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Los bárbaros del Norte: Guardia Nacional y política en Nuevo León, siglo XIX
Los bárbaros del Norte: Guardia Nacional y política en Nuevo León, siglo XIX
Los bárbaros del Norte: Guardia Nacional y política en Nuevo León, siglo XIX
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Los bárbaros del Norte: Guardia Nacional y política en Nuevo León, siglo XIX

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En Los Bárbaros del Norte Luis Medina aborda el surgimiento y caída de una clase política local a partir de un estudio histórico de la región neolonesa que cubre aspectos geográficos, políticos, sociales, económicos y militares de la región, y un detallado análisis prosopográfico de los políticos de noreste, con el fin de mostrar cómo los intereses locales así como una organización militar (el Ejército del Norte), conformaron un grupo político con un proyecto particular para impulsar el desarrollo de la región, que no necesariamente estaba en concordancia con los proyectos nacionales dictados desde la capital del país.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2014
ISBN9786071623072
Los bárbaros del Norte: Guardia Nacional y política en Nuevo León, siglo XIX

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    Los bárbaros del Norte - Luis Medina Peña

    regional.

    I. PAÍS, PAISAJE Y PAISANAJE

    ANTES de ser sinónimo de Estado, el término país significó territorio, región o terruño. En historia, el territorio es considerado legítimamente como un protagonista; no hay sociedad sin medio geográfico, así como no hay tiempo sin espacio. Si bien el territorio no es un actor histórico en sentido estricto, sí constituye el telón de fondo sobre el cual los actores históricos concretos dibujan y plasman sus historias. Sin poder medirla con presunción de exactitud, es posible afirmar que existe una simbiosis entre actores históricos y territorios. Estos interactúan sobre aquéllos y de alguna forma moldean carácter y personalidad. Patrones de poblamiento, acompañados por la generosidad o la avaricia del medio natural y el clima determinan la mentalidad y el destino de las colectividades que se desarrollan en las regiones y en los territorios que guardan un mínimo de homogeneidad. Geografía es destino, podría afirmar un apresurado; no tanto, pero casi.

    El poblamiento del noreste mexicano llevó casi tres siglos. Fue resultado de necesidades económicas planteadas desde otras zonas, fundamentalmente la de abrir caminos más cortos entre la región de Pánuco, último punto de avanzada española en el Golfo de México, y las minas de las sierra de Mazapil, situadas al norte del actual estado de Zacatecas. Se buscaba evitar el largo camino a la ciudad de México y de ahí a Veracruz para enviar los productos mineros a la metrópoli; desde Pánuco podrían embarcarse a Veracruz o consignarse directamente a puertos españoles. A la larga todo esto se conseguiría; sin embargo, el poblamiento —objetivo central de la política de la Corona— no se realizaría cabalmente en los primeros años del avance español sobre el territorio del Nuevo Reino de León, porque dominarían los intereses de lucro rápido e inmediato de los conquistadores de la región sobre los propósitos de poblamiento y cristianización de los aborígenes. Así, en la segunda mitad del siglo XVI, etapa inicial del primer impulso de conquista de la región, se construye la historia de un grupo peculiar, formado por vizcaínos y judíos castellanos conversos y relapsos, articulado en Mazapil y que se derrama sobre los territorios situados al norte de Nueva Vizcaya, haciendo de las suyas.¹ Para los efectos de la construcción de la mentalidad norestense es importante destacar que la conquista primigenia la hayan hecho, por un lado, representantes de una nación perseguida por su fe y, por otro, miembros de otra nación orgullosa de su identidad e independencia, pero muchos de ellos perseguidos por la justicia criminal. Las experiencias conocidas por estos dos grupos y sus descendientes en el siglo XVI, reforzadas posteriormente por otras experiencias padecidas durante los siglos XVII, XVIII y los primeros años de la Independencia, conformarían en las generaciones siguientes la convicción de que más valía vivir alejados del centro político colonial. De aquí el peculiar federalismo que tratarían de forjar sin mucho éxito a principios de la segunda parte del siglo XIX.

    PAÍS Y PAISAJE

    El país que nos ocupa en esta historia es la región ubicada en el noreste del México actual. Se sitúa entre los 30° y 22° longitud Oeste y los 100° y 104° latitud Norte. Durante la Colonia y los primeros años de la vida independiente esta región se ubicaba al sur de un territorio prácticamente vacío que sólo nominalmente pertenecía a España. Administrativamente la parte central de estos territorios se llamó primero reino, luego toda la región se conoció como las Provincias Internas de Oriente (Nuevo Reino de León, Colonia de la Nueva Santander, y provincias de Coahuila y Tejas) para terminar en estados o departamentos ya en la época independiente, según dominara el federalismo o el centralismo. Dos rasgos distinguieron a la región durante los siglos XVII y XVIII. Ante todo un acentuado aislamiento geográfico y una gran lejanía de la ciudad de México, que motivaron la deficiente gobernación que sufrieron sus habitantes por parte de las autoridades virreinales y metropolitanas. El aislamiento no era sólo geográfico, sino también político. A pesar de los largos litorales que la zona tenía en el Golfo de México nunca se les autorizó un puerto para comerciar; el monopolio del comercio legal lo tuvo siempre el consulado de la capital del virreinato, gremio mercantil de españoles, que lo ejercía únicamente a través del puerto de Veracruz, vía de entrada y salida de un comercio rígidamente controlado. Por ello los habitantes del noreste se acostumbraron al contrabando con la Luisiana a principios del siglo XVIII, que luego florecería con la creación de una nueva frontera en 1849. El aislamiento político se veía también agravado por la reticencia de la Corona a gastar en la administración y custodia de estos territorios más allá de lo que consideraba estrictamente indispensable, y por los experimentos administrativos llevados a cabo desde que se creara, en 1776, la Comandancia General de las Provincias Internas de Oriente a sugerencia del visitador José de Gálvez. Los experimentos de este genio del ahorro se tradujeron en un complicado sistema de jurisdicciones, que más bien parecía destinado a mal administrar las provincias. Cada una de las cuatro provincias tendría un gobernador designado por el rey, pero el Nuevo Reino de León y la recién nacida Nueva Santander (Tamaulipas) dependerían del virrey; y las de Coahuila y Tejas, de la Comandancia General de las Provincias Internas de Oriente. En otras palabras, en el siglo XVIII se dividió en cuatro un todo homogéneo por población y problemas, y se hizo depender una mitad de las autoridades del centro y la otra mitad de un comandante in situ, en tanto que otros terrenos administrativos, por ejemplo la justicia, no se descentralizaban. Si alguien necesitaba pleitear judicialmente, el tribunal de alzada más cercano era la Audiencia de Guadalajara. Lo mismo sucedía en cuestiones religiosas, que estuvieron bajo la jurisdicción del Obispado de Guadalajara hasta la creación del Obispado de Linares. Y a todo ello se agregaba el lamentable estado de las tropas presidiales, las únicas que estuvieron dispuestas a mal pagar las autoridades virreinales de la época destinadas a proteger vidas y haciendas de los colonos frente a las incursiones de los indios hostiles. La lejanía de la justicia y el estado de indefensión ante las incursiones de indios, que empezaron con fuerza en el último tercio del siglo XVIII, fueron los reclamos principales que llevó Miguel Ramos Arizpe ante las Cortes de Cádiz en 1810.

    Pero ¿cómo era la región cuando empezó a colonizarse? ¿Qué atrajo a los primeros exploradores-conquistadores-pobladores? ¿Cuál fue la naturaleza de sus empresas? La respuesta a las dos últimas preguntas las dejo para la siguiente sección. Por ahora procuraré responder a la primera, y para ello dejo la palabra a Alonso de León, cronista del Nuevo Reino de León y sus alrededores. Una de las primeras descripciones de la geografía, flora y fauna de la región se la debemos a él, que algo tenía de geógrafo y agrimensor.² Es la calidad de la tierra de este reino, templada y sana, decía. Al estar por debajo del Trópico de Cáncer, parte cae en zona tórrida y parte fuera de ella. Por esa razón tiene invierno y verano, y ésos con tanto extremo, que el uno es demasiado frío y el otro en extremo caliente. Según las observaciones de don Alonso, helaba de noviembre a marzo y nevaba de diciembre a enero, a veces tanto, que quedan un día entero los copos colgados de los árboles y en las sierras dura más de dos meses, en algunas partes, la fuerza de las aguas. Los ríos se crecían por septiembre, época de mayores lluvias, y proseguían las lluvias menudas lo más del invierno. En los veranos los caniculares son calidísimos, y en ellos, pocos años llueve. A diferencia pues de lo que ahora ocurre, las estaciones cálida y fría estaban radicalmente marcadas por temperaturas contrastadas y había abundante agua de superficie especialmente en los valles.

    Don Alonso no ignoró la peculiaridad específica de esta tierra: su orografía. Ni sus efectos. Es tierra descubierta al norte y oriente. Corre una sierra en ella, casi de norte a sur; tan áspera, alta y doblada, que agrada a la vista. Y luego lo importante para lo que ello significa en cuanto a la posterior configuración cultural y mental de la población de la región: No se atraviesa sino es por las bocas que hace algún río; y eso con mucho trabajo [...] quedando dividido [el reino] con esta sierra de los demás reinos; con tanta admiración, que parece le quiso hacer Dios distinto […] no dejando en toda ella más que entrabras para comunicarlo, que son, en la provincia de la Huasteca, la que hace El Saltillo. En suma, una región aislada del resto de la Nueva España y que sólo tenía tres salidas: una, difícil por serrana, vía la Huasteca; otra, la usual hasta la fecha, por Saltillo, en donde se doblaba al sureste rumbo a San Luis Potosí, y una más por el oeste si se estaba dispuesto a afrontar los sinsabores del Bolsón de Mapimí, a través de Coahuila y hacia los reinos situados en las costas del Pacífico. En accesos y salidas no había mucho de dónde escoger tanto para lugareños como para fuereños.

    Distinguía don Alonso tres tipos de regiones. La primera, la Sierra, con faldas secas, pero que no tiene boca chica o grande por donde no salga un río o arroyo. La segunda, la vertiente al norte, tierra fértil, abundante de pastos; muchas aguas que la riegan; algunas ciénagas; tierra escombrada, llana y de provecho, con algunos montes espesos. Aunque no nos dice al norte de qué, la descripción corresponde a los valles de Monterrey, el Valle del Pilón y General Terán en los que la abundancia de agua propició el cultivo de la caña de azúcar, que como sabemos es planta sedienta.³ Y la tercera, la que quedaba, zona de poca agua y cortos pastos; tierra salitrosa, de grandísimos y espesos arcabuzales que la hace inhabitable; y más con la vecindad de tanta gente bárbara. Beben aguas llovedizas, encharcadas. Esta región corresponde a la zona que está al norte-noreste de Monterrey, a partir de Sabinas Hidalgo y de China y que se despliega hasta el río Bravo, actual frontera con Tejas. (Dos regiones casi ubérrimas y una de penosa subsistencia que en la segunda mitad del siglo XIX se convertiría en zona de paso para el comercio con la frontera, y en el XX aclimataría, para salir de su penuria, ganado cebú en pastoreo extensivo.) Pero no para ahí don Alonso de León. Como le encantaba la sierra que es para dar gracias a Dios su hermosura y forma, destacaba la variedad de árboles y maderas que por allá se daban. Ébanos, brasiles, guayacán o palo santo, encinos muy gruesos, laureles, ruibarbo, cocolmecate y yerba tembladora, nopales de grana muy fina, mejor que la que traen a vender de la Nueva España; y otras muchas otras plantas medicinales, de que se usa con muy buen acierto. Note el lector cómo hace aquí don Alonso una clara distinción de la región frente a la Nueva España, como si ésta fuera otro país del cual se importan bienes. Su pluma da testimonio de una incipiente conciencia de diferencia y de lo propio. Aparte de las grandes arboledas silvestres, continúa don Alonso, en las huertas cultivadas de las partes pobladas se daban todos los géneros de árboles frutales, de muy gran sabor y gusto; muchos melones, sandías y todos géneros de semillas. Y más adelante: Uvas, me han dicho las hubo en las Salinas, que hacía ventaja a las de Castilla, que se tienen por buenas. De las silvestres están todos los ríos llenos. Muchos nogales, morales y zarzamora y otros muchos géneros, que es para alabar a Dios, como Creador de todo.

    Y los ríos que encomia tanto, por su agua clara, agua buena sin color, sabor ni olor, como dicen los filósofos que ha de ser [...] de mucha frescura; poblados de arboledas [...] sabinos, sauces, álamo [...] excepto los dos que llaman Pesquería Grande y Chica, que es agua salobre y carecen de todo lo que arriba está dicho. Los demás son abundantes de pescado robalo, bagre, mojarras, truchas, besugos [...]. Críanse muchos papagayos, y buenos. Una variante acuífera eran los ojos de agua, o veneros de agua subterránea, que abundaban en la región gracias a la vecindad de la sierra y a sus diversos escurrideros que a veces forman arroyos y otras encuentran cavernas y vías subterráneas para correr cuesta abajo hasta los valles en donde forman vastos mantos acuíferos.

    Y claro, no falta el ganado, la verdadera vocación de la región. Muy gran cría de yeguas y mulas; cantidad de ganado mayor; cabrío en abundancia. De ovejuno es tanta la cantidad, que cuando esto se escribe [1648] entran a agostar, de la Nueva España, más de trescientas mil cabezas. Sorprende el dato porque la pregunta inmediata es ¿y por dónde llegaban tan grandes hatos? Es probable que fuera vía los estrechos pasadizos de la Huasteca que, seguramente, funcionaban como las cuencas reales en España. Después de todo en el Nuevo Reino de León había tierra fértil, de muchos pastos y casi siempre verdes.

    No podía don Alonso sustraerse al embrujo del metal precioso, razón y motor de la conquista, y tuvo que reseñar las posibles explotaciones mineras. Pero hubo de reconocer su escasez. Abundaba, según él, el plomo pero eso no daba para hacer fortunas ni servir al rey. La plata no es tanta en la que se benefician, que suba a los dueños; ni tan poca, que no lo pasen razonablemente, si hay gobierno. Había dos lugares de explotación: las haciendas mineras de San Gregorio (hoy Cerralvo) en funcionamiento desde la segunda mitad del siglo XVI, pero era un lugar sin ley ni gobierno; y el real de Salinas (por los ríos de Pesquería, cerca de Monterrey) fundado en 1646 por órdenes del gobernador Martín de Zavala, con cinco haciendas con las minas profundas. Pero ahí sí había alcalde mayor y capitán de guerra.

    Después de tales descripciones, tras la reseña de las abundancias naturales de los valles y huastecas del Nuevo Reino de León, se lamentaba don Alonso: Sólo falta (lo que no puedo decir sin gran lástima) hombres curiosos y trabajadores; con cuya causa hay muy poco de cada cosa, pudiendo haber en tanta abundancia, que se pudiera pasar con mucho gusto la vida. En 1626, Diego de Montemayor había hecho la fundación definitiva de Monterrey y don Alonso escribía, desencantado, 22 años después. ¿Qué había pasado? Éste es tema del siguiente apartado.

    PORTUGUESES Y VASCONGADOS EN EL NORESTE

    Según una bien documentada tesis, el patrón de poblamiento del noreste, que se inicia en el siglo XVI, estuvo motivado por claros intereses.⁴ El de los mineros ante todo —¿no fueron los metales preciosos el motor de la conquista?—, para quienes los exploradores que buscaban nuevos yacimientos que explotar, como Francisco de Ibarra, fueron sus representantes y adelantados. Incluso los financiaron. Segundo interés, el de los ganaderos, los ovejeros para ser más precisos, para quienes los dirigentes de exploraciones con fines de poblamiento, como Alberto del Canto o Diego de Montemayor, resultaban ser los más interesantes, pues les iban a la zaga en busca de mejores y más abundantes pastos. El tercer interés estaría representado por la Iglesia, en concreto los misioneros, que buscaban infieles que convertir y que favorecían las reducciones de indios nómadas en torno a sus misiones. Tres intereses que no necesariamente se contraponían entre sí; al contrario, se complementaban tenida cuenta de que, en cuanto a corrientes de exploración y de migración, provenían todas del centro-bajío, base Guadalajara, por un corredor que se extendía hasta el norte de Zacatecas, el centro minero de Mazapil. La autora de esta tesis, Valentina Garza Martínez, encuentra el rastro documental de apellidos, a lo largo de las poblaciones comprendidas en ese corredor, de familias que habrán de constituir la base poblacional original de la región noreste, empezando por Saltillo y siguiendo por Monterrey.⁵

    Ese trajín, ese movimiento de personas e impedimentas hacia el norte, trataba de ser regulado por las autoridades virreinales a nombre de la Corona procurándole cierto orden y concierto, pero sobre todo cuidando la cuestión de jurisdicciones y fronteras de los dos reinos involucrados en la expansión, Nueva Vizcaya y Nueva Galicia. De alguna manera los intereses se equilibraban y las ambiciones se moderaban en la medida en que el proceso estaba bajo estrecha vigilancia, aunque relajado control, de las autoridades centrales. En ese entramado de intereses, las exploraciones de Luis Carvajal y de la Cueva, el Viejo, resultaron las de un intruso. Carvajal no sólo organizó su empresa desde una nueva base ajena a los intereses principales del centro-bajío, la zona de Pánuco, sino que irrumpió en el noreste, capitulaciones en mano, tratando de hacer valer concesiones reales conseguidas en España mediante mañas, medias verdades y absolutas mentiras. Los conflictos que de todo ello habrían de derivarse tendrían una influencia perdurable en el noreste mexicano.

    La búsqueda de caminos cortos y seguros entre Pánuco y Mazapil se había iniciado en 1529. Ésta fue la razón oficial fundamental que empujó la colonización del noreste de la Nueva España. El historiador Eugenio del Hoyo enumera hasta 19 expediciones encabezadas por laicos y misioneros con ese propósito entre esa fecha y 1573; esta última cuatro años antes de la primera fundación de Monterrey.⁶ Las exploraciones de conquista propiamente dichas en los territorios que hoy son Coahuila y Nuevo León no empezaron hasta 1562 cuando se desprende de la villa de Zacatecas un grupo de 170 soldados al mando de Francisco de Ibarra, que se interna en el noreste con autorización y patrocinio del gobernador de Nueva Vizcaya. En esta época las reglas sobre fundaciones y poblamiento en la práctica eran las siguientes: si el rey otorgaba capitulación, normalmente autorizaba la fundación de un nuevo reino y designaba gobernador al jefe empresario de la expedición como fue el caso de Luis Carvajal y de la Cueva; si la expedición iba bajo el patrocinio del virrey, éste decidía a qué jurisdicción previa pertenecían las nuevas poblaciones, pero si la expedición iba con apoyo y respaldo de un gobernador, se suponía que éste lo que hacía era consolidar su jurisdicción estableciendo nuevos poblamientos. Esto último fue frecuente y además confuso, dada la indeterminación de las fronteras de los reinos fronterizos situados al norte (Nueva Galicia y Nueva Vizcaya). Las fronteras entre estos reinos, los más avanzados en la conquista territorial, aunque aparentemente definidas en algunos documentos y defectuosos mapas de la época, eran deficientes por el escaso conocimiento real de la geografía de la región y ello llevó, obviamente, a conflictos de jurisdicciones en el avance hacia el norte. Ésta fue la característica política y jurídica que definió los primeros impulsos de conquista y formación del Nuevo Reino de León.

    Si la razón oficial de estas exploraciones y conquistas era establecer caminos y villas que sirvieran como postas propiciadoras del comercio, los conquistadores frecuentemente tenían su propia agenda, la que no coincidía con los propósitos oficiales. Era natural que así fuese porque, como señala Ots Capdequi, la conquista y colonización de la América española fue una empresa popular, en la que dominó el esfuerzo privado e individual sobre la acción oficial del Estado; de hecho, buena parte de la historia de los siglos coloniales es una batalla constante entre conquistador-colono y descendientes con la Corona, que esta última fue ganando paulatinamente gracias a la creciente legislación que emitió y a una burocracia profesional dispuesta a aplicarla y hacer valer los derechos de la monarquía. Aparentemente el interés privado se conciliaba con los propósitos del monarca en las capitulaciones, verdaderos contratos, que fijaban los derechos y obligaciones mutuos entre Corona y conquistador. Como todo buen jurista lo sabe, un contrato no puede abarcar todo, quedan siempre lagunas, huecos, textos sujetos a interpretación. Y las capitulaciones, como todo contrato, eran susceptibles de crear conflictos y pleitos una vez que las expediciones se realizaban y los poblamientos se efectuaban, pues en el terreno quedaba una gran discrecionalidad a una de las partes que de hecho podía cumplir o no con lo convenido.⁷ En el caso que nos ocupa, en la fundación del Nuevo Reino de León, el fin último era por supuesto el lucro individual del conquistador y los socios, ya fuera descubriendo minas, que era lo más provechoso, o en su defecto haciendo captura y saca de indios chichimecas (no civilizados ni sujetos a buen gobierno) para venderlos como esclavos en las minas de Mazapil, siempre necesitadas de brazos, aunque ello no estuviese estipulado en la capitulación. Con las minas y el poblamiento se servía al rey; con el comercio esclavista, se servían el conquistador y los conmilitones. Lo peculiar de la expedición de Ibarra fue que su soldadesca era un grupo mixto de cripojudíos (también llamados portugueses) y de vizcaínos. ¿Por qué resaltar este aspecto? Porque lejanía y aislamiento geográfico aparte, son cuestiones cruciales para la formación de la mentalidad norestense.

    Es sabido que cuando Isabel la Católica decretó la expulsión de sus territorios de los judíos que no aceptaron convertirse al cristianismo, no pocas familias se quedaron en España fingiendo haber hecho la conversión. Los integrantes de esas familias fueron conocidos como los judíos de la Raya de Portugal, de aquí la sinonimia de portugueses con la que se les conocía y nombraba incluso en documentos oficiales, pues siendo mayormente castellanos se ubicaron en la frontera de Castilla con Portugal.⁸ Así, cuando las cosas iban mal para ellos con la Inquisición en España pasaban al país vecino, y cuando lo mismo sucedía en Portugal regresaban a España. Todos ellos dominaban ambas lenguas. No pocos sirvieron en la marina del monarca portugués, principalmente en barcos negreros que capturaban sus presas en Guinea, con lo cual se aficionaron a este tipo de comercio por lucrativo. Pero su situación en la Raya no resultaba del todo segura y sostenible por lo que muchos buscaron salidas. Los que desde un primer momento se habían negado abiertamente a convertirse ya habían emigrado a Francia e Italia, a diversos lugares del Mediterráneo y a África del Norte, emigración que se calcula entre 200 000 y tres millones de personas, razón por la cual dejó claras evidencias y secuelas históricas.⁹ Otros, aparentemente conversos, pero al fin relapsos, escogieron irse al Nuevo Mundo a pesar de la prohibición que había de que los cristianos nuevos pasaran a los territorios españoles de las Américas sin expresa autorización real.¹⁰ ¿Cómo lo hacían si no se contaba con la expresa autorización? Mintiendo, fingiendo, pasando por cristianos viejos, comprando voluntades, falsificando papeles, o consiguiendo capitulaciones y fletando barcos enteros. Tal fue el caso de Luis Carvajal y de la Cueva, el Viejo, y la zabra Santa Catalina que contrató para traer a su extensa familia y a otras conocidas a la Nueva España, sin rendir información expresa de no pertenecer a las categorías de los prohibidos de pasar a las Indias, luego de conseguir unas capitulaciones con Felipe II, otorgadas el 14 de junio de 1575 en Toledo, para explorar nuevas tierras y fundar el Nuevo Reino de León.¹¹

    Para entonces, Luis Carvajal y de la Cueva era ya un veterano en las cosas del noreste de la Nueva España. Emigrado en 1567, se había instalado en Panuco donde asumió diversos cargos públicos y desde donde participó en exploraciones al interior, lo que le dio experiencia y conocimiento del territorio y le granjeó numerosos amigos y seguidores entre los portugueses que empezaban a pulular por la zona. Con esta experiencia previa, Carvajal se construyó una leyenda de explorador y defensor de los intereses del monarca español, en su mayor parte falsa, que incluía supuestos combates contra corsarios ingleses en torno a la isla de Jamaica, como almirante de una mítica armada, cuando llegó a la Nueva España por primera vez y con el apresamiento de otros que habían naufragado en las costas del Golfo tras una tormenta.¹² Si bien estos méritos eran inventados, lo que sí era cierto era la expedición exploratoria que realizó con Francisco de Puga por los territorios donde posteriormente quedarían fundadas las ciudades de Saltillo y Monterrey. Con realidades y ficciones Carvajal había compuesto una comunicación al rey proponiéndole la conquista de territorios y la fundación de villas y poblaciones en el noreste de la Nueva España, y se fue a Madrid a hacer gestiones con el apoyo y la recomendación del virrey, conde de la Coruña, lo cual le abrió las puertas del Consejo de Lidias. Don Luis tenía labia y logró convencer a virrey, al Consejo y al monarca de ser el más adecuado para esa conquista. Cuando llegó a España, antes de ir a la Corte visitó varios lugares de Extremadura y Andalucía probablemente convenciendo y reclutando a los parientes y conocidos que, aparte de contribuir al flete de la zabra, lo acompañarían como socios a la Nueva España en su supuesta aventura de conquista y fundación. Tras conseguir sus capitulaciones familia, cognados y conocidos de Carvajal se embarcaron y salieron el 2 de junio de 1580 de San Lúcar de Barrameda para unirse a la flota en Cádiz, ocho días después, y en algún momento del viaje se desprendieron de ella para dirigirse directamente a Pánuco, adonde arribaron a mediados de julio. Cinco años le había llevado organizaría empresa. Eran 103 pasajeros los que iban en la zabra Santa Catalina, de los cuales 36 eran familia de Carvajal y 41 pertenecientes a otras familias, casi todos cripojudíos o portugueses. De ellos solamente 32 entraron al Nuevo Reino de León con Carvajal, presumiblemente todos parientes; el resto ingresó ilegalmente a otros lugares de la Nueva España.¹³ Carvajal era sincero converso al cristianismo, pero no así su extensa familia, en la cual había cripojudíos fanáticos, como sus sobrinos Isabel Rodríguez y Luis Carvajal el Mozo. A la larga ésta sería una de las razones de su perdición ante las autoridades virreinales y de la Inquisición.

    Carvajal el Viejo fue sujeto a un juicio en la Inquisición del cual salió airoso, pero no superó el juicio criminal en la Audiencia que lo procesó por violar jurisdicciones: murió antes de que concluyera el proceso. Su sobrino Carvajal el Mozo padeció dos juicios en la Inquisición, de los cuales el segundo lo condujo a la hoguera.¹⁴ Los que han estudiado estos procesos concluyen que Carvajal el Mozo fue un personaje excepcional. Su fe resultó ser una mezcla de judaísmo ortodoxo y misticismo español. Bachiller y en control de sus latines, conocía al dedillo el Viejo Testamento en la lengua de Cicerón, y fue autor de cartas y memorias que muestran el grado de penetración de la cultura judía en toda las Indias; escritos que dieron lugar a persecuciones de otras personas, en un momento en que la colonia sefardí se consolidaba en la Nueva España con relaciones familiares en Europa, Filipinas y el resto de la América española. En la colonización de la región noreste de la Nueva España los sefardíes fueron dominantes, pero no fueron los únicos.¹⁵

    La vascongada fue, de las naciones que iban a formar España tras la reconquista, la que tuvo más privilegios dada su temprana adhesión a Aragón y Castilla en un acuerdo de mutua conveniencia. Sus fundiciones y forjas proporcionaron armas y sus astilleros, barcos, no sólo para la ofensiva contra el moro, sino también para la conquista y poblamiento de América. Los vascos aportarían marinos y pilotos experimentados, así como administradores, jueces y jerarcas de la Iglesia. Su país se consolidaría como el centro de la industria pesada y la minería de España en los siglos XVII y XVIII, lo cual explica el predominio que los vascos tuvieron en la minería novohispana. A cambio de su sujeción y apoyo a los monarcas de Castilla y Aragón, y dado su abolengo de cristianos viejos, obtuvieron de parte de la Corona fueros especiales y el estatus de nobleza para toda su población, lo cual les abrió de inmediato muchos caminos, entre otros, los de las universidades de Salamanca y de Alcalá de Henares. Sus élites fueron así educadas y formadas en castellano. No obstante representar una minoría en la inmigración de la América española, los vascos tuvieron una importancia, un peso y una trascendencia en la formación y administración de la Nueva España desproporcionados a su número. Los bachilleres, licenciados y doctores vascos ocuparon pronto puestos importantes en las administraciones tanto metropolitana como colonial y en la jerarquía de la Iglesia. Sus marinos hicieron expediciones lejanas, como la de Miguel López de Legazpi, y sus soldados —Francisco de Ibarra o Francisco de Urdiñola—, conquistas de zonas ignotas y peligrosas. Sus ventajas comparativas los habilitaron no sólo como funcionarios de la Corona, exploradores, conquistadores o mineros, sino también como comerciantes. Los vascos acapararon gran parte del comercio de la Nueva España con la metrópoli, y fundaron cofradías, algunas de las cuales subsisten hasta el día de hoy. Casi se puede afirmar que los vascos le dieron músculo al imperio español en América.¹⁶ En su momento también representarían papeles importantes en las independencias de diversas partes constituyentes del Imperio, como Agustín de Iturbide (México), Simón Bolívar (Ecuador, Bolivia, Venezuela) o Rafael de Urdaneta (Venezuela y la Gran Colombia) por mencionar sólo algunos.

    En el norte de la Nueva España los vascos constituyeron el grueso de la avanzada en la colonización.¹⁷ Tres de los cuatro primeros gobernadores de Nueva Vizcaya, hoy Zacatecas, fueron vascos: Cristóbal de Oñate, Juan de Tolosa y Diego de Ibarra. Cristóbal de Zaldívar combatió con éxito a los chichimecas hostiles y Martín de Zavala y sus descendientes tendrían un papel central en el gobierno del Nuevo Reino de León. Oñate y Zaldívar fundaron Santa Fe de Nuevo México y Sebastián Vizcaíno exploró la costa californiana. Sin embargo, como toda frontera a ser colonizada, la del norte de la Nueva Vizcaya atrajo aventureros, en este caso vascos segundones que no heredaban en el agro de su tierra natal dadas las leyes del mayorazgo que ahí privaban, y que tenían que buscar fortuna en otra parte. Tal fue el caso de Gamón y sus guipuzcoanos.

    Martín de Gamón y sus secuaces fueron pájaros de cuenta. Jóvenes y despreocupados, con todo por ganar y nada que perder, salvo la vida, se desplazaban con las fronteras que se iban marcando en la conquista hacia el Norte.¹⁸ En crónica itinerancia andaban en busca de medro, botín y fama.¹⁹ Provenían de la Nueva Galicia y se empleaban como soldados para desemplearse después y vivir la vida de pendencieros parásitos de las poblaciones que se organizaban en tomo a las minas que se iban descubriendo. En los territorios al norte de Nueva Galicia ya los conocían, pues buena parte de ellos había participado en la famosa expedición de Ginés Vázquez de Mercado, realizada entre 1552 y 1553, al norte de Nueva Galicia, que llevó al descubrimiento del rico mineral de Jocotlán y sus alrededores y que culminaría con el hallazgo del cerro de hierro o cerro de Mercado en el actual estado de Durango. El grupo de Gamón sentó sus reales en el mineral de Jocotlán, que para 1556 contaba ya con 500 pobladores. Hasta ahí llegó un tal licenciado Morones, enviado por la Audiencia de Guadalajara, para procesarlos por sus muchos desmanes. Morones creyó que lo mejor era desterrarlos y desterrados fueron. Es entonces, en 1556, cuando el grupo entra en la actual Zacatecas para establecer un poblamiento en tomo a otro mineral que bautizaron con el nombre de Villa de San Martín (hoy Villa González Ortega) en honor de tantos llamados Martín en la partida de Gamón. Ante otra oleada de quejas y rumores de mala gobernación, la Audiencia decidió cortar por lo sano y envió al capitán Diego García como alcalde mayor en 1562, y con el apoyo del alcalde mayor de la ciudad de Zacatecas se dispuso a acabar con el desorden provocado por los guipuzcoanos. Frente al peligro de un inminente proceso de desastrosas consecuencias para ellos, el grupo decidió unirse a la expedición de Ibarra e internarse en los territorios de lo que hoy es Coahuila y concurrir, después, con Alberto del Canto, otro tunante, pero portugués, a la fundación de El Saltillo. A partir de 1562 se unen así los dos grupos, el de los portugueses y los vizcaínos, para compartir aventuras en los vastos territorios del noreste de la Nueva España, una de las cuales sería la fundación definitiva de Monterrey con Diego de Montemayor —antiguo amigo, probablemente socio y colaborador de Carvajal el Viejo— a la cabeza.

    DE LAS FUNDACIONES FICTICIAS AL SIGLO XIX

    Como se sabe, tres fueron las fundaciones de Monterrey. La de Carvajal (1577) y la de Alberto del Canto (1583) fueron ficticias porque no se quería poblar sino hacer comercio de esclavos. La de Diego de Montemayor (1596), en cambio, se realizó bajo otra perspectiva. Para finales del siglo XVI era ya evidente que la fortuna personal no podía hacerse con la saca de indios por la enfática oposición de la Corona a la esclavitud del indígena. La tercera fundación de la ciudad, ahora metropolitana según acta que se levantó, tenía que buscar el sustento en la agricultura, la ganadería y en un limitadísimo comercio regional. Si no se podía esclavizar al indígena, la primera salida que vieron los antes soldados ahora convertidos en agricultores fue la encomienda. La desarrollaron bajo el nombre de congregas y respondían al mismo concepto básico de lo que se había instrumentado en el centro de la Nueva España: entregar o encomendar un grupo de indígenas a un señor que, a cambio de trabajo gratuito, se obligaba a cristianizarlos. La única diferencia era que en el noreste el encomendero tenía que esforzase por congregar (de aquí el término) a indígenas trashumantes. Según los testimonios, en las congregas se hacía de todo menos el esfuerzo por enseñarles la doctrina cristiana, razón por la cual los misioneros franciscanos estuvieron en contra de la institución y presionaron a las autoridades virreinales durante años para que los indígenas les fueran entregados a ellos y resididos en torno a sus misiones, cosa que finalmente lograron.

    El siglo XVII y parte del XVIII fue la época de desarrollo de las congregas en el Nuevo Reino de León y provincias comarcanas.²⁰ Desde el punto de vista económico, sin embargo, no parecen haber funcionado con la eficacia de las encomiendas para transferir valor agregado gratuito a la producción del campo y a las escasas minas de la zona. La razón parece residir en la constitución física del tipo humano de los aborígenes originales de la región. Poco se sabe de ellos, pero de lo poco que se sabe es posible concluir que se trataba de grupos humanos nómadas, físicamente débiles, poco susceptibles de ser reducidos al sedentarismo y menos aún de ser sujetos a trabajos pesados. Cuando esto sucedía su tasa de mortalidad aumentaba drásticamente. Muchas eran las etnias pero de pocos individuos cada una.²¹ La saca temprana, el trabajo de minas y el mal trato diezmaron aún más sus filas, hasta que se hartaron y muchos se alzaron, es decir, se subieron a la sierra de San Carlos, en Tamaulipas, como forma de sustraerse al inicuo trato de los blancos. Allá arriba, en la sierra, las condiciones de subsistencia no eran las mismas que originalmente habían tenido en valles y llanuras. Por esta razón pronto se organizaron partidas de indígenas que bajaban a robar en las rancherías de manera subrepticia. Pocas veces esas incursiones se tradujeron en ataques con muertos y heridos para los colonos; sin embargo, los hubo. La mayoría de las veces era simple abigeato. Por tanto se recurrió de nueva cuenta a las campañas de castigo en las cuales los vecinos, al igual que sus ancestros, los soldados conquistadores, iban a su costa y mención al reparo de las invasiones, según informaba el gobernador Fernández de Jáuregui en 1735.²² Sin embargo, el problema principal residía en que al subirse a la sierra los nativos también se habían esparcido hacia las costas del Golfo y así los indios hostiles circunvalaban el reino e impedían la adecuada y pronta colonización del Nuevo Santander. Ésta fue la primera versión del problema de los indios en la región y fue también la materia preferida a tratar de varios gobernadores en sus informes al virrey.

    Desde 1664, tras la muerte del vitalicio gobernador Martín de Zavala, la región vivió en una virtual independencia hasta 1715 cuando llegó el licenciado Francisco Barbadillo Vitoria, juez de la Audiencia, con el encargo del virrey duque de Linares de abolir las congregas y establecer misiones para concentrar, proteger y cristianizar a los indígenas de la región.²³ Para entonces, el fracaso económico de las congregas era más que evidente, pero su escasa utilidad y productividad no impidieron, sin embargo, las airadas protestas de los dueños de estancias, ranchos y minas. Fue sentida como una indebida y poco deseable intromisión del centro político en los asuntos locales. Incluso el cabildo de la ciudad de Monterrey expidió un pliego de protesta que se envió al virrey, denunciando las supuestas tropelías de Barbadillo. Una población que heredaba una muy útil y conveniente distancia del centro tenía ahora un motivo más para quejarse de esas lejanas autoridades que sin conocer sus circunstancias tomaban medidas que les afectaban y mandaban enviados a aplicarlas. Para colmo, el licenciado Barbadillo regresaría como gobernador y ejercería el cargo cinco años (1719-1723), lo cual contribuyó todavía más a acendrar la desconfianza al centro y fortalecer el sentimiento autonomista local, lejano germen de un futuro federalismo exacerbado que exhibirían los habitantes y sus dirigentes en la primera mitad del siglo XIX.

    La historiografía colonial mexicana, aunque con divergencias y disputas sobre las causas y los detalles, en general coincide en que el siglo XVIII fue una época de auge y crecimiento para la Nueva España.²⁴ Y los historiadores regionales coinciden en señalar al siglo XVIII como la época del gran auge económico del Nuevo Reino de León.²⁵ Ello fue el resultado final de las políticas de inmigración y atracción de capitales que había iniciado el gobernador Martín de Zavala hacia 1635. Zavala ofreció mercedar grandes extensiones de tierra a los ganaderos del centro del país, especialmente a los radicados en el actual Querétaro para que pastaran sus ganados, particularmente los hatos de ovejas. Es entonces cuando se incrementa no sólo el ingreso de ganado a la región, sino también la inmigración de personas, pues muchos mercedados aceptaron trasladarse con sus ganados y gran cantidad de indios laboríos, negros, mulatos y zambos para residir en la región.²⁶ En otras palabras, es la época de la constitución de grandes propiedades que oscilarían, de acuerdo con los cálculos de Del Hoyo, entre las 680 hectáreas para ganado menor y las 1 600 para el mayor. Grandes propiedades que pronto se fraccionarían entre los descendientes, pues las familias inmigrantes resultaron prolíficas, dando lugar a pequeñas y medianas propiedades a la vuelta de la centuria. El siglo XVII es, por lo tanto, la época de la fundación de numerosos centros de población que tienen origen en ranchos y estancias, centros de población hasta entonces limitados a Monterrey y a las minas de Boca de Leones.²⁷ Así, el aumento del pastoreo de ganado menor procedente del Bajío impactó favorablemente a toda la región noreste, tanto desde el punto de vista económico como del demográfico. De alguna manera empezaba una articulación extrarregional basada en ventajas comparativas, dados los excelentes pastos del Nuevo Reino de León y de Tamaulipas, a la par que se incrementaba rápidamente el número de habitantes del reino. A diferencia de los fundadores originales, ahora encontramos numerosos rancheros y labradores abiertos al empleo de dependientes para sacar adelante la agricultura y el pastoreo de los ganados. Tómese en cuenta que es a partir de entonces cuando se intensifica el cultivo de la caña de azúcar, cuya recolección requiere de numerosos cortadores de empleo temporal, verdaderos obreros agrícolas.

    El hecho de mayor impacto económico para la región en el siglo XVIII fue la apertura, en 1747, del Nuevo Santander (Tamaulipas) a la colonización gracias al apaciguamiento de los indios alzados.²⁸ Esta colonización abrió las posibilidades de un comercio regional más integrado y más intenso gracias a la seguridad en los caminos regionales y a la apertura al comercio por el Atlántico, cuando la Corona estableció el libre comercio en el Imperio en 1778 y luego con la concesión para comerciar, tres años después, al puerto de Soto la Marina, aunque todavía sujeto a restricciones.²⁹ Hacia finales del siglo XVIII la región había logrado desarrollar una agricultura y una ganadería de consideración para proveer de granos, azúcar y ganado en pie o tasajo (carne seca en salazón) a los reales mineros de Zacatecas, a la vez que empezaba a comerciar sus productos agrícolas y artesanales en otras zonas. Para mediados del siglo XIX abundarían los cultivos de frutales, caña de azúcar, maíz, así como las moliendas y los agostaderos de ganado mayor y menor en los valles de Monterrey, Linares y Valle del Pilón (hoy Montemorelos); incluso el semidesértico norte se benefició del auge, como posteriormente lo atestiguara el capitán Kenly, que ingresó con el ejército estadunidense en 1848 e hizo el camino a Monterrey desde Mier, vía el rancho de Puntiagudo (general Treviño) y Cerralvo.³⁰ A la par de ese desarrollo agropecuario también cambiaron los patrones de poblamiento y construcción. Si los primeros colonizadores interesados en la saca de indios habían recurrido a la choza y el jacal de carrizo para fingir poblaciones, el paso paulatino a la agricultura y, sobre todo, a la ganadería fue haciendo permanentes las poblaciones. Las capitales como Monterrey o Monclova desarrollaron un trazo urbano con construcciones permanentes de piedra y sillar, en tanto que en el campo se desarrollaban las villas y villorrios, y las cabeceras municipales empezaron a contar con centro urbano y algunas construcciones civiles. En tomo a ellas, ciudades y villas, se desarrollaba la actividad agropecuaria en extensiones que se fueron reduciendo a pequeña y mediana propiedades mediante la herencia. Por lo general dueños y familia vivían permanentemente en la villa o ciudad —la seguridad personal así lo exigía—y conservaban en la estancia o rancho una modesta construcción que con el tiempo adquirió los rasgos de permanencia que da la piedra, una casa de una sola habitación que albergaba al patrón y a los pocos empleados que podía contratar. Nada de grandes construcciones, todo lo contrario a las espléndidas haciendas que empezaron a aparecer en Coahuila y que abundaban con talantes de señorío al sur del país.

    A principios del siglo XIX todo lo anterior se leía con prístina claridad en el crecimiento demográfico: Monterrey pasaba en 1803 de los 6 000 habitantes y Nuevo León contaba con 43 739 almas.³¹ Pocos años después, en 1820, en los últimos meses de la Colonia, se expidieron las autorizaciones para que el puerto de Matamoros se abriera al comercio, lo cual lo convirtió en punto privilegiado de entrada y salida a todos los bienes que se comerciaban en la región y que ahora se veían obligados a pasar por Monterrey, excepto aquellos que se transportaban por el río Bravo en barcazas fluviales.

    En este contexto la guerra de 1847 con los Estados Unidos, pero sobre todo la ocupación de la zona por las tropas estadunidenses, produjo un efecto catártico. La guerra se decidió finalmente en batallas memorables en la ciudad de México, en tanto los estados nororientales quedaron a sus propias fuerzas y recursos ante el paso del invasor por sus territorios. Según varios estudiosos de la historia económica regional la ocupación militar demostró las ventajas del libre comercio a los fronterizos y el corrimiento de la frontera hasta el río Bravo integró definitivamente a la región como una unidad económica junto con Tejas, además de incorporarla a la economía atlántica.³² Políticamente esto tuvo sus implicaciones, pues orientó la economía regional cada vez más hacia el norte primero, y después hacia Europa, haciéndola depender cada vez menos de la región centro de México. Obviamente, al fortalecerse la región económicamente mediante un comercio internacional legal e ilegal se crearon tensiones poderosas entre los intereses locales y los intereses mercantiles del resto del país, que se expresaban apoyando tanto a conservadores como a liberales del centro. Es por ello que el corrimiento hacia el sur de la frontera con los Estados Unidos trajo consigo otra novedad importante para la zona. La desocupación militar y el regreso de los intentos de control del comercio vía aranceles discriminatorios para los intereses de la zona por parte del centro, especialmente en los años de Santa Anna, pero también durante los gobiernos trashumantes de Juárez, junto al tradicional aislamiento de los estados norestenses, pronto alentaron una militancia política en favor de una amplia autonomía local —algunos historiadores locales la llaman regionalismo— que encontró en el imaginario que estrenaban los nuevos liberales un precario acomodo teórico e ideológico en la reivindicación del federalismo. El federalismo fronterizo no sería el federalismo que postulaban Ignacio Comonfort, Benito Juárez y sus allegados —un federalismo achicado y contenido, con acentos en el fortalecimiento paulatino pero constante del poder federal sobre los estados—, sino más bien una modalidad cercana al confederalismo que habían acordado los constituyentes de 1824. En ninguna otra parte del territorio nacional, ni antes ni después, la equivalencia entre federalismo, autonomía y real soberanía local, fue tan concreta y tan sentida como en las regiones del noreste mexicano después de 1847. Las pesadas limitaciones al comercio internacional, que vía aranceles quisieron imponer los gobiernos en la ciudad de México desde la Independencia hasta Santa Anna, fueron el casus belli constante que contribuiría de manera decisiva a la reivindicación del federalismo en 1855.

    Ya para mediados de siglo la zona noreste, particularmente Monterrey, tenía intereses concretos que defender en su relación con la ciudad de México. Según cuentas del gobierno del estado de Nuevo León en 1854 la entidad contaba para entonces con 144 869 habitantes de los cuales poco más de 20 000 vivían en Monterrey, la capital.³³ La población se había triplicado en 50 años. Para esas fechas se habían establecido en esta ciudad algunas casas de comercio de extranjeros y nacionales que mantenían estrechas relaciones con otras casas, en su mayoría de extranjeros, situadas en los puertos de Tampico (refundado en 1823) y Matamoros en Tamaulipas, y en Saltillo, Monclova y Piedras Negras en Coahuila.³⁴ El cambio inducido en 1847-1849 fue dramático y había dado nuevas alas al regionalismo. Las respuestas que pueden extraerse a la historia regional son importantes para tratar de explicar el peculiar federalismo de la generación norestense de la Reforma encabezada por Santiago Vidaurri.

    LA GENERACIÓN NORESTENSE DE LA REFORMA

    La historiografía oficial, aquella que Luis González llamara de bronce, nos acostumbró cuando se hablaba de la Reforma a pensar en términos de un grupo de liberales radicales reducido, homogéneo, decidido, patriota y finalmente triunfador que rodeó a Benito Juárez, salvó a la patria y restauró la República al derrotar al Imperio de Maximiliano, rescoldo de la Intervención francesa. Esa historiografía los presenta como si hubieran sido los únicos o como si hubieran sido iguales en todo el país. A ese grupo se le llamó la generación de la Reforma porque la historia oficial es —en esencia— una historia central y centralizadora, ya que su objetivo es socializar a la población en valores comunes con el fin de amalgamar una nación. Propaganda, pues. Y, en esa medida, es historia políticamente útil pero distorsionada en grado sumo.

    La historiografía no oficial, la que podemos catalogar de profesional, ha hurgado profundamente en el liberalismo mexicano. Hay autores, como Jesús Reyes Heroles, que buscan continuidades entre el liberalismo decimonónico y el liberalismo social de la Constitución de 1917. Los hay, como Charles A. Hale, que lo contrasta con los liberalismos de los países europeos para tratar de responder a las preguntas: ¿qué escogieron de ese conjunto de ideas los mexicanos y qué dejaron de lado?, y ¿por qué lo hicieron así?³⁵ Estos dos estudios clásicos se plantean sus cuestiones como conjunto de ideas propias de un grupo central y homogéneo llamado, con manga muy ancha, Partido Liberal. Esta característica se acentúa a medida que esos historiadores de las ideas se aproximan a la famosa generación de la Reforma, que tuvo grandes tribunos, muchos políticos, pero no tan grandes pensadores como la generación de José María Luis Mora. Se trata de historias de las ideas de una élite central y centralizadora. No todos sus integrantes eran de la ciudad de México, por supuesto, pero muchos provenían de los estados del centro de la República, como Manuel Doblado, Santos Degollado o Vicente Riva Palacio. Igual problema presentan los estudios de los pocos que han tomado como tema el pensamiento conservador, como es el caso de Alfonso Noriega.³⁶ Todos esos autores analizan el juego y rejuego de las ideas pero bajo una notable ahistoricidad. Y más aún, suponen una compactación de intereses de grupo que deja fuera el lugar de origen de los protagonistas de las ideas. En estos estudios no hay matices regionales, no caben los notables locales y estatales que después de todo gozaron de algún grado de autonomía, sobre todo en las periferias del centro del país. No contestan preguntas obvias como ¿de dónde venían?, pues no todos eran de la capital. En lo que sostenían ¿reflejaban intereses regionales? ¿Cuáles eran éstos? Acaso cuando Mariano Otero despliega su análisis de clases del México de su época en su famoso Ensayo, ¿no estaba pensando en las peculiaridades de los electores de su estado natal, Jalisco? O cuando Francisco Zarco defiende a capa y espada el principio de libertad absoluta de expresión ¿no tenía presente a su gremio, el de los periodistas? El punto que quiero dejar claro es que el país era ancho, diverso y ajeno, compuesto por regiones con intereses propios y notables locales dispuestos a defenderlos. Y que también pensaban y razonaban sus justificaciones y lucubraciones doctrinarias a la luz de sus intereses de grupo. Lo que quiero subrayar es que esto es una dimensión ignorada por los que exploraron las ideas en la forma arriba anotada.

    La historiografía revisionista más reciente, en cambio, gracias a la ampliación de estudios regionales y de microhistoria, ha venido descubriendo cómo a los diversos grandes movimientos políticos por los que transcurrió el país concurrieron las élites locales y regionales con un protagonismo que, si no había sido documentado, no por ello fue menos real y decisivo en los desenlaces. Las prosopografías de los notables regionales es un proceso de investigación todavía en curso en la historiografía mexicana contemporánea y presenta muchos huecos.³⁷ Uno de ellos es el noreste, al menos para los años que van de 1855 a 1867, que son los que interesan en este estudio. Por ello aquí es el lugar para intentar un prosopografía de lo que propongo se llame la generación norestense de la Reforma, entendiendo por ella los que efectivamente participaron de manera activa en todos los movimientos políticos, económicos y militares que se dieron en los 12 años más conflictivos de la historia nacional. Para componerla he seguido un método artesanal porque las fuentes secundarias disponibles son limitadas.³⁸ Se concentraron los datos de personas que figuran en diccionarios biográficos para los tres estados que actualmente componen la región, y se trató de obtener frecuencias sobre la base de años de nacimiento y fallecimiento, lugares de origen, nivel de estudios, puestos ocupados y batallas en las que participaron. En total se obtuvieron 149 biografías para toda la región, divididas de la siguiente manera: Nuevo León 90, Coahuila 21, Tamaulipas 38.

    Los miembros de la generación de la

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