Humanas
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Hace decenios, un súbito evento desencadenó una catástrofe demográfica en la que pereció la mitad de la población mundial: desaparecieron todas las personas con cromosoma Y.
A consecuencia de aquello, las supervivientes y sus descendientes han heredado la Tierra y la han transformado. Muy lejos y olvidados han quedado los efectos medioambientales del anterior sistema económico, así como las injusticias y las desigualdades que caracterizaban el Viejo Mundo.
Pero la utopía se verá abruptamente interrumpida.
¿Acaso las criaturas extintas pueden reaparecer de manera espontánea y sin una explicación racional? Y, sobre todo, ¿cómo reaccionarán las humanas ante una sacudida que podría derrumbar todas las certidumbres hasta ese punto incontestables?
Inken, una de las más prestigiosas genetistas mundiales, y su compañera Seiya tendrán que lidiar con estas incógnitas tras la aparición del primer hombre con cromosoma Y después de un siglo desde su extinción.
Se trata de la primera novela de ciencia ficción de Carolina Martínez. Surgió del desarrollo de un relato especulativo que fue finalista del Concurso Homocrisis de 2019, y este de una tarde entre cafés y cábalas literarias sobre otra realidad posible, además, plausible.
Desde el inicio sumerge a quien lee en un océano de enigmas, que se van desgranando en un dilema trascendental entre sucumbir ante el miedo a lo desconocido o ponderar empatía y racionalidad. La autora se plantea un universo donde los seres cohabitan en paz y armonía con el entorno y los avances técnicos, aunque tal vez ninguna especie, ni siquiera la humana, sea dueña de su destino.
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Humanas - Carolina Martínez Vázquez
I
El primer varón vivo y adulto apareció en Trafalgar Square de un modo meteórico. Al muchacho lo captaron las cámaras de vigilancia en el amanecer del miércoles. Caminaba turbado y errático, con apenas una camiseta y un vaquero, bajo el frío, húmedo y lóbrego cielo de octubre. Se bamboleaba en medio de la agitación en aquel punto bullicioso de la ciudad. Las viandantes iban y venían como autómatas mientras él vacilaba sin rumbo, alzaba la vista hacia los gigantes paneles que pasaban partes de noticias, publicidad y consignas precursoras. Tropezaba con los ojos entornados, como si lo cegasen las luces cambiantes de la civilización al reflejarse en los altos edificios de vidrio. Extendía los brazos con las manos abiertas, imploraba a las transeúntes con balbuceos; estas se apartaban con un rictus de repugnancia o lo ignoraban y pasaban de largo. Al principio lo tomaron por un modelo de robot extraviado; de hecho, tenía todo el aspecto de serlo y de hallarse en modo de fallo por su comportamiento.
Nadie se percató de que se trataba de un ser vivo. No podría habérseles ocurrido. Cada vez se fabricaban mejores modelos de características masculinas con piel y tejidos muy realistas, además de programas de interacción social ultrasofisticados, basados en algoritmos cuánticos en continua adaptación. Los avances en robótica e inteligencia artificial, junto con la existencia marginal de varones que se identificaban con los antiguos andreios, habían mantenido vivo un concepto vestigial de lo masculino en la mente colectiva. Los androides se empleaban en el servicio doméstico, como asistentes, trabajadores manuales en el sector primario, de la producción o la energía, o se utilizaban para el ocio público y privado. Esto último implicaba que, en la práctica, muchos de ellos se destinaban a actividades eróticas.
En ese momento, en la valla publicitaria que sombreaba la entrada a Charing Cross, desfilaba una secuencia de imágenes que mostraba al mundo la última evolución en inteligencias cibernéticas, desarrollada en la factoría orbital de IdCom. No estaba al alcance de los bolsillos corrientes, pero, con cada nuevo lanzamiento mundial, la cola en sus puntos de venta daba la vuelta a la manzana.
Una alarma saltó en la central de gestión de residuos sintéticos. Emma y su compañera montaron en la electrován y salieron con urgencia a retirar el robot. Causaba alboroto y desperfectos en el mobiliario de la plaza. Por el comunicador, ella y Raven oyeron que una unidad de seguridad ciudadana se encaminaba al lugar como apoyo.
Caía un velo de lluvia perezosa y continua. El día había despuntado plomizo y macilento. Escucharon el parte meteorológico de camino.
—Ni de coña hace seis grados —protestó Emma, que antes de salir al trabajo había revisado el barómetro en la única ventana de su cubículo habitacional en las afueras. Recordaba haber tenido que limpiar la helada con la manga de su abrigo para comprobar el registro y que se oía el rodar crepitante de los vehículos bajando por la calle—. Ya te digo yo si se trata de la segunda pequeña glaciación.
Raven suspiró, cambiando la emisora para escuchar música. Se detuvo en una canción del grupo False Belief.
—¡Qué horror! —Emma alargó los dedos para apagar la radio.
—Creía que te gustaba el estilo destroy, pega mucho contigo —sonrió.
—¿En serio? ¿Lo dices por esto? —Estiró un mechón de su melena albina hacia ella.
Raven se encogió de hombros y continuó hablando.
—Prefiero lo suave. —Emma curvó los labios con una insinuación y una mirada que duró más de lo necesario.
Raven se recolocó en el asiento y el silencio entre ellas se volvió denso, extraño, incómodo.
A Emma le gustaba la chica nueva por muchos motivos. Tenía sentido del humor, era inteligente y se recogía el pelo en una cola alta. Le encantaba la pelusilla fina que, pegada a su nuca, se torcía y rizaba como una hiedra cobriza. La mortificaba un apetito insatisfecho, una promesa incumplida. Anhelaba pasar la punta de los dedos por esa porción mínima de piel, recorrerla con la boca y llegar a la de ella. La aprendiz parecía obviar la tensión, a ratos con timidez y a ratos con