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Hacia el nuevo Estado: México, 1920-2000
Hacia el nuevo Estado: México, 1920-2000
Hacia el nuevo Estado: México, 1920-2000
Libro electrónico568 páginas10 horas

Hacia el nuevo Estado: México, 1920-2000

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La evolución del Estado posrevolucionario mexicano es el tema del presente libro, analizado no a través de los sexenios, sino de los grandes trazos y momentos que lo han marcado para concluir con un balance de ciertas tendencias y su posible proyección en el futuro inmediato.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 sept 2014
ISBN9786071622846
Hacia el nuevo Estado: México, 1920-2000

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    Hacia el nuevo Estado - Luis Medina Peña

    1993

    I. LA DOMESTICACIÓN DEL GUERRERO

    UNA luminosa mañana del verano de 1920, Álvaro Obregón entró a la ciudad de México al frente de 40 mil hombres. Culminaba así una breve campaña contra las escasas fuerzas del presidente Venustiano Carranza, quien se había empeñado en apoyar a Ignacio Bonillas para la Presidencia de la República. Para el país se reiniciaba otra etapa de caudillos al frente de los destinos nacionales. Para Obregón concluía una carrera militar que, a lo largo de siete años y ocho mil kilómetros de campañas, todas exitosas, lo habían consagrado como el jefe indiscutido del ala revolucionaria triunfadora del enfrentamiento de facciones. El otrora agricultor y comerciante en garbanzos, conocido ya como el Napoleón mexicano, estaba a punto de convertirse en el primer presidente que terminaría su periodo desde 1910.

    Según la convención histórica aceptada, la etapa armada propiamente dicha de la Revolución mexicana incluye la revuelta maderista, que dura apenas cinco meses; la etapa de la lucha constitucionalista en contra de la usurpación de Huerta (1913-1915); la contienda de facciones, en la cual se enfrentan los carrancistas a las fuerzas de Villa y Zapata (1915-1919) y termina precisamente con la insurrección de Obregón contra Carranza. Desde un punto de vista político todo ese periodo se puede dividir, a su vez, en la presidencia de Madero (1911-1913), el periodo preconstitucional de la Primera Jefatura de Venustiano Carranza (1913-1917), la presidencia de Carranza (1917-interrumpida en 1919), el interi-nato de Adolfo de la Huerta (1919-1920) y la presidencia de Álvaro Obregón (1920-1924).

    A lo largo de estos tramos, como en toda revolución triunfante, se había conformado un ejército que se convertía en el principal problema político de la Revolución. De todas las dificultades que nublaban el horizonte de los triunfadores era éste el más apremiante y delicado de resolver. ¿Qué hacer con la hueste armada que los había llevado a la victoria política y militar? La experiencia descartaba la solución maderista de disolver la fuerza revolucionaria y conservar al antiguo ejército. Pero tampoco se podía conservar a los contingentes revolucionarios sin ajustes de fondo. Luego de la lucha de facciones, el remanente final del ejército constitucionalista estaba compuesto por un conjunto de grupos armados, leales a sus jefes inmediatos y sin estructura interna ni mando efectivo y centralizado. A pesar de los esfuerzos por darle ordenación y jerarquías similares a las del ejército federal, el nuevo ejército nacional estaba muy lejos de constituir una institución castrense profesional y apolítica.

    A este mal llamado ejército lo distinguían varias características que definen su papel político específico en los años inmediatos de posrevolución. Características que tienen que ver con la forma y lugares en donde se integraron los primeros contingentes, la naturaleza política original de sus mandos y el bajo perfil ideológico.

    Como en tantas otras revoluciones, la primera tarea fue reconstruir y reorganizar al ejército revolucionario, so pena que éste como colectividad se impusiera al nuevo poder público que surgió de la propia Revolución. Esta tarea se inició propiamente en 1920 y culminó, en sus aspectos más importantes, hacia finales del decenio de los cuarenta.

    La lógica que dominó esta tarea fue el propósito de profesionalizar y reducir los efectivos del ejército para suplir las funciones del recién disuelto ejército federal porfirista. Y esa lógica partía del convencimiento de que entre más profesional es un ejército, menos probabilidades existen de que irrumpa violentamente en la vida política. Ésos fueron el convencimiento y el objetivo de la dinastía sonorense que continuarían los presidentes Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho.

    ORIGEN Y RECLUTAMIENTO DEL EJÉRCITO REVOLUCIONARIO

    El ejército constitucionalista tuvo primordialmente un origen miliciano estatal, que mucho explicó su organización laxa, la politización de sus componentes y la ambición política de sus jefes. Fue un ejército que nació en el norte del país a consecuencia de iniciativas aisladas de los gobernadores de Sonora y Coahuila, que se integró por la agregación de las dos milicias y la adhesión posterior de las fuerzas ex maderistas. En ambos territorios, y casi simultáneamente, los gobernadores Ignacio L. Pesqueira y Venustiano Carranza declararon amenazada la soberanía estatal por la usurpación huertista y recurrieron a las facultades consignadas en sus respectivas constituciones para integrar milicias locales.¹ Además de la importancia que tuvo este punto para establecer de principio la legalidad de la rebelión contra Victoriano Huerta, es considerable porque determinó que el reclutamiento inicial de las tropas y la consolidación de las unidades fueran sobre bases geográficas muy precisas y circunscritas. Muy pronto, estos dos estados habrían de convertirse en focos de irradiación revolucionaria en las entidades vecinas, para después conquistar las regiones centro-norte y centro del país. A lo largo de estas campañas se prosiguió con los reclutamientos en las zonas ocupadas, pero en general las unidades no perdieron su perfil geográfico original.

    La integración local y regional se ubica originalmente en los ejes Sonora-Chihuahua y Coahuila-Nuevo León-Tamaulipas. Las fuerzas del primer eje las integró el gobernador interino de Sonora, Ignacio L. Pesqueira, y las segundas Venus-tiano Carranza, gobernador de Coahuila, al desconocer ambos la presidencia de Victoriano Huerta. Estas agrupaciones armadas no surgieron de un impulso ciudadano espontáneo —aunque no faltaron casos— sino de una acción pensada y organizada, basada en las facultades constitucionales de los titulares del poder ejecutivo de esos estados. Al respecto hay que recordar que la tradición miliciana es tan antigua como la colonización misma de estos territorios norteños. Lejos del México denso y seguro del centro, las primeras poblaciones norteñas vivieron bajo la amenaza constante de incursiones de las tribus nómadas del norte, de las cuales los apaches y los yaquis eran, si cabe, los más combativos. Prestar servicio de las armas en defensa de la comunidad, más que una obligación, fue un requisito de sobrevivencia personal y colectiva, desde la fundación de las primeras poblaciones hasta bien entrado el siglo XIX. Y el reclutamiento fue siempre un reclutamiento de vecinos; los varones de la comunidad se armaban para el combate y la persecución de las partidas, indios o bandidos, que llegaban a asolar la comarca. Acostumbrados a no depender en su seguridad de las autoridades de la lejana ciudad de México, el llamado a las armas de parte del gobernador era siempre aten-dido, y más aún, si conllevaba el apoyo de los líderes locales. Así, las unidades milicianas fueron siempre lo que los psicólogos sociales llaman grupos cara a cara, con dependencias mutuas entre los individuos marcadas por la tradición o por pautas sociales que venían de muy atrás. Influían no sólo las relaciones familiares entre los voluntarios, fueran éstas consanguíneas o políticas, sino también las normas sociales predominantes en la comunidad y, muy particularmente, las que normaban de hecho las obligaciones milicianas. Estos cuerpos tenían no sólo la cohesión interna, que les daba el haber sido reclutados en un lugar geográfico determinado, sino que añadían también las lealtades implícitas de las relaciones familiares y clientelares, una solidaridad primaria con el resto de la unidad y con su jefe. Pero ahí no quedaban las cosas. Incorporaban también a una serie de dependientes, sirvientes, aparceros y empleados que trasladaban su dependencia de cliente-patrón a la milicia. Durante la Revolución, esos lazos, lejos de debilitarse con posteriores reclutamientos al desplazarse a otras zonas de operaciones, se afirmaron al internalizarlos los nuevos reclutas oriundos de las regiones que conquistaban.

    Las milicias locales se habían visto, además, fortalecidas a partir de los intentos de desmovilización de las partidas maderistas, tras la elección de Francisco I. Madero en 1911. Al iniciarse esa desmovilización no fueron pocos los jefes de partidas y nuevos gobernadores maderistas que exigieron se les conservara en activo. La solución que encontró Madero para conservar al ejército federal intacto y a la vez satisfacer a sus seguidores, fue integrar a las fuerzas irregulares a la policía rural, dependiente de la Secretaría de Gobernación. En consecuencia, los efectivos y el número de cuerpos de esa organización policiaca nacional se incrementó rápidamente. Cuando Díaz abandonó el país, había 14 cuerpos de rurales, con 3372 elementos, los viejos rurales que en su mayoría acudirían a apoyar el cuartelazo de Huerta. Durante la presidencia de Madero se llegaron a formar hasta 53 cuerpos adicionales, con cerca de 10 mil elementos, la vasta mayoría ex maderistas.² Una gran parte de las tropas irregulares, cuerpos enteros o fracciones, se adhirieron desde el primer momento a las primeras fuerzas constitucionalistas.

    Ya al inicio de la rebelión maderista se nota en las áreas rurales norteñas, principales aportadoras de contingentes al movimiento revolucionario, una pauta clara en la constitución de las partidas revolucionarias: agrupaciones de rancheros y hombres de campo simpatizantes de Madero que se reunían para integrar columnas y decidir jefaturas de común acuerdo. El reclutamiento llevado a cabo por estos rancheros y agricultores incorporaba a dependientes de su familia extensa; otros reclutas provenían de pequeñas poblaciones y los menos de los fundos mineros. Pero a todos los caracterizaba la adhesión al jefe inmediato, quien establecía la lealtad respecto a los mandos remotos. Tal tipo de reclutamiento fue evidente, por ejemplo, en la reunión de septiembre de 1910 en San Isidro, Chihuahua, para decidir el levantamiento en este estado y en Sonora. A la junta acudieron, entre otros, los chihuahuenses Pascual Orozco, padre e hijo, y el sonorense Juan Antonio García, todos ellos cabezas de familias numerosas y hombres conocidos y respetados en sus regiones, los dos primeros en San Isidro y el segundo en Moctezuma y Sahuaripa.³ A esa junta asistieron también Graciano y Albino Frías, dos hijos del primero y tres hijos del segundo; tres hermanos Caraveo —incluido Marcelo, después célebre general revolucionario—, tres hermanos González, dos Márquez, dos Domínguez, cuatro Solís, dos Hermosillo, dos Rodríguez, dos Vázquez y dos Dosal. Por ello, afirma Guerra, la revuelta maderista en el oeste de Chihuahua fue de conjuntos de aldeanos, con fuertes vínculos de parentesco.⁴ Tal es el caso también de la partida que levantó Pedro Antonio de los Santos en la Huasteca potosina, a principios de noviembre de 1910 en la que incluyó a los parientes, amigos, caballerangos y mozos.⁵ Las relaciones personales internas a estos primeros grupos estuvieron marcadas por la dependencia con el jefe inmediato, que no pocas veces había sido el jefe de la comunidad, con lazos formales e informales entre los cuales el compadrazgo cumplía una función de cohesión social. Algo similar, aunque con patrones sociales distintos por más tradicionales, sucedió con el zapatismo en el sur, en donde los contingentes armados eran expresión a escala de los pueblos resentidos por la apropiación de tierras, aguas y bosques por parte de las haciendas. Hay que presumir, en este último caso, lealtades mucho más fuertes y jerárquicas que las de los norteños, aunque a la larga el zapatismo tendría apenas una influencia marginal en el futuro ejército federal que surgiría del constitucionalismo.

    Este procedimiento de formación de las columnas maderistas de 1910 habría de repetirse con pautas similares luego de febrero de 1913. A medida que se conocieron las circunstancias de la muerte del presidente Madero en las poblaciones de los estados norteños, de inmediato se multiplicaron las juntas de vecinos para la integración de partidas milicianas, como respuesta al llamado de los gobernadores de Sonora y Coahuila. El asesinato de un presidente querido en la región y la presencia de maderistas desmovilizados facilitaron a Pesqueira y Carranza reunir contingentes de consideración desde su primera convocatoria, encuadrados dentro de las milicias estatales bajo el mando del gobernador. Fuera de estos estados también se pronunciaron otros maderistas, como fue el caso de Villa en Chihuahua quien, en ausencia de requerimiento local, adquirió una gran autonomía dentro del ejército constitucionalista.

    Así el grueso del ejército constitucionalista se organizó localmente con voluntarios en los estados del norte.⁶ Aunque al principio hubo leva, ésta pronto quedó prohibida pues aparte de ser contraproducente era innecesaria, pero a lo largo de las campañas se siguió la práctica de incorporar a filas a los prisioneros de las tropas federales. En las regiones norteñas la tropa estuvo formada por rancheros, hombres de a caballo, acostumbrados a los rigores climáticos de la región, que integraron las unidades de caballería, y que junto a la artillería lidereada por oficiales federales desafectos a Huerta, fueron las armas más eficaces en las campañas. Coahuila y Sonora aportaron también pequeños grupos de mineros, y a medida que avanzaban las operaciones hacia el sur —Sinaloa, Nayarit y Jalisco— se incorporaron importantes contingentes de infantería.

    Pauta de reclutamiento típica de la fase constitucionalista, fue la aceptación del liderazgo militar de una autoridad municipal por los grupos cohesivos de milicianos. Es el caso, por ejemplo, del contingente que organizó el alcalde de Huatabampo, Álvaro Obregón. Conocido como el Cuarto Batallón Irregular de Sonora, Obregón lo integró en su totalidad con nativos de la región, de tronco indígena, los más de ellos propietarios, siendo en su totalidad agricultores, inclusive yo.⁷ A este batallón Obregón lo consideró siempre el más leal entre sus tropas, e incluso lo prestó a Carranza para servirle de escolta cuando el Primer Jefe pasó de Sonora a Chihuahua, zona de operaciones de Francisco Villa, en los primeros meses de la campaña constitucionalista.

    Las excepciones importantes a este patrón de reclutamiento y de lealtades, aparte de los pequeños contingentes de mineros sonorenses y coahuilenses que se habían incorporado desde 1913, fueron los seis batallones rojos organizados por la Casa del Obrero Mundial luego de convenir un pacto político con los carrancistas en febrero de 1915. Estos batallones, integrados totalmente por obreros fabriles, respondían a una solidaridad de clase, en sí mismo un rasgo moderno, y su orientación era abiertamente anarco-sindicalista. Su número, que no pasó de seis mil efectivos, y su interés reivindicatorio de clase hizo que tuvieran influencia mínima en el ejército constitucionalista y en sus victorias, fuera de legitimar históricamente el generalato de Celestino Gasca y el compromiso revolucionario posterior con las causas obreras.

    PROCEDENCIA Y NATURALEZA DE LOS MANDOS

    Otro rasgo importante del ejército constitucionalista, que se liga estrechamente con el de las lealtades personales, tuvo que ver con el papel del líder o jefe militar. Su carácter e inteligencia jugaban un papel cardinal en el número de adherentes, pues su actitud frente a la tropa era de la mayor importancia; al principio la cantidad de voluntarios reclutados determinó en buena medida el rango e importancia del jefe de la unidad en la división o cuerpo de ejército. En la diná-mica propia del movimiento armado, y dados los valores sociales tradicionales en juego, la determinación de los liderazgos se dio sobre la base de capacidad y mérito, antes que por influencia o imposición del mando central, que estuvo muy lejos de ser absoluto. Al interior de la unidad, una vez establecido, el liderazgo fue incuestionado, pero implicaba serias obligaciones. Los jefes distribuían grados, ascensos y recompensas sobre la base de méritos en campaña, sin que tuvieran que responder por ello a ninguna autoridad central durante la etapa constitucionalista de la Revolución. Tenían que proveer, en las circunstancias excepcionales que implicaba la Revolución, vituallas y haberes así como equipo y municiones. Los lazos de adhesión personales entre el jefe y la tropa se afirmaban con el éxito militar, en tanto la derrota contribuía al desdibujamiento de las características carismáticas del dirigente. En casi todas las unidades funcionaba, pues, una especie de liderazgo heroico.⁹ El caso más claro de ese tipo de liderazgo militar fue el de Francisco Villa, con todo el único caudillo revolucionario que captó la imaginación popular y entró de lleno a la leyenda, más que a la historia. Una sucesión de derrotas, incluso de victorias fáciles, traían mala fama, como le pasó a Pablo González, siempre opacado por las brillantes victorias de Obregón. La fama ganada en el campo de batalla por un jefe militar iba, con el tiempo, a trascender los límites militares para proyectarse a los políticos. Se afirma que Obregón escribió su libro Ocho mil kilómetros de campaña con el propósito de fortalecer su precandidatura a la Presidencia mediante la proyección de sus méritos militares a la escena política. La fortuna militar fue, en ese sentido, decisiva, pues si las derrotas —sobre todo a lo largo de la lucha de facciones— ayudaron a descartar a futuros aspirantes a participar en el poder, por contrapartida los éxitos de los vencedores afirmaron sus aspiraciones políticas.

    Aunque la mayoría de los jefes revolucionarios provenían de la vida civil, muy pronto se definieron por su pertenencia al lado militar de la Revolución. Los civiles que decidían conservar su condición, por carecer de capacidades militares o negarse a tomar las armas no obstante su adhesión a la causa revolucionaria, recibían encomiendas como negociadores, ideólogos o bien secretarios particulares de los jefes militares, pero eran considerados ajenos a su estirpe por los ciudadanos armados. Estos civiles eran, por lo general, personas con educación superior formal, en contraste con la gran mayoría de los líderes militares, y a la larga habrían de constituir el núcleo de la clase política civil posrevolucionaria.

    La vasta mayoría de los jefes y oficiales constitucionalistas salieron de las filas de voluntarios norteños con experiencia de combate, por haber servido en las tropas irregulares que lucharon contra los yaquis a fines del siglo anterior o por haber pertenecido a los cuerpos de rurales o a tropas auxiliares organizadas a principios de siglo.¹⁰ No obstante su empirismo militar, la mayoría de esos jefes y oficiales mostraron una inteligencia natural para la estrategia y táctica, superior incluso a la de muchos oficiales federales formados en el Colegio Militar.¹¹ Entre los futuros generales surgidos de las filas de los improvisados pero con experiencia previa de combate, se contaban Joaquín Amaro, José Rentería Luviano, Gregorio Osuna, Jesús Agustín Castro, Jesús Carranza —hermano de Venustiano— y Pablo González.¹² Excepción entre ellos, aunque los superaría, fue el agricultor y comerciante Álvaro Obregón. Este jefe constitucionalista, que llegó con retraso a la Revolución, pues no pasó de simpatizante en la etapa de la revuelta maderista, se impuso a la larga a todos los demás jefes revolucionarios gracias a una intuición militar excepcional y notable. En el transcurso de sus campañas no perdió una sola batalla porque fue innovador y heterodoxo en cuestiones de táctica y estrategia, contraviniendo las convenciones y reglas clásicas napoleónicas entonces vigentes.¹³

    De los varios cuerpos en que quedó organizado el ejército constitucionalista, el mejor y más eficiente, que aunó disciplina y capacidad de iniciativa de los jefes, fue el ejército del noroeste con base en Sonora y comandado por el Jefe de Armas del estado, general Álvaro Obregón. La División del Norte de Francisco Villa fue, en cambio, un cuerpo de choque de caballería y artillería, cuyo indudable arrojo le permitía arrollar con ventaja psicológica las posiciones enemigas. La estrategia villista fue eficaz hasta Celaya, donde Obregón le opuso una defensa de trincheras, alambradas y ametralladoras, capaz de contener una carga de caballería masiva en pocos minutos. En cambio, el ejército del noreste, a cargo de Pablo González, se distinguió por su ineficacia. En suma, de los tres grandes cuerpos armados, sólo el del noroeste llegó a desarrollar una organización y capacidad de mando que lo acercaron a la definición de ejército profesional de la época.

    Sin embargo, como en toda buena milicia, cierto tipo de costumbres y prácticas no tenían el mismo significado que en un ejército profesional. Los estados mayores no adquirieron la categoría profesional propia de los ejércitos regulares; se desempeñaron como servicios de ayudantía o fueron consejeros de los generales, lo cual contribuyó aún más a la excepcionalidad del liderazgo militar dentro de las diversas unidades. De igual manera, el ejército constitucionalista no contó con servicios de intendencia, aunque la nomenclatura y la organización de las unidades —compañía, escuadrón, batallón, regimiento, división y cuerpo— y las escalas jerárquicas se asimilaron del ejército federal, ya que como milicias acataban las leyes y reglamentos castrenses entonces en vigor. El número de efectivos de las unidades variaba de acuerdo con la región, la personalidad del comandante o las razones políticas. Estas últimas determinaron, no pocas veces, el rango que la Primera Jefatura otorgaba a las diversas unidades. El caso más notable fue el de la famosa División del Norte, comandada por Francisco Villa, a la que Carranza se negó a reconocer como cuerpo de ejército a pesar de sus 40 mil efectivos, porque desconfiaba del guerrillero.

    Las etapas constitucionalista y de lucha faccional dejaron una herencia política nefasta. Políticos locales, hombres fuertes de pequeños poblados y jóvenes profesionistas ambiciosos procedentes de las ciudades, fueron los grupos sociales que aportaron los líderes del movimiento armado. Los revolucionarios eran, a fin de cuentas, ciudadanos armados y no militares profesionales; la gran mayoría de sus líderes sobrevivientes había optado por las armas en 1910 y 1913 movida por razones y ambiciones políticas. La experiencia en esos años arraigó en la mente de los jefes revolucionarios que lograron sobrevivir a la etapa armada la convicción de que la violencia era el medio más eficaz para dirimir los diferendos políticos. La revuelta y la rebelión serían durante mucho tiempo la primera y única opción para resolver las luchas por el poder a nivel nacional. El triunfo de la facción sonorense —como se conocería para la historia al grupo cercano a Obregón— sobre el villismo y el zapatismo primero, y sobre las exiguas fuerzas carrancistas después, planteaba para el futuro inmediato un problema político de primera magnitud. Vicente Blasco Ibáñez, el escritor español itinerante, afirmaba en 1919:

    Sé bien que cuando un partido revolucionario triunfa en un país como Méjico, las escisiones son inevitables al transcurrir del tiempo. Los triunfadores son muchos, todos quieren recompensa, y el país no produce para contentar a todos. Los primeros puestos son pocos y los que se consideran dignos de ellos se cuentan por docenas.¹⁴

    Esperar recompensa resultaba apenas natural en una revolución en la cual los altos jefes militares habían ganado el generalato en el campo de batalla y se sentían con derecho a participar en los despojos políticos del nuevo orden. Obregón llegó a las puertas del poder al frente de una coalición militar de méritos guerreros y políticos indudables, pero carente de un marco de institucionalidad que la hiciera neutral en las disputas por la Presidencia de la República. Ante la ausencia de partidos políticos, el apoyo de los jefes con mando de tropa efectivo fue crucial para apoderarse de la primera magistratura, aunque Carranza, Obregón e incluso Calles se sujetaran a las formalidades de una elección. La base política de Obregón en 1919 fue una tenue e inestable coalición de jefes militares, quienes a lo largo de las luchas civiles entre 1913 y 1915 habían logrado, unos más otros menos, cierto grado de poder real en las regiones en donde les había tocado actuar.

    EJÉRCITO REVOLUCIONARIO SIN IDEOLOGÍA

    De inicio se impone una distinción, que puede sonar a perogrullada, pero es necesario asentarla: un ejército revolucionario no es, por definición, un ejército profesional. Puede aspirar a serlo, es posible reformarlo para que llegue a serlo, pero tras el triunfo, los líderes victoriosos llegan al poder al frente de una masa armada que está muy lejos de ser una institución castrense profesional alejada de la política. El ejército constitucionalista nació por medio de una convocatoria que apelaba a conceptos abstractos (la patria ultrajada), y sosteniendo demandas concretas (cobrarse la muerte de un presidente legítimo) y no por ideales de reivindicación social. A diferencia de otras revoluciones, la soviética o la china, al ejército constitucionalista no le antecede la existencia de un partido centralizado que lo organiza y adoctrina. En los casos soviético y chino la transformación del ejército revolucionario en profesional fue relativamente sencilla porque estaba estructurado dentro de la rígida disciplina política e ideológica de un partido comunista. En esos casos la actividad política del ejército no iba más allá de la que el propio partido determinaba a través de sus comisarios políticos. De hecho se trata de revoluciones en las que triunfa un partido que cuenta con un brazo armado al cual controla plenamente. Pero tal no es el caso del México revolucionario. No obstante la aparición de partidos con tácticas revolucionarias —como el Partido Liberal y los grupos organizados por los precursores—,¹⁵ éstos tuvieron una influencia insignificante en la formación y campañas de las partidas y columnas armadas maderistas y constitucionalistas.

    La fase constitucionalista de la Revolución mexicana, al igual que la maderista anterior, se inició sin ningún plan-teamiento de reivindicación social. Ni la proclama de Obregón a los sonorenses ni el Plan de Guadalupe de Carranza, ambos de marzo de 1913, contuvieron referencia alguna a cuestiones sociales. La proclama obregonista, breve tirada de lenguaje hiperbólico decimonónico, se limitó a exhortar a la renuncia a las delicias del hogar para defender la dignidad de la Patria ultrajada.¹⁶ El Plan de Guadalupe, documento fundacional del movimiento constitucionalista, no pasó de ser un plan político enfilado al desconocimiento de Huerta y de los poderes federales y estatales que hubieran reconocido la usurpación.¹⁷ Las cuestiones sociales, en particular el problema agrario y las protecciones al trabajo fabril, aparecieron descabaladamente en el programa revolucionario a iniciativa de algunos comandantes o gobernadores provisionales en los territorios ocupados por las fuerzas constitucionalistas. La primera vez que apareció un viso de programa social fue en la cláusula octava del Pacto de Torreón de julio de 1914, celebrado entre la División del Noreste y la del Norte con el objeto de zanjar las dificultades surgidas entre los jefes de la División del Norte y el ciudadano Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, a raíz de la insubordinación de Villa por su terquedad de tomar la ciudad de Zacatecas. En esa cláusula se estableció que ambas divisiones se comprometían a combatir por la emancipación de los obreros y la resolución del problema agrario. En realidad lo que Villa buscaba con ese pacto era asegurar la autonomía de acción de sus fuerzas y limitar la injerencia del Primer Jefe en las operaciones militares de la División del Norte. Esto no quiere decir que los delegados de la División del Noreste tuvieran en mente un programa de revolución social. Fue una concesión a las posiciones villistas para conservar la autoridad inmediata de Carranza de nombrar funcionarios en los puestos federales en las zonas ocupadas.

    Fuera de las referencias generales a los temas obrero y campesino contenidas en este documento menor, y a las cuales concurrían por estrategia de negociación los representantes de la División del Noreste, el resto de la lucha contra Huerta transcurrió sin que el grueso del ejército constitucionalista asumiera un compromiso ideológico. Cosa distinta ocurrió con el ejército zapatista, que tanto ante el gobierno de Madero como en la lucha contra Huerta insistió siempre en su programa agrario, aunque sin éxito, dado que se trataba de un movimiento limitado a confines regionales precisos sin intenciones de integrarse al ejército constitucionalista.

    El año de 1915 fue crucial para la definición de los primeros compromisos sociales del constitucionalismo. El 20 de febrero se firmó un pacto entre Carranza y la Casa del Obrero Mundial, según el cual aquél se comprometía a mejorar, por medio de leyes apropiadas, la condición de los trabajadores una vez lograda la victoria; a cambio, la Casa apoyaría por las armas a la revolución constitucionalista.¹⁸ A principios de 1915, el Primer Jefe expidió una ley agraria con la clara intención de arrebatarle banderas a villistas y zapatistas que, distanciados del carrancismo, preludiaban la lucha de facciones. El pacto de 1914 y la ley de 1915 estuvieron motivados por la necesidad de sumar adeptos primero contra Huerta y después a favor de la facción carrancista.

    A pesar de ser un movimiento revolucionario, las fuerzas constitucionalistas muy pronto se convirtieron en ejército de paga. En parte por tener su origen en milicias estatales, que gozaban de acuerdo con las leyes estatales que las regían de una remuneración mínima cuando estaban en activo, en parte por el deseo del Primer Jefe de evitar que los contingentes vivieran del botín y el saqueo, se estableció la paga diaria. La medida no cumplió cabalmente los propósitos de Carranza; los atentados contra la propiedad fueron más la regla que la excepción, en general propiciados por jefes y oficiales, más que por la tropa. El ingenio popular creó el verbo carrancear como sinónimo de robo o de expropiación indebida, lo cual es una prueba de lo extendido de tales prácticas. Pero el hecho de ser un ejército revolucionario pagado promovió la incorporación a filas de grandes números de reclutas que, desplazados de sus actividades tradicionales por las crisis que precedieron a la Revolución, buscaban una nueva actividad mejor remunerada que sus tareas anteriores. De esta forma, andar en la bola se fue convirtiendo en un modus vivendi para la mayoría de la tropa y buen número de oficiales y jefes revolucionarios. Y claro, ello poco tenía que ver con la opción revolucionaria motivada por compromisos de naturaleza ideológica.

    Se trataba, en suma, de un ejército cuya integración y éxito en la lucha no respondía a un programa previo de reformas sociales. Apuntamientos para un programa de esta naturaleza se fueron dando a lo largo del conflicto por necesidades políticas de la Primera Jefatura. Hubo, como lo demostraría posteriormente la facción radical del Congreso Constituyente de 1917, toma de conciencia de muchos jefes y civiles revolucionarios que pasaron de un liberalismo radical a un tenue socialismo durante el conflicto. A medida que transcurrieron los meses posteriores a la victoria sobre Huerta y las facciones villista y zapatista, este radicalismo recién encontrado empezaría a contrastarse con la posición conservadora del Primer Jefe, lo cual sería aprovechado en su momento por Álvaro Obregón.

    FINANZAS Y NEGOCIOS

    El principal obstáculo para el éxito de una facción revolucionaria en una guerra civil es la cantidad de recursos que requieren, sin contar por principio con fuentes de ingreso seguros. Paradójicamente, salvo ayuda de una potencia extranjera que no fue el caso de los constitucionalistas, se requiere tener éxito para seguir teniendo éxitos, es decir, conquistar territorio para asegurarse fuentes de ingreso y financiar el esfuerzo bélico. Por ello al inicio del movimiento constitucionalista, los primeros objetivos fueron las aduanas fronterizas. Pronto los sonorenses ocuparon las de su estado y, con excepción de la de Nuevo Laredo, hicieron lo propio las fuerzas de Carranza con las demás. Cuando el gobernador de Coahuila fue reconocido Primer Jefe, se impuso la tarea de obtener el acuerdo de los jefes adheridos al Plan de Guadalupe para asumir facultades hacendarias y diplomáticas plenas, y poder así controlar las finanzas del movimiento y las fuentes de aprovisionamiento en Estados Unidos. Mediante casas de comercio en Estados Unidos y la intervención de aduanas fronterizas y portuarias, Carranza garantizó el abastecimiento de sus fuerzas. Pero, por razones políticas, las abasteció en forma desigual, buscando, por ejemplo, fortalecer a su incondicional Pablo González frente a Obregón. Al hacerlo obligó a los jefes militares a tomar sus propias providencias en los territorios recién ocupados, otorgando garantías a los productores, estableciendo la seguridad pública y tratando, en general, de normalizar la vida económica, pues de ella dependían buena parte de los recursos para financiar la guerra y la autonomía frente a los designios del Primer Jefe. En su marcha al sur, de Sinaloa a Michoacán, Obregón pasó con súbita rapidez de comandante militar a político y administrador, para lo cual contaba con la experiencia adquirida como alcalde de Huatabampo. Sobra decir que tal tipo de actividades le brindó la oportunidad de establecer lazos de colaboración con las principales fuerzas políticas y económicas de las entidades que ocupaba, y que le resultarían muy útiles a la postre.

    Esta especie de feudalismo militar se vio robustecida por la práctica de Carranza de enviar a jefes enemistados con sus comandantes divisionarios como procónsules a algunos estados, especialmente los del sureste, las regiones más alejadas de la capital. Tal fue el caso de Salvador Alvarado, sinaloense marginado por Obregón, remitido a Yucatán como responsable de hacer llegar a Carranza los productos del henequén. Sin saberlo ni proponérselo, Carranza estableció con ese traslado las bases de un futuro cacicazgo político en la península. De igual manera Jesús Agustín Castro, duranguense y comandante del 21 Cuerpo Rural, en pugna con el general Pablo González, fue enviado al sureste a garantizar la producción cafetalera y a mantener abierta la línea ferroviaria de Tehuantepec.¹⁹ Si Carranza monopolizaba puertos y aduanas, fuentes seguras y tradicionales de ingresos, los jefes militares controlaban vastas zonas interiores a las que les imponían administradores y autoridades de su confianza. Pero bien vistas las cosas, existía un equilibrio en lo que a recursos económicos y políticos se refería, pues Carranza sólo tuvo la administración directa de las aduanas de su estado y del puerto de Veracruz, y la indirecta de las demás aduanas fronterizas y portuarias, lo cual le brindó recursos pero nunca un arraigo e influencia políticos. Las influencias políticas locales quedaron, a fin de cuentas, en manos de los jefes revolucionarios. Lenta pero seguramente se fueron dando los elementos para los cacicazgos de origen militar en diversas regiones del país. Empezó con el control de una región, continuó con la imposición de autoridades de facto y después de jure, y terminó en alianzas entre los nuevos políticos militares y los comerciantes y empresarios de las regiones por ellos controladas.

    La caída de Huerta no significó de modo alguno el término a los poderes excepcionales de los jefes constitucionalistas. Durante todo el periodo preconstitucional (1915-1917), los militares en campaña para batir al villismo y al zapatismo continuaron nombrando gobernadores interinos, jefes de operaciones militares y demás funcionarios en las entidades bajo su jurisdicción. Familiares, adictos y seguidores de esos jefes quedaron al frente de los estados que aquéllos controlaban y en posiciones de poder indiscutible. Pero sutilmente iba dán-dose una transformación de la relevancia local de los jefes militares. Si durante la guerra contra Huerta el mando se ejercía manu militari, en la guerra de facciones tenían por fuerza que llevar un desempeño más civil y político, pues los carrancistas tenían el poder nacional y los enemigos no. Si antes el argumento inapelable del mando era la conquista, ahora representaban al gobierno. Así, cuando llegó el momento de las elecciones constitucionales en 1917, éstas sólo fueron el refrendo de la ascendencia que ya disfrutaban los jefes militares y sus adeptos locales; los adversarios políticos, si los hubo, no tuvieron oportunidad alguna en la contienda electoral.²⁰

    Los jefes militares revolucionarios, sin embargo, no se incorporaron al desarrollo capitalista industrial avanzado; en general se confinaron a la especulación como comisionistas o intermediarios, motivados por la ganancia rápida y la necesidad de financiar sus tropas.²¹ Basten algunos ejemplos: Salvador Alvarado desarrolló como dependencia estatal el monopolio de la exportación del henequén en la península de Yucatán; Jacinto B. Treviño, comandante del ejército del noreste en ausencia del general González, acaparó, mediante una comisión reguladora, la producción de algodón en la región lagunera; en forma privada, Manuel M. Diéguez, gobernador provisional de Jalisco, controló los negocios de cueros y pieles en su región; Francisco Murguía, sucesor de Treviño en la comandancia del ejército del noreste, se convirtió en intermediario para la exportación de derivados del guayule y estableció en Texas dos casas comerciales que monopolizaron, hasta 1920, el comercio internacional de la región; Juan Barragán, gobernador de San Luis Potosí y jefe del estado mayor de Carranza, especuló con los precios de básicos manipulando los ferrocarriles y se lanzó a la compra de bonos extranjeros a través de la casa Aceves y Cía., de la cual era socio.

    LA POLÍTICA MILITAR DE CARRANZA

    Carranza sabía la importancia política de contar con un ejército profesional y moderno. No era antimilitar, como quisieron hacerlo aparecer sus adversarios políticos dentro del ejército. Pero tampoco era promilitar como lo prueba su negativa a asumir un grado durante la guerra contra Huerta. Carranza no quería llegar a la Presidencia de la República como caudillo militar, y en esto se parecía a Madero que había establecido el precedente. Conservar el ejército revolucionario y, a la vez, profesionalizarlo y reducir sus dimensiones se le presentaban a Carranza como necesidades ineludibles de naturaleza política. Sin embargo, hacia 1917 la situación política y militar en el país habrían de estorbar los designios de Carranza sobre el ejército.

    Durante los años que gobernó Carranza, la paz nunca se restableció completamente en el país. El periodo preconstitucional transcurrió entre la guerra contra Huerta y la lucha de facciones y una serie de amenzas internas, provenientes de porfiristas y antiguos aliados. Las victorias de la fracción carrancista en Celaya y León significaron la derrota militar de los zapatistas y villistas, pero no su desaparición pues éstos continuaron sus actividades recurriendo a la guerra de guerrillas.²² De los dos jefes derrotados, Villa fue el que mayores dolores de cabeza provocó al crear un grave incidente inter-nacional con los Estados Unidos cuando atacó Columbus, Nuevo México. Por si esto fuera poco, el licenciamiento de las tropas federales de acuerdo con los tratados de Teoloyucan había creado, a su vez, otro frente al gobierno revolucionario. Félix Díaz, sobrino de Porfirio Díaz y vinculado a Huerta en el golpe de estado de 1913, lanzó un plan revolucionario desde Nueva Orleans, y luego de varias vicisitudes en Veracruz, al internarse al país en febrero de 1916, terminó aliado con Juan Andrew Almazán en una guerra de guerrillas por las sierras de Oaxaca que habría de durar cuatro años.²³ Además, estaban los desafíos de las fuerzas de Manuel Peláez en la Huasteca petrolera, de José Inés Chávez en Michoacán y de los finqueros en Chiapas. De hecho, durante la presidencia de Carranza no hubo condiciones propicias para intentar a fondo la desmovilización del ejército revolucionario y su profesionalización, pues las resistencias de los principales jefes revolucionarios, las guerrillas, el bandidismo revolucionario de pequeñas partidas y la amenaza externa de una intervención desaconsejaban medidas radicales. El presidente Carranza buscó el equilibrio entre todas las condicionantes para definir su política militar, sin lograrlo del todo. Sin embargo, el motivo central que alentó su política militar fue el convencimiento de que tenía que cerrarle el paso a la silla presidencial a un nuevo caudillo. De ahí que se propusiera asumir personalmente el mando del ejército, ordenando a la Secretaría de Guerra y Marina se ocupara únicamente de los aspectos administrativos, rodeándose de un grupo de militares afectos a él.²⁴

    En 1916, el ejército constitucionalista contaba con 200 mil hombres, comandados por alrededor de 50 mil jefes y oficiales; de estos últimos más de cinco mil sostenían tener el grado de general. Para entonces a las huestes triunfantes en la lucha faccional se las había encuadrado en tres cuerpos de ejército con diversos números de efectivos, distintas organizaciones internas y, sobre todo, con armamento heterogéneo. El Cuerpo de Ejército del Noroeste, comandado por Obregón, era con mucho el más fuerte e importante; le seguía el Cuerpo de Ejército del Noreste comandado por Pablo González; y el del Sureste, con Salvador Alvarado a la cabeza.²⁵ Como secretario de Guerra y Marina, durante el gobierno preconstitucional de Carranza, Obregón se propuso dos objetivos: establecer una organización uniforme y reducir los efectivos de tropa y el número de oficiales. El objetivo político consistía en recuperar para la Secretaría de Guerra y Marina el control de esas fuerzas, reduciendo la identificación geográfica de las unidades y debilitando las lealtades al interior de ellas al eliminar un buen número de oficiales intermedios.

    En el poco tiempo al frente de esa secretaría, Obregón logró disolver los grandes cuerpos de ejército, para integrarlos en 10 divisiones, con 125 mil hombres y reducir el cuerpo de oficiales de 50 mil a 20 mil efectivos. El número de generales que se conservaron en servicio activo, después de un proceso de revisión de expedientes, disminuyó a 204; de éstos sólo 11 eran divisionarios, a 55 se les reconoció el grado de general de brigada y a 138 el de brigadieres. Pero el retiro del excedente de jefes y oficiales no fue ni brusco ni total. Se crearon la Legión de Honor del Ejército y el Depósito de Jefes y Oficiales, suerte de reservas en las cuales se mantenía el grado y la mitad o la totalidad de la paga, según fuera retiro voluntario o determinado por comisiones tras una apelación. Las reservas, que se conformaron con el evidente propósito de conservar bajo las leyes castrenses a un gran número de potenciales rebeldes, probarían ser contraproducentes con el tiempo. Si bien el gobierno podía echar mano de ellas en caso de revueltas o asonadas, también podían hacer lo mismo los rebeldes, además de que al conservar la paga a los desmovilizados los desalentaban a encontrar otro tipo de actividad remunerada en la vida civil.²⁶ En cambio, la creación de la Academia de Estado Mayor probaría ser una de las reformas más visionarias del general Obregón en esta época.²⁷ Concebida como escuela para iniciar la actualización profesional de los mejores oficiales del ejército constitucionalista, se convertiría en poco tiempo en el semillero de profesores para la reapertura de El Colegio Militar, a principios de 1920.

    El general Obregón renunció a la cartera de Guerra y Marina el primero de mayo de 1917, día en que Venustiano Carranza, recién electo presidente de acuerdo con la nueva Constitución en vigor, tomó posesión de su cargo. Obregón se retiró a Sonora a prepararse para contender en las elecciones presidenciales de 1920. Durante los casi tres años de la presidencia de Carranza, se tomaron otras medidas para organizar el nuevo Ejército Nacional, aunque ninguna de ellas contribuyó sustancialmente a producir el ejército que se deseaba. Consciente Carranza de que las batallas se ganaban por quien tenía más municiones, dispuso la creación del Departamento de Establecimientos Fabriles y Aprovisionamientos para reducir la dependencia en este renglón del extranjero, particularmente de los Estados Unidos. En un esfuerzo por introducir entre la tropa la lealtad institucional, se iniciaron programas para enseñarle a leer y escribir, pues el nivel de analfabetismo era rampante y quizá superior al nivel nacional de la época (80% de los mayores de 10 años era analfabeta). Pero a pesar de todas las medidas, los presupuestos militares no pudieron abatirse; las guerrillas y problemas de orden público en varios estados del país conspiraban en contra de cualquier intento de ahorro. En 1919 el ejército se llevó 66% del presupuesto federal.

    LA POLÍTICA MILITAR DE LOS SONORENSES

    Como puede verse, Obregón no llegó a la Presidencia de la República sin experiencia en esta materia. El periodo que corre entre 1915 y 1920 había sido de años de prueba y error en lo que a política militar se refiere. Todo lo que en esa época se había hecho y decidido respecto de la reorganización del ejército constituyó el antecedente obligado de políticas posteriores. Ya se sabía que Carranza había deseado un ejército apolítico y pequeño para que no llegara al poder un general salido de sus filas, que reprodujera el caudillismo porfiriano. Ahora los generales sonorenses harían lo mismo, pero para que otro caudillo no les disputara el poder con las armas.

    Curiosamente a quien toca iniciar los primeros pasos en ese sentido es a un sonorense civil, Adolfo de la Huerta, presidente interino tras la muerte de Venustiano Carranza en Tlaxcalantongo. En sus ocho exiguos meses como presidente interino, De la Huerta estuvo a

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