Morir a tiempo
Por Carlos Iturra
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Morir a tiempo - Carlos Iturra
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Calor
En el café Gaudí había tres mujeres almorzando sentadas a una de las mesitas de la calle y, más allá, otra, sola, tomándose un vaso de jugo. El resto de las mesas se encontraba desocupado. Las protegía un toldo semitransparente pensado no tanto para atajar el sol como para detener la lluvia, por lo cual las superficies de sillas y mesas estaban luminosas y calientes. Así lo comprobó Emilio Barraza cuando llegó al rincón que acostumbraba ocupar. Eran casi las tres y media de la tarde. El aire se movía a veces, sin llegar a brisa, y eso resultaba como si abriesen por ahí cerca las puertas de un gran horno. Había maceteros con plantas que delimitaban la zona del café, pero sus hojas sin brillo, envueltas en el resplandor y algo cubiertas de polvo, producían la impresión lastimosa de estar exhaustas.
Emilio era devoto de la creencia en que la ligera transpiración corporal producida por un buen café caliente en un día caluroso se enfría al contacto con el aire y logra así bajar la temperatura que siente la persona, pero sabía también que los hombres del desierto habían inventado tal filosofía, o tal excusa, porque ellos visten ropajes amplios bajo los cuales el aire efectivamente circula y puede enfriar la transpiración, mientras que un hombre de pantalones y camisa haría mejor entregándose a la filosofía, o sencilla excusa, de que el café sirve, cuando se está acalorado, para reanimar del aletargamiento, y cuando hace frío, para entrar en calor.
La cosa es que el café se le ha convertido en un pequeño vicio y no debería requerir de más excusas. Pidió el tercer expreso de aquel sábado 11 de diciembre del año 2012, con cerca de treinta grados Celsius, y se echó atrás contra el respaldo de su silla, levantando luego el tobillo de una pierna hasta posarlo sobre la rodilla de la otra. Si alguien merecía la codiciada etiqueta de cliente frecuente, ese era Emilio, y del café Gaudí, precisamente; por ello le molestaba que siempre tardaran tanto en traerle su pedido, como si por ser casi de la casa pudieran tomarse la confianza de ser menos atentos con él en vez de tener que serlo más. Sabían muy bien que él pedía un expreso, ¿por qué no eran lo bastante amables como para ponerse a prepararlo en cuanto lo veían llegar?
Mientras tanto, en el interior del café, detrás del mesón, la mujer de la cocina hacía bufar unos instantes la cafetera italiana y colocaba debajo la tacita a fin de que recibiera el goteo. La fragancia que se difundió, densa como un humo, era por cierto deliciosa, mucho más que el brebaje. Cuando la taza estuvo llena, la depositó sobre el platillo en la bandeja y le hizo un gesto al mozo, quien por su parte se tomó su tiempo para dejar a un lado la revista que hojeaba sentado a una de las mesas vacías y acercarse perezosamente a llevar el pedido hasta la mesa de Emilio. Un perro callejero, lanudo y de tamaño medio que andaba merodeando por ahí acababa de asomarse al interior del perímetro, meneando la cola y con la lengua afuera. Emilio trasladó a él su atención desde las mujeres que almorzaban parloteando. Lo había visto otras veces. ¡Cómo agradecería un baño y un corte de pelo ese pobre!, pensó, viendo su enmarañado pelambre que, limpio, debía ser de un hermoso blanco marfil. Le hizo gestos con una mano, sonriéndole, y el animal lo miró como si dudara por un instante, pero entonces apareció el mozo con la bandeja y lo espantó.
—Su cafecito, aquí está dijo el mozo.
—Gracias…
—¿Cómo se ha sentido, don Emilio? Se lo ve mejor que en la mañana.
—Sí, es que amanezco pésimo, pero durante el día me voy animando. No creas que mucho tampoco.
—...Bueno, que se sienta bien, pues. Con permiso.
—Gracias, adelante…
Detestaba que le preguntaran por su salud, detestaba tener que pensar en su salud. A veces estaba distraído en otras cosas y debía volver abruptamente al asunto porque alguien se tomaba la gentileza de inquirir al respecto, y él más encima tenía que sentirse agradecido por la preocupación, que sin embargo no debía de ser sino curiosidad o mera exhibición de cortesía en la mayor parte de los casos. Ahora estaba interesado en el perro, por el cual había sentido una especie de ternura, y de compasión también, pero el mozo lo había sacado de eso para obligarlo a fijar de nuevo la vista en el pozo sin fondo que lo succionaba. Muy raras veces la pregunta le llegaba en un momento en que le hiciera bien responderla. Cuando el mozo regresó al interior del café, el perro volvió a asomar su hocico por entre las plantas de dos macetas y, después de husmear, adelantó medio cuerpo, con cautela. Esta vez, al verlo, el pensamiento de Emilio resultó manchado por el mal que lo corroía: se dijo que ese perrito bien podría seguir husmeando en las calles del barrio cuando él ya se hubiera muerto. ¿Le faltaba mucho para morir, a él? No más de tres meses, pero quizá ocurriera ese mismo día, y con este calor, se dijo, mi cadáver reventaría en cuestión de horas…
Se pasó por la frente el dorso de una mano.
…Cuando volvió a poner atención en lo que lo rodeaba, el perro se había ido. Sorbió un trago de café, mirando a la mujer que se tomaba un jugo sola. Era muy poco agraciada. Aunque él la observó teniendo puestas sus gafas, ella al parecer se dio cuenta y reaccionó, con un ligero nerviosismo, levantando una mano para llamar al mozo. Tuvo que hacerlo dos o tres veces, girando el torso y la vista hacia el interior del café, antes de que acudieran a su llamado. Quería pedir la cuenta. No es bonita, para su desgracia, pensó Emilio, bajando la cabeza en dirección a los adoquines del suelo, y sin embargo no por eso ha de ser necesariamente una mujer desgraciada, desde luego no lo parece: la felicidad, pensó, debe depender más de los genes que de dones tales como la belleza, el talento e incluso el éxito. Cuando levantó la mirada, la mujer ya había pagado y se ponía de pie, al tiempo que tomaba una por una las monedas que le habían traído de vuelto.
Sin embargo, la pregunta sobre su salud regresó a él y una vez más lo forzó a inclinarse sobre el pozo sin fondo. Era un vértigo negro lo que sentía en esos casos, pero esta vez recurrió al antídoto que se había creado para tales casos: pensar en lo mucho que le gustaba la vida que había tenido, ¡qué maravillosa experiencia!, pensaba. Y se acordaba de sus padres, feliz de que hubieran sido ellos y no otros, feliz por la misma razón de haber sido él también quien era y no otro. Cuando, en la infancia, jardineaba con la mamá, y se le revelaban fragancias y colores, nombres de flores y plantas, el olor de la tierra mojada…, ¡y sus hermanas, a las que quería con amor entrañable, y todo el deleite imposible de retribuir que había recibido de su afición al arte, la música, los buenos libros! …Y toda la larga historia de sus personas amadas y de sus momentos dichosos. Quizá no eran tantos como los de quien ha sido verdaderamente dichoso, pero no iba a entrar en comparaciones: nunca se le borró de la mente aquello de si te comparas con los demás te volverás vano y amargado, pues siempre habrá personas más grandes y más pequeñas que tú
. Su vida no había sido demasiado feliz, no. Pero algo había en su memoria, algo muy positivo, que borroneaba los malos recuerdos y bruñía los buenos: cuántas veces había fracasado, cuánto sueño que quedó en el limbo, cuánto agudo sufrimiento físico o espiritual, y sin embargo, si tuviera que elegir entre la vida vivida y el no haber nacido, volvería a vivirla, encantado, y mil veces; tal era, ni más ni menos, el criterio de un famoso filósofo para decidir si una vida había merecido la pena de ser vivida. Esta reflexión siempre le servía, y a tal punto que después de repetírsela ya no le importaba morir, puesto que se sentía inundado de plenitud por el destino experimentado, incluso por sus dolores, e inundado aun de una especie de gratitud en blanco, dirigida al universo mismo… Estaba feliz de haber vivido y, en este plan de reflexiones, llegaba hasta sentir que era una suerte encontrarse ya en el final, paradójicamente: haber llegado vivo al final…
En ese momento vio que se acercaba por la calle un grupo de músicos ambulantes, una mujer y tres hombres, con guitarras y armónicas, en silencio. Uno de los hombres, el más pequeño del grupo, caminaba a ojos cerrados guiándose con una mano puesta sobre el hombro de otro que iba delante, y que era el más grande y gordo: un cieguito, se dijo Emilio. Venían caminando despacio, callados, brillosos bajo el sol, y se detuvieron en la vereda, delante del café, mirando al interior por encima de las mesitas de afuera. Seguramente buscan al dueño, pensó Emilio, sospechando que no se encontraba en el local porque no lo había visto ni ahora ni en la visita previa. El hombre que hacía de lazarillo dijo algo y Emilio, más por el movimiento de sus labios que por el sonido de la voz, comprendió que había dicho Pasemos a preguntar…
. Luego de estas palabras se adentró en el café, siempre seguido mano en hombro por el ciego, mientras sus compañeros los esperaban mirándolos con los párpados apretados, las guitarras sujetas por los clavijeros y afirmada cada una sobre un pie de su propietario. La mujer calzaba sandalias y su compañero zapatillas, y los dos, como recién los cuatro, estaban siendo bañados por el sol.
Antes de un minuto, el ciego salió del local detrás de su guía. Este último, de frondosa barba negra y largos cabellos crespos en parte amarrados por una cinta, traía ahora una botella de agua mineral sujeta del gollete, pero Emilio no estaba seguro de si acababan de dársela o si ya venían con ella. Posiblemente, al no estar el dueño, su gestión se había frustrado… Miró, discreta pero atentamente, la cara del ciego: hermosos rasgos morenos, la barba de un par de días, los ojos durmiendo, la expresión ausente, las facciones serenamente amargas, y también resignadas… Como casi siempre que veía a un ciego, Emilio se acordó de cierta pintura que él mismo calificaba de sentimental, pero que le gustaba mucho: una niña ciega, en el campo, sentada con un diminuto acordeón en la falda, un bellísimo arcoíris tras ella, en el cielo del ocaso, y una niña aún más pequeña a su lado, probablemente su hermana menor, que lo contempla, de seguro describiéndoselo. No recordaba el nombre del pintor ni del cuadro, pero sabía que era inglés y perteneciente a la escuela prerrafaelista.
De lo que conversaron entre los cuatro músicos, durante un par de segundos, Emilio no entendió más que algunas palabras aisladas, seguir, fresco, te dije, eh, yo no…
. Enseguida emprendieron el regreso, transpirando, por donde habían venido. El mozo salió a retirar los platos de las tres mujeres que almorzaban y los fue poniendo con un opaco tintineo sobre la bandeja, mientras les daba a elegir los postres: mus de castañas, decía, crem brilé…
Emilio ya no escuchó lo que ellas eligieron porque había vuelto su atención al grupo de músicos. Se alejaban lentamente, balanceando las espaldas con cierta actitud de agobio. Destacaba por sus dimensiones el que hacía de lazarillo, pero de algún modo era la figura del ciego la que ocupaba el centro de la pequeña banda. Los observó con creciente melancolía y un extraño pesar: en el caso del perro, había deseado que ojalá siguiese viviendo hasta mucho después que él hubiese muerto, pero de los músicos, en cambio, compadecía su suerte, pensando que tendrían que seguir vivos cuando él ya descansara.
Por el momento iban llegando a la esquina, doblando la cual desaparecerían.
Mala letra
El ocaso se sumergía suavemente en el anochecer y aún era posible distinguir a una persona que estuviese a la orilla del camino. Juan Uribe reconoció a la Josefa… —ya se le había olvidado el apellido—, pero por el modo en que estaba vestida, peinada, pintarrajeada, dudó una fracción de segundo y eso lo hizo detener el auto, con una frenada más o menos brusca, algunos metros después de haberla dejado atrás. Le pareció evidente que la joven, empleada en su casa hasta hacía algunos meses, se hallaba a la espera de que la recogieran, pero también le pareció evidente que lo hacía en plan de prostituta. Un sentimiento amargo se le derramó por dentro mientras ponía el auto marcha atrás. El par de años que estuvo al servicio suyo y de su esposa fue una buena empleada, a la que ambos toleraron pequeños robos sin hacerle un gesto: se llevaba bolsas de azúcar, latas de conservas, en general comestibles, pues, como les había dicho que era la mayor de muchos hermanos arranchados en pleno campo con suma pobreza, pensaban que la obligaba la necesidad: le pagaban un buen sueldo, pero lo que ella se llevaba no valía mucho. Hasta que una vez la Francisca, su mujer, notó que en el joyero de su cómoda faltaba un prendedor de oro macizo con una perla auténtica, y decidió echarla. Él no estaba seguro de que hubiera que hacerlo, pero no se opuso, aun sabiendo que en un pueblo chico como el que habitaban, a largos kilómetros de la ciudad más cercana, la joven no hallaría fácilmente una nueva colocación. Le propuso a Francisca ayudar a esa familia dándoles algún trabajo en las tierras que ellos poseían a las afueras del pueblo, pero lo cierto es que no hallaron la forma de hacerlo y la muchacha desapareció de sus vidas.
—Josefa, ¡suba! —le dijo, inclinándose hacia la derecha al hablarle y abrirle la puerta del auto. ¿Me imagino que va al pueblo? —le preguntó una vez que ella estuvo sentada a su lado y él reiniciaba la marcha. Parecía otra, con esas ropas y esas pinturas en la cara.
Sin ningún pudor, ella respondió:
—No, don Juan, vengo del pueblo. Es decir, del campo, en el pueblo tomo la micro y me bajo aquí en la carretera, a esperar que pase algún camionero o quien sea, cualquier hombre que me necesite.
Él guardó un silencio compungido, inseguro de cómo continuar la incipiente charla.
—¿No pudiste hallar otro trabajo, nada mejor que hacer? —manifestó por último, más a manera de comentario que de pregunta.
—No. Nada, nada, o si no, no estaría en esto —confirmó ella, sin vacilaciones. Era una mujer de carácter.— Y le repito: yo jamás tomé ese prendedor de su señora.
Una hora después, tras acomodarse las prendas y echarse una mirada en el retrovisor, poniendo de nuevo el motor en marcha, la oyó pedir, mientras se guardaba los billetes en el sostén:
—Déjeme aquí no más, don Juan, usted ha sido muy generoso, pero yo voy a volver a la carretera. Es mi trabajo. No se moleste, estoy cerca, así que camino. Justamente, caminar es lo que ahora me sirve: tengo que mostrar la mercadería —y rió.
Él estimó de mal gusto esa respuesta, pero a sabiendas de que no podía esperar otra cosa de una campesina como aquella. Por otra parte, mientras retomaba su camino rumbo a casa, la impresión de mal gusto y de impudicia fue reemplazada por la culpa, una culpa que, al contrario de lo que esperara, había aumentado tras el lance: bien podía haberle dado plata sin hacer uso de la persona.
El episodio duró días en su espíritu, hasta que lo hizo desaparecer, al menos por un breve lapso, cierta noticia con que un domingo, a la hora de almuerzo, lo sorprendió su mujer:
—Viejo… —empezó Francisca, con una sonrisa acobardada—, creo que estoy esperando de nuevo —y se lo quedó mirando, expectante. Con esa, era la quinta vez que le hacía un anuncio semejante. Ninguno de los embarazos anteriores había llegado a buen fin. No tenían hijos. Juan se levantó, fue hasta ella, la besó en la frente y dijo que inmediatamente se pondrían en manos del médico de la familia, un primo de él en segundo grado en quien seguían confiando pese a los fracasos anteriores, no solo porque les merecía confianza, sino porque sabían, como todos, que era el mejor médico de la zona.
Y así se hizo. Esta vez el doctor Plaza recetó cama de inmediato para todos los nueve meses de la espera. Con o sin motivos sólidos, les dijo que ahora veía el asunto con muchas esperanzas, quizá para contagiárselas, porque agregó que el éxito del embarazo iba a depender en gran manera de la fe que los futuros padres pusiesen en lograr su objetivo.
Fue unas pocas semanas después de aquello que Juan recibió una llamada insólita: era la Josefa, comunicándole que estaba embarazada. Sintió un calor, y hasta podría decirse que un color, rojo, subiéndole por el pecho y el cuello hasta la cabeza, pero no alcanzó a reaccionar porque la joven, adivinando lo que podría oírle, se apresuró a decir:
—No me pregunte qué tiene que ver usted en esto. Las mujeres sabemos cuándo nos han preñado y quién lo hizo. Y yo sé sin la menor duda que fue usted, don Juan. Lo lamento, me da harta rabia, pero no me queda más alternativa que recurrir a usted. Usted será el padre, después de todo…
Durante cinco minutos la Josefa siguió hablándole sin parar, manifestando su seguridad, lo que esperaba de él y cosas por el estilo, pero él ya había puesto su mente en otro aspecto de la cuestión y su respuesta fue muy distinta de lo que la joven pudo prever:
—Está bien, Josefa. Yo te ayudaré en todo, te pondré incluso en las mejores manos, pero tú comprenderás que te exijo absoluto silencio al respecto.
Tras unos instantes en que la mujer pareció reflexionar o reponerse de la sorpresa, la oyó decir:
—Yo quisiera un aborto, pero algo seguro, don Juan, mis hermanos dependen de mí y no puedo darme el lujo de morir en manos de una abortera de campo, pero tampoco puedo agregar otra boca a la familia…
Al día siguiente de esta conversación, se juntaron en secreto, precisamente en el mismo oscuro rincón arbolado en el que tuvo lugar la concepción. Él le expuso con transparente sinceridad su propósito de que el embarazo llegara a término y, más todavía, de hacerse cargo de la criatura, si bien volviendo a exigir discreción absoluta de parte de ella y ofreciéndole, sobre todo, una recompensa económica que, harto lo sabía, la Josefa no podría rechazar.
Pese a su asombro por los términos del trato, ella aceptó, y poco después quedó bajo el cuidado vigilante del mismo doctor Plaza, sin que nadie, aparte de ellos tres, supiera una palabra de la trama que había empezado a desarrollarse.
A los ocho meses de estos acontecimientos, el doctor Plaza detectó que el embarazo de Francisca iba a frustrarse otra vez. De acuerdo a lo convenido con Juan, informó por separado a ambas madres que cada una de ellas necesitaba ser intervenida quirúrgicamente, para salvar el feto mediante una cesárea.
Más tarde, Francisca le contaría a su madre que apenas extraído el niño de su vientre se lo habían llevado y ella no había llegado a verlo hasta varias horas después, pletórica de felicidad y también asombrada de que la criatura fuera tan blanca
, de una piel y un cutis que tan poco tenían que ver con lo morenos que eran ella y su marido, y menos diminuto, por otra parte, de lo que había supuesto por no haber cumplido los nueve meses. Este hecho le producía asombro, aunque también complacencia, pues lo cierto es que en ese sentido —como en algunos otros— el niño había resultado ser diferente a sus padres: