Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cuentos fantásticos
Cuentos fantásticos
Cuentos fantásticos
Libro electrónico224 páginas4 horas

Cuentos fantásticos

Calificación: 4 de 5 estrellas

4/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

"El género fantástico, cuenta a lo menos con dos atractivos, o mejor dicho dos causas, que explican su larga tradición y justifican su existencia. La primera es el paradójico placer del escalofrío, que provocan las historias sobre fantasmas, apariciones, sepulcros malditos o fantasías delirantes... Podría decirse que esta es la justificación literaria. Pero hay otra, tal vez filosófica, o psicológica: incluso el más escéptico o materialista de los hombres sabe, si es razonable y tiene sentido común, que en la vida, en el mundo, en el universo, hay rincones turbios, fronteras oscuras, grietas aparentes o reales, por las que se filtran a veces las sospechas de otras realidades, junto con las dudas de si acaso no son solo frutos de la mente.". Carlos Iturra.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 dic 2013
ISBN9789563242362
Cuentos fantásticos

Lee más de Carlos Iturra

Relacionado con Cuentos fantásticos

Libros electrónicos relacionados

Relatos cortos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Cuentos fantásticos

Calificación: 4 de 5 estrellas
4/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cuentos fantásticos - Carlos Iturra

    torturado

    Un hogar en París

    Conocí por fin a mi tatarabuelo, el escritor célebre. Las cosas resultaron tal como las planifiqué y la experiencia, en su conjunto, aunque frustrada, felicísima. Es un hombre muy notable, impresionante diré, y si en alguno de mis viajes he echado de menos ser visto y poder hablar, fue en este: cuánta pregunta de las que son esenciales para mí no habría aprovechado de formular a la sabiduría del gran anciano, si bien él, por su parte, no habría alcanzado a terminar de escucharme y se habría infartado o habría caído de rodillas, creyendo, devoto como era, que se le aparecía un espíritu o cosa semejante. A cambio de eso lo escuché conversar con sus visitas, con sus otras visitas, las de carne y hueso, si es que no eran todos ellos espíritus y el de carne y hueso tan solo yo. Lo vi escribir en su Diario, además, y por sobre todo, pude seguir el curso de algunos de sus pensamientos.

    Apenas me hallé en París supe, antes de leer los titulares, nada más ver el aspecto de los diarios, furioso blanco y negro, que había llegado a los años de la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra. Esos diarios de titulares a página completa, iguales a los que uno ha visto reproducidos en libros de historia, me informaron también que corría el año de 1917, abril 18. Tuvo que pasar un rato, mientras esperaba locomoción, antes de percatarme del frío que hacía. Con el abrigo bien cerrado, el cuello subido y yo abrazándome a mí mismo, hundido en un asiento de cuero inhóspito, seguí el itinerario del tranvía hasta su último paradero, donde debí bajar y tomar un taxi. Recién eran las cuatro de la tarde de un jueves pero parecían ser las ocho de la noche de un domingo, así eran la soledad de las calles, el gris nublado de la atmósfera. Aquel suburbio por el que nos internábamos ostentaba también una opacidad muy deprimente, y aunque incalificable para mí, supuse que debía tratarse de una vieja barriada obrera: en verdad que era pobre mi tátara, pensé, con razón se quejaba tanto. Pero de vez en cuando pasábamos, sin embargo, ante una gran casa de noble aspecto, deteriorada eso sí, o rodeábamos una plazuela con una hermosa fuente o estatua.

    La casa de Bloure, mejor lo llamaré de este modo, era justamente una gran casa, si bien de un solo piso, y quedaba justamente en una plaza ornamentada en su centro con lo que a la distancia, entre troncos húmedos y vagos jirones de niebla, me pareció el mármol de una ninfa o Venus, entre pudorosa y aterida.

    Antes de resolverme a entrar, me paseé por la acera, contemplando el enrejado de gruesas lanzas y el jardín tras ellas, revuelto pero ciertamente cuidado: ¡lucía tan triste en una tarde como aquella! Principalmente, contemplé la casa, pues de seguro no la vería por fuera una vez más. Su estilo, no sé si lo tendría, quizá fuese un típico chalet francés, pero lo dudo: ventanas angostas y altas con cristales de colores formando figuras emplomadas, y persianas o contraventanas de madera que parecían ser de una sola pieza; el techo empinado, de tejas anaranjadas, dos chimeneas, una especie de pórtico o zaguán flanqueado por un par de columnas al que conducía una breve escalinata, un zócalo medio piramidal que sin duda albergaba un subterráneo, y una fachada irregular, que me impidió adivinar la distribución interior, pintada toda de un desteñido blanco invierno. Las dos chimeneas humeaban…

    Me admiró que la puerta de la reja estuviera sin llave, de modo que pasé y me dirigí por el sendero hasta la puerta de la casa, donde hice sonar la campanilla. Me abrió una criada, vieja, que informó hacia adentro ¡Bah, no hay nadie!, y se asomó para mirar hacia los lados. Me deslicé entonces a ese mundo que no puedo calificar sino de mágico, de onírico, y caminé algo sonambúlicamente rumbo al estudio de Bloure. En el silencio puro como un espejo mis pasos hacían que el piso emitiera crujidos bajo las alfombras que nadie salvo yo podía oír. Si mi tátara padecía pobreza, pensé, no se trataba de la que conocemos hoy: los muebles eran pesados, incluso imponentes, y brillaban con oscuridad a los rayos tenues que la tarde filtraba por las vidrieras. En las paredes colgaban cuadros de asunto religioso, escenas bíblicas o crucifixiones, que también se me antojaron muy pesados, salvo algunos de formato pequeño que me parecieron obra de Rouault. Las lámparas, apagadas aun, que colgaban de los elevados cielos rasos lucían su abigarrado bronce con una especie de fastuosidad que la penumbra magnificaba. Desde la calle se habría pensado que las ventanas, dada su estrechez, deberían ser de luz mezquina, pero no, al contrario, era como si multiplicaran y hasta dulcificaran el prematuro anochecer de afuera. Pienso ahora que esto tal vez era efecto de alguna abundancia de cristales amarillos en los dibujos de las ventanas, pues había algo dorado en el ambiente, si bien los rincones se esfumaban en las sombras. Atravesé la sala, muy espaciosa, amoblada y dispuesta de un modo que hoy llamaríamos lujoso: nadie había en ella deleitándose al calor de las llamas de una chimenea honda y casi tan alta como una persona.

    Aquel año 17, este abuelo mío era un hombre septuagenario. Se había casado tarde y ahora sus dos hijas recién eran adolescentes. Como comprobé luego, ese día las dos guardaban cama, agripadas, y cada una en su alcoba leía y dormitaba, alternativamente… Comprendo hoy que la impresión ejercida en mi ánimo por esos ámbitos portentosos se explica en buena parte por el hecho de hallarse en un pasado de hace más de nueve décadas: vacío de casi toda la tecnología actual, nada de radio, televisión, ni que decir computación, nada de lo que nosotros hemos nacido viendo, oyendo, manipulando, y aunque ya existían la luz eléctrica y el teléfono, estos inventos diabólicos no harían su entrada jamás en el hogar de aquel viejo tradicionalista recalcitrante, aferrado poco menos que en estado de desesperación a un catolicismo absoluto con más de Antiguo Testamento que de Nuevo y no sin razón llamado por sus enemigos fanático cavernario, aunque para sus amigos fuese la última columna de la Iglesia, soberbio monje guerrero —y, asimismo, el primer escritor vivo de Francia, y el más ignorado, o prosista que habla con esplendor porque es Dios quien quiere que hable… En vano se registraría esa casa buscando una victrola, una fotografía, una linterna mágica siquiera, pues ahí aún se vivía a fines o incluso mediados del siglo anterior, materialmente; y en plena Edad Media espiritualmente: el anciano era bien secundado en todo eso por Jeanne, su mujer, una nórdica de origen protestante, convertida por él a su propia incendiaria fe y que ahora abominaba del mundo moderno tanto como su marido.

    Lo encontré sentado no detrás sino delante de un aparatoso escritorio, gótico, tallado, torneado, de muchos cajones y superficie llena de libros, tinteros, plumas, papeles, pisapapeles. Estaba al lado de una estufa, tenía una manta sobre los hombros, se abrigaba las rodillas con una piel, no supe de qué, y leía. Estaba leyendo la Historia de la Revolución Francesa de Carlyle. El placer que le reportaba ese grueso volumen era intermitente: tan pronto se solazaba en el estilo de quien le parecía su hermano en literatura, como se irritaba cada vez que ese hermano hacía perceptible el hecho de ser, en religión, enemigo. Un par de veces lo vi depositar el libro boca abajo sobre las rodillas, y meditar: pensaba primero en el párrafo recién leído y luego las ideas se le deslizaban irresistiblemente hacia una culpa espantosa o, lo que en él era lo mismo, hacia una terrible súplica de perdón, en todo caso abismos igualmente insondables que su espíritu, a través de los cuales terminaba por resonar el trueno de un nombre, o más bien era como la luz tenebrosa de un relámpago destellando en la noche oscura de su alma, y ese relámpago era un nombre de pila, masculino, que yo no alcanzaba a comprender… Pensé, naturalmente, que ahí podía estar el secreto de mi tátara, cuyo descubrimiento era uno de los motivos de mi viaje. Porque secreto fue como se denominó esa explicación oculta que algunos críticos imaginarían más tarde a la vista de la misteriosa fe de un hombre semejante, tan extraordinariamente racionalista y lúcido y sin embargo tan furibundamente seguro hasta del más inverosímil o descabellado versículo, dogma, aparición mariana… Se sugería que el secreto de dicha fe radicaba en una fulminante experiencia mística, vivida en los comienzos de la madurez nada menos que junto a una desdichada prostituta, que había devenido vidente para acabar al fin volviéndose loca. La historia fue narrada por el propio Bloure en una de sus novelas, pero nunca se supo cuán autobiográfica era o cuánto dejaba sin decir. Y fue también la misma locura lo que se le atribuyó a él: su secreto, se ha sostenido, es que estaba loco, católicamente loco o locamente católico, inteligentísimamente loco, según mi propio psiquiatra, con quien he debatido el asunto, pero este psiquiatra es descreído y no le queda otra alternativa que interpretar el misticismo como demencia: lo grave es que también hay católicos para los cuales, con todo el respeto intelectual que sienten por Bloure, era un loco.

    Lo observé retomar el Carlyle y proseguir la lectura: tenía un parecido físico notable con Nietzsche en sus retratos postreros, solo que más anciano, las cejas hirsutas, blanco el intimidante bigote y la aleonada cabellera, ojos inesperadamente bondadosos… No pude olvidar, contemplando su mirada, la posibilidad, sugerida por muchos, de que fuese un santo, aunque desmintiera tal cosa todo el resto de su fisonomía. Solo sus ojos estaban libres de furia y, más aun, anegados en ese dolor inaudito que no cesan de consignar sus diarios, un dolor que, yo venía a sospecharlo recién ahí, llegaba mucho más allá de la pobreza, o, por mejor decir, de la incesante zozobra económica. Un dolor que también era un misterio, o parte de un único misterio, y que tal vez no fuese sino el de la culpa, ¡pero qué culpa!

    En toda la extensión de esa callada casona de 1917 se debe haber oído entonces, como yo lo oí, el suave repicar de la campanilla. Un momento después la criada abría la puerta del estudio para que entrara una pareja de jóvenes amigos visitantes, matrimonio: Bloure, que dejara su libro sobre el escritorio y que los esperaba de pie, saludó y fue saludado con sumo afecto. A la dama le besó la mano y ella, enseguida, se inclinó ligeramente para besar la mano de él. Ahí lo vi sonreír y luego reír, con ellos, abrazándolos, lo cual fue, para usar una vieja metáfora, como ver salir el sol en un cielo encapotado. Me di cuenta que se trataba de dos discípulos suyos convertidos y muy amados por él, aunque de relativo interés para mí, ya que no eran artistas ni intelectuales, ligados a Bloure por motivos religiosos nada más, de modo que me ausenté unos momentos: quería ir a ver a las hijas de mi tátara, que yacían en sus lechos. Por el pasillo me crucé con la madre, pálida, espectral y sin embargo sonriente, que se dirigía al estudio con un tercer visitante recién llegado y de atuendo militar, un hombre muy guapo que la llevaba afectuosamente tomada del brazo: cuando pasaban a mi lado ella le dijo algo llamándolo De Groux y a mí se me apretó el corazón pues sabía que ese hombre iba a morir en el frente pocos días después, como habría de anotarlo puntualmente en su diario mi tatarabuelo: su fiel De Groux. Preferí seguir hacia los dormitorios y no regresar al estudio tras ellos, pese a mi curiosidad por este personaje, pues se me hacía muy ingrato que, viéndolo tan lleno de vida, fuera ya prácticamente cadáver.

    Volví a pasar por el salón, donde habían encendido la luz de gas, como se titularía años después una película protagonizada por Ingrid Bergman, según comentó mi psiquiatra cuando le relaté este viaje en el tiempo; pasé luego ante el gran comedor, vacío pero con la mesa puesta, y enfilé por una galería acristalada, sumergida del todo en el sombrío anochecer. Me impresionaba mucho el aire intensamente hogareño que se respiraba en esa casa, y tal vez me impresiona más ahora que en el momento mismo, en el que tan solamente lo vivía. Las muchachas me reforzaron este sentimiento, pues aunque guardaban cama por enfermedad, y aunque compartían la fe sufriente del padre, ambas podían ser tomadas como ejemplos de la salud del alma, de felicidad doméstica, de paz familiar, atendidas con amor y bien protegidas del frío, del mundo, de la guerra, enfrascadas soñolientamente en sus lecturas piadosas…

    Inmersas en paz y felicidad, aunque lo ignoraran, es como estaban aquellas niñas a la pálida pero entrañable iluminación de sus lámparas. Yo, que nunca supe lo que era un hogar, comprendía que ellas disfrutaban de uno que se me aparecía como el mejor ejemplo posible, desde luego como el más cálido y acogedor que jamás hubiese conocido. Yo, que nunca tuve fe, me he sentido muy cerca de tenerla gracias los libros de Bloure, pero en ninguno de sus pasajes he llegado a desearla, a añorarla incluso, como ante estas otras obras suyas, Magdalena y Verónica, seguras de sus ángeles de la guarda, al amparo de la Santísima Virgen y bajo la mirada infinitamente misericordiosa del buen Dios... Habitaba cada una el corazón de un sol. Conmovido y casi envidioso de su suerte, recordé un célebre hallazgo de su padre: la única tristeza es la de no ser santos. Pues bien, encontrándose ellas dos en perfecto estado de gracia, eran, en consecuencia, y aunque lo fuesen sin heroísmo, santas. Eso eran…

    De regreso en el estudio, donde ahora había cinco visitas en torno a Bloure, además de su mujer, lo escuché, influido como me hallaba por la celestial languidez de sus hijas, con atención ansiosa de creerle, anhelando ser convencido, ser convertido, para así poder sentirme parte de todos ellos, de su comunidad de amor y fe, de su fraternidad doliente, pero no triste, y radiante de esperanza en el cumplimiento de las promesas de su Salvador. ¡Llegué a sentir tal hambre y sed de fe, por Dios…! Llegué a estar tan cerca de tenerla, oyendo a Bloure hablar a sus amigos de la indudable justicia divina que mediante la horrorosa guerra en marcha castigaba la apostasía del hombre moderno…

    Y sin embargo mi conversión nunca se contó entre los propósitos de mi viaje, lejos de ello. Aparte de la curiosidad natural por un antepasado semejante, lo que me movía era el afán por descubrir quién pudo ser mi tatarabuela, es decir, con quién fue que Bloure tuvo un hijo varón, ese hijo oculto del que desciendo. Había oído decir a mis parientes que posiblemente todos nosotros éramos unos hijos de puta, desde el momento en que el escritor famoso nunca aceptó casarse con la madre de su hijo ni tampoco este fue reconocido por él. Sin embargo, había una dificultad con las fechas como tener por cierto que veníamos de la prostituta mística finalmente recluida en un manicomio. Era casi seguro que debió engendrarlo unos años después en otra mujer, a la que tal vez no amaba, o por la que se sintió hecho padre contra su voluntad. El nombre de pila que relampagueaba a veces en su conciencia no era, como pude enterarme entonces, de una mujer, sino de un hombre: aunque en el momento mismo tuve dudas, ahora se me hace claro que el anciano pensaba Pierre, pensaba en el nombre de su hijo. Pensaba en su hijo.

    Si esa era su gran culpa, no puedo afirmarlo, pero es muy posible. Una cosa así ya le resulta abrumadora a un católico cualquiera, con tal que sea sincero, y en este caso había agravantes: Bloure vivía prácticamente en olor de santidad, aunque nunca se lo hubiese propuesto ni buscado; por otra parte, dado que él todo lo interpretaba según la Biblia, no me extrañaría que a causa de sus actos viese castigado no solo a su pobre hijo maldito con un destino paria, como de hecho lo tuvo, sin poder evitarlo por más que huyera en busca de refugio hasta este mísero rincón sudamericano, sino que castigaba también a toda su descendencia hasta la séptima generación, o más… Hasta a mí, sin duda.

    Para un hombre como mi tatarabuelo, cuyo mayor triunfo era conducir a la fe a un incrédulo, que contaba con que las almas de los por él convertidos fuesen sus avales a la hora del juicio y que no se jactaba sino de su obstinada obediencia a la voluntad del Creador, debería haber sido muy doloroso tener que dejar entregado su propio hijo a la intemperie espiritual, haber traído al mundo una persona para que su destino eterno quedase expuesto a la suerte de los caminos del diablo, como también el destino de sus hijos y también el de los hijos de esos hijos, ¡y haber desviado así hacia el Infierno más almas que las que pudiese salvar para el Cielo en toda su vida! Y sin embargo tuvo siempre la nobleza de preocuparse, no obstante sus penurias, y aunque en total incógnito, por la manutención del muchacho…

    Durante la hora siguiente, la última de que yo disponía, llegaron otras dos visitas, una de las cuales era un joven filósofo en vías de conversión. El diálogo entre él y Bloure fue más bien un monólogo de este último que pocas veces alguno de los demás osó interrumpir. Yo mismo, escuchándolos, estuve más cerca que nunca de convertirme, cosa que el filósofo terminaría por hacer al cabo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1