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Elie Alevy. La marca de Auschwitz
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Libro electrónico181 páginas2 horas

Elie Alevy. La marca de Auschwitz

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Una historia profunda y honesta de un hombre excepcional, quien estando en Auschwitz, decidió perderle el miedo a la muerte y logró sobrevivir. Más que una simple biografía, este libro revela el espíritu de Elie Alevy, su anhelo por trascender y cómo forjó su destino con tenacidad y resiliencia. Un viaje, a través de diversos países de Europa y América —que lo condujo a Chile en 1951, con tan sólo 24 años—, repleto de situaciones únicas y donde se redescubren anécdotas históricas, vividas con la pasión, el esfuerzo, el amor y la dedicación que han caracterizado la existencia de Elie.

“No se puede vivir con odio, ni con resentimiento, ya que esto causa mucho disgusto con la humanidad. Hay que creer en los seres humanos, creer en el amor. Sino la vida pierde todo sentido.
Luego de sobrevivir al holocausto, la voluntad se me agudizó a tal extremo, que no hay nada ni nadie capaz de detenerme en lo que quiero hacer y lograr”.
Elie Alevy Matsas
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 sept 2018
ISBN9789569986314
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    Elie Alevy. La marca de Auschwitz - Hernán Rodríguez Fisse

    Auschwitz

    Presentación

    Diferentes personas se ofrecieron para entrevistar a Elie Alevy con el propósito de escribir su biografía, pero por distintos motivos él no aceptó o fue postergando la decisión. Hasta que un día del mes de octubre de 2017 me llamó para solicitarme que fuera el escritor colaborador de un libro acerca de su historia personal. Recuerdo que en aquella ocasión me dijo: «He finalizado la lectura de tu premiado libro Prefiero Chile y me encantó. Deseo que relates mi biografía en el mismo estilo».

    Acepté el desafío y aquí está el resultado. Lo pongo a disposición de los lectores. Cientos de horas dedicadas a la recolección de información están sintetizadas en las páginas que podrán leer a continuación.

    No puedo dejar de mencionar que Elie Alevy tiene noventa y dos años, y que durante nuestras reuniones de trabajo me sorprendió con una memoria maravillosa y privilegiada. A lo anterior debo agregar la enorme energía y vitalidad que puso al servicio de un gran objetivo: dar a conocer al público cómo fue posible que un ser humano no solo sobreviviera al Holocausto, sino que además fuera capaz de superar aquel martirio y darle un sentido positivo a su vida.

    Penetrar en la intimidad de una persona no es tarea fácil, pero mi entrevistado me lo permitió con una extraordinaria generosidad. Fueron jornadas en las que no solo profundizamos en datos y referencias históricas, sino en las que además fui descubriendo la personalidad de un hombre tremendamente positivo, poseedor de extraordinarios valores éticos y morales, y del cual extraigo, con total certeza, inmensas enseñanzas de vida.

    Gracias, Elie Alevy, por darnos la oportunidad de rescatar tu memoria y ponerla al servicio de aquellas personas deseosas de convertirse en mejores seres humanos, aun en las terribles circunstancias que tuviste que experimentar.

    Hernán Rodríguez Fisse

    Prefacio

    «El horror del Holocausto no es porque se desvió de las normas humanas; el horror es porque no fue un desvío. Lo que sucedió puede pasar nuevamente a otros, no necesariamente judíos, perpetrado por otros, no necesariamente alemanes. Todos somos posibles víctimas, posibles perpetradores, posibles observadores indiferentes».

    Yehuda Bauer

    Reconsiderando el Holocausto

    Compartir y comprender los horrores indecibles del Holocausto judío —la Shoah— será por siempre un desafío complejo, pero irrenunciable. Seguiremos teniendo más preguntas que respuestas y nunca encontraremos las palabras justas y precisas para describir lo que está más allá de los límites de la experiencia humana.

    El relato íntimo y confidente de Elie fue por mucho tiempo poco común entre los sobrevivientes, siendo lo más habitual guardar silencio. La reticencia a compartir las experiencias vividas se puede explicar en parte por la vergüenza y el pudor, debido a la indignidad extrema a la que fueron sometidos; también, por el temor a que sus relatos fueran percibidos como inverosímiles, dados los extremos inconcebibles a los que llegó la maquinaria de muerte montada por el nazismo. En otros casos, porque el solo recuerdo de los hechos era capaz de revivir los traumas, como si estos estuvieran ocurriendo nuevamente. Por último, el silencio también fue inducido por la dificultad para escuchar los horrores por parte de sus interlocutores.

    Otro aspecto importante en relación con la Shoah es intentar comprender si existen elementos comunes entre sobrevivientes como Elie, considerando que la gran mayoría sucumbió. Para aquellos que fueron trasladados a campos de trabajo y exterminio, las probabilidades de supervivencia eran mínimas. La primera selección dependía de características personales como la edad o la fortaleza aparente para trabajar. Aquellos que eran seleccionados para el trabajo esclavo solían sucumbir tarde o temprano por inanición, enfermedades o castigos brutales. Para algunos, la vida se podía prolongar si poseían algún oficio necesario. En condiciones tan extremas, continuar con vida requería de una inquebrantable voluntad de vivir y la esperanza de que algún día llegaría la liberación. Sin embargo, una condición adicional siempre presente en la historia de los sobrevivientes fue que para salvarse y no morir en algún momento crítico fue siempre necesaria la ayuda de otro ser humano, que estuvo dispuesto a comprometer su propio bienestar o arriesgar su propia vida.

    La persecución y aniquilación de las comunidades judías sefarditas es un hecho histórico poco conocido, ya que la Shoah se asocia de preferencia al judaísmo de origen askenazi. Los judíos fueron expulsados de España por los Reyes Católicos (1492) y se asentaron de preferencia en otros países europeos; se llevaron consigo el idioma español (conocido hoy como ladino) y la herencia de una sofisticada cultura que se desarrolló en la península durante siglos de convivencia y avatares. En la ciudad griega de Salónica, la cultura judía sefardita¹ continuó floreciendo por muchas generaciones, hasta que el nacionalsocialismo alemán se encargó de su destrucción durante la Segunda Guerra Mundial.

    Elie Alevy, perdí el miedo a morir realiza una importante contribución testimonial para la conservación de la memoria de la Shoah, cuando ya son pocos los testigos directos. El registro de la memoria es un instrumento educativo de gran valor para que futuras generaciones estén más protegidas del riesgo de repetir la historia, como también para neutralizar los intentos de banalizar, minimizar o negar la Shoah. Elie no es un personaje literario; es una persona real que reconstruyó su vida de un modo ejemplar, porque, como hubiese asegurado Boris Cyrulnik (quien también sobrevivió la Shoah y es un autor principal en la comprensión de la resiliencia), pudo verse a sí mismo no como una víctima, sino como un sobreviviente orgulloso de haber doblegado la adversidad extrema.

    Hernán Rodríguez Fisse encuentra el tono justo y nos lleva de la mano como testigos privilegiados de la historia personal de Elie. A través de una narrativa ágil, que entrelaza con habilidad la intimidad y el contexto histórico, nos obliga de un modo gentil a mirar de frente el horror de la maldad sin límite, pero también la extrema nobleza del heroísmo altruista.

    Como ya fue descrito, los méritos de esta publicación abarcan ámbitos tan diversos como el conocimiento de primera fuente del hecho histórico más importante del siglo pasado. Esto, a través del relato de la historia personal de un sobreviviente que encontró su destino en Chile y que es un ejemplo viviente de cómo las experiencias de vida más extremas pueden ser superadas y transformadas en fortalezas insuperables.

    Sergio Gloger Kojchen

    Médico psiquiatra e hijo de sobreviviente de la Shoah

    I

    Era fines de junio de 1905 cuando Rafael Alevy abordó el tren en Atenas con destino a Monastir, ciudad otomana conocida en la actualidad como Bitola. Viajaba orgulloso de poder mostrarle a su familia el título de médico cirujano otorgado por la Universidad de Atenas. Recién había cumplido veinticinco años y con ello continuaba una tradición ligada a la medicina, ya que su padre era farmacéutico. Además de una gran capacidad intelectual, Rafael pudo realizar los estudios en aquella prestigiosa universidad gracias al manejo del idioma griego, aprendido en una escuela de Monastir. En aquella época, entregar la mejor educación a los hijos formaba parte de los valores y la principal herencia que los padres traspasaban a sus descendientes; los bienes materiales no eran nada al lado de lo que significaba dejar a los hijos las poderosas herramientas de una buena educación, además del conocimiento de otros idiomas.

    Como Rafael tenía un carácter sociable, amable y generoso, desarrolló en la universidad amistades con compañeros de su propia facultad y de otras carreras, procurando siempre que tuvieran valores éticos y morales parecidos a los que él había recibido en su hogar. Entre esos amigos estaban Panagiotis Tsaldaris, estudiante de leyes y compañero de habitación durante seis años, con el que se incorporaría a la masonería en la famosa Logia de Oriente, y quien, en el futuro, sería primer ministro de Grecia en dos ocasiones.

    Otro de los amigos era Kolonomós, con quien ese verano de 1905 viajó desde Atenas a Monastir. Rafael había enviado un telegrama a sus padres, Yusulas y Matilde, avisándoles que iría acompañado. Ellos le respondieron que felices los recibirían. Pero un contratiempo modificó la fecha de llegada. El tren sufrió una avería y ambos amigos quedaron varados en el pueblo de Tríkala, en el centro del territorio griego, en la región de Tesalia.

    Rafael y Kolonomós se tomaron con buen humor el desperfecto del tren. Para Rafael era una oportunidad de conocer otros lugares de Grecia, ya que, durante los años que permaneció en Atenas, la intensidad de los estudios prácticamente no le permitió salir de la ciudad. Kolonomós conocía a una persona en Tríkala, y la fueron a visitar mientras esperaban la reparación de la locomotora a vapor. Se trataba de Solon Matsas, quien los recibió tan cálida y afectuosamente que, cuando el tren estuvo reparado, los obligó a cambiar los pasajes y permanecer un par de días más en su hogar.

    El magnánimo Solon, de unos veintiocho años, era integrante de una comunidad de judíos romaniotas y se encargó de explicarles a sus huéspedes la historia de sus orígenes. Hasta ese momento, Alevy y Kolonomós ignoraban la existencia de otros judíos que no fueran askenazis o sefarditas. Les contó que después de la destrucción del segundo templo de Jerusalén, una parte de la población judía se fue con las tropas romanas a Grecia, subieron a través del Peloponeso y se repartieron por diferentes lugares; unos pocos, especialmente, en las localidades de Ioánina, Volos y Tríkala, donde estaban ahora. Permanecieron allí varios siglos formando parte del Imperio Bizantino —llamado al principio el «Nuevo Imperio Romano»—, y desde 1453 en adelante, bajo la dominación del Imperio Otomano.

    Para algunas fiestas religiosas, los romaniotas de Tríkala y Volos se juntaban en diferentes casas en el pueblo de Ioánina, y de este modo lograron preservar durante siglos la identidad de origen, preceptos éticos y morales, junto a tradicionales ritos religiosos. Entonces, Rafael Alevy recordó haber escuchado sobre la construcción de una sinagoga en Atenas, donde se rezaba un libro de oraciones muy distinto a los habituales, llamado Mahzor Romania, con letras judeo-griegas y melodías influenciadas por la música bizantina. Así comprendió que dicha sinagoga estaba destinada a esos judíos de los que hablaba Solon: los romaniotas.

    Sin embargo, además de aquella explicación cultural, Solon Matsas les relató algo de su historia personal. Era huérfano de padre y madre, debiendo encargarse de la familia tras su muerte. Tenía un hermano de veinte años, Isaac, que estudiaba para ser químico farmacéutico en la Universidad de Atenas; una hermana de dieciseis años, llamada Eftijía, que en griego significa «felicidad», responsable de las labores del hogar, y un hermano muy pequeño, Ilías, de apenas cuatro años. En esos momentos Eftijía no se encontraba en el hogar, pero al regresar Rafael quedó fascinado con la belleza y dulzura que irradiaba, en especial cuando se preocupaba de atender al menor de los hermanos.

    Finalmente, ambos amigos continuaron el viaje a Monastir, pero solo pasaron dos meses antes de que Rafael regresara a Tríkala para pedirle a Solon la mano de Eftijía. La respuesta que recibió fue positiva, pero generaría un serio problema entre los hermanos, porque Eftijía, la única mujer, era además ama de casa. La solución fue trasladar a la familia Matsas completa a Monastir, una gran urbe comparada al pequeño poblado del que venían. Allí se vieron enfrentados a la dificultad del idioma, ya que todos los judíos hablaban en ladino, la lengua de los expulsados de la Península Ibérica en 1492 y que en Monastir llegaban a conformar el cincuenta por ciento de la población total. Además, tuvieron que adaptarse a ritos y costumbres bastante diferentes a las de los judíos romaniotas.

    La unión de los Alevy con los Matsas se estrechó aún más cuando Solon se casó con Elvira, una de las hermanas de Rafael que todavía permanecía soltera. La más contenta con lo ocurrido fue Matilde, la madre de Rafael, ya que gracias a su gran paciencia, sabiduría y bondad integró a nuera y yerno en perfecta armonía al nuevo ambiente familiar. Rápidamente, Eftijía terminó cocinando las delicias de la comida sefardita tan bien como la suegra.

    Por haber obtenido el título profesional en Grecia, el Imperio Otomano obligó a Rafael a convalidarlo en Estambul, para poder aplicar los conocimientos médicos en Monastir; esta ciudad formaba parte de dicho imperio. Trabajó de manera clandestina por más de un año con el riesgo de ser sancionado por las autoridades, y esperó al nacimiento de su primera hija en 1906, a la que llamaron Regine, para viajar a Estambul y validar el título.

    El matrimonio estuvo separado un largo período hasta que Rafael pudo regresar a Monastir. Sin embargo, aquella separación sería la antesala de una todavía más larga, cuando aquel

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