granados, Voz, cuerpo y cultura: aproximaciones al zapatismo desde la narrativa oral, en el que lo analítico y la teoría se aplican a los testimonios concretos, también tomados de entrevistas con los protagonistas de la historia. Por su parte, Víctor Hugo Sánchez Reséndiz, en "Imaginarios zapatistas. Religiosidad, identidad, la Loa a Agustín Lorenzo y resistencia entre los pueblos surianos", intenta demostrar las convergencias entre las tradiciones religiosas del estado de Morelos —con cierta tradición de crítica social y política— y la insurrección política y militar zapatista.

    La sexta y última parte, El Plan de Ayala, expresiones socioculturales, se inicia con el trabajo de Ricardo Pérez Montfort, "Zapata y el zapatismo en la cultura nacional: del muralismo al Laberinto, 1920-1950, en el que da seguimiento a la figura de Zapata y al movimiento agrarista en las expresiones artísticas que siguieron a la Revolución, con énfasis en la pintura mural, el cine y la música. Le sigue el texto de Alejandro de la Torre De maestro a guerrillero: las huellas del zapatismo en una novela anarquista, en el que descubre el tratamiento de la lucha popular de Zapata en la narrativa del escritor Adrián del Valle. Por su parte, Carlos Barreto Mark, en Gregoria Zúñiga y Emiliano Zapata: el amor y la memoria, escrito a partir de una entrevista del autor a quien fuera la última pareja sentimental de Zapata, testifica los momentos finales del caudillo, poco antes de ser asesinado en Chinameca. En el último texto de la sección, Margarita Carbó Darnaculleta (†), en Emiliano Zapata ante el Negro Reyes. Una confrontación para la historia", nos ofrece el encuentro anecdótico entre el novel dirigente rebelde del pueblo de Anenecuilco y el típico capataz de las poderosas haciendas circunvecinas.

    PRIMERA PARTE

    ORIGEN DEL PLAN DE AYALA

    LOS CAMPESINOS DE MORELOS COMO PROTAGONISTAS HISTÓRICOS

    Horacio Crespo*

    LOS CAMPESINOS EN LA MIRADA ETNOGRÁFICA E HISTORIOGRÁFICA

    Los campesinos que irrumpieron con fuerza inusitada en el escenario político de México en la década revolucionaria de 1910 adquirieron con aquellos decisivos acontecimientos, que dieron lugar al México moderno, una notoriedad que en años anteriores les había sido negada. La investigación antropológica e histórica ha contribuido de manera primordial al proceso de integración de aquel segmento fundamental de la población del país, a través de conocimientos, del estudio de problemas reales y de su adecuada conceptuación y valoración analíticas. En este sentido, como sabemos, la sociedad del estado de Morelos fue, a lo largo del siglo XX, un laboratorio de reflexión y prueba continua de modelos etnológicos de análisis, así como —a partir de 1926, con los estudios de Robert Redfield en Tepoztlán, poco después de los inaugurales trabajos de Manuel Gamio en Teotihuacan— un escenario de fecunda investigación etnográfica tanto en el caso específico de pueblos como de regiones y subregiones específicas, como los Altos, el Oriente y otras.

    Desde las teorías sobre la sociedad folk y la interdependencia entre el campo morelense y la Ciudad de México, hasta los estudios sobre las relaciones entre el campesinado y el Estado mexicano, o las investigaciones asociadas a las definiciones de región y comunidad, las dedicadas a cuestiones étnicas, de identidad e indianismo, los estudios antropológicos realizados en Morelos no sólo se han apoyado en proyectos intelectuales muy consistentes a nivel individual —especialmente fincados en el análisis de la sociedad campesina—, sino también han impulsado la renovación teórica y empírica frente al desafío constituido por los nuevos fenómenos sociales que se despliegan con mucha intensidad en el presente en la entidad: fuerte movilidad interna de la población; diversidad y heterogeneidad cultural; recepción de inmigrantes de otras regiones y emigración hacia Estados Unidos y Canadá; explosión urbana y megalópolis; reconfiguración étnica; inseguridad y delincuencia, etcétera.¹ En esta vigorosa actividad de investigación antropológica, el campesinado ha sido un sujeto privilegiado de estudio: desde el temprano Tepoztlán de Redfield, publicado en 1930, pasando por el trabajo de Oscar Lewis en los años cuarenta, hasta los efectuados por Arturo Warman y su equipo en la década de 1970; los de Judith Friedlander, Guillermo de la Peña y Roberto Varela, por mencionar los más destacados y en los que la historia ha ocupado un lugar singular.²

    ¿Campesinos o indios? En su estudio fundador, Redfield:

    puso sobre la mesa un tema que desde entonces ya era factible de analizar y que se hizo más evidente en el estudio de las sociedades rurales: ¿cómo caracterizar ontológicamente a las comunidades de Morelos frente al irreversible proceso de desindianización estructural, ideológico y político que subyacía desde esos años en los procesos de transformación, conflicto, modernización y desarrollo del Estado?³

    Melgar señala, a su vez, que en Lewis se expresa una reflexión sobre los efectos de transformación que el desarrollo nacional ejerció en la sociedad campesina.⁴ Así, la investigación antropológica acerca de Morelos, en particular la de la década de los setenta (que de manera implícita dialoga con los autores precedentes), alcanzó una influencia que se extendió mucho más allá de la parroquia, pues ayudó a definir algunos de los paradigmas analíticos que más impactaron en la antropología mexicana y latinoamericana de su época. En especial, los orientados al estudio de la desigualdad social, la dependencia, la descolonización y el neocolonialismo, lo mismo que en torno a los alcances conceptuales de las nociones de etnia, clase y nación, como señalan Rubio, Valencia y Vargas, en sus trabajos sobre el desarrollo de la antropología en Morelos. En ese contexto, el tema de lo étnico comenzó a emerger como un elemento nodal del trabajo antropológico, en la línea marcada por Friedlander. Esto es algo que señala acertadamente Claudio Lomnitz en otro importante e innovador artículo, en el que borda a partir de esos mismos aspectos culturales básicos, de los que no se habían ocupado sus antecesores.⁵

    En todo ese proceso de elaboración intelectual, la interacción de la antropología con la historia ha dado frutos ricos y variados —como se demuestra en los trabajos de Warman y De la Peña, por ejemplo—, para dar lugar a una de las dimensiones más interesantes y productivas de los estudios acerca de los campesinos en la región. Quizá sería esta vía interdisciplinaria la más idónea para desarrollar los nuevos temas y campos de investigación respecto a la problemática campesina de Morelos en el futuro inmediato. Tal vez la historiografía no logró esa dinámica tan activa de intercambio que sí practicó la etnografía, en la que sus estudios sobre los indígenas en el proceso inicial de la Colonia son parte de esa interacción, vigente, por cierto, en los paradigmas teórico-metodológicos de los Annales, en sus momentos más preclaros. Entre los trabajos sustantivos acerca de la formación de la sociedad colonial en Morelos, se encuentran aquellos que fueron capaces de interrogar los testimonios sobre los primeros contactos y los procesos tempranos de las nuevas relaciones de dominación, con el instrumental etnográfico ade­cuado a las pro­fundas secuencias temporales.

    En el campo de la historiografía de Morelos, una de las épocas más frecuentadas de su desarrollo fue el periodo porfirista, lo que en buena medida es reflejo del interés que siempre suscitó el zapatismo. La indagación en torno a las condiciones que propiciaron el surgimiento del movimiento revolucionario suriano se dirigió, naturalmente, a las tres décadas anteriores a 1910, para encontrar en ellas las razones que provocaron que la masa campesina de la región se volviera protagonista de un alzamiento que rebasó los límites del estado y dio lugar a una de las corrientes fundamentales de la Revolución mexicana, integrante, además, de los vastos movimientos campesinos que fueron componente esencial del desarrollo histórico mundial del siglo XX.⁷ Plantea preguntas acerca de las condiciones económicas, sociales y políticas que fueron la levadura de la rebelión; las trazadas en torno al carácter y la natural persistencia de las comunidades, a lo que alude el célebre aserto de John Womack sobre unos campesinos que hicieron una revolución porque no querían cambiar. Las interrogantes acerca de los elementos constitutivos y funcionales del sistema de haciendas azucareras, su lógica interna, las razones de su éxito en la era porfirista, sus debilidades y su silencioso colapso económico, como preámbulo de su estrepitoso derrumbe como consecuencia del conflicto armado revolucionario de 1914 y la subsiguiente invasión carrancista, dos años después. Todas articuladas al interés por el Porfiriato en Morelos, cuyos resultados historiográficos concordaron con sus motivaciones iniciales.

    Algunos problemas teóricos e historiográficos siguen planteándose junto con esas preguntas. El más inquietante se relaciona con la supervivencia —y en qué condiciones— de la economía campesina y la organización social comunal, a finales del siglo XIX; incluso su persistencia al momento de la temprana reforma agraria en Morelos, en la primera mitad de la década de 1920. El hallazgo —hace más de tres décadas— de una importante fuente cuantitativa sobre la tenencia de la tierra en Morelos, en 1909, no ha sido todavía exhaustivamente explorado en sus amplias posibilidades y será necesario seguir trabajando en torno al complejo problema de la diferenciación social —tal como se formuló en la tradición marxista del desarrollo capitalista agrario—, como noción descriptiva, sincrónica, de la morfología social campesina y como concepto clave en el análisis diacrónico de la sociedad en transición.⁸ Un campo fértil, insistimos, para la colaboración entre antropología e historiografía, que puede remontarse mucho más allá del periodo porfirista en aspectos como la estructura familiar, las prácticas productivas y las reglas de la herencia de los campesinos en los siglos coloniales, etcétera. Por supuesto, las interrogantes vigentes desde la obra de Pedro Carrasco sobre la estructura social y las formas familiares de los grupos rurales dominados anteriores a la Conquista española, por ejemplo, siguen abiertas y son de un extraordinario interés teórico y empírico.

    Esta reflexión teórica y metodológica se incluyó en el gran debate acerca de la construcción de una teoría general de las economías campesinas, que tuvo lugar en las décadas de 1970 y 1980, con la mira —a la postre frustrada— de elaborar estudios campesinos que constituyeran un marco de referencia interdisciplinario sobre la economía campesina, su estructura, dinámica, cambio y su amplio marco social, como lo planteó Shanin.⁹ El balance acerca de las reformas agrarias latinoamericanas y, más en general, en el Tercer Mundo y las penurias de la economía agraria del socialismo real, ante el éxito devastador —en más de un sentido— del capitalismo en el agro, fue el telón de fondo político de toda esta gran construcción intelectual. A tres décadas de distancia y con el marxismo debatiéndose en un cono de sombras, en el presente, la teoría social, como instrumento conceptual y analítico, conserva su validez para dilucidar una problemática como la de la historia rural de Morelos, a la vez que posibilita la crítica del modelo de comunidad campesina que implícita o explícitamente ha sido el factor dominante en el examen histórico de los campesinos mexicanos y, en específico, en la región de nuestro interés.

    Un segundo enfoque de los estudios historiográficos sobre el Porfiriato en Morelos, vinculado de manera dialéctica con el de los campesinos, giró en torno a la hacienda: la necesidad de reformular la interpretación teórica de la hacienda mexicana, a partir de datos empíricos exhaustivos y, en lo posible, cuantificables, para poder criticar las anteriores concepciones de tipo populista, influidas por el romanticismo agrarista o tributarias de un modelo feudal pensado para la organización agraria de Latinoamérica de la época colonial, extendido al primer periodo independiente, e incluso más allá, hasta adentrarse en el siglo XX. En este tema, el argumento central de renovación ha consistido en considerar la hacienda mexicana dentro de una tipología dinámica, ejemplificada en la transición del tipo clásico de hacienda de producción tradicional al tipo modernizado, con una lógica de producción diversificada y eficiente, con dos variantes que empujan hacia los extremos contrarios: la hacienda de producción marginal y la gran explotación moderna de tipo capitalista industrial.¹⁰ De esta manera se historiografía el problema, a la vez que se consigue la flexibilidad suficiente para interpretar la dinámica general y las tendencias sociales hegemónicas, posibilitando, con todo, la inclusión de las distintas manifestaciones empíricas en toda su particular riqueza.

    El problema teórico e historiográfico de la hacienda se inserta, así, en el panorama más vasto del desarrollo del capitalismo en México y Latinoamérica. Las investigaciones acerca de la hacienda encontraron en buena medida su impulso decisivo y su razón de ser en las preocupaciones surgidas en torno al tema del desarrollo en Latinoamérica, a partir de la construcción e implantación del paradigma de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en los tempranos años cincuenta. El sistema agrario basado en el latifundio aparecía como uno de los grandes obstáculos para la modernización de las relaciones sociales y de la economía de la región —suponiendo modernización precisamente como concepto análogo al de capitalismo— y éste fue el efectivo disparador de un tema que alcanzó inusitada importancia y extensión.

    Con justicia, también se asignaba a la hacienda —superviviente o eliminada por la reforma agraria— una responsabilidad esencial en la morfología social de los campesinos y, por extensión, una influencia considerable en la configuración de algunos elementos fundamentales de las sociedades latinoamericanas. Es cierto, asimismo, que el tema tenía sus antecedentes consolidados desde las publicaciones de Molina Enríquez, McCutchen, Tannenbaum y luego Chevalier,¹¹ y que a su vez, desde mediados de la década de los treinta, Silvio Zavala lo había planteado como renovación de los estudios indianos, en sus trabajos sobre la encomienda, el carácter de la Conquista y el régimen de trabajo colonial, debidamente enmarcados en el debate en torno a la leyenda negra española.¹² Nickel llama la atención acerca de los relativamente escasos estudios sobre las haciendas en el periodo porfirista, si se compara con los realizados en torno a la etapa colonial. En todo caso, es de subrayarse que para el periodo porfirista en Morelos no hay trabajos que abarquen la problemática en su conjunto anteriores a mi estudio, pese a la importancia del tema respecto al zapatismo.¹³

    Una obra con planteamientos comparativos interesantes es la de Alejandro Tortolero, en la que hace hincapié en los aspectos tecnológicos, a expensas de consideraciones más sistémicas.¹⁴ En este sentido, otro aspecto sustantivo del tema de la hacienda porfirista es el análisis del proceso de moder­nización de la industria azucarera, en realidad el agente económico fundamental de la dinámica de cambio que vivió la región en el periodo tratado y que está en la base misma de los orígenes de la rebelión zapatista. Es necesario comprender los procesos y parámetros mundiales para incorporar una dimensión comparativa en la cual situar la historia regional y despejar en definitiva algún mito persistente, como la supuesta capacidad competitiva internacional de la industria azucarera morelense y su vocación y prácticas exportadoras. También se debe puntualizar que respecto al proceso de modernización se desprende una caracterización distinta del empresariado azucarero de la época porfirista, que supera a la difundida por la bibliografía zapatista convencional, y sus referencias a la hacienda como un sector en manos improductivas, ausentes, rutinarias y desinteresadas de los problemas de la producción. Sin entrar en consideraciones acerca de su moral social, debe subrayarse que el comportamiento de algunos de sus protagonistas —desde Lucas Alamán hasta Mendoza Cortina, los Ruiz de Velasco, Delfín Sánchez y Pagaza, entre otros— se ajusta al concepto del emprendedor como agente fundamental del crecimiento económico. Esto se refuerza cuando se analiza la esfera de distribución, en la que los hacendados azucareros de Morelos representan en forma activa una lógica centrada en la expansión de la producción, mayor oferta y descenso del precio, para ampliar la demanda frente a las viejas prácticas monopolistas de los comerciantes de la Ciudad de México. Dicha estrategia finalmente fructificaría a partir de la década de los años treinta del siglo XX, vinculada con la intervención directa del Estado mexicano en la difícil coyuntura de la crisis y la depresión de esa época.¹⁵

    LOS CAMPESINOS DE MORELOS EN EL SIGLO XIX

    Como ya lo expuse en un escrito anterior, el gran fresco sobre el que se proyectó el zapatismo fue el de una sociedad basada en un orden convencionalmente llamado tradicional, erosionado de manera paulatina desde la época de las reformas borbónicas, que se llevaron a cabo un siglo y medio antes del estallido revolucionario de 1910.¹⁶ El orden colonial, instituido en la bisagra de los siglos XVI y XVII, al estabilizarse la sociedad novohispana después de las excepcionales perturbaciones ocasionadas por la Conquista y los traumas demográficos y sociales del periodo inmediatamente posterior, había estado sometido a una sucesión de cambios lentos, a veces no demasiado perceptibles, aunque efectivos e inexorables, si bien seguía apareciendo, a ojos no avisados, como una simple escenografía inmóvil. Edificado sobre bases ideológicas e institucionales acordes con un paternalismo concesivo y protector, el orden novohispano no estuvo exento de aristas de conflictividad que daban lugar a confrontaciones y disputas constantes, sin manifestaciones violentas colectivas de alta visibilidad —como motines, revueltas o inclusive sublevaciones más generales y continuas—, hasta el momento en que el levantamiento de los insurgentes desató una violencia abierta que no pudo ser reprimida del todo a lo largo de las décadas siguientes.

    Así, con exasperación, pasión y fanatismo se expresó de nueva cuenta el antagonismo sagazmente administrado en los siglos coloniales, hasta que la furia secularmente contenida y condensada hizo crisis. Ni los poderosos ni los oprimidos podían ni querían seguir viviendo como hasta entonces. La degradación lenta pero constante de los diques tradicionales, desde los márgenes y los suburbios, que en el siglo XIX sería moneda corriente, llevó a la emergencia de los contingentes armados. Entre los actores de la violencia estuvieron desde los negros de Yermo, los improvisados ejércitos insurgentes y las modestas guardias nacionales, hasta el más disciplinado y eficaz cuerpo militar de Juan Álvarez, batallones encuadrados o gavillas al acecho, ejércitos con principios y horizontes ideológicos, lo mismo que partidas de bandoleros sin otra motivación aparente que el beneficio inmediato de los golpes de mano.¹⁷ Como afirma muy bien Irving Reynoso: las fuerzas armadas al servicio de intereses particulares fueron más relevantes que el concepto de ‘ciudadano en armas’ que el reformismo liberal de la primera mitad del siglo XIX pretendió implementar en los pueblos de la región de Cuernavaca y Cuautla Amilpas.¹⁸ No podemos desdeñar tampoco los efectos de contagio como elemento significativo, una vez que la violencia se echó a andar pero que sólo indagaciones históricas muy sutiles han alcanzado a percibir,¹⁹ lo que, en suma, siguiendo a Gramsci, podríamos señalar como una crisis de hegemonía. El territorio de los valles del sur de la Ciudad de México se convirtió en enconado campo de batalla. Sofocada en buena medida la lucha insurgente en sus manifestaciones más estentóreas, la pax colonial sin embargo ya no regresó a los pueblos y campos surianos. Por el contrario, después de la Independencia, la violencia permaneció latente, emergiendo con intermitencia y, finalmente, se acentuó a partir de la guerra con Estados Unidos y la invasión subsiguiente hasta alcanzar su ápice en las guerras de Reforma e Intervención. Así prosiguió, enconada y sin tregua, hasta el triunfo de la rebelión de Tuxtepec.²⁰

    A partir de 1846 se incrementó la conflictividad política y social de la región, y la violencia abierta se manifestó cada vez más intensamente desde la revolución de Ayutla en 1854, siguiendo cuatro líneas fundamentales. La primera, los brotes crecientes de bandolerismo —una combinación de conductas delictivas y reclamo social—; la segunda, la consolidación de liderazgos locales que dieron nombre propio al descontento político imperante en la región; en tercer lugar, la articulación, por parte de la Iglesia católica, de grupos opositores a la Constitución de 1857; por último, las expresiones de hispanofobia plasmadas en hechos muy violentos que mezclaban el encono étnico con el conflicto social.²¹ Inmediatamente después, el estallido de la guerra de los Tres Años, al mediar el siglo XIX, la intervención extranjera y la lucha contra el imperio de Maximiliano de Habsburgo generalizaron la contienda y la región se convirtió en escenario de una dura confrontación entre banderías rivales. Es en estas convulsivas circunstancias que se va a desarrollar la nueva configuración territorial —sobre la base del Tercer Distrito Militar del Estado de México, creado por Juárez en 1862, por imperativos bélicos, sobre los territorios de Cuernavaca, Yautepec, Cuautla, Tetecala y Jonacatepec— y la convicción política que daría forma al proyecto de creación de una nueva entidad federativa que, de hecho, contaba ya con un largo historial que se remontaba a la pretensión hegemónica regionalista del general Juan Álvarez en la década de 1840.²²

    El conocimiento y comprensión de este proceso de violencia social y también política ha sido uno de los principales recorridos hacia la renovación de la historiografía regional concerniente a los tres últimos siglos, como se aprecia en diversas secciones de la Historia de Morelos, publicada hace poco.²³ Me parece oportuno plantear ahora las aportaciones más sustantivas en el terreno de la historiografía sobre el siglo antepasado, en especial las relacionadas con el problema de la conflictividad social, por muy novedosas y por tener el mérito adicional de hacerse presentes en un terreno prácticamente desconocido para la historia académica profesional, y que se agregan, además, a las actuales renovaciones en el campo del zapatismo, en sentido estricto. Ambas vertientes tienen como protagonistas a los campesinos de la región. Dichas contribuciones no exhiben un mezquino tono parroquial —una crítica permanente y muchas veces muy justificada a la historia regional—, sino que se adentran de lleno en el proceso de la historia nacional mexicana decimonónica,²⁴ no sólo por la relevancia de los asuntos abordados, sino también por un fundamento más profundo: la historia nacional no puede ser sino esencialmente regional, al menos hasta muy entrado el siglo —la Reforma puede ser el parteaguas de la posible nacionalización de la historia mexicana—, y las acciones de Juan Álvarez y su influencia en la construcción definitiva del Estado y el modelo de nación. De hecho, en México se ejemplifica en forma adecuada este aserto.

    El hacendado de La Providencia fue un personaje nacional paradójico porque su poder fue, en esencia, regional. Aun el mismo centro, la Ciudad de México, no puede ser comprendido ajeno a su gravitación en relación con las dinámicas regionales y el balance, arbitraje, pesos y contrapesos que él ejercía. La historia nacional no puede hacerse al margen —so pena de teleología historicista— del proceso mismo de construcción de la nación y su manifestación de mayor visibilidad: el Estado-nación, sin presuponerla en grado alguno. Por lo que estas cuestiones tocan asuntos medulares de esa construcción, al tratar de dilucidar las confrontaciones sociales y políticas de los campesinos en la región. Esto nos ocupa durante el tramo central de la época decimonónica, decisivo en grado sumo, en la acción del Sur grande, su representación y su poder: Juan Álvarez desde la costa de Guerrero.

    Álvarez es una figura decisiva para la configuración del Sur como región con características propias, a partir de la Independencia. Discípulo, continuador y heredero de Vicente Guerrero, figura controvertida en la historiografía y en la política, Álvarez espera estudios detallados y una biografía desde nuestros tiempos historiográficos, que lo explique en toda su complejidad y lo coloque como una de las presencias más relevantes en la conformación de México como nación y como Estado independiente. Barreto Zamudio ha llamado la atención sobre la polarización de visiones en torno a Juan Álvarez, que abarcan el amplio espectro que va desde la satanización hasta la santificación, y advierte sobre la necesidad de hacer un análisis menos prejuiciado, el cual podría aportar mucha luz sobre la configuración política y social de la región morelense y sus campesinos durante el siglo XIX. Él mismo muestra la adhesión del dirigente del sur a la corriente del liberalismo-federalismo-republicanismo. Líder vinculado con la política y la actividad militar, el reverso de su efigie es su papel de defensor y guía de los alzamientos campesinos de la región —con no tan obvios contenidos étnicos—, en pos de sus reivindicaciones sociales algunas veces o como forma expresiva de su descontento²⁵ en otras y también, es cierto, como contención a las expresiones campesinas radicalizadas que amenazaban con salirse de control, como fue el caso de Manuel Arellano en la región de Tetecala, en el contexto de la guerra de 1847.²⁶

    Álvarez es relevante como líder regional y como tal es ineludible en el proceso de constitución nacional, atendiendo a esa dialéctica insoslayable entre la región y la nación que configura toda la historia mexicana desde la insurgencia de 1810: así lo mostró, con sus luces y sombras, durante la fase culminante de su carrera política-militar —la revolución de Ayutla—, lo mismo que en su corto pero trascendente desempeño como presidente de la república. El contexto general de la gestación y primera etapa del estado de Morelos, entre 1849 y 1867, es significativo para una historiografía del campesinado de la región: la creación del estado de Guerrero, la revolución de Ayutla, el periodo de la Reforma, la guerra civil, la Intervención y el Imperio y, finalmente, lo que se ha denominado el periodo de la República Restaurada, bajo los gobiernos de Juárez y Lerdo de Tejada. En las rebeliones locales, el foco se ubica en las guerras y alzamientos precisos que tuvieron como escenario el estado de Morelos y como actores destacados a sus campesinos. La guerra de Reforma en el ámbito regional (1858-1860), la resistencia conservadora en la posguerra (1861), la Intervención francesa, también vista con el lente de los acontecimientos regionales (1862-1867), la resistencia republicana al Segundo Imperio (1864-67), la rebelión porfirista de Jonacatepec, luego adherida a la revolución de la Noria (1867-1872) y a la revolución de Tuxtepec (1876). Varias figuras transitan por todos estos episodios, dos de ellas dominantes: como ya vimos, don Juan Álvarez, la primera, y su lugarteniente, Francisco Leyva, que sería finalmente el inaugural gobernador constitucional de la nueva entidad federativa y protagonista medular de las dos décadas germinales de Morelos: la anterior y la posterior a la erección del estado. Personalidades mayores, pero no únicas, ya que junto con ellas aparecen diferentes personajes: desde bandoleros, dirigentes rebeldes conservadores, hacendados y funcionarios —de singular relevancia en la dinámica regional amplia— hasta la silueta de don Porfirio.

    En su trabajo acerca de las rebeliones porfiristas en Morelos entre 1867 y 1876, Barreto Zamudio analiza algunos de los principales procesos históricos ocurridos en dicho entorno durante el periodo de la República Restaurada.²⁷ El autor estudia las rebeliones sociopolíticas en la entidad hasta 1876, momento del triunfo de la revolución de Tuxtepec, que, en gran medida, estuvieron centradas en la principal figura opositora del país en ese entonces: Porfirio Díaz. Este periodo resulta decisivo para la comprensión del surgimiento y consolidación del estado de Morelos, pues incluye, entre otras dinámicas de suma importancia, el complejo proceso de su erección como entidad libre y soberana de la Federación, lo mismo que el agitado periodo gubernativo de Francisco Leyva, quien emergió de inmediato como el hombre fuerte, si bien cuestionado, en el nuevo cuerpo político. Cinco líneas principales de indagación se abren como elementos renovadores de la historiografía morelense: el complicado proceso de erección del estado —que mencionamos— y las agudas discordancias que fueron surgiendo en relación con él; la rebelión regional activada bajo el Plan de Jonacatepec entre 1870 y 1872, que se iría fusionando con otras movilizaciones porfiristas como la de la Noria; la figura del gobernador Leyva en relación con los procesos de rebelión y la disidencia popular en la búsqueda de la pacificación de la entidad; el amplio episodio regional de la revolución de Tuxtepec que, a su triunfo y tras la consecuente instalación de Díaz en la presidencia, llevaría al estado de Morelos a un largo periodo de gobernadores de extracción porfirista, que se extendería hasta los primeros años del siglo XX.

    Hasta la reciente aparición de la Historia de Morelos, el periodo transcurrido desde la revolución de Ayutla hasta la caída del gobierno federal, encabezado por Sebastián Lerdo de Tejada, y del gobernador Francisco Leyva había sido muy poco trabajado por la historiografía regional de Morelos. Después de las escasas menciones de los trabajos clásicos de Domingo Diez y Manuel Mazari, y de las investigaciones puntuales de Valentín López González —valiosas crónicas y recuperación de datos sobre diversos acontecimientos, pero con marcadas limitaciones analíticas—, el tema había sido abordado casi en soledad por el excelente estudio de Dewitt Kennieth Pittman para el leyvismo, es decir, el de la presencia protagónica del primer gobernador constitucional del estado, entre 1869 y 1876.²⁸ En este sentido, el trabajo realizado por Israel Santiago Quevedo Hernández, otro joven historiador de Morelos, despliega la trama de la carrera militar y política del general Francisco Leyva desde sus modestos orígenes y su relación con Álvarez, y muestra de qué manera se anuda su protagonismo militar con la construcción de una base de apoyo popular en la región y con su paulatino ascenso político, al convertirse en el mediador entre dos presencias prominentes en el estado: sus fuerzas populares y el poder federal, personificando así un modelo de trayectoria de la época.²⁹ El autor revela las claves del ascenso de Leyva en el estado de Morelos como protagonista en las guerras de Intervención y del Imperio, lo mismo que como primer gobernador constitucional. Esto a través de un minucioso rastreo de fuentes primarias y un elaborado recuento de la producción y el debate historiográfico que los autores modernos han sostenido en torno a su figura y trayectoria, incluida su deslucida participación en los tramos finales del porfirismo local, en ocasión de la desventurada asunción de la jefatura militar de las fuerzas federales en mayo de 1911, que Quevedo no elude y utiliza adecuadamente en sus conclusiones.

    Las dos administraciones de Leyva —el primer periodo de gobierno del nuevo estado de Morelos— resaltan por los conflictos políticos y los desafíos y presiones económicas que enfrentó. Primero contra los enemigos de Juárez —padrino político de Leyva— y Lerdo de Tejada, y luego, a nivel local, en un sinuoso y ambiguo enfrentamiento con los hacendados azucareros, lo que se combinó con una serie de violentas revueltas políticas. Así, Quevedo da cuenta de la necesaria relación de mutuo apoyo entre los poderes federales y locales ante el embate continuado de Porfirio Díaz y demás fuerzas opositoras durante las postrimerías del gobierno de Benito Juárez y, aún más, en el de Lerdo. Todo esto permite al autor efectuar un balance ponderado y novedoso de lo que se ha dado en llamar el leyvismo, un periodo de características específicas en relación con el proceso de constitución del estado, y evidentemente respecto al posterior: el Porfiriato. La expresión final del leyvismo como instrumento del porfirismo moribundo frente al levantamiento campesino permite también establecer sus vínculos contradictorios con el surgimiento del zapatismo en la coyuntura de las elecciones posteriores a la muerte del gobernador Alarcón, en 1908, algo muy bien analizado por Womack y Rueda, con una adecuada crítica al evolucionismo lineal de la corriente popular campesina que apoyó al liberalismo, construida por la historiografía zapatista clásica, especialmente desde Sotelo Inclán, que a nivel de la acción real del general Leyva no alcanza sustentación alguna, aunque sí tiene sentido en cuanto al apoyo popular a su figura, canalizado a través de su hijo Patricio, como se expresó en las elecciones de 1909.

    Salvador Rueda, en un significativo trabajo acerca de la génesis de la construcción de la identidad campesina del zapatismo, mediante el análisis de diversos elementos de su discurso, reivindica el proceso del leyvismo —expresado en una retórica antihacendado y antiespañol— y otorga un lugar singular a su larga trayectoria desde las luchas de la Independencia y en la coyuntura anterior al Porfiriato, que ya hemos referido, prolongada luego en la génesis inmediata del zapatismo en las elecciones de gobernador de 1909, cuando reaparece esa conciencia expresada de nuevo mediante un remozado leyvismo, a la vez rápidamente superado por las condiciones mismas de la lucha social y política, con el estallido de la Revolución a finales de 1910 y principios de 1911. El leyvismo, como núcleo de la identidad política campesina, termina fundiéndose y siendo superado en y por el zapatismo naciente, articulado de manera coherente en el Plan de Ayala; el leyvismo, como proyecto político, termina subsumido en el frustrado intento de controlar el zapatismo y, finalmente, en la expresión de una débil clase media conjuntada en el malogrado movimiento maderista de Morelos.³⁰ Esta interpretación, que sigue en línea directa a la de Sotelo Inclán, si bien no da cuenta de las limitaciones grandes y notorias de la política de Leyva e incluso de la personalidad del caudillo, pone adecuadamente el acento en una cuestión decisiva: el lugar de ese movimiento leyvista en la constitución de la conciencia campesina en torno a sus intereses, sus antagonistas y sus reivindicaciones, misma que todavía hoy emerge con mucha fuerza y personalidad en el discurso político que recorre un arco muy extenso, que abarca desde el agrarismo más convencional y sumiso al poder hasta las posiciones más radicalizadas. La obra de Rueda reafirma, entonces, una perspectiva muy importante, atendiendo a la constitución de los procesos de la conciencia del campesinado como actor social y político.

    Podemos concluir que después de la creación del estado de Morelos hubo una gran confrontación política, ya que Francisco Leyva trató de conformar una nueva estructura de poder fundada en la relación con el Ejecutivo federal y en relativos acuerdos con sectores de la región, en vez de concertar una alianza con la oligarquía, que tenía el poder económico y buenos resortes políticos. De esa forma se dio inicio a una constante tensión entre el gobierno del estado y los hacendados. La clase campesina, relegada, fue la más afectada, ya que, pese al reconocimiento discursivo de sus demandas tanto por liberales como por conservadores, fue víctima de un olvido sistemático en la práctica.

    Ahora podríamos calificar como una corriente vigorosa de revisionismo histórico la que está abriendo nuevos y singulares cauces al conocimiento y el debate en la historiografía regional del sur, sus campesinos, sus pueblos y la sociedad en su conjunto. Al apartarse, como elección metodológica, de partidismos ideológicos distorsionados, la percepción del pasado se matiza y se puede ejercer la crítica sobre el gran relato dominante de la historiografía regional y nacional. Uno de los resultados de esta aproximación ha sido señalar, por ejemplo, la presencia en los pueblos de los Altos

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