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A cien años del Plan de Ayala
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Libro electrónico437 páginas10 horas

A cien años del Plan de Ayala

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Los ensayos aquí reunidos, bajo la coordinación de Édgar Castro Zapata y Francisco Pineda, reflexionan en torno a los principios y alcan­ces del Plan de Ayala. Así, presentan un amplio pano­rama del movimiento encabezado por Zapata, de los estudios que ha generado y de su influencia en el imaginario mexicano; ubican el Plan en relación con otros pr
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074452662
A cien años del Plan de Ayala
Autor

Édgar Castro Zapata

Historiador egresado de la La Escuela Nacional de Antropología e Historia de México, en sus manos guarda un tesoro de la humanidad: la memoria de su bisabuelo, el general Emiliano Zapata Salazar. El año 2007, cuando falleció su abuelo materno Mateo Zapata, Edgar Castro Zapata asumió la presidencia de la Fundación Zapata y los Herederos de la Revolución que el hijo menor del General Mateo, mantuvo en actividad permanente durante más de 30 años protegiendo a los beneméritos zapatistas y sus descendientes con leyes sociales en su beneficio. El bisnieto de Emiliano Zapata está absolutamente consciente del peso que conlleva su responsabilidad como heredero y custodio de una memoria histórica tan densa que no termina de ser plenamente descubierta. A ello, cual agravante, se suma una herencia genética que lo confunde con su heroico y mítico ancestro. Los viejos zapatistas que lo ven en cada acto de recordación a donde asiste, creen que Zapata se reencarnó en este su joven descendiente de Morelos. Tiene la misma mirada en esos idénticos ojos algo rasgados, la tez un tanto cobriza propia del campesino sureño y los mismos mostachones bien cuidados, a lo mero Zapata. Dentro su misión para preservar el legado ético e ideológico del gran insurgente, Edgar Castro Zapata se ha propuesto expandir su tarea más allá de las fronteras de México y unos de sus mayores deseos es conocer Bolivia. Nos ha honrado delegándonos en el país con la representación de la institución zapatista que preside. / Francisco Pineda Gómez es antropólogo y profesor investigador de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Además de la tetralogía sobre el zapatismo que culmina con el libro La guerra zapatista 1916-1919, recientemente ha publicado los artículos "1916. Racismo y contrarrevolución en México" en la revista En el volcán Insurgente, Cuernavaca, n. 46, noviembre-diciembre de 2016, y "Exército libertador e movimento libertário magonista", en la revista Mouro, Núcleo de Estudos d`O Capital, São Paulo, enero de 2019, así como el prólogo al libro de Mario Martínez, El general Leobardo Galván y la revolución suriana en Tepoztlán, 2017, y el prólogo al libro colectivo coordinado por Armando Josué López Benítez y Víctor Hugo Sánchez Reséndiz, La utopía del Estado: genocidio y contrarrevolución en territorio suriano, 2018

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    A cien años del Plan de Ayala - Édgar Castro Zapata

    A CIEN AÑOS DEL

    Plan DE Ayala

    ÉDGAR CASTRO ZAPATA

    FRANCISCO PINEDA GÓMEZ

    Compiladores

    Primera edición: 2013

    ISBN: 978-607-445-202-0

    Edición digital: 2013

    eISBN: 978-607-445-266-2

    DR © 2013, Ediciones Era, S. A. de C. V.

    Calle del Trabajo 31, 14269 México, D. F.

    Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño de portada, puede ser reproducido, almacenado o transmitido en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    Índice

    Presentación

    Salvador Rueda Smithers

    Hacia la relectura del Plan de Ayala

    Laura Espejel López

    Defender el Plan de Ayala:

    Teniente Macedonio García Ocampo

    Édgar Castro Zapata

    Coronel José Campos Palacios: ganarle al sol.

    La vida de un firmante del Plan de Ayala

    Marcela Magdaleno Deschamps

    A propósito de Así firmaron el Plan de Ayala

    de Anita Aguilar y Rosalind Rosoff

    Carlos Barreto Zamudio

    Para que fuera nuestra bandera

    El Plan de Ayala y el camino histórico

    de los planes político-revolucionarios en Morelos

    Eric Nava Jacal

    El Plan de Ayala: hacer y decir en la Revolución

    Carlos Barreto Mark

    Entre campesinos, arrendatarios y el Plan de Ayala:

    Recuerdos y testimonios de una revolución

    Francisco Pineda

    El Plan de Ayala y los saberes

    de los campesinos revolucionarios

    Francisco López Bárcenas

    Los pueblos mixtecos y el Plan de Ayala

    Plutarco Emilio García

    El Plan de Ayala y el movimiento

    campesino contemporáneo

    Armando Bartra

    ¡Tierra y libertad! Avatares de una consigna

    Fuentes y bibliografía

    Colaboradores

    Presentación

    Este libro colectivo está dedicado al estudio del Plan de Ayala, el programa político social de la revolución campesina en México. A pesar de las infamias y la guerra de exterminio, a pesar de las negaciones y los intentos de cooptación, a pesar de la contrarreforma agraria y la devastación actual del campo, la lucha zapatista y su proclama fundamental conservan una considerable influencia en el seno de las luchas populares, así como en los debates políticos y académicos de un siglo.

    El rasgo común de los trabajos que aquí se presentan y su punto de partida es que el estudio del Plan de Ayala no es un asunto finiquitado. Más allá de la literalidad de las palabras, no hay puertas cerradas para reflexionar acerca de los principios del Plan de Ayala ni para comprender sus alcances.

    Así, los autores de este libro ofrecen al lector –bajo diversos enfoques– múltiples elementos de información y análisis para releer hoy el Plan de Ayala. Esta compilación es también un reconocimiento a los insurgentes que levantaron la bandera de los oprimidos y la sostuvieron en alto a pesar de las enormes dificultades.

    En primer término se presenta un panorama amplio del zapatismo y los estudios que ha generado. A la vez, se dirige la mirada hacia algunos de los firmantes del Plan de Ayala que relataron su experiencia de vida y sus razones de ser zapatistas. Ambos aspectos –el horizonte de los conocimientos y el carácter humano de cada lucha específica– nos invitan a una reflexión abierta, alejada de pretensiones simplificadoras, definitivas o dogmáticas.

    Esa tendencia abierta estará presente a lo largo de este libro. Pero esto no fue producto de un acuerdo previo sino que, más bien, parece obedecer a necesidades fuertes del presente, para comprender y asumir nuestra historia.

    Se apreciarán en seguida los estudios para ubicar al Plan de Ayala en su relación con otros programas políticos del siglo XIX en Morelos, Guerrero y el Estado de México; así como en relación con el Manifiesto del 23 de septiembre de 1911, proclamado por los magonistas. El texto del Plan de Ayala y su contexto, en escala de tiempo amplia, constituyen dos elementos necesarios para detectar la irrupción de los saberes sometidos.

    Asimismo, el lector encontrará trabajos específicos acerca de la coyuntura revolucionaria de 1911 en que se empuñó la bandera del Plan de Ayala. Se rescatan del olvido las aspiraciones de los campesinos arrendatarios en la zona de Cuautla y la extensa insurrección de los pueblos mixtecos desde los primeros meses del zapatismo. Sin la fuerza rebelde multitudinaria que emergió en ese año y modificó las relaciones de fuerza en los campos de batalla, sin considerar la común unidad en la civilización del maíz, el Plan de Ayala quedaría sometido a las visiones individualistas de la historia y no sería posible comprender su radicalidad ni su carácter histórico de larga duración.

    La propuesta de este libro comprende otras formas de reflexión abierta: un capítulo acerca de la vigencia del Plan de Ayala en las luchas campesinas después de la Revolución mexicana; y, desde el plano internacional, un estudio de los lazos que han unido las aspiraciones de los pueblos en sus luchas centenarias por la tierra y la libertad.

    En todos los casos el lector podrá observar una investigación cuidadosa en fuentes documentales de primera mano. Queremos resaltar que varios de los autores de este libro han trabajado desde hace décadas en la construcción de las fuentes historiográficas del zapatismo que disponemos en la actualidad: los testimonios orales, corridos, acervos documentales, su catalogación y divulgación. Así, por medio de un esfuerzo silencioso y tenaz, lograron ensanchar en forma considerable la brecha para estudiar el zapatismo a partir de la voz y la acción de los zapatistas.

    Con este libro colectivo hemos querido hacer presente el Plan de Ayala a cien años de su promulgación. Asimismo, recordar al general en jefe Emiliano Zapata quien asentó en acta levantada el 19 de julio de 1912: la revolución sintetiza las aspiraciones de varios millones de hombres y la regeneración de un país oprimido hace más de cuatro siglos, nuestra revolución no es local.

    En esa ocasión, y con su vida misma, Zapata señaló: estamos dispuestos a no traicionar a la patria, a los principios de la revolución y a la bandera que hemos jurado defender.

    Esta decisión inquebrantable también es parte de la historia del Plan de Ayala y de lo que simboliza.

    Édgar Castro Zapata

    Francisco Pineda Gómez

    SALVADOR RUEDA SMITHERS

    Hacia la relectura del Plan de Ayala

    Preludio

    Hemos imaginado a Emiliano Zapata y al movimiento campesino sureño bajo los colores de un enorme y abigarrado mural en el que los signos propios del caudillo permiten la lectura rápida de sus rasgos y de su proporción heroica. No pocas veces Zapata es representado rodeado de hombres de blanco y sombreros anchos, con algún cartel que no deja dudas sobre el carácter popular de su estatura histórica: el lema Tierra y Libertad se repite con machacona frecuencia, como parte del propósito pedagógico del muralismo y su didáctica historiográfica. Tan acostumbrados estamos a la relación de esas palabras con el hombre vestido de charro y bigote grande, que ha sido casi imposible disociar la historia de su representación, resolver la confusión del arte y la realidad. Pero la frase, que con certeza se atribuye a Alexander Herzen (quien murió en 1870), se leyó en México por primera vez la víspera del levantamiento a que llamaba el Plan de San Luis Potosí de Francisco I. Madero, en un artículo del periódico Regeneración el 19 de noviembre de 1910. Zapata podía estar de acuerdo con el postulado, aunque nunca lo suscribió; y se puede conjeturar que también pudo conocer y aceptar otra frase de Her-zen que críticamente señala que para los males sociales no somos los médicos, somos la enfermedad. No lo hizo.

    También hemos imaginado la revolución zapatista como una especie de guerra impersonal en la que campesinos armados y soldados federales matan y mueren en el agónico capítulo final del porfiriato. Los hemos pensado como protagonistas de la servidumbre humana exigida por las haciendas, esa especie mixta de feudalismo e industria capitalista, lo mismo que del amanecer de su liberación. Pero son mucho más que simples actores de la peripecia revolucionaria: son artífices de la historia moderna de México y ejemplo de la persistencia de la memoria mexicana tanto en la distorsión de los hechos como en su infinita ansia de justicia. Su raíz y razón tocan muchas vertientes del tiempo, por igual remotas –de origen prehispánico hundido en el pasado, virreinales otras más– que modernas. La penumbra de la Revolución fue apenas un instante del vasto mural de una historia multisecular del campo mexicano. Pero es instante que cubre la personalidad de Emiliano Zapata y la proyecta como extenso episodio épico. No se trata de la historia de una corajuda lucha entre los pueblos morelenses y las haciendas cañeras en la que hay ganadores y derrotados; es la confrontación de dos maneras de pensar y ver al mundo, es el careo de las culturas mexicanas.

    El peso de la palabra

    La rebelión zapatista, fraguada un día de fiesta a comienzos de 1911, es uno de esos definitivos acontecimientos que dejaron huella en la cultura, el espacio, las economías y la memoria. Con esa rebelión nació y creció, en un proceso de nueve años de lucha, buena parte del vocabulario político moderno sobre el campesino mexicano, el indio y el asunto agrario. También se tejió de maneras disímiles en abanico que recorre desde las petrificaciones del discurso cívico oficial y las parroquiales militancias de la hora, hasta el arte y la historiografía más concienzuda. Proceso duro, paradójico, multivalente, esta génesis recorrió leyendas negras y romanticismos variopintos; el rudo amanecer a la modernidad fue, sin embargo, aquello que Luis Cardoza y Aragón llamó el brusco poema de Zapata.¹

    Ya se ha dicho que su efecto histórico a mediano plazo fue el final de las haciendas –institución que nació a finales del siglo XVI y que vivía su exitoso apogeo tecnológico en 1910, sin que nadie imaginara su extinción– y el surgimiento del campesinado con personalidad jurídica colectiva, interlocutor del Estado mexicano a lo largo de más de ocho décadas. El mismo Cardoza y Aragón nos presta palabras para explicar esta cronología absoluta: con el Plan de Ayala, en 1911, nació el siglo XX mexicano.² Tan contundente ha sido el Plan de Ayala que otros documentos revolucionarios apenas han sido tan conocidos, leídos o sólo mencionados. Su influencia en la vida cotidiana y en el imaginario mexicano quizás sólo es superada por la de otro documento surgido de la Revolución, la Constitución de 1917.

    Es posible apuntar un segundo efecto de aquella rebelión que nació oscuramente de la lectura del Plan de San Luis Potosí: fundó un proceso de largo alcance al modelar el recuerdo de los campesinos que hicieron al zapatismo, delineó su identidad, esbozó los perfiles del ser social en el siglo XX y ha permeado el discurso de la historiografía moderna de la Revolución mexicana. Este brusco poema surgió de las entrañas históricas de Anenecuilco, pueblo que se mostró como microcosmos del mundo campesino; en Anenecuilco se abre, como una herida, la historia del país…, interpretó con justeza Gastón García Cantú.³

    Vale ahora un paréntesis útil para entender la curiosidad moderna por la relectura del Plan de Ayala. Durante generaciones se escribió mucho de Zapata y del zapatismo, pero poco se oyó a los zapatistas antes de 1972. Se repetía la épica, con tonos cada vez menos verosímiles, hasta que las voces de los veteranos revolucionarios, rescatadas con los entonces rudimentarios métodos de la historia oral, renovaron el relato de la rebeldía agraria del centro sur de México.⁴ No sin sorpresa de nuestra parte, los revolucionarios zapatistas pudorosamente se explicaron –e imaginaron– a sí mismos como personajes de la historia general del país, hundieron las raíces de su singular teleología en la Conquista del siglo XVI, más allá de la devastación de los ídolos –frase tomada de Roland Barthes– para definir sus conductas al amanecer del siglo XX y el sentido salvador que dieron a su propia historia hasta el final de sus vidas. La memoria de los zapatistas se urdió de narraciones cortas, breves historias hechas de acontecimientos puntuales que se articularon y de reinterpretaciones que transfiguraban al pasado hasta proyectarlas en utilidad social vigente. Memoria, armazón de un universo simbólico que fue sustento de identidad de los zapatistas como entes históricos: Vemos pues a los hombres escribiéndose a sí mismos en el espacio, cubriéndolo enseguida con gestos familiares, con recuerdos, costumbres e intenciones, afirmó Roland Barthes; se trata la trama del mundo objeto⁵ –esa tendencia a volver el mundo del recuerdo en hábitat, en donde la ausencia de palabras no significa silencio ni vacío.

    Los campesinos zapatistas no actuaron al margen de la historia, sino en el centro mismo. Ajustaron cuentas con ella cuando memorizaron, valoraron, verbalizaron dinámicamente el relato de una fatalidad y la sublimaron al entenderse como personajes que hicieron su propio destino, que no fueron arrastrados por la fatalidad. Los zapatistas construyeron infinidad de relatos en los que combinaban los sucesos de la ruda vida cotidiana con la tenacidad por practicar sus códigos culturales ajustados a la rutina quebrantada por la guerra civil de diez años; narraron historias de los trabajos de sus propios héroes y, sobre todo, hablaron del enorme valor que, campesinos en su mayoría analfabetos, otorgaban a un documento con carácter de cosa sagrada […] valor de Sagrada Escritura: el Plan de Ayala.

    Ese valor y la insistencia en hacerlo bandera inequívoca de la Revolución es, sin duda, uno de los secretos de su trascendencia. Javier Garciadiego escribió que el Plan de Ayala cambió la dimensión y la naturaleza del movimiento, pasando de la lucha defensiva regional a agrarista y social, con el objetivo de que las comunidades campesinas fueran unidad social fundamental en el país. La importancia militar del zapatismo no coincide con su relevancia histórica.⁷ El Plan de Ayala fue, a lo largo de toda la guerra revolucionaria, plataforma de un vasto programa político resuelto en cerca de un centenar de documentos de organización gubernativa; se dibujó entonces la posibilidad ontológica de una república distinta, original. Pero al final, como toda paradoja que cobija las utopías y los modelos alternativos, los hechos derrotaron a las ideas.

    Artes combinatorias del historiador –para usar las palabras de Adolfo Gilly– con las que buscamos el entramado de experiencias, relaciones, hilos que hagan comprensibles acontecimientos y eficacias históricas e historiográficas. Descreer de las flechas del tiempo –mecanismo distinto al que arma, o más bien teje, el entramado de la memoria. Los momentos constitutivos de la revolución zapatista que han querido explicar de manera moderna Felipe Ávila y Francisco Pineda (con puntos de partida teóricos distintos), hay que buscarlos en las dinámicas políticas de pueblos y comunidades, como en distintos momentos de la historia de esta historia hicieron Jesús Sotelo Inclán, Frank Tannenbaum, François Chevalier, Gildardo Magaña, John Womack, Alicia Olivera, Adolfo Gilly, Horacio Crespo, Edgar Rojano y Laura Espejel. Buscarlos en los pueblos dueños y depositarios de los títulos, las claves y los secretos reales e imaginarios de esa utopía agraria y esa guerra campesina, según señala Adolfo Gilly. Escribió Crespo que una cuestión no menor es una tradición ‘utopista’ puesta de manifiesto en la cuidadosa elaboración del relato de una edad de oro de los pueblos campesinos, elaborado secularmente y poderoso articulador en la globalización de las demandas concretas, muy claramente perceptible en el discurso implícito del Plan de Ayala y sustento movilizador y justificador de la trama principal del relato agrarista de los veinte a los cuarenta.⁸ Pero tal vez, como también considera Horacio Crespo, el zapatismo como construcción verbal no sea más que el delta de innumerables vertientes de narraciones y cuadros, recordados, renovados, inventados, que tuvieron como virtud la transversalidad, recorriendo capas sociales y decenios. Delta hecho de la lectura de innumerables relatos sedimentados en la mente de los historiadores, que prestan imágenes literarias para explicar la realidad, y de una cultura que la revolución dotó de un vocabulario cuyos verbos se conjugaban en primera persona. Explicar las condiciones que propiciaron la escritura del Plan de Ayala, germen de las historias zapatistas reales, imaginarias y adaptadas a las reglas de la memoria, se revela ahora necesario.

    Las palabras y los hechos

    Durante las primeras semanas que siguieron al 25 de mayo de 1911, fecha casi olvidada de la renuncia de Porfirio Díaz a la presidencia de la República, se comenzó a dibujar el rostro del siglo XX mexicano. El optimismo revolucionario perfilaba, no sin problemas, un horizonte político prometedor por la puerta de la democracia. Tal vez el conflicto más notorio giraba en torno a la falta de cohesión entre los antirreeleccionistas; otro más fue el descontento notorio y la sorda conspiración de los desplazados del juego de poder un año atrás: me refiero a los hombres agrupados en los clubes adictos al general Bernardo Reyes.

    Los revolucionarios y su ideal de democracia enfrentaron oposiciones cotidianamente, según dicen las crónicas, orquestadas por los antiguos hombres del gobierno de Díaz, quienes pretendieron hacer del maderismo una anécdota amarga en la inevitable sucesión presidencial (malamente aplazada en 1910), y de la revolución un sueño efímero. Pero los debates cupulares se acompañaron del asomo de unos seres extraños cuya identidad se quiso borrar desde la generación de la Reforma, y que en ese 1911 nadie pudo imaginar que aflorarían, o mejor dicho, resurgirían. Al principio se les describió como simples comparsas de Madero en el teatro de la revolución; en junio se les inventó una leyenda negra, más para preparar una guerra injusta y desequilibrada en su contra, más para explicar sin culpas la intención de hacerlos desaparecer y cerrar una historia que Juárez y Díaz dejaron inconclusa, que para calcular y adivinar su enorme capacidad de resistencia. Estos protagonistas eran los campesinos de los pueblos de cultura indígena del centro y sur del país, campesinos maderistas dirigidos por hombres de pasado ignorado, personalidades oscuras como Emiliano Zapata, Pablo Torres Burgos, Otilio Montaño o Gabriel Tepepa entre más de una decena de jefes regionales.

    Seguidores del Plan de San Luis Potosí, básicamente atentos al artículo 3º, fueron durante algunos meses leales con condición bajo palabra de Francisco Ignacio Madero, el caudillo de la Revolución. Después, una compleja cadena de acontecimientos, decisiones y costumbres culturalmente definidas crearon una herida que no cerraría sino hasta el final de la década y de la guerra. Es posible hacer un breve recuento de algunos de los elementos que brotarían en los primeros meses de la Revolución, durante la etapa maderista, y que determinarían el destino del discurso político mexicano del siglo XX.

    El indio como enemigo íntimo:

    la invención del peligro zapatista

    En junio de 1911 los conservadores porfirianos que apenas salían de su sorpresa y los revolucionarios de oratoria, vieron al movimiento maderista del campo morelense como la oportunidad para desarrollar sus nuevas carreras políticas. Mientras que los grupos armados se revolvían por las regiones más conflictivas del país, en la ciudad de México la retórica y la ironía como proyectil verbal comenzaban a sustituir a las informes caballerías e improvisadas infanterías de Madero que enfrentaron los soldados federales. Las trincheras eran ocupadas por los oradores.

    Es posible ver una manera corriente de pensar detrás de las palabras de combate en las tribunas: en Morelos, desde hacía unas semanas bajo el mando único de un hombre extraño vestido de charro, se asomaba el rostro de la incivilidad, el peligro que acechaba a las ciudades, a la civilización, ese palimpsesto que había sobrevivido todos los embates de la historia. Era el rostro que el gobierno del orden y progreso hizo la guerra en los confines del norte –contra los reductos del Tigre de Álica primero, contra los yaquis y apaches hacia final del siglo XIX y comienzos del XX– y en el sur –contra los habitantes de las sierra de Guerrero en la década de 1890 y el resabio maya de la guerra de castas en la de 1900. Para los oradores y su auditorio no había duda. No parecían muy distintos estos maderistas surianos a los seculares enemigos de México: para estos ideólogos del progreso se trataba de indios levantiscos y amantes del desorden, azuzados en mala hora por lectores interesados y disolventes del Plan de San Luis Potosí y respaldados por los presos liberados de las cárceles. El calificativo indios sintetizaba valores negativos: desde hacía más de un siglo refería a hombres que no pedían nada inteligente ni civilizado; en este caso, se pensó que las pretensiones agrarias derivadas de manera elemental del artículo 3º del Plan de San Luis Potosí eran absurdas. Los indios de Zapata serían entre junio de 1911 y febrero de 1913 ejemplo palpable de la desobediencia bárbara. Por ello, y casi de manera natural, los rebeldes surianos serían muy pronto las víctimas propiciatorias de una batalla que se libraría en las lejanas esferas políticas de la ciudad de México y dentro de los muros de las mansiones de las haciendas. El desprecio a los indios y la pretensión de borrar su historia inventaron el peligro zapatista.

    Apenas dos semanas habían pasado de la renuncia de Díaz cuando Francisco I. Madero se reunió con Emiliano Zapata en la ciudad de México. Entonces, como en un escarceo de la historia, se plantearon las fórmulas del desencuentro. En medio de la fiesta, la entrevista se desarrolló con protocolos que iban de la cortesía al acuerdo de voluntades. Madero pidió a Zapata que licenciara a sus hombres, que regresaran a la vida civil; por su lado, Zapata dejó sobre la mesa la inconveniencia de que en Morelos operaran los hermanos Figueroa, de Guerrero.⁹ Al despedirse, sin más detalles, Zapata hizo saber a Madero que el desarme de sus cerca de cuatro mil hombres se llevaría adelante mientras se cumplieran las premisas revolucionarias de carácter agrario que planteaba el Plan de San Luis Potosí.

    El enigmático maderista sureño

    Con la abundancia icónica de charros que lo mismo eran policías rurales que bandoleros irredentos o delincuentes de ocasión, que se mostraban como emblemas patrióticos o héroes anónimos, la cultura porfiriana abrió el camino a la imagen de Emiliano Zapata como el caballero charro revolucionario –que décadas después se repetiría con intenciones didácticas en ilustraciones, murales, alegorías de calendario y el cine nacional. Así que no debió extrañar que el joven jefe sureño de grandes bigotes y traje charro despuntara en 1911; tampoco que valores y sentimientos mezclados acompañaran su figura, con el relato de hazañas militares reales y ficticias, y con la exageración de las depredaciones que se le achacaban en la prensa interesada y en los pasillos políticos capitalinos enemistados con los revolucionarios. Mixtura de bandido desolador de haciendas y de honras, dirigente de rudos campesinos elementales maderistas aunque de presencia gentil, la ambigua fantasía del charro recubrió a un todavía enigmático Emiliano Zapata, cuando los fotógrafos y artistas gráficos lo descubrieron al mediar junio de 1911.

    Sorprendía la figura del revolucionario sureño, a quien desde el principio se veía con el recelo que se teje de melancolía por las figuras del romanticismo literario de la generación de la Reforma y la República Restaurada y de la esperanza maderista. Primero se le describió. El caballerango charro Emiliano Zapata se rebeló el 10 de marzo de 1911. Luego de algunos golpes de mano –más alarmantes que militarmente efectivos–, decidió tomar Cuautla a sangre y fuego en mayo. Derrotó entonces al Quinto de Oro, regimiento de caballería que con orgullo mantenía la paz porfiriana en el oriente morelense. El 25 de ese mes, el mismo día en que Porfirio Díaz firmó su renuncia como Presidente de la República, moría en el confín morelense el viejito Gabriel Tepepa, único dirigente que podía disputar el papel protagónico a Zapata, a manos de otro revolucionario. Desde comienzos de junio, el indiscutible caudillo de Anenecuilco dominaba el corredor regional Cuautla-Jojutla-Jonacatepec-Tepalcingo, y negoció una semana después la entrega pacífica de la ciudad de Cuernavaca con los agentes del dirigente nacional revolucionario Francisco Ignacio Madero. El 20 de junio, en claro ataque a las fuerzas que Madero desató, se apodó a Zapata el moderno Atila, el Atila del Sur.¹⁰ A partir de ese momento, Zapata llevaría a cuestas los calificativos contrastados de enemigo de la civilización y de principio de la esperanza posible, de ser la viva personificación de un absurdo –la restitución de tierras otorgadas por el derecho castellano virreinal– o del inédito ajuste de cuentas con la historia. Al negociar la entrega de Cuernavaca a principios de junio, Zapata se reunió con Madero. Para esas fechas sería ya evidente la fuerza política nacida del consenso pueblerino: en esas duras semanas adquirió la figura paternal e inamovible de que estuvo investido durante toda la revolución; era cabeza formal del gobierno del estado de Morelos e intervenía en los conflictos por linderos y en las relaciones entre los clanes familiares.

    La idea fija de Zapata que tanto alimentó el terror entre mayo de 1911 y hasta agosto de 1914 como bárbaro que amenazaba la ciudad nació en las primeras semanas de vida revolucionaria. Hacia finales de 1911 y a lo largo de 1912 se fue construyendo la imagen del caudillo que exigía a Madero el cumplimiento del artículo 3º del Plan de San Luis Potosí, imagen germen de la figura heroica que heredaría el siglo XX: ese Zapata que, con la bandera agraria a favor de los pueblos campesinos, abrió las puertas a la discusión de los propósitos sociales revolucionarios. Idea e imagen tienen un mismo origen cronológico: los duros meses de negociación de Madero con sus jefes regionales, durante el tramposo interinato de León de la Barra. En este sentido, la imagen fija de Zapata se desdobla de las fotografías del joven maderista morelense, vestido de traje charro de color oscuro y sombrero claro retratado entre julio y agosto de 1911. Vale la pena detenernos un poco en este asunto, clave para la comprensión de las eficacia discursiva del caudillo agrario. Mientras Zapata se desdoblaba sin proponérselo en signo e imagen del maderista morelense y en amenazante portador del miedo, en otros ámbitos debatían y conspiraban los asombrados hacendados cañeros. Debió sorprender el origen del rebelde: no era un pequeño comerciante local ni algún prominente abogado de parroquia, como se pensaba que eran los seguidores de Madero en otras latitudes, sino un agricultor que se había atrevido a desafiar al administrador de la hacienda del Hospital y al jefe político de Cuautla.

    Así, en la construcción de la figura anticlimática de Madero y de su extraño y bárbaro seguidor Zapata, en su momento aparecen los antiguos hacendados. Destacan Manuel Araoz y Luis García Pimentel con sus agentes de nuevo cuño y reiteradas costumbres –algunos de origen español, estereotipados por los zapatistas de primera hora como herederos directos de los gachupines enemigos de la independencia mexicana desde tiempos de Miguel Hidalgo y José María Morelos. De otro lado se asoman los restos de los hombres ilustres urbanos morelenses no zapatistas, como Benito Tajonar y el ingeniero Domingo Díez, quienes a través de la restauración de los clubes políticos liberales como organizaciones electorales eficaces en 1872, 1876 y 1909, quisieron corregir los rumbos que desde su punto de vista se torcieron entre agosto y noviembre de 1911 y llevaron a la ruina al vergel cañero; es decir, ocasionaron el retorno de la naturaleza agreste en Morelos en detrimento de los avances en infraestructura productiva que caracterizaron al Porfiriato, no sin corruptelas y abusos, según denunció en su oportunidad Díez.

    Una historia de política y delito.

    Conjeturas sobre los hilos rotos

    El rompimiento de la comunicación y el diálogo entre Madero y Zapata, la firma del Plan de Ayala –y la opinión muy sabida de Madero al respecto: el loco Zapata, diría al enterarse de la firma del Plan–, ocurrieron hacia los primeros días de diciembre de 1911. La historia es ésta: el principal operador político de Madero frente a Zapata era el general Manuel Asúnsulo, un joven maderista que tenía la suficiente buena mano como para gozar de la confianza de Zapata. La primera semana de noviembre de 1911 (veinte días antes de la firma del Plan de Ayala), Madero tomó posesión como presidente de la República; uno de los invitados a la ceremonia fue Asúnsulo. Este joven general quiso seguir la celebración del día y por la noche se fue a un prostíbulo de la ciudad de México. No todos, sin embargo, estaban de fiesta. Entre los parroquianos del prostíbulo se encontraba el hijo del que hasta hacía un par de meses había sido el gobernador de Morelos, Pablo Escandón; el muchacho algo reclamó a Asúnsulo respecto a la gubernatura estatal perdida por culpa de los revolucionarios y su papel decididamente favorable en la cuestión con los zapatistas maderistas. Asúnsulo, para hacer rabiar más al muchacho Escandón, le quitó a la mujer que lo acompañaba, y se paseó provocadoramente frente a Escandón. El torpe muchacho quiso golpear a Asúnsulo y éste le propinó un castigo al parecer severo. Al día siguiente, en alguna calle del centro de la ciudad, se volvieron a encontrar y, ante los reclamos de Escandón, Asúnsulo lo abofeteó –de paso hirió aún más su orgullo, pues lo hizo ante mucha gente. Todo parecía que se quedaría en eso, pero los amigos de Escandón temieron un escándalo –o algo peor–, y arreglaron una cita entre los dos contrincantes en el Jockey Club (que era la Casa de los Azulejos, donde después estuvo el Sanborns que hicieron famoso los zapatistas en 1914), a fin de dirimir pacíficamente las asperezas. Se sentaron en una mesa, tranquilos, mientras los amigos de Escandón y alguno más se dirigieron a la barra, muy cerca de ahí. Platicaban animadamente Asúnsulo y Escandón, cuando de repente, sin mediar mayor problema, Escandón sacó una pistola y le metió dos o tres balas a Asúnsulo con tan mala suerte que al sacar el arma se le fue un tiro que lo hirió a él mismo en la parte alta del muslo. Asúnsulo murió en el lugar; Escandón fallecería un par de días después, de septicemia, luego de la amputación de la pierna. Se puede conjeturar que al morir Asúnsulo se resquebrajó el puente comunicante entre Madero y el desconfiado Zapata. El jefe sureño ya no recibió a nadie como mediador entre el flamante presidente y el grupo rebelde del Sur. El silencio, sumado a la hostilidad de la prensa y a las presiones políticas y militares obligaron a Zapata y a los suyos a remontarse a la sierra poblana. Fue entonces que se redactó el Plan de Ayala.

    Las decisiones que siguieron a la toma de posesión del Presidente Madero y el quiebre de la comunicación a través de Asúnsulo fueron rápidas y contundentes. Sin duda, ninguno de los actores políticos imaginó su trascendencia. Por un lado, los maderistas calcularon que una campaña militar de regular intensidad acabaría con los focos rebeldes sureños; por su parte, Zapata y sus hombres tendrían en mente su geografía regional –a despecho del vocabulario que dirigía sus explicaciones y llamados a toda la Nación. John Womack apuntó razonablemente que para entonces los comisionados ya no representaban al jefe de la Revolución sino al Presidente de la República. Su conducta sería menos conciliadora, pues ya no era un diálogo entre revolucionarios, sino la exigencia de acatamiento sin discusión de una orden superior. Madero revolucionario pedía lealtad y paciencia, Madero Presidente exigía obediencia sin condiciones. Por supuesto, estos mismos comisionados no eran capaces de prometer a Zapata el cumplimiento de ninguna demanda por parte del Gobierno; sólo podían garantizarle un viaje seguro al exilio.¹¹ No sólo era insuficiente, como lo habría sido en agosto o septiembre durante la invasión federal, ahora resultaba afrentoso. Su compromiso original había estado demasiado cargado de esperanzas. Zapata vio traición en cada desacuerdo y Madero egoísmo en cualquier opinión que no fuese la suya. De todos los revolucionarios, eran los menos aptos para sobreponerse a sus diferencias.¹² La guerra se declaraba.

    Womack transcribe las palabras de Zapata a los comisionados del gobierno, aunque mediadas por el vocabulario del reportero del Diario de Hogar el 18 de diciembre, apenas tres semanas después de la firma del Plan de Ayala y a tres días de su publicación en el periódico: "Yo he sido el más fiel partidario del señor Madero; le he dado pruebas infinitas de ello; pero ya en estos momentos he dejado de serlo. Madero me ha traicionado así como a mi ejército, al pueblo de Morelos y a la Nación entera. La mayor parte de sus partidarios están encarcelados o perseguidos y ya nadie tiene confianza en él por haber violado todas sus promesas; es el hombre más veleidoso que he conocido. […] Díganle además de mi parte que él vaya para La Habana, porque de lo contrario, ya puede ir contando los días que corren, pues dentro de un mes estaré yo en México con veinte mil hombres y he de tener el gusto de llegar hasta Chapultepec, y

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