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La paranoia de dios
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Libro electrónico295 páginas4 horas

La paranoia de dios

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“Cuando me puse a escribir cuentos de extensión media entre el cuento corriente y el microcuento, pues de estos he publicado bastantes, pensé que llegar a la cifra de cien permitiría concretar otra idea, la de brindar un libro que fuera para gente adulta como lo que pudo ser para un niño de otra época un baúl lleno de cuentos. Llegué a la meta y seguí de largo, pero el libro resultaba muy voluminoso y se optó por sacar cerca de veinte títulos. Espero que sigan siendo demasiados, como para perderse entre ellos.” (Carlos Iturra)

Este libro se nos muestra como un genuino caleidoscopio de sentimientos y emociones: suspenso, humor, ternura, amor, locura, horror, todo eso y más aún. Tras ellos, o más bien en su seno, se desprenden esos grandes temas de fondo, esas preguntas esenciales que suelen quedar sin respuestas, pero cuyas luces de búsqueda se desgajan a cada tramo del relato. Estos cuentos, algunos literarios o intelectuales, otros poéticos, otros llenos de morbo, pasión o ironía –cada uno único en su especie y todos muy diferentes– se conjugan en desentrañar incógnitas de la vida humana: el misterio de ser una persona, la duda como principio de la sabiduría, el espeso mundo de las relaciones familiares y sociales, la pulsión de los instintos, etc. Todos ellos dan cuenta de la deslumbrante prosa de Iturra y de su imaginación abocada como pocas a una narrativa capaz de entregar ficción y algo más que ficción.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 abr 2018
ISBN9789563240818
La paranoia de dios

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    La paranoia de dios - Carlos Iturra

    Lessun

    Atentado suicida

    La mujer resolvió ofrendar su vida a la causa, lo máximo que podía hacer con su vida, y dejando atrás madre viuda e hijo pequeño exigió a la Organización que dispusiera de ella como aspirante al martirio. Esto fue luego que un comando del Mossad asesinara a su esposo: un proyectil hizo explotar el auto con él y los guardaespaldas dentro.

    Aunque en el campamento trataron de inclinarla hacia otro destino, donde su formación y cualidades podían ser aún más útiles, ella se quería mártir, alegaba, no por seguir y reencontrar al marido, sino para hacer justicia, y para eso la prepararon. Descreía de Dios y sus paraísos tardíos, pero tenía una fe ciega en la justicia de la causa.

    Transcurrieron meses durante los cuales buena parte del adiestramiento fue sicológico, actoral incluso. Cuando llegara el momento de ir a aniquilarse, lo único que podría estropear el objetivo sería su propia actitud, alguna vacilación, un temblor perceptible: su autocontrol o fingimiento de autocontrol debía ser perfecto.

    Sabía que la hora del martirio se presentaría abruptamente: sin la menor insinuación fue precipitada a asumir su suerte, vestir los explosivos y las prendas que los cubrían, y transportada oculta en un camión recolector de basura hasta la ciudad vecina. Un taxi la esperaba en el sopor grisáceo de un suburbio pobre, para llevarla como pasajera al sector enemigo de la ciudad. Todo estaba milimétrica y cronométricamente predeterminado. El taxi la dejó en una esquina y ella caminó hasta la siguiente, donde debía esperar el bus número 138, de las 14.25. Faltaban siete minutos, durante los cuales nadie se le sumó a la espera.

    Levantó la mano cuando lo vio venir. El vehículo se detuvo, abrió la puerta y ella subió; casi todos los asientos estaban ocupados: habría una jugosa cantidad de víctimas, aunque ella habría preferido un bus repleto. Se estremeció en una agonía de fe, de justicia, de justificación de sí misma, y accionó imperceptiblemente el reloj que provocaría la explosión en exactos veinte segundos: la muerte había sido echada a correr, ya no había vuelta atrás, en un instante sería toda ella castigo: se cumpliría su razón de ser, ingresaría triunfalmente en la nada, y lo haría sonriendo con esa felicidad que inunda los rostros las pocas veces que la vida se alza hasta su cumbre. Tambaleándose menos por los movimientos del bus que por la emoción, caminó hacia el fondo mirando a lado y lado, como si buscara donde sentarse, con el alma inflamada y la mente entre fogonazos de blanco, hasta que de súbito sintió estrellarse en ella como un piedrazo en plena cara la imagen de su madre abrazando al niño, su hijo, sentados en un asiento doble, ambos mirándola atónitos, con pavor en los ojos y tan absurdos ahí para ella como un delirio, una pesadilla. ¡Qué hacían ahí, qué tenían que andar haciendo en ese lado de la ciudad! ¿O es que también eso estaba resuelto: por el azar, por la fatalidad, por Alá, por la Organización, por el demonio…? Parpadeó empezando a sudar fuego, contemplándolos como quien se asfixia, inmovilizada de horror, puñales traspasando su pecho y revolviendo sus sienes, entre ellos el rumor ignominioso de que a su marido lo mataron comandos de la propia Organización, pero ya no podía pensar, enajenada ante hijo y madre por ese atroz suplicio no previsto que, como todo suplicio, duró la eternidad. Hasta el último segundo.

    ¿Por qué sufre ese niño?

    Eran un matrimonio muy creyente, fieles benefactores de su parroquia, con veinte años de casados y muchísimos hijos, el mayor de dieciocho, el menor de seis: un gran familión en una gran casa donde todo era calor hogareño, risas, pájaros, amigos. Hasta que al menor, Martincito, que había empezado a marearse y a sentir zumbidos, se le detectó un tumor cerebral, maligno, incurable. No había cómo ni para qué disimular un diagnóstico tan seguro. Sobre la casa cayó un manto de dolor espeso, difícil de soportar, imposible de entender, que opacaba la luz y ponía sordina a las voces, los pasos, los sonidos habituales. El párroco, guía espiritual de la familia, sufrió la desgracia casi tanto como los afectados, pero lo único que encontró para confortarlos luego de trajinar su vasta teología, fue la explicación de la prueba: estaban ante una prueba del Señor.

    El Señor ponía a quienes más amaba frente a las pruebas más duras, explicaba, para que así esos elegidos pudieran demostrarle que seguirían adorándolo no importando qué tragedias les enviase. Y la grandeza de los creyentes estaba ahí: su fe no era un soborno para que Dios los recompensara eximiéndolos del sufrimiento, ¡Si no sería re fácil!, decía, más aún, la fe verdadera era una fuerza que, ante las pruebas del Señor, crecía: estaba por encima de contratiempos y de catástrofes, no dependía de que ocurrieran.

    Aunque al cura le resultaba inevitable sentir cierta vergüenza por la falta de un consuelo más verosímil, la familia se aferró a ese; los padres, en particular, parecían inclinarse más y más, de rodillas, mientras más decaía Martincito, y a sus otros hijos les ocurría en distintos grados lo mismo, según el carácter de cada cual. Para todos, con mayor o menor conciencia de lo que significaran esas palabras, se trataba de una prueba que les enviaba el Señor, y como tal había que aceptarla y padecerla y seguir orando y llorando.

    Hasta que un sábado por la tarde el dolor de cabeza del niño fue tanto, que se desmayó, acostado como estaba en su pequeña cama. Era horrible ver sufrir a un niño de esa manera, y mientras todos suplicaban en silencio piedad a Dios, Rodrigo, el hermano mayor, se rebeló. Tuvo un ataque de desesperación, pensaron sus padres, mientras lo escuchaban gritar con un puño en alto que, si de pruebas se trataba, él ponía a Dios a prueba: o ese niño se salvaba y salía del infierno en que estaba, o él, Rodrigo, dejaba de creer en Dios para siempre. Porque no podía haber Dios si una inocente criatura como Martincito era castigada de esa manera, y si había Dios capaz de permitirlo no merecía respeto. ¿Qué habían hecho ellos, aparte de ser una familia devota, para merecer tal prueba, acaso un Dios infinitamente bueno necesitaba hacerle eso al pobre niño para asegurarse de que le eran fieles, siendo que Él nada ignora, lo que hay en los corazones, lo que hay en el futuro? ¿Para qué semejante prueba, si sabía lo que pasaba y lo que iba a pasar?

    Los padres lo dejaron desahogarse y blasfemar sin atreverse a imponer respeto por la fe de sus hermanos, que escuchaban perplejos, tristes: él también es un niño, se dirían después, consolándose, excusándolo. En sus corazones, ambos se habían rendido ya a idénticos reproches, solo que para hundirse luego en mares de arrepentimiento. Rodrigo, con la voz estrangulada y palabras que solo se entendían a medias, comprendió que no podía seguir, ni le quedaba qué agregar, así que reiteró el desafío marchándose enseguida a esconder su emoción incontrolable:

    –Ya sabes, Dios: o salvas a mi hermano, o nunca más vuelvo a ti. Esa es la prueba que te pongo: si existes y no lo salvas, perderás un alma, la mía, por tu afán de matarnos al niño de esta forma. Pero la verdad es que no existes: es contradictorio, es imposible, ¡un Dios malo!

    El niño murió a los pocos meses. Dios no pudo superar la prueba de Rodrigo, y este recibió como un juego de palabras la opinión de la madre, que no le causó efecto alguno: tal vez había sido él quien no pudo superar la prueba del Señor… . Cumplió su parte del trato y nunca más fue a misa: o no había Dios, o no había razón para adorarlo. Y esta certeza le resultaba obvia hasta lo visible cada vez que tenía que apretar los párpados intentando resistir la irrupción de Martín en su pensamiento, ya se le presentase enmarcado por el cristal del pequeño ataúd, tan compuesto en su indescifrable inexpresividad, ya se le apareciera exhausto, en cama, semi anestesiado y aun así desmayándose de dolor, cuando lo que tenía que hacer era andar correteando por ahí como cualquier criatura de seis años.

    Desalojo con lluvia y perra

    La justicia es ecuánime y ciega, ¿no?, basta ver su estatua, pero los funcionarios judiciales son otra cosa. Aquella tarde invernal llegaron en horda para desalojar a Belén de la casa que legítimamente había habitado por décadas y que acababa de perder, tras larga batalla, entre los laberínticos recodos de los sótanos tribunalicios. No se había preparado para algo así, nadie le avisó, su abogado había salido del país poco antes…, pero los funcionarios judiciales no estaban para explicaciones y, abriendo las ventanas del segundo piso, que era el que Belén ocupaba preferentemente, comenzaron a arrojar las cosas al exterior. Iban a dar contra el suelo con estrepitosas quejas, y ahí quedaban desparramadas entre las piedras, bajo el agua de la lluvia. Ni siquiera cajas de cartón con fotos familiares se libraron de un largo baño de lluvia y barro del que, por cierto, no salieron favorecidas. La mujer que dirigía el desalojo era la más despiadada, Belén lo supo apenas entraron, y supo también que eran unos seres embrutecidos por el trabajo infame que realizaban y que no podía esperar nada de ellos. Desde la impotencia, pero con la entereza que le era propia y sujetando firmemente a Bagheera por el collar, se quedó mirando cómo volaban sus pertenencias por las ventanas... Bagheera, una setter negra que era toda su compañía, no dejaba de gruñir a los intrusos. Como la casa estaba en la ladera de un cerro, convertido en barrio de moda, algunos de los objetos rodaron cuesta abajo hasta quedar atascados por allá, lejos. Esa noche, así como lo haría en adelante, Belén tuvo que ir a dormir a casa de su hermana, la única persona que podía ofrecerle alojamiento indefinido. Al día siguiente subió, seguida de una camioneta de mudanzas, a recoger sus cosas del barro; le llevó comida a Bagheera y le hizo cariño un rato. Al otro día la operación se repitió porque aún quedaban cosas que rescatar. Hasta que, por fin, el sábado, Belén subió a buscar algún último objeto olvidado, a despedirse de aquel panorama y, sobre todo, a despedirse de Bagheera. No se la podía llevar a una casa ajena, donde ya bastante hacían con ofrecerle un dormitorio a ella; no tenía a quién regalársela, no había tiempo de poner anuncios; no le quedaba otra alternativa que abandonarla en ese mismo barrio, familiar para la perra, esperanzada de que ahí en el vecindario no dejaría de hallar quienes la alimentaran o hasta la adoptaran… La abrazó como se podría abrazar a un ser humano, y luego se subió al auto y partió para siempre. Pero apenas el auto echó a correr, Bagheera se lanzó detrás, cosa que no había hecho nunca, como si ahora se tratase de una carrera. Al salir del sitio y entrar a la estrecha y sinuosa vía de tierra, Belén aceleró, pero el espejo retrovisor le mostraba que Bagheera corría también más rápido, y era como si mientras más aceleraba una, más rápido corría la otra. Naturalmente, Bagheera empezó a ir quedando atrás y cada vez más atrás. Con todo lo dura de carácter que era Belén, y entre tanto motivo de dolor que tenía, fue ese, mientras perdía de vista a la perra en el retrovisor, el único momento en que se le cayeron las lágrimas, y saltaron de sus mejillas a sus manos. Bagheera se desvanecía, muy atrás, entre el polvo y el llanto.

    El misterio de la línea férrea

    La brujería tiene un gran poder, nada menos que un poder de vida y muerte, ¿sabía usted? Solo existe un requisito, y es que hay que creer en ella… Ni la maldición del brujo más maldiciente puede hacerle el menor daño si usted no cree en brujos. Si cree, está expuesto. El siguiente es un caso ambiguo.

    Dulio vivía con Inés, su mujer, en la casa de su suegra, que lo aborrecía como las más caricaturescas suegras aborrecen a sus yernos: lo zahería y fastidiaba sin desperdiciar ocasión. Y a Dulio le aparecían en las piernas, a la altura de las pantorrillas, unas úlceras que se le cerraban solas tal como se le abrían. Supuraban y le producían dolores agudos, pero los médicos no les encontraban explicación ni remedio.

    En una oportunidad en que madre e hija debieron salir a pasar la tarde fuera, Dulio consiguió introducirse al dormitorio de la vieja, tras manipular con suma paciencia la cerradura, y se dio a trajinarle discretamente los muebles. No necesitó demasiada búsqueda para encontrar al fondo del último cajón de la cómoda una foto de él mismo, en torno a la cual una soga de cáñamo llena de nudos daba numerosas vueltas, sujetando pequeños objetos por el reverso, piedrecillas, cuentas, agujas, pelo...

    No hizo ni dijo nada, pero días después acudió a una bruja de magia blanca. La mujer le corroboró que era víctima de un maleficio: querían dejarlo tullido. Había que hacerle una limpieza, dijo, pasando a explicar en qué consistía y cuánto costaba. Sin alternativa a la vista, Dulio se sometió al tratamiento y al gasto, cumpliendo religiosamente las indicaciones de su curandera, así como los correspondientes pagos. Hasta que llegó el día en que no hubo más úlceras en las piernas. ¡La limpieza estaba concluida!

    Transcurrió un año, y un par de años, sin que sus piernas recayesen. Hay que decir que entretanto Dulio se había ido poniendo demasiado bueno para el alcohol, más de lo que siempre fue. Un sábado, en vez de quedarse bebiendo frente al televisor, salió de parranda; en la casa ya sabían lo que eso significaba: ir al bar que estaba enfrente de la población, al otro lado de la línea férrea, y tomar vino sin pausa ni control.

    Horas después, de madrugada, dormido precisamente encima de la línea férrea, a pocos cientos de metros de su casa, Dulio fue atropellado por un tren que le cercenó las piernas a la altura de las rodillas.

    Afortunada o desafortunadamente salvó la vida, para él ya inútil; le habría puesto término de no ser porque la requería para perseguir, ensimismado, una explicación. No lograba recordar qué diablos fue lo que debió haber acontecido, no podía admitir que se hubiese echado voluntariamente sobre la línea férrea, cualquiera fuese la ebriedad que tuviera. Apenas iba en la segunda botella de vino, sentado solo a la mesa del rincón más oscuro, fumando, siguiendo mentalmente el ritmo del reggaetón que sonaba a todo volumen, mirando los bebedores amontonados de pie frente a la barra…, y luego invisible vacío, un cero total, sin tiempo, sin dimensiones; hasta despertar al horror. ¿Qué había sido de él esa desgraciada noche? ¿Perdió a la larga la bruja blanca frente a la magia negra? ¿O es que fue incapaz de olvidar la maldición y se las arregló para que se cumpliera, a espaldas de él mismo y su conciencia? ¿Pero, y para qué…? Cierto, podía pensarse que no hubo sino una casualidad y un accidente, solo que eso no resuelve el misterio de lo que llevó a Dulio a poner sus piernas sobre el riel en espera de las ruedas: ¡qué hacía ahí, si fue su decisión qué pudo motivarla, y cómo alguien podría dormirse sobre los rieles por muy borracho que estuviera, o quién lo arrastró hasta ahí! Todo ello era una impenetrable nube negra en su cerebro.

    La biblioteca paralela

    En los tiempos de Maricastaña, bonitos tiempos, la Real Biblioteca Real llegó a poseer un millón de libros, los mejores de cada reino y época y hasta autor. Kilómetros de estantería acabaron cubriendo las paredes de todas las salas y rebalsaron a pasillos, escaleras, incluso excusados. De remotos confines acudían los lectores a deleitarse, instruirse, incluso aburrirse. La cosa fue de perillas por mucho tiempo. Hasta que ascendió al trono, bien sabemos, Doña Eulalia III, llamada la devota, o también la oscura. Designó un monje como director de la biblioteca y le ordenó incrementar en forma sustancial los libros dedicados a la Verdad y al Bien: ¿qué cosa mejor podía ofrecérseles a sus súbditos? El monje harto sabía que una biblioteca solo tiene sentido si está dedicada al Bien y la Verdad, sin necesidad de que se lo dijera la reina, y ella sabía que él lo sabía, o no le habría dado el cargo: solo el primer año de gestión gastó mil un millones de denarios en enciclopedias de moral y buenas costumbres, colecciones de teología, escriturística y exégesis, mamotretos de oraciones, sermones y homilías, adoquines con summas, encíclicas, maldiciones y anatemas, ladrillos de exhortaciones pías, demostraciones aplastantes de lo indemostrable y refutaciones irrefutables de todo lo demás… Para hacer espacio a tanta Verdad y Bien había que desplazar lo antiguo, y por cada nueva biografía de Santa Gumercinda en tres tomos, adiós a tres tomos de Platón, el Marqués de Sade o Harry Potter. El monje habría quemado de buena gana toda esa porquería, pero le susurraron que podían tildarlo de neonazi: tuvo que contentarse con despacharla a los sótanos.

    Eulalia III La Devota y/u Oscura, reinó muchos años, ay, ¡muchos!, dando así suficiente tiempo a su bibliotecario para renovar con la Verdad y el Bien casi todos los libros que encontró al llegar. Cuando iban a la monarca con el cuento de que ya nadie quería entrar a la Real Biblioteca salvo una que otra carmelita descalza o monseñor de charol, y que en cambio los sótanos con los libros de antes pasaban llenos, ella contestaba que prefería su Biblioteca vacía antes que infectada. Y en cualquier caso prohibiría el acceso a los sótanos: así los lectores no tendrían más alternativa que regresar al Bien y a la Verdad y al Piso de Arriba, por la buena o la mala. Empezaba a dibujar su firma en el pergamino cuando le susurraron que sería imprudente: peligro de sublevación.

    Se hizo popular entonces distinguir estas bibliotecas paralelas diciendo que la de arriba era la Real Biblioteca y la de abajo la biblioteca real, pero no mucho después se produjo aquel dantesco incendio que nadie olvida, en el que ardieron por igual las dos, arriba y abajo, apoteósicamente y durante días, por igual buenos y malos, sin que jamás se aclarara quién lanzó la primera llama: algunos culpaban a los agentes del Bien y la Verdad, que consiguieron dejar a la masa sin sus libros; otros culpaban a los partidarios de hacer humo la obra del monje y el fervor regio. ¡Que le corten la cabeza!, rugió Eulalia III en su disgusto. A quién, Majestad, se dice que preguntaron ministros y verdugos. Ella habría respondido ¡A cualquiera, qué importa, pero este incendio no va a quedar impune! ¡Que le corten la cabeza! No dejaremos de hacer justicia solo porque la policía es ine pta .

    Medio siglo después, bajo el reinado ultra liberal de Doña Eulalia IV, llamada la insolente, pero también la grande, pudo reinaugurarse la Real Biblioteca según los planos originales y con los mismos títulos que condenó al satánico sótano el de sotana: ¡tales giros da la veleta del poder! Como Eulalia La Grande se consideraba un as de la política, decretó, para no dejar de contentar a nadie, que el millón de disímiles volúmenes fuese conocido ni más ni menos que como Colección del Bien y la Verdad, en honor, señaló, a su ilustre predecesora La Devota –¡punto para la monarquía!–, y porque, además, según la pregunta con que cerró el discurso, ¿Qué otra cosa podían ser el bien y la verdad –y desde luego la Belleza– sino la suma de lo mejor de todos?.

    El último de los Trespalacios

    El padre de Manfredo Trespalacios fue el último de varias generaciones de hijos únicos, la madre fue la última de otras tantas generaciones de hijos únicos, y tuvieron, naturalmente, un único hijo. El muchacho resultó medio raro, enfurruñado, cosa que ellos prefirieron ignorar, por lo cual nunca discurrieron llevarlo a un especialista. A cambio le dejaron la vida económica resuelta y, sin más, desaparecieron en sus tumbas. Poca gente habrá quedado alguna vez tan sola como Manfredo Trespalacios Trespalacios: no conocía a nadie, absolutamente a nadie. Había personas que ubicaba de vista, el quiosquero, el del almacén, la del restaurante, pocos más, pero con ninguno se saludaba, aparte de buenos días y hasta luego, y solo con la cabeza. Sus hábitos eran de una perfecta regularidad, levantarse, un café, ordenar el departamento, ducharse, salir a dar una vuelta, almorzar, echarse a leer o a escuchar música, etcétera. Pasaron años, sin que nada cambiara. Salvo una cosa: fue intensificándosele el sentimiento de no pertenecer al mundo, de estar fuera de la realidad, de ser un observador inobservado. La vida transcurría en torno a él como un larguísimo largometraje en tres o cuatro dimensiones, sin afectarlo, sin incluirlo, y el único espectador de tamaña superproducción, según todas las apariencias, era nadie más que él solo. Desde niño había pensado que los otros estaban detrás de un grueso cristal de aire, y que eso era lo que los hacía intocables, pero después de los cincuenta comprendió que quien estaba tras algo así como un cristal era él. No había más que un sujeto y un objeto, y el sujeto era él y el objeto era el mundo. No había otra existencia verdadera que la suya, lo demás era espectáculo, fantasmagoría, ilusión. Como una película. Y no paraba de hacerse la pregunta inevitable, llegado a ese punto: ¿era el simple espectador de aquello

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