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Urgente decir te amo (1932-1942)
Urgente decir te amo (1932-1942)
Urgente decir te amo (1932-1942)
Libro electrónico343 páginas4 horas

Urgente decir te amo (1932-1942)

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Entre documento biográfico y novela de instrospección, esta obra literaria es, por sus características estéticas y por derecho propio, una brillante muestra de esa modalidad narrativa conocida, sobre todo en los ámbitos anglosajones, como non-fiction novel. Basado en el epistolario amoroso de Mario Carlos Valencia entre 1932 y 1942, fecha de su mue
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 dic 2021
ISBN9786078666225
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    Urgente decir te amo (1932-1942) - Tita Valencia

    1.png

    TABLA DE CONTENIDO

    ÍNDICE

    AGRADECIMIENTOS

    PRIMERA PARTE

    SEGUNDA PARTE

    TERCERA PARTE

    CUARTA PARTE

    QUINTA PARTE

    URGENTE DECIR TE AMO

    (1932 – 1942)

    Primera edición en formato digital, 2019

    © Tita Valencia

    © El Colegio de San Luis

    Parque de Macul 155

    Fracc. Colinas del Parque

    San Luis Potosí, S. L. P. 78294

    www.colsan.edu.mx

    E-ISBN edición digital: 978-607-8666-22-5

    Diseño de la portada: Luis Rodríguez

    Conversión a ePub: Servicios Editoriales Albatros

    Hecho en México

    URGENTE DECIR TE AMO

    (1932 – 1942)

    TITA VALENCIA

    ÍNDICE

    Cubierta

    Tabla de contenido

    Título

    Página legal

    Portada

    Agradecimientos

    Epígrafe

    P

    RIMERA

    PARTE

    SEGUNDA PARTE

    TERCERA PARTE

    CUARTA PARTE

    QUINTA PARTE

    AGRADECIMIENTOS

    A mi hija Diana,

    Tenaz llama de amor viva

    A mi hermano Rafael Aliosha,

    predestinado

    Cartas de antaño…que nos expliquen un pasado

    hasta hoy incomprendido…

    Yo desanudaré el listón color de rosa, abriré las cartas y comprenderé con claridad meridiana una historia nunca antes comprendida, una historia única y fundamental, repito, fundamental y única, algo que sólo puede ocurrir una vez en nuestra vida

    ANTONIO TABUCHI,

    La testa perduta di Damasceno Monteiro

    PRIMERA PARTE

    Quisiera,

    en esta hora en que pasan las hojas

    del árbol a mis manos…

    colocar la hoja en la yema exacta

    del árbol genealógico…

    GENARO ESTRADA, Paso a nivel

    I

    URGENTE DECIR TE AMO: telegráficamente, telefónicamente. Por carta: sobre todo por carta. Desde el primer latido premonitorio hasta la deslumbrante certeza, reiterar con urgencia su amor es la razón de ser de Mario Carlos Valencia entre 1932 y 1942, año de su muerte temprana. Cuando acaba de cumplir treinta y cinco.

    No que fuera un hombre sin atributos, todo lo contrario. Los tenía de calidad particular, destacada, casi se diría excepcional. Pero irónicamente, en la que pasará a la historia como la época de las catástrofes, preludio de la Segunda Guerra Mundial, su atributo mayor, el de su ser de nova humana, consistió en amar sin límites, amar con un amor creciente en intensidad, densidad y deslumbramiento, como quien obedece a una revelación de la que es al mismo tiempo generador y combustible, núcleo, cuerpo y esfera de expansión.

    En suma, un romántico a destiempo y a ultranza que no duda en invadir los terrenos del rapto místico; o a la inversa, un místico que transfiere a la encarnación humana el arrebato de lo divino, y partiendo del anhelo surca el ser, transgrede su propio espacio y su propio tiempo e, irrefrenable, se sigue de largo en la que Teilhard de Chardin llamara huída centrífuga de las galaxias.

    II

    Un amanecer de febrero de 1932. Aire que vuela, que vuela, aire del cielo, piensa Mario citando para sí un poema de Genaro. De Genaro que difícilmente pensaría en ese aire que ama por enhiesto y empavesado, justo en esos momentos en que, entre resoplidos e instrucciones breves a diestra y siniestra, instala su obesa dignidad diplomática en el compartimiento de lujo del Ferrocarril del Golfo que ha de llevarlo de la ciudad de México a Veracruz, donde se embarcará rumbo a Cherburgo vía Nueva York para proseguir, de nuevo en tren, a Madrid, a presentar credenciales de Embajador ante el gobierno de la Segunda República Española.

    Silbatos y humaredas anuncian la inminente partida. Los mozos se han ocupado de llevar al vagón de carga los enormes baúles de cuero de aristas metálicas claveteadas y aherrojados con sendos candados mientras Consuelo, la joven esposa de Genaro, y Guadalupe, su aun más joven cuñada, logran organizar el espacio de los dos compartimientos y el gabinete que, con ser holgado, abruman los ramos envueltos en celofán de rosas rosas, blancas, rojas, de iris o azucenas con nube, los corsages de orquídeas, camelias o gardenias, con sus correspondientes tarjetas de felicitación y que parecen causarles, a cual más, alborozo y risas.

    Aunque falta un cuarto de hora para que la locomotora se ponga en marcha, Mario ya no logra verlas. No logra despedirse de ellas. Ni de Genaro. Tampoco lo intenta ya. Le falta desparpajo para abrirse paso a codazos entre bombo y platillos de una comitiva diplomática que incluye, tanto más conmovedora cuanto más desafinada, la banda arrabalera que toca Las golondrinas.

    Con el alma en vilo escruta las ventanas. Pero no, ninguna mano de muchacha descorre la leve cortinilla y mucho menos baja el vidrio del hermético vagón. ¿No lo ve nadie, nadie espía su presencia? ¿No habrá, pues, adioses? ¿Será toda separación tan alevosa como para anticiparse al horario previsto y, cuando queremos pronunciar la última palabra ocurre que ésta —la impensada—, ha quedado ya inscrita en el recuerdo? Cierto que si a toda costa deseaba despedirse debió llegar con mucha mayor anticipación: media hora. Una hora. Pero una hora habría parecido impertinente. Incluso habría dado lugar a equívocos, a malentendidos. Y ahora el malentendido es no haber llegado a tiempo. Furioso consigo mismo, frustrado, recorre el andén, cierto de que ya no hay puente entre el lenguaje de su corazón y la algarabía que rodea al vagón de lujo en que también viajan un canciller y dos secretarios. Sin premeditarlo se encuentra en la salida de la Estación Colonia y con paso todavía incierto se encamina hacia el Paseo de la Reforma dejando que sólo el aire de Genaro le ronde y despeje la cabeza, aire de un azul astringente, todavía sin mácula de tolvaneras en ese febrero que, de loco, no tiene sino el obsesivo ritornello de ser aire, sólo aire, sin tiempo, sin espacio.

    Sus vigorosos veinticinco años aprietan insensiblemente el paso. El pensamiento se concentra. Como una constelación visible a pleno día precisa cuatro puntos cardinales en su espacio anímico: San Luis Potosí, Chicago, Bruselas, Ciudad de México. Y como si empezara a precisarse visiblemente en el futuro inmediato apunta el contorno nebuloso del Madrid al que ahora se dirige la comitiva, avanzando hacia la primera magnitud de un quinto vértice.

    Ni ingratitud ni olvido, sino efecto de esa perspectiva que la vocación amorosa abre, casi zanja, a futuro, aunque no sin una extraña lasitud, Mario siente que a cambio se le desdibujan los paisajes primeros: aquellos desiertos suajeados en los vertiginosos cielos índigo y turquesa de Chihuahua, de Arizona y Texas, en que crepitara su niñez; su primera juventud, flotante y hosca, en la opacidad urbana de Monterrey, o muda, inquisitiva espectadora de la bonanza del algodón en la Comarca Lagunera; y aunque menos frecuente pero lo suficiente para redundar en la añoranza, aquella carnavalesca luz de Tampico.

    En vez de detenerse ante el adusto edificio de la avenida 5 de Mayo en cuyos altos alquila un cuarto de techos de viga, sin más mobiliario que un camastro, una mesa avara con su silla y un ropero viejo carente de luna, camina de largo hasta el Zócalo. El tren en que viajan Genaro, Consuelo y Guadalupe, estará apenas cruzando Santiago Tlatelolco. Dentro de poco, rebasando el cinturón de casuchas aledañas, alcanzará su máxima velocidad rumbo a Puebla. ¿Nueva tangente hacia Tlaxcalaltongo? Ni qué pensarlo. Puesto que don Rafael Nieto, padre de las jóvenes, no abordará nunca más trenes carrancistas, el resto será inercia.

    ¿Inercia o destino? ¿Qué clave encerrará ese inicipiente 1932? ¿Cuántos seres, sucesos, encontrarán en su encrucijada, irreversibles en razón del apretado tejido de las circunstancias —personales, familiares, universales— su gestación o muerte? Mario tiene la súbita certeza —corazonada, como suele decir doña Aurelia, su madre— de que ese día su vida es ya la que será. Y la de Genaro. Y la de Consuelo. Inclusive y sobre todo, la de Guadalupe. Por eso, cuando días después lea en Excelsior el primer discurso de Genaro, exuberante y optimista, saludando en nombre de México a la España Republicana de la Asamblea Nacional, presidida por el Jefe de Gobierno Niceto Alcalá Zamora, sentirá un incomprensible calosfrío.

    ¿Aire, sólo aire, Genaro? Como la lava, ardiente. De pronto contrito, por primera vez en su vida Mario, hijo de Tirso Valencia, pastor metodista, entra a Catedral.

    III

    La vocación amorosa. No puede sino sonreír: sin restarle sabrosura, para Mario tener celos de Genaro habría sido como tenerlos de cuerpos colegiados, de archivos, bibliotecas desde San Ildefonso a las Cortes de Cádiz, y desde luego de los museos británicos o americanos, custodios de arte chino; en París, del Guimet y su tesoro en tapetes persas o de las salas helénicas del Louvre. Y en ese sentido, ¿hasta quedarse cortos? Soberano disparate, porque lo que provoca los celos viriles son las imágenes asociativas del ser amado con su pareja, y el matrimonio de Genaro y Consuelo no suscitaba en él sino imágenes de disociación.

    El famoso Gordo: ser de todo punto fascinante, más que hombre de carne y hueso —con todo y los bien contados cien kilos que a ojo de buen cubero le atribuía su amigo Alfonso Reyes—, Genaro era en la ciudad de México toda una institución. En lo privado al igual que en lo público: tan hermano mayor de letrados y políticos, de artistas, bibliófilos y coleccionistas. Genaro sabía de todo a fondo, con esa fruición de provinciano que desde la primera bocanada en el altiplano logra aprehenderlo en vilo y, embriagado por su aire, incursiona sin pudor lo mismo por la palabra escrita que por los estípites de cantera en las columnas de Santo Domingo; lo mismo por sus travesuras operísticas con Esperanza Iris que por el disfrute gastronómico de las perdices, especialidad de Prendes. Inagotable en sus pesquisas, era meticuloso hasta el miniaturismo, a la manera de esos talladores de marfil que pretenden socavar hasta el último secreto del vacío.

    ¿Pero y el amor conyugal? Sin duda había adquirido en Consuelo su más preciada pieza de colección: visionario en verdad, entre él y ella había trazado un arco voltaico de cinco siglos, un anillo virtual por el que, como la seda más fina en un acto malabarista podía deslizar, por aquí, señores y señoras, quinientos años que incluían su embeleso, cotidianamente vivido y revivido, por la Nueva España hasta, por acá, señoras y señores, el México presente y futuro latente en esa muchacha veinte años menor que él que presumía de moderna y ultramoderna, con el pelo cortado a la bobby, el pecho de flapper, su entusiasmo por la voluptuosa iconografía de Hollywood, su ansia de apurar el siglo XX en automóviles, ferrocarriles, hoteles, yates, plazas de toros, centros nocturnos, tiendas de moda, y que llegado el caso no tendría empacho en sepultar en sus ya sudadas camisetas de tenis o slacks de boliche, las esferas de cristal y estatuillas de jade de Genaro.

    Pero si tener celos de Genaro es impensable para Mario, lo es ya también que sea Consuelo quien los despierte. Frunce el ceño ante la incógnita ya no inmediata sino de largo, largo alcance.

    IV

    Aire que atraviesa para ningún lado.

    Con la precisión del dibujo que el ácido graba en placa de cobre, Mario conserva la imagen de Consuelo tal y como la vio por primera vez: ráfaga castaña con pátinas de oro en el cabello y los ojos. Más efebo que ninfa. Lúcida e inquisitiva. Arbitraria. Tierna. Prepotente. Incapaz de flaquear o rendirse, salvo a la inteligencia.

    Ambos, adolescentes, asisten al Colegio Inglés de San Luis Potosí. Al igual que el Wesleyano, el inglés es de orientación protestante pero respetuoso de las Leyes de Reforma: cero proselitismo en las aulas. Eso sí: a mayor escándalo de los colegios católicos de San Luis, es mixto. O sea, de todos puntos progresista en un 1919 que lucha por resolver en el orden constitucional sus remanentes revolucionarios.

    Cursan en aquel entonces la primaria superior. Toda la escuela conoce a Consuelo. De hecho toda la escuela conoce a las hermanas Nieto, no sólo por ser diez, diez veces belleza, brillantez, audacia, sino por ser hijas del entonces gobernador del Estado. Pero asimismo toda la escuela conoce a Mario Carlos Valencia, el alumno más destacado y desde luego el único que domina el idioma que es razón de ser de la institución. Suyos son todos los premios de excelencia escolar, aplicación y buena conducta. Los maestros no dudan en solicitar su ayuda en la calificación de exámenes de alumnos de cursos inferiores por la eficiencia, entre modesta y adusta, con que se presta a toda colaboración. Buen ojo; criterio. Y acaso también porque sienten apuntar en su impecable, intuitivo y dúctil manejo de los dos idiomas, cierta vocación por las letras. Con lo que le corresponden abriéndole irrestrictamente la biblioteca: precoz umbral de la gran poesía ¿recabada por quién, donativo de qué romántico anónimo, tal vez extranjero, tal vez mexicano expatriado? Que al buen entendedor devela un preámbulo de claves, cantos cifrados, encantamientos verbales que de momento memoriza sin entender.

    Desde los primeros recreos del segundo curso —ambos tienen trece años— fresca e insolente, Consuelo provoca encuentros con ese compañero que no se parece a ningún otro, moreno, ojos de un castaño verdoso, el pelo encarrujado en alusión mulata, fuereño de un norte indefinido entre Chihuahua y Arizona en sus knickers de pana americanos a los que se ajustan las polainas.

    —Mi papá es libre pensador.— le dice un día, a boca de jarro.

    Atento, Mario espera el desarrollo de semejante declaración. Pero Consuelo no sabe cómo complementarla y se mesa el pelo en sonriente desafío.

    —¿Y tu papá? ¿Qué ideas tiene?— prosigue al fin.

    —Es protestante. Metodista. Ministro metodista. Como los profesores que fundaron ésta y otras escuelas wesleyanas.

    —¿En qué creen los protestantes metodistas?

    —En el método, como su nombre lo indica,— responde Mario, socarrón.

    —¡En el método! ¿¡Pero en qué método!?

    Cauto, orientando la brújula al norte expresivo de su interlocutora:

    —En el método como principio. El polo opuesto del hacer las cosas a tontas y a locas.— Ella frunce el ceño en tanto él prosigue.

    —Principio que se aplica a todo cuanto hacemos: estudio, oración, juego… Vaya: el principio básico para construir todo fin.

    —¿Todo fin? ¡Qué exageración!— ríe Consuelo.

    Mario, grave:

    —Me imagino que en historia habrás leído de Lutero, del cisma…— Ella asiente con la cabeza. —Bueno: cuando Lutero en oración le ruega al Señor que no le permita cambiar de fe, lo que en el fondo le está pidiendo es que no permita al hombre fragmentar esa fe, distraerla… como el catolicismo.

    —¿El catolicismo?

    —Ya sabes, fe en Dios, en la Virgen, en los santos, fe en el Papa y la Santa Iglesia, fe en el más allá, fe a ciegas… Propone que se viva la religión en la práctica, en la experiencia, en el comportamiento vigilante y conciente de todos los días.— Pausa.— ¿Y los libre pensadores como tu papá, en qué creen?

    —Luego, luego. Sígueme explicando. Dame ejemplos.

    Mario explica lo mejor que puede esa práctica concisa, fundamental, germinal hasta el grado de parecerse a los alimentos terrestres en su ciclo siembra—maduración—cosecha; su ejercicio cotidiano, que incluye desde el aprendizaje concienzudo de la historia sagrada, Antiguo y Nuevo Testamentos, y de la que su propia madre, doña Aurelia, da clases a los chiquillos de la congregación en la escuela dominical, hasta el servicio que iguala a los hermanos metodistas en la práctica del bien. Lo mismo está presente en los himnos que canta la feligresía a coro en el templo, que en la acción de gracias de la familia reunida a la mesa antes de tocar cualquier alimento, que en la muy personal oración vespertina, antes de dormir. Practicar muy concientemente, muy metódicamente, el Bien, el Bien con mayúscula, tú me entiendes, a lo largo de todos los días de toda nuestra vida, porque según nuestros pastores la fe en el Señor no es una iluminación sino éso, la forma de vivir la vida. ¿Me explico? Nos repiten todo el tiempo, a mis hermanos, a mí, a la congregación, que la moral protestante es una disciplina continua, una vigilancia sobre todos nuestros actos, un quehacer muy real y muy concreto de corregir nuestras tendencias al mal. Descreer a priori de milagros espirituales. Se supone que sólo metódicamente, sistemáticamente, puedes pretender alcanzar la perfección en Cristo Jesús.

    —¡Suponiendo que quieras alcanzarla! Lo que es yo… ¡paso! Pero en serio: digamos que se te va el santo al cielo, o sea, que antes de recapacitar, piensas o haces algo malo… ¿Corres a confesarte?— Mario sonríe malicioso. Ella se impacienta: —¿Qué haces?

    —Alterno la teoría de la predestinación… con la doctrina de la gracia.

    —¿Perdón?

    —Como dicen que hacía Wesley.

    —Te estás burlando de mí.

    —¿Cómo podría burlarme de ti? Cuando me burlo, no me burlo más que de mí mismo.

    Padres de Mario. Doña Aurelia Uranga de Valencia y el reverendo don Tirso Valencia, probablemente durante su larga estancia en Tucson, Arizona, hacia 1928.

    1918. Familia Nieto: doña Esther, don Rafael, Rafael hijo, María luisa, Esther, Consuelo, Victoria y Lupe, sentada.

    Padres de Lupe: doña Esther Castillo de Nieto y don Rafael Nieto, subsecretario encargado del despacho de Hacienda durante el gobierno provisional de don Venustiano Carranza en el puerto de Veracruz en 1915.

    Doña Esther Castillo de Nieto con diez de sus hijos.

    V

    Hermana menor de Consuelo, Guadalupe era otra cosa. No la bautizaron con tal nombre por devoción sino porque, de acuerdo al santoral, llanamente le correspondía por el día en que nació. Como era de esperarse tratándose de la criatura de un séptimo parto, al que todavía habrían de seguir cinco más.

    De cualquier modo no estaba en el temperamento de Guadalupe llamar la atención. Era extrañamente dueña de su universo interior, silencioso a veces en el ensimismamiento puro, cuando no concentrado en el poético o musical, que no requería de más interlocutores que los libros que su padre, cuando estaba en San Luis y no en uno de sus viajes constantes a la ciudad de México, deslizaba en la mesita de noche, sin orden aparente en cuanto a tema, forma, aún idioma, y sin más comentario que un guiño cómplice.

    Y también, claro, la música, en referencia directa al hermoso tocadiscos de bocina y manivela en que las hermanas se iniciaran en las furtivas lágrimas de las arias operísticas, y que adoraran a partir de la asistencia de toda la familia al concierto del gran Caruso en la Plaza de Toros México, para el que don Rafael organizara un viaje especial a la capital. Además, se encontraban al alcance sobre el piano de media cola de la sala una serie de partituras encargadas a Europa y que, encuadernadas en pastas duras color verde olivo al igual que las colecciones de la biblioteca ostentaban, al calce en la costilla exterior, las iniciales RN grabadas en dorado. Abrirlas era sorprender en la portadilla original el esplendoroso diseño art nouveau impreso en rojo quemado, imitación de frontispicios helénico—católicos y en que, sobre las extáticas musas de la Música y la Poesía, querubines rechonchos tendían guirnaldas que enmarcaban los títulos garigoleados de Lieder ohne Worte de Mendelssohn, Nocturnos, Polonesas, Mazurkas de Chopin, Años de Peregrinaje de Liszt, casi todas ediciones Urtext publicadas en Leipzig por C. F. Peters. Léeme, tócame, traduce a sonido mi escritura cifrada, parecían sugerir a Guadalupe como los hongos y pastilleros a Alicia en el País de las Maravillas. Lo cual se aplicaba a hacer con la ayuda de su hermana mayor María Luisa, pianista nata.

    Guadalupe —según la percibió tardíamente Mario en esos recreos del Colegio Inglés en que la plática de Consuelo era cerrada y tónica, como un campeonato de tenis verbal— era más bella que Consuelo; tan bella como las mayores, María Luisa y Esther, con la misma frente alta, amplia y curva del padre. Al punto de empeñarse en disimularla con flequillos de los abundantes cabellos, un tanto encrespados, de un rubio castaño. El óvalo del rostro era todavía infantil, con esa blancura floral orgullo de la línea paterna Compeán; pero, sobre todo, al igual que las mayores, con ojos de un azul claro y mineral, quebrado en esos caleidoscopios de cenit en que suele arder el altiplano potosino —cielo que alternan estrías de un cerúleo desvaído con lapizlásuli y añil, y a cuyo embrujo los paisanos, anonadados, simplemente se dejan caer en las bancas de hierro de las plazas, con o sin banda municipal tocando en el kiosko—. Bien sabía Mario que la familia era de San Juan de los Cerritos, pueblo a un par de horas de la capital del estado, todavía en el perímetro del Real de Guadalcázar. Pero su tipo sugería algún ascendiente nórdico. Europeo: no francés, a pesar de las colonias que a raíz del Imperio de Maximiliano se asentaran en ciertas zonas textileras del propio estado. Tampoco inglés, como los poderosos hermanos Meade, o alemán, como los Bansen. Tenían que tener sangre latina, pero no italiana; sin duda española, como bien lo decía su segundo apellido, del Castillo. ¿Castellanas? Lo que sería sobradamente natural, considerando las seculares migraciones de peninsulares a las minas de toda la zona, Zacatecas, Guanajuato, Querétaro, el propio San Luis Potosí.

    Observaba Mario, eso sí, que en contraste con las raquetas de Consuelo, Guadalupe, como él, siempre salía a recreo con un libro en la mano, y no era raro que en vez de jugar con sus compañeros se sentara en una banca o en los escalones de la puerta que daba al patio, dedicándose calladamente a leer. O sencillamente a dejarse abstraer por su mundo interior.

    VI

    Cuando años después Mario le recuerde a Guadalupe aquel apego a los libros ella le contará el chusco episodio, ya esfumado el resentimiento, del drama de su primer amor. Amor que a lo largo de muchos meses furtivos se había posesionado de su ser hasta llegar a correrle como fuego por las venas y, al mismo tiempo, produciéndole escalofríos; amor que ofuscaba sus pensamientos al punto de no poder concentrarse en las tareas escolares, desviándolos hacia un cauce único, hacia un abismo vicioso, en perpendicular fatal, esto es, a la repetición alucinada de las frases del amado, frases radiantes lo mismo que frases veladas en que se sentía latir un significado oculto, subliminal, frases repetidas en la vigilia y en el sueño, sobresalto de cada despertar, arrullo de cada ensoñación, golpeteo de corazón y sienes, asfixia de no poder alcanzar plenamente el sentido de sí misma que le revelaban y que sabía de cierto era su propio desdoblamiento, su propia imagen hecha antorcha, espada flamígera, llamándola, y en cuanto adelantaba el paso para acercarse a esa columna de fuego que era su proyección misma, perdida de amor, ésta se le alejaba, y de nuevo la voz del amado, perentoria en su seducción, no acusadora pero sí conminatoria, la inducía a tomar una decisión.

    Si jamás mano alguna hizo temblar tu mano;

    si jamás las palabras precipitándose una sobre otra

    TE AMO no han colmado tu alma todo el día;

    si jamás te han causado piedad quienes ocupan tronos

    conociendo su codicia de cetros, de coronas,

    de glorias, de imperios… ¡puesto que el amor es tuyo!…

    Era el caso que, de acuerdo a los mandatos de deber filial de la época, se imponía que cuando el amor daba un giro perentorio e irrenunciable a la vida de una joven, lo primero que debía hacer era confesarlo a su madre. Sincerarse. Y acatar su orientación, consejos o mandato. A Guadalupe le había costado un esfuerzo sobrehumano tocar a la puerta de la alcoba materna, vigilando no ser vista por sus hermanas. Cuando le fue concedido el ¡adelante! la sola imagen de doña Esther, de pie, vestida para una cena de gala con el Comité Potosino de Damas de la Caridad, imponente en su traje de soirée de tules blancos, pendientes, aderezo y collares de perlas, de cara al ventanal que derramaba de lleno su luz vespertina sobre ese tableau vivant que era la personificación de una soberana Isabel de Inglaterra a punto de ordenar la ejecución de María Estuardo, sin siquiera

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