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La risa nos hará libres: Cómicos en los campos nazis
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Libro electrónico346 páginas8 horas

La risa nos hará libres: Cómicos en los campos nazis

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Una apasionante y vertiginosa obra que reconstruye la historia y el destino de algunos comediantes judíos que, en la década de 1930, dieron al cabaret y al espectáculo centroeuropeo, y en particular al berlinés, su grandeza legendaria.
La suerte de estos artistas quedó truncada inexorablemente por la llegada de Hitler al poder. Expulsados de los escenarios que habían dominado, recluidos en los guetos o deportados a los campos de exterminio, los cómicos judíos siguieron actuando en condiciones cada vez más dramáticas y kafkianas.
La comedia no era sólo una obligación sino una verdadera necesidad, pues para poder sobrevivir debían entretener y hacer reír a sus verdugos. Los periplos personales de Kurt Gerron, Max Ehrlich o Paul Morgan, entre otros, se convierten así en la ocasión para reflexionar sobre el humor y la resiliencia, y el teatro del absurdo.
Asimismo, aportan nuevas informaciones y perspectivas acerca de un capítulo poco conocido de la Shoah y la cultura del siglo xx.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 ene 2020
ISBN9788417835620
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    La risa nos hará libres - Antonella Ottai

    idioma.

    Índice

    Prólogo. Berlín no hay más que una

    En el corazón de una metrópoli situada

    en el centro de Europa

    Adiós a Berlín

    Caracteres y caracterizadores

    Jugar con fuego

    Un arte de judíos para judíos

    La fobia al contagio

    Westerbork, un campo de tránsito en un páramo

    neerlandés

    El Kurfürstendamm de Drenthe

    Los bufones y el comandante

    «Naturalmente que había deportaciones,

    ¡pero también había que reírse un poco!»

    Álbumes y familias

    Theresienstadt, un asentamiento al norte

    de Praga

    La tierra otorgada

    Reír y llorar, emociones para vivir

    La visita de la Cruz Roja: «Los ojos

    que podían ver»

    El documental sobre Theresienstadt: sinfonía

    de una pequeña ciudad

    Epílogo. Una razón válida para reír

    no la había en absoluto

    A Luca De Filippo, un actor grande como su discreción, dedico una historia que no ha llegado a tiempo para que él la pudiera leer.

    Prólogo

    Berlín no hay más que una

    En el umbral de la década de 1930, Berlín es el laboratorio europeo de la modernidad: todo se cuece en Berlín. Infinidad de obras nos han hablado de la mitología de una gran capital de carácter internacional, toda ella proyectada hacia el futuro, que cae directamente en el nazismo.¹ Muchos de los protagonistas de aquellos años escribieron las memorias de la ciudad, y los historiadores que han analizado la cultura de la República de Weimar han indagado en los modos en que una vorágine fue aniquilando progresivamente el tejido urbano de la metrópoli, para terminar engullendo en un abrir y cerrar de ojos la riqueza de la cultura que allí prosperaba, así como las luchas políticas que incendiaron sus calles. A lo largo de mis estudios universitarios me parecía que cada fenómeno del siglo XX tenía su epicentro en Berlín, que todos los movimientos llegaban o partían de allí: en todo caso, «en Berlín habían estado». O tal vez era que el mito, para mí, como todo mythos que se precie, se basaba ante todo en la tradición oral. Y es que antes de ser historia, política, literatura, arte, arquitectura, cine, teatro o música, no menos que ciencia y tecnología, la ciudad era un relato —el relato— de mi padre, que a finales de la década de 1920 estudió en la universidad de la capital alemana y no se cansaba de contar historias de aquella época. Inmerso mucho tiempo después en la cotidianidad romana, las imágenes de Berlín le asaltaban de repente, tan vívidas que lograban aún encandilarlo con su carga subversiva, rechazando la anestesia del recuerdo. Y toda conquista de la década de 1960, tanto en el ámbito de la tecnología como en el de las instituciones públicas, le llevaba una y otra vez a constatar que no se trataba de ninguna novedad: «¡Pero si esto ya lo había en Berlín antes de la guerra! Y estaba mucho mejor hecho. ¡No hay parangón!». «Ya está otra vez con Berlín», pensaba yo, mirando cómo se le iluminaba el rostro. Y comenzaba el relato.

    Había llegado a Alemania para terminar su ciclo de formación, que hasta aquel momento se había desarrollado entre Budapest y Austria, en un colegio jesuita no lejos de Viena. Allí había completado sus estudios de secundaria, al socaire de las revoluciones que, al término de la Primera Guerra Mundial, marcaron el fin de un mundo. Tras superar el examen de ingreso en la universidad optó por matricularse en la facultad de ingeniería en Berlín. Por entonces hacía ya tiempo que los imperios habían desaparecido, pero en cambio la vida metropolitana era explosiva: una vez en contacto con la vertiginosa capital alemana, el rígido sistema educativo al que había estado sometido hasta aquel momento debía antojársele algo bastante lejano. Para él no había ciudad europea que pudiera comparársele, y hasta París le había parecido poca cosa a su lado. Es posible que sus sensaciones se vieran acentuadas por la abrupta ruptura con la disciplina y la gélida «clausura» de la existencia colegial que acababa de dejar atrás, pero Berlín emergía de sus palabras con la fuerza perturbadora del futuro, con la carencia de prejuicios propia de la experimentación total de lo nuevo: en el urbanismo, en la cultura, en la política, en las costumbres sexuales, en la identidad de género, en la estética y en las relaciones sociales.

    El lugar en el que todas estas novedades se hacían tiempo cotidiano y se convertían en discurso común —siempre según sus recuerdos— era el cabaret. Es posible que de toda la complejidad de la cultura de Weimar sólo hubiera experimentado la superficie, y que no hubiera ido mucho más allá de la tarjeta postal, satinada y coqueta, que enviaba todo viajero que llegaba a la metrópoli alemana sin la motivación de unos intereses concretos. Pero la superficie es lo primero que se evapora en el tiempo, y si mi padre no hubiera impregnado sus relatos de algo más, es posible que de Berlín yo hubiera llegado a conocer la historia, pero no el cielo. En cualquier caso, para relatar Berlín él relataba el cabaret, y lo hacía con nombres, gestos y palabras que nunca habría encontrado yo en los textos que estudiaba. Cabaret definitivo, sin adjetivos que especificaran su valor en el ámbito de la literatura, de la política o del simple entretenimiento, ni que ligaran la experiencia a un género más que a otro, a un local más que a otro o a una tendencia por encima de las demás. La postal de mi padre era un paisaje completamente humano, lleno de héroes de la sonrisa que trastocaban los humores de la jornada, agitando sus sentidos; héroes que viajaban a los planos altos y bajos de la cultura urbana, logrando cortocircuitar en sus exhibiciones superficies y profundidades. Éste era un concepto que yo podía rastrear más fácilmente, en un momento en que mis intereses comenzaban a adoptar una forma y un propósito, y se centraban en el teatro moderno: la vanguardia de la escena contemporánea había recurrido a las formas del teatro ligero y a las prácticas temerarias para ridiculizar el sentido y reírse de la seriedad; y seguramente, en los comienzos del siglo XX el ejemplo más extremo de ello y el más productivo fuera el del cabaret dadaísta, con su magnificación de la risa. A medida que avanzaba en mis estudios, empecé a mostrarme más interactiva cada vez que mi padre sacaba el tema de Berlín; había nombres que él mencionaba, pero de los que yo no encontraba ni rastro. Hablaba, claro, del cabaret de Karl Valentin, más que nada por su relación con Brecht, y también a propósito de Brecht mencionaba a Trude Hersterberg, en cuyo local, «Wilde Bühne», el dramaturgo había debutado con algunas songs. Pero en lo sustancial mis estudios y sus recuerdos habitaban en dos ciudades diferentes: Valentin tenía más que ver con Múnich que con Berlín, mientras que el de Brecht, en sus relatos, no era un nombre que destacara entre los demás. Ni siquiera la mención de La ópera de los tres centavos, en cuya representación a finales de agosto de 1928 participó más de un intérprete de cabaret, suscitaba en él grandes flujos de recuerdos; como tampoco el nombre de Reinhardt, ni los grupos de agit-prop ni del teatro callejero, con los que uno podía toparse sin necesidad siquiera de ir al teatro. Mis preguntas caían en el vacío de un pensamiento distraído que se topaba con algo ajeno, y las imágenes no se dejaban reconducir fuera de la secuencia que habían adoptado. Más tarde comprendería que, en sus relatos, en realidad el «cabaret» no consistía tanto en una performance teatral, sino que equivalía a una disposición de ánimo, al deseo de cerrar el día dentro de un juego que envolvía las noches en un largo abrazo insinuante, casi como si en aquella escena ligera, en aquel arte del guiño, la sfumatura y la sugerencia, adaptable a las más variadas modalidades de uso y abuso, se pudiera dar mejor forma al frenesí de la época contemporánea, multiplicando y fragmentando sus manifestaciones en el seno del tejido urbano. Así es como Berlín se le había mostrado: el paradigma culminado de la modernidad metropolitana, una trama en constante devenir que transformaba la ciudad minuto a minuto. Así es como el relato que yo había interrumpido con mis preguntas retomaba su curso ordinario. ¡Qué maravilla, ver cómo los innumerables cafés inventaban escenografías siempre distintas! Los decorados se inspiraban cada semana en un tema pictórico, el cual a su vez desencadenaba —y conectaba con— bailes, sketches y espectáculos variados, en una metamorfosis incesante de la calle, en el camuflaje multiplicado de una mascarada en la que cada uno estaba llamado a participar. «Kabaret der Namenlosen» (Cabaret de los anónimos), era el nombre de un local en el que se exhibían desconocidos diletantes que se lanzaban al ruedo, mientras el conferenciante los ofrecía al escarnio del público.² Si el teatro confinado en una sala era capaz de satisfacer miradas expertas y escudriñadoras, entre las mil formas de teatro urbano —público y privado— afloraba una pulsión desenfrenada y compartida del espectáculo que daba lugar, evidentemente, a una escena más invasiva y a una memoria más persistente. Si el teatro respondía esencialmente a las exigencias del espectáculo, con un estándar elevado de arte y profesionalidad, el cabaret ofrecía sin embargo una dimensión más compleja, una relación entre escena y público afectada por cómplices reciprocidades con la cultura y la práctica de la existencia cotidiana y de su régimen deseante. De hecho, lo espectacular y lo metamórfico no actuaban únicamente sobre la escenografía de los locales, sino que asaltaban los rincones más íntimos y secretos del estatus identitario y de género de aquéllos que los frecuentaban. Ante los ojos estupefactos de los visitantes extranjeros —y el Berlín de aquellos años era una experiencia cognitiva casi obligada para la inteligencia internacional— los locales nocturnos de la urbe se presentaban bajo el signo del travestismo, y la capital alemana se configuraba como la ciudad de las identidades inestables, las existencias dobles que se alternan entre el tiempo de los días y el de las noches, entre la ética de la compostura y las estéticas del juego y el deseo. Efectivamente, en el travestismo dispensado en los cabarets o en las salas de los cafés cada uno parecía vivir con gusto un pequeño teatro personal, que proporcionaba ropajes y narrativas propias a una parte masculina o femenina que, durante la normalidad de la jornada laboral, permanecía dormida dentro de su persona. Con respecto a este punto las historias de mi padre no diferían de los relatos de tantos otros viajeros contemporáneos, algunos perturbadores —como los de Stefan Zweig o Joseph Roth—³ y otros decididamente subyugados: Isherwood, entre tantos otros,⁴ o Márai, que, procedente de la burguesía húngara, manifestaba todo su estupor ante la variedad de las representaciones que la vida nocturna de la capital solicitaba de aquél que durante el día desempeñaba su propio papel social de forma irreprochable:

    La confusión de los sexos reinaba soberana en aquella ciudad inquieta. Conocí a mujeres que en secreto se transformaban en oficiales prusianos. En privado llevaban un monóculo, fumaban puros y llevaban el travestismo hasta el punto de tener sobre la mesilla de noche tratados de arte militar. Y a hombres que durante el día dirigían fábricas y por la noche se transformaban en encantadores de serpientes. Aquel invierno en Berlín fue un único y continuo baile de máscaras.

    Viktor und Viktoria era el título de una célebre película de Reinhold Schünzel (Alemania, 1934), que contaba la historia de una joven artista del espectáculo que, para tener éxito, en escena se disfrazaba de un hombre que a su vez se disfrazaba de mujer, con todas las peripecias del caso.⁶ Berlín no dejaba de ser, a fin de cuentas, la capital europea de la cultura gay, y el cabaret era uno de los géneros que mejor lo expresaban: Wir sind anders als die andere (somos distintos a los demás), rezaba el estribillo de Das Lila-Lied, la canción que Marcellus Schiffer, célebre autor de textos y canciones de cabaret, escribió en 1928 y que le dedicó a Magnus Hirschfeld, defensor de los derechos de los homosexuales:

    Pues somos diferentes a los demás/ que sólo han amado al paso acompasado de la moralidad/ que atraviesan con anteojeras un mundo de maravillas/ y sólo se divierten con la banalidad/ no conocemos ese sentimiento/ porque todos somos hijos de otros mundos;/ adoramos la noche sofocante, tan morada y tan gay/ porque a fin de cuentas somos distintos a los demás.

    Y la mujer de Schiffer, la esbelta morena Margo Lion, en dueto con la rubia Marlene Dietrich, en aquel mismo año de 1928, cantaba una célebre canción escrita por su marido con música de Spolianski, Wenn die beste Freundin, que es considerada un himno lésbico:

    Si una amiga querida/ con la mejor amiga/ que no tiene planes/ se van a pasear/ a charlar por la calle/ y a mirar las tiendas/ la amiga del alma/ le dice a su amiga:/ ¡Amiga querida! ¡Oh, mi gran amiga!, mi mejor amiga, mi fiel amiga/ la más querida, mi dulce amiga…

    En esta geografía urbana del placer, que más tarde encontraría yo ampliamente documentada por memorias de época y reconstrucciones históricas,⁹ los recuerdos de mi padre seguían fluyendo, practicando aquí y allá alguna censura que el relato posterior terminaba luego eliminando. Mi padre podía, en todo momento, reorientar mis lecturas adolescentes tan pronto como se adentraran en zonas que fueran a su juicio demasiado arriesgadas para una moral todavía inmadura (por muy abrumadora que hubiera podido ser la vida en la capital alemana, la educación jesuita no se había dejado socavar tan fácilmente); en cambio, sin embargo, no lograba depurar la experiencia berlinesa de los detalles más escabrosos, y una y otra vez el narrador quedaba sumergido en la narración. Cuando se tropezaba con las particularidades del relato perdía el hilo de la trama. Así sucedía, por ejemplo, en relación con las prostitutas. No sólo las identidades de género de las personas con que se cruzaba en sus peregrinaciones nocturnas le resultaban difícilmente discernibles, no sólo cada operación de banal cortejo prometía en su desarrollo más aventuras de cuantas inicialmente cabía esperar (Viktor o Viktoria, justamente, y lo bonito, más que la calidad de la respuesta, era precisamente la legitimidad de la pregunta), sino que había dedicado mucho tiempo a descifrar las señales secretas de la indumentaria urbana. La variedad de colores que los botines de las prostitutas exhibían en la calle no tenía nada que ver, por ejemplo, con una forma de reclamo o de elegancia profesional —como podía pensarse a primera vista—, sino que era el código necesario para introducirse en el placer del cuerpo: cada intensidad cromática, en plena concordancia sinestésica, especificaba en qué cielo del paraíso sexual la mujer estaba dispuesta a acompañar al cliente que la escogiera.

    Si los signos externos, llenos de imprevistos, eran electrizantes, los internos no parecían más tranquilizadores. Aquí entraba en juego el tema de los «caseros», un trance por el que el estudiante en tierras extranjeras tenía necesariamente que pasar. La primera pensión que lo acogió tenía un carácter «familiar», pero en la siguiente el joven ex-colegial se vio inmediatamente confrontado con significados completamente ajenos a todo lo que conocía hasta la fecha, toda vez que la intimidad entre la madre y la hija, propietarias de la pensión, se adentraba sin demasiados disimulos en zonas que excedían la relación parental. Era muy fácil sorprenderlas en recíproca actitud sexual. Después de esta experiencia, la siguiente propietaria era en cambio una anciana viuda y sin hijos; poca laxitud moral había en aquella casa, pero tampoco allí ganaba mi padre para sustos: como cuando la casera pretendió curarle el resfriado con cerveza hirviendo, aromatizada con una pizca de tabaco. En este punto del relato la voz paterna se retorcía del asco, el tono se elevaba y me enviaba por las fosas nasales las burbujitas de la cerveza, haciéndome percibir los olores de la narración: así es como me adentraba yo en los recovecos berlineses, con la nariz bien abierta, imaginando un soplo de oscuridad, el calor de un ambiente cerrado mezclado con el olor a malta, col y tabaco que subía por las escaleras, impregnando la madera del parqué. Todavía hoy, cada vez que veo una película sobre aquel periodo y sobre aquellos lugares me llega el mismo olor imaginario. Y tanto más porque, según sostenía mi padre, aquéllos eran también los meses del ajo. En efecto, de repente se había puesto de moda retocar toda la gama de recetas habituales, dulces o saladas, perfumándolas profusamente con ajo, hasta el punto de que incluso el chocolate tenía aroma a ajo. La idea de que de la nada, con la misma naturalidad con que se decoraban los escaparates en la calle, se pudieran reconfigurar tan radicalmente los menús cotidianos, me resultaba sumamente ilustrativa y reveladora del carácter berlinés.

    Pero los cambios no se limitaban a los protocolos relacionados con los sabores. La última metamorfosis catastrófica —la transformación de la capital de la República de Weimar en capital del Tercer Reich— otorgaba al relato de mi padre un cariz épico. Cuando finalmente lograba retomar el hilo, parecía recordar que ésa era efectivamente la narración auténtica, la que quería contar, la historia que constantemente estaba a punto de perder de vista entre los colores de la atmósfera de aquellos días. Y aquí, en la Historia, sus relatos y mis estudios confluían de nuevo, es más, se superponían. El hecho es que aquella ciudad tan animada por todo tipo de luchas políticas y debates culturales, tan repleta de teatros cotidianos, tan predispuesta a dar jaque mate a los roles identitarios, tan abierta a la diversidad, tan acostumbrada a reflexionar sobre las propias costumbres éticas y políticas en el espejo deformante de la escena cabaretera, estaba cediendo bajo los golpes del desempleo desenfrenado y de la crisis inducida por el crack de Wall Street de 1929, sin el cual tal vez Hitler nunca habría tomado el poder. Los nazis cabalgaron bien sobre los cataclismos del momento, y desde el principio, ya desde la firma del tratado de Versalles, señalaron dónde encontrar a los culpables. Los escaparates rotos y las persianas desvencijadas de los establecimientos de propietarios judíos mostraban sin ningún género de dudas quién era el enemigo a abatir, cuál habría de ser el chivo expiatorio al que la política, a derecha e izquierda, acusaba de todas las infamias:

    Si diluvia o ya no llueve/ si hay un bochorno de desmayarse/ si está oscuro, si truena/ si hay un viento del demonio/ Si hace bueno o está nublado, si cae la nieve espesa/ y no basta con beber vino caliente/ o si por el contrario hay un radiante cielo azul/ Es de los judíos, es de los judíos, toda la culpa es de los judíos/ A la mierda se irá usted/ ¿es que no lo entiende? La culpa es de los judíos/ Créalo o no, no he de mentir/ ¡Se sabe que la culpa es sólo de los judíos!

    An allem sind die Juden schuld (la culpa de todo la tienen los judíos), la había orquestado en 1931, a partir de un motivo de la Habanera de la ópera Carmen de Bizet, Felix Hollaender, uno de los más celebrados autores de espectáculos y cabaret (colaborador de Reinhardt y compositor para Mehring y Tucholsky, estaba entre los autores más importantes del cabaret político-literario. Todo esto yo lo sabía). Para construir la paradoja que culminaba en el estribillo, el autor, recurriendo a la técnica compositiva de la retórica enumerativa, ponía en sucesión acontecimientos naturales y acontecimientos políticos, incidentes domésticos y la crónica cotidiana, los impuestos del gobierno alemán y la homosexualidad del príncipe de Gales, las caries de la Garbo y el azul del ángel de la Dietrich.

    El espectáculo del que la canción formaba parte se titulaba Spuk in der Villa Stern (Un espectro en la villa Stern), y se había interpretado en el «Tingel-Tangel-Theater», que Hollaender había inaugurado aquel mismo año en los locales que habían pertenecido a la «Wilde Bühne»; en el espectáculo —una sátira política contra el gobierno de Weimar, caracterizado como el barón de Münchausen— figuraba también el personaje del «pequeño Hitler», interpretado por una espiritista que jugaba un papel secundario y que anunciaba que había llegado la hora de morder.¹⁰ Pero, si en lo tocante a la radical culpabilización de los judíos Hollaender había dado en el clavo, los mordiscos de Hitler tal vez no los calibró bien —ni Hollaender, ni tantos otros autores que habían representado el movimiento nazi en la escena del cabaret—. Porque el Führer iba en serio, y no sólo se había mostrado ya capaz de morder rabiosamente esa diversidad de costumbres, de géneros y de pensamiento que había hecho de la metrópoli algo tan fascinante, sino que andaba dando dentelladas en el momento mismo en que el espectáculo se representaba en el escenario. Sin embargo, a pesar de que alardeaba de haber conquistado la ciudad a través de Goebbels, que en el partido era, justamente, el responsable de Berlín, todo parece indicar que Hitler nunca llegó a hacer completamente «suya» la capital del Reich. No era, efectivamente, una relación de pertenencia, ni sensorial, ni amorosa, lo que lo unía a una ciudad que en el fondo despreciaba. En junio de 1931, ante la sugerencia de Mussolini de transferir la dirección del partido a Berlín, Hitler respondió: «Es una ciudad medio americanizada, medio kultural y sin tradición».¹¹ Y Berlín se lo pagaba con la misma moneda, otorgándole una cantidad considerablemente menor de votos en las elecciones en relación con el resto de Alemania, y negándole la mayoría incluso después del incendio del Reichstag.¹² El Führer se jactaba de haber obtenido para su partido una «victoria democrática», pero a Berlín, más que seducirla, la había conquistado, gracias a la suspensión de la Constitución de Weimar.¹³ Un inicio de este desamor fue la inmediatez con que comenzaron las purgas y las represiones, así como su ferocidad. Tal vez las grandes ciudades no fueran lo suficientemente völkisch, y es probable que estuvieran hechas de una carne íntimamente refractaria a los regímenes, por mucho que luego les ofrecieran a éstos una puesta en escena vistosa. En este sentido Berlín no era muy distinta de Viena o Budapest (que el almirante Horthy había definido como «ciudad del pecado»), al menos hasta que se terminó imponiendo la razón de las armas. Una vez depurados los izquierdistas, los judíos y los homosexuales, y una vez se hubo apagado el espíritu más radical del cabaret, la cultura cotidiana del witz, de la gracia y la ironía, llegó asimismo a su ocaso.

    Al igual que muchos otros, también mi padre abandonó Berlín. Pero no para regresar a Budapest ni tampoco a Viena, donde había estado como en casa: el imperio ya no existía, las capitales que habían heredado su espíritu estaban en pleno proceso de transformación y los cambios no eran precisamente agradables. Tras dejar Berlín, mi padre se trasladó a Roma (capital de un imperio futuro, tan breve como improbable), donde residía una de sus hermanas, y gracias también al encuentro con mi madre había terminado por establecerse, en compañía de una memoria que continuaba palpitando al ritmo de un tiempo irrepetible, en el aire un poco cerrado de la civilización itálica; en la cual, dicho sea de paso, el cabaret nunca había llegado a arraigar. En cambio, también es verdad, en Italia la tradición dictaba otros remedios para curar el resfriado, entre los que estaban, por ejemplo, el vin brulè, vino tinto hervido con clavo y canela. Ya se sabe que el Mediterráneo tiene una naturaleza ampliamente consoladora y en último término se revela siempre como una Gran Madre, provista de múltiples dones. En sus orillas también el ajo reposaba tranquilo en el lecho de los sabores que eran de su interés. Entre tantas propiedades de la naturaleza y de las costumbres, ¿quién hubiera podido prever que algunos años más tarde se decretarían las leyes raciales? Quién sabe si también entonces mi padre dejó escapar su retahíla habitual —«¡Pero si esto ya lo había en Berlín antes de la guerra! Y estaba mucho mejor hecho»—. Entretanto para mí, que había nacido y crecido en el ambiente tranquilo de una capital de provincias, cada encuentro con Berlín había seguido conservando el aroma familiar de un retorno, el desconcierto de un déjà vu.

    En el preciso momento del acercamiento a Roma, «La hora de Berlín» se apagaba: sus personajes se desvanecieron en el tráfico de sus fugas, y en el tráfico de nuestro día a día que la narración había detenido. Yo volví a mis libros y a su profundidad sin superficie, ya sin los nombres y sin las historias que terminaban con cada relato de mi padre, y que mantenían los libros vivos. Hasta que encontré una secuela —pero para entonces el punto de referencia de la historia había cambiado completamente de coordenadas—. La encontré por casualidad o, mejor dicho, encontré su final, que transcurría en su mayor parte durante los años de la guerra, y fundamentalmente en lugares que se llamaban Dachau, Buchenwald, Auschwitz, Sobibor, etc., donde murieron centenares de miles de personas, entre las cuales se encontraba toda una generación del espectáculo alemán, por culpas imputables a la raza, al pensamiento, a elecciones de carácter sexual o, en el caso de algunas personas, a las tres cosas a la vez. Sin embargo, entre mi memoria doméstica y la memoria histórica, entre «la hora de Berlín» de mis recuerdos y la hecatombe de la Shoah, los «cómicos» habían seguido haciendo de cómicos: los que se quedaron dentro del país, lo hicieron, bien como un acto de resistencia, bien por inercia o por incomprensión del peligro; los que partieron al exilio siguieron actuando hasta la ocupación de los países que los acogieron; y en los campos de internamiento y de deportación, siguieron actuando porque no tenían otra elección y porque la vida teatral significaba, por encima de todo, vida, antes de que se los tragaran los campos de exterminio. Explorar estos espacios intermedios a partir de los relatos y de los testimonios disponibles no ha supuesto únicamente recorrer la historia de los cómicos, una historia con un comienzo suspendido en un tiempo remoto, sino sorprender al comediante en el momento de la relación compartida entre víctima y verdugo, persiguiendo los poderes y las perversiones de una carcajada que había estallado en Berlín para apagarse únicamente ante las cámaras de gas.


    1. Entre los historiadores aún continúa debatiéndose en qué medida el nazismo tuvo que ver con una recuperación del pasado o bien con una visión del futuro, o si su «hombre nuevo» fue una hábil mezcla de ambas cosas. Para una buena síntesis de este debate véase Jan Kerschau, Che cosa è il nazismo: problema interpretativi e prospettive di ricerca, Bollati Boringhieri, Turín, 1995.

    2. En 1926 se fundó en Berlín el Kabaret der Namenlosen (Cabaret de los anónimos), donde el creador del espectáculo, Erwin Lowinsky, de nombre artístico Elow, seleccionaba a un determinado número de cómicos aspirantes. Véase al respecto Peter Jelavich, Berlin Cabaret, Harvard University Press, Cambridge-Londres, 1993, pág. 198.

    3. Véase Stefan Zweig, Il mondo di ieri. Ricordi di un europeo (1941), Mondadori, Milán, 1994 (trad. cast.: Stefan Zweig, El mundo de ayer: memorias de un europeo, Acantilado, Barcelona, 2012); Joseph Roth, What I saw. Report from Berlin 1920-33, Granta, Londres, 2003 (trad. cast.: Joseph Roth, Crónicas berlinesas, Minúscula, Barcelona, 2017).

    4. Christopher Isherwood, Addio a Berlino (1939), Garzanti, Milán, 1975 (trad. cast.: Christopher Isherwood, Adiós a Berlín, Acantilado, Barcelona, 2014). La película de Bob Fosse Cabaret (Estados Unidos, 1973) está inspirada en esta novela.

    5. Sándor Márai, Confessioni di un borghese (1934-35), Adelphi, Milán, 203, pág. 301 (trad. cast.: Sandor Márai, Confesiones de un burgués, Salamandra, Madrid, 2004).

    6. De la película se hizo un célebre remake, Victor Victoria, a cargo de Blake Edwards (Estados Unidos, 1982).

    7. «Lila» significa lavanda, flor que, en virtud de la inestabilidad de su color, pasa a convertirse en símbolo de la homosexualidad. Muchos de los numerosos locales reservados a los gays, como por ejemplo el Alexander Palast o Die Piramide, albergaban precisamente cabarets.

    8. La canción se incluía en el espectáculo Es liegt

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