En busca de la ciudad de la luz
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A raíz de un inesperado descubrimiento comenzaría una aventura apasionante que me llevaría a los Himalayas y a la capital de los mundos subterráneos.
Francisco Javier Payán Suárez
Francisco Javier Payán Suárez nació en Sevilla (España), en 1976. Es poeta, escritor, filósofo de la vida y libre pensador. Hace más de veinte años escribió esta aventura basada en sus investigaciones y experiencias personales que ahora, en forma de libro, tenéis en vuestras manos.
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En busca de la ciudad de la luz - Francisco Javier Payán Suárez
En busca de la ciudad de la luz
Francisco Javier Payán Suárez
En busca de la ciudad de la luz
Francisco Javier Payán Suárez
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Francisco Javier Payán Suárez, 2020
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418233883
ISBN eBook: 9788418235245
Dedicado a todos los que amo, que no son pocos…
Agradecimientos
Quiero agradecerle a mi familia la enorme paciencia que siempre ha tenido conmigo. A Sandra y Miguel, por haber colaborado con mi obra. A mi amigo y hermano Andrés Medina, con quien he compartido muchas de mis aventuras. Y a todo el que hace del mundo con su forma de ser un lugar mejor que el que encontró cuando llegó a esta aventura sublime y maravillosa que se llama vida.
Gracias a todos…
Nada es lo que parece, pero todo parece lo que es.
Prólogo
Existen diferentes teorías sobre la Tierra hueca, yo no voy a añadir ninguna más a la colección; no, me propongo contar una experiencia real que yo mismo protagonicé.
Sí, junto con mi compañero de viaje, del que debo omitir su nombre porque así me lo hizo saber cuando supo que me disponía a escribir aquella aventura, vivimos una experiencia de tal magnitud que cambió nuestra forma de ver a la vida y al planeta en el que vivimos —que no es tan nuestro como pueda parecer o creemos—.
Una aventura digna de ser contada por el gran Julio Verne, aunque se acercó bastante en su obra: Viaje al centro de la Tierra.
Aún no me dispongo a desvelar qué es lo que vimos y lo que encontramos —todo tiene su tiempo—, pero sí os puedo decir que, a casi veinte años de haber vivido aquello, lo recuerdo con vívidas imágenes, como si estuviera allí.
Nunca podré olvidar lo que hallamos en nuestra expedición, pero tampoco lo verdaderamente importante de todo objetivo: el viaje. El viaje de ida a través de la India y los Himalayas, así como la hospitalidad de la gente que encontramos en el camino.
Lo que sí le digo al hipotético lector de esta historia es que, si la considera una novela, debe saber que contiene y encierra más realidad que ficción y que, como ya se ha dicho con anterioridad, nada es lo que parece…
A modo de introducción
Mucho oí hablar de las teorías de que la Tierra era y es hueca durante mis estudios sobre antropología gnóstica y del misterio, sin embargo, casi nadie lo ha demostrado al cien por cien.
No obstante, yo estuve allí y me dispongo a contarlo a continuación. Pero vayamos por partes y ciñámonos al principio de la historia… Paso a paso.
Aquella mañana de julio —nada es por casualidad—, amaneció calurosa y alumbrada como solo el sol de Sevilla es capaz de calentar en pleno verano, pero me armé de valor y marché a un mercadillo de la ciudad para buscar libros, mi gran pasión.
Sí, la lectura me ha encantado siempre, bueno, siempre no. En el colegio fui un alumno mediocre que no pudo nunca con las matemáticas y jamás leía. Solo sobresalía por mi buen comportamiento, causa segura de mi extrema timidez. Pero todo cambió años después cuando, queriéndome hacer fraile, me preparé estudiando filosofía y teología. Creo que fue entonces y gracias a mi tutora —que siempre le estaré agradecido—, cuando desarrollé mi amor por las letras y la poesía.
Pero volviendo a lo que contaba, poco imaginaba yo por aquel entonces que mi sueño de viajar y de conocer culturas y, sobre todo, de hacerme a la mar —mi gran amor—, estaba más cerca de lo que pensaba…
En los puestos, donde vociferaban los vendedores, pude comprar dos ejemplares del amigo Verne, a saber: La isla misteriosa y Viaje al centro de la Tierra. Bien, una vez que me di por satisfecho y se calmaron mis ansias por lo que yo llamaba «la caza del libro», tomé el camino de retorno a mi casa mientras el Guadalquivir se teñía de plata bajo aquel sol de justicia.
Cientos de palomas se refugiaban bajo los puentes del implacable calor mientras los patos, más osados, nadaban cerca de las orillas donde, seguramente, tenían sus nidos o sus polluelos escondidos en los cañaverales que poblaban ambos márgenes del río.
Por lo caluroso que soy, el calor se me hacía insoportable y agradecí sobremanera la sombra que me ofreció un puente bajo el que me senté a descansar un momento —suelo ir caminando a casi todas partes—. Y llegando al pueblo, me refresqué el gaznate con un par de cervezas que me devolvieron la vida…
En ningún momento ojeé los libros; los tenía como trofeos guardados en mi casi inseparable mochila. Solo después de llegar a casa y ducharme, me metí en mi templo: mi cuarto de estudios, y les eché un vistazo.
En libros así y, sobre todo, de la antigüedad del ejemplar Viaje al centro de la Tierra, solía encontrar anotaciones o dibujos en folios o cuartillas de aquellos que poseyeron el libro y me gustaba guardarlos como recuerdos.
En este ejemplar concretamente, hallé varios almanaques de fechas ya pasadas y en la última página, una flecha pequeña que señalaba la contraportada. Seguí la indicación de la flecha y no parecía haber nada, así que no le presté mayor atención y coloqué el ejemplar junto a los otros de mi colección y allí se quedó durante días.
Y durante ese tiempo, aunque parezca una tontería, estuve obsesionado con la dichosa flechita y sobre qué querría decir. Hasta que decidí inspeccionar a lo Sherlock Holmes con lupa incluida la contraportada del libro. Ante mi sorpresa, encontré un doble fondo y en él, escondido, un papel viejo y plegado entre dos falsos pliegues de cartón.
Con sumo cuidado y con la ayuda de un cortaplumas, despegué la falsa contraportada y quedó al descubierto lo que parecía ser un pergamino amarilleado y desgastado.
Con especial precaución lo abrí y ante mí se mostró un mapa que describía una enorme cordillera de montañas y unos valles no menos ciclópeos. Creí saber que se trataba de hindú antiguo por las letras en sánscrito que —al menos así me lo parecían—, marcaban lugares o pueblos o, quizás, coordenadas.
Pero, ante todo, señalaba un camino a través de la cordillera que terminaba bruscamente en un punto concreto frente a lo que parecía una escarpada pared de rocas.
Yo sabía que era sánscrito por mis estudios de la Bhagavad-gita o el canto del bienaventurado y los vedas, ambas escrituras sagradas de la India, pero no podía entender aquella escritura tan extraña que pareciera un dialecto ya perdido. La duda empezó a fraguar en mí y ese cosquilleo tan familiar que antecede a algo grande que se siente en el estómago, comenzó a aflorar en mis adentros.
Capítulo 1
El hallazgo
Gracias a Dios, conocía a un buen amigo mío que era traductor del dalái lama en Sevilla y experto en escrituras antiguas. Era monje budista y regentaba un centro de meditación, el cual yo frecuentaba por ser amante de lo trascendental y gustábamos de conversaciones sobre lo divino y lo humano al calor de un buen té.
Sin dudarlo lo llamé por teléfono y quedamos en vernos al día siguiente en el susodicho centro para verificar el mapa y ver si era posible su traducción.
Esa noche no pude apenas dormir del nerviosismo que tenía por dentro. Traté de leer, pero me fue imposible, incluso en mis pocos ratos de desvelo se me aparecía claro y resplandeciente el mapa…
Cuando al fin nos encontramos, después de pasar por una nube de incienso, mi amigo me acogió con una cálida sonrisa y un abrazo de hermano.
—Dime, Drepum Tesring —así es como me llamaba—, ¿traes el mapa?
Con una sonrisa de complicidad le entregué el sobre en el que lo había depositado. Lo abrió y tras colocarse bien las gafas, lo escrutó de arriba a abajo.
—Decías bien en tu descripción; es sánscrito antiguo. Me va a costar traducirlo al menos tres días. Ten paciencia pues…
Al calor de un té caliente —valga la redundancia—, estuvimos recordando viejos tiempos durante largo rato y entre las pausas de la conversación, mi amigo no dejaba de intentar entender el texto, concretamente en la parte trasera, abajo.
De repente él me hizo callar levantando la mano derecha.
—Drepum —dijo—, hay una palabra en el texto que sí he comprendido: Shambala.
El silencio se hizo de golpe en el recibidor del centro budista y una mezcla de emoción contenida y, tal vez, o seguramente, de misterio, provocó que la mudez se hiciera aún más aguda y pesada.
¡Dios mío!, ¡cuántas veces escuché en mis tiempos de estudiante sobre lo oculto y lo paranormal de ese nombre! La Ciudad de la Luz, el reino del