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Los cuentos que integran este libro guardan sorpresas gratas, a veces alarmantes, y no sólo por su estilo refinado y directo, ni por sus sólidos argumentos llenos de misterio y fascinación. Ante todo, estos relatos hechizan por las situaciones profundamente humanas que plantean, y por desenlaces que dejan al lector enfrentado a su propia perplejidad y a sus propias conclusiones. Estos quince cuentos maestros, verdaderas fábulas contemporáneas, abordan temas actuales de acuerdo a cánones clásicos revitalizados; dejan la moraleja a cargo del lector, y confirman a Carlos Iturra como a uno de los cuentistas más originales y potentes de la actual narrativa chilena.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 abr 2018
ISBN9789568303129
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    Pretérito presente - Carlos Iturra

    coincidencia

    La misteriosa muerte de Mateo Silva

    La muerte de Mateo Silva fue misteriosa casi desde el mismo instante en que hallaron su cadáver. Estaba con el cuello roto, contra el piso de piedra de una casa de verano, sin señas de violencia; era obvio que se había suicidado.

    No le faltaban motivos porque, tras la quiebra fraudulenta de su banco, socios, cómplices, protegidos gangsteriles dispuestos a todo y tenebrosos protectores capaces de mucho, le imputaron sus propios delitos, se declararon sus víctimas y lo arrastraron a un juicio en el curso del cual fue a parar a la cárcel. En pocos días sus abogados le consiguieron libertad provisional bajo fianza millonaria, y él usó esa libertad para escapar de la justicia y desaparecer. Se dictó entonces una orden internacional de captura mientras en el país los titulares hablaban de cacería policial sin precedentes.

    Prófugo, caído de financista reverenciado a delincuente de peligro, lastrado por deudas que no podría pagar jamás, su destino era la celda. Y preso, como lo hizo saber públicamente en más de una ocasión, no lo dejarían cumplir su condena, sino que lo iban a asesinar. Era una poderosa causa adicional para ver en la fuga su única esperanza de seguir negociando…

    La casa, de intrincado acceso en medio de la selva cordillerana, era una construcción cúbica de tres pisos, empinada techumbre y reminiscencias tirolesas; Mateo Silva tenía dos razones para acudir a ella: la policía no podía asociarla con él, pues en virtud de los mismos manejos equívocos que arruinaron su carrera, la propiedad figuraba a nombre de personas ficticias. En segundo lugar, planeaba abordar desde ahí el jet de un presunto amigo y salir del país…

    Pero la viuda, informada del suicidio la mañana siguiente al hallazgo, y aun antes de recibir detalles, proclamó su acusación de asesinato. Hipótesis para los demás, para ella certeza: un grito amargo y rencoroso que tardó en apagarse. Un grito al que hizo eco la prensa, como también una parte de los investigadores, una parte de los abogados, una parte de los forenses…

    En menos de una semana se habían dividido todas las opiniones, incluso la del público. El derrumbe del banco y sus efectos económicos salpicaban tan alto y tan lejos, que se convirtieron en asunto político. Así, hubo científicos de una tendencia certificando que Silva murió al estrellarse contra el suelo, y científicos de otra certificando que había llegado al suelo muerto desde hacía horas. Un perito detectaba niveles ínfimos de sustancias extrañas en la sangre del difunto, solo para que enseguida otro perito concluyera, de los mismos antecedentes y con igual certeza, que esas sustancias bien pudieron narcotizar a la víctima antes de su asesinato.

    Algunos sospechosos, como el guardaespaldas, esgrimían coartadas cuya corroboración dependía, a la vez, de personas con intereses comprometidos en el caso.

    Los rumores mencionaban figuras de la política y la judicatura, altos mandos policiales y militares y hasta magnates de las comunicaciones, que habían recibido ingentes beneficios de las maniobras de Silva y que habrían sido amenazados por este con revelar sus nombres si no le brindaban el apoyo que desesperadamente requería y que nadie estaba dispuesto a prestarle.

    Se habló asimismo de los que habían sido perjudicados por el banquero en cantidades irrecuperables, y de los que perdieron cuanto poseían.

    Unos y otros lo preferían muerto; uno u otro pudo ser el origen de las sentencias de muerte que recibió, y en uno de los dos se habría resuelto aplicársela.

    Homicidio o suicidio, el punto interesaba no solo a la verdad y a la justicia. Millones de libras esterlinas en seguros dependían de que Silva no hubiera muerto por voluntad propia. La viuda y sus hijos, omitiendo toda referencia al respecto, centraban sus afanes en limpiar el buen nombre del difunto, cosa que para ellos era equivalente a descartar el suicidio y a declarar judicialmente el asesinato, aunque no se descubriera a los culpables.

    Los fiscales, los abogados de la acusación y los muchos enemigos que atrae la ruina, afirmaban que los factores misteriosos de la muerte habían sido premeditados por el mismo banquero para simular asesinato y salvar los seguros, incriminando de paso a algún inocente…

    El primero de los dos juicios que examinaron el caso, con desfile de personalidades que lo eran desde antes o que el juicio convertía en tales, respaldó la tesis del suicidio. Pero dejó algunas materias lo bastante confusas como para que la viuda intentara variar el veredicto. La secundaron los mejores asesores que pueden conseguirse en el mundo, mientras un segundo equipo de abogados se encargaba de plantear los hechos con hábil audacia, reinterpretando viejas normas de acuerdo a un espíritu nuevo que resultaba muy convincente para la opinión pública. Al igual que la vez anterior, el caso llegó hasta la Corte Suprema. Pero a diferencia de la vez anterior, ahora y ya para siempre los jueces decretaron que el difunto había sido víctima de asesinos desconocidos.

    Lloyd’s tuvo que desembolsar los montos asegurados. La viuda y sus hijos aprovecharon el interés periodístico de ese trámite para adjudicarle alcances de absolución y hasta desagravio, mucho más un símbolo de la inocencia de Mateo Silva que fondos a utilizar, pues si bien el dinero nunca sobra, menos cuando hay que mantener un escuadrón de guardias personales, lo cierto es que el banquero les había dejado provisiones suficientes.

    Ocurrió, sin embargo, que ni el veredicto final de la justicia ni el depósito en su cuenta de una considerable fortuna, trajeron a la viuda, como ella esperaba, la solución del misterio, el alivio del ánimo. Semanas después de tener en sus manos la sentencia judicial y la cartilla de la cuenta en Miami, empezó a advertir que la horrible incertidumbre sobre la muerte de su marido… más que seguir viva en su corazón, en sus pensamientos, en sus insomnios, en sus pesadillas, recién comenzaba para ella. Ahora que quedaba atrás para el mundo.

    Convertido en obsesión, el problema llegó a la consulta de eminentes siquiatras. Un mes de retiro en las Carmelitas de Dresde tampoco sirvió para calmar su espíritu Dos diferentes firmas de investigadores privados hicieron, contratados por ella, sendas investigaciones, pero los resultados volvieron a ser los de los juicios: los primeros dijeron suicidio, los segundos, homicidio. No había manera, aparentemente, de superar la terrible duda, que ya empezaba a carcomer la salud física de la viuda.

    Fue por entonces, cuando sus hijos y otros familiares cercanos la veían consumirse vencida por la tragedia, que alguien sugirió consultar una vidente, un médium.

    Nada respondió la viuda a esa sugerencia, pero sus ojos se iluminaron como ante un formidable descubrimiento. ¡Que no se le hubiera ocurrido a ella! No podía creerlo…, y sin embargo era una posibilidad tan a la mano…

    Le tomó tiempo hallar el profesional adecuado. Debió descartar viejas charlatanas, aprendices chapuceras, descaradas impostoras, antes de que le llegara una recomendación para consultar a alguien que sí lograría ponerla en contacto con el muerto. Tendría suerte si era atendida, pues el médium estaba por iniciar un largo viaje a Oriente…

    No era una mujer sino un hombre. Muy atractivo, constató la viuda mientras le calculaba unos treinta y seis o treinta y ocho años de edad; vistiendo ropa deportiva, sonriendo acogedoramente, sencillo y cálido, la recibió en su estudio del piso quince en un edificio del Barrio Alto, amoblado con sillones de diseño actual en acero y cuero color vino tinto; al fondo, un ventanal de pared a pared ofrecía la nevada y soleada cordillera de Los Andes como un vasto paisaje al óleo.

    Pero ese paisaje desapareció tras oscuras cortinas cuando llegó el momento de convocar el espíritu de Mateo Silva. Primero charlaron unos minutos como personas de mundo sobre trivialidades y generalidades; luego él estuvo interrogándola sobre los propósitos que tenía, sobre lo que esperaba de esa experiencia… Escribió el nombre de Mateo Silva con tinta verde en un pedazo de pergamino, y empezó la sesión espiritista.

    Sin exceso de instrumental sino tan sólo un candelabro de dos velas, y sin exceso de histrionismo sino tan sólo cerrando los ojos y concentrándose, el médium empezó a hablar después de un largo silencio, cuando la viuda estaba por considerar fracasado el intento.

    —Angélica —dijo, echando la espalda contra el respaldo de su silla y permaneciendo tieso, con los ojos cerrados—. Angélica…

    La viuda escuchó su nombre y se estremeció en cuerpo y alma, pues el médium lo había pronunciado con una voz todo lo parecida a la de Mateo que le era posible, dado su propio timbre. Si primero le agradó el inesperado aspecto del brujo, un aspecto tan competente, ahora se la ganaba por completo ese modo de hablar en el que, para sobrecogimiento suyo, se manifestaba el muerto.

    —Angélica, querida… —repitió el médium, pausadamente.

    —Mateo, querido, eres tú… —murmuró ella, con las lágrimas corriendo por sus mejillas.

    Aunque lentamente, el diálogo fluyó de ahí en adelante. La viuda tenía los ojos clavados en algún punto de la frente o de los cabellos del médium, sin verlo a él, viendo en su lugar algo así como el espectro del muerto, o quizás viendo en su interior el recuerdo vivo del muerto, despertado en su conciencia por la voz del propio muerto emitida a través del médium…

    —No sabes cuánto deseé un momento como este —dijo la voz.

    —Oh, Mateo, y yo, querido, tú sabes cuánto he anhelado yo saber en todos estos años…

    —…Cómo ocurrió mi muerte.

    —Sí, Mateo; necesito que me digas si lo hiciste tú…

    —¿Haría diferencia?

    —Hablamos ese mismo día, Mateo, y no me dijiste nada, ni yo, que te conozco tan bien, tampoco advertí nada, ni en tus palabras ni en tu ánimo… Quiero saber si pudiste cambiar tanto en unas pocas horas… Y si lo hizo otro, si lo hicieron otros, no soporto la idea de morirme dejándolos sin castigo…

    —Querida, no me suicidé.

    Ella sintió esas palabras como un chorro de luz, aunque de momento no supo si animarse o desconsolarse. Pero la voz añadió:

    —Tampoco me asesinaron.

    La viuda exhaló un ahogado ¡¿Qué?!

    —Me caí, querida, fue un accidente. Y alcancé a pensar, mientras me precipitaba hacia las piedras, que mi muerte quedaría en el misterio…

    Habían sido tan singulares algunas circunstancias de aquella muerte, que ni la viuda ni nadie pensó jamás en un accidente. Medio choqueada por la sorpresa, ella atinó a secarse las lágrimas y preguntó, poniendo en juego su sentido crítico:

    —Pero, Mateo, cómo, de dónde te caíste, tu cuerpo estaba a metros de cualquier baranda por la que hubieras podido caer…

    —La explicación es muy estúpida, Angélica, y eso me alegra; su banalidad te ayudará a ver mi muerte, tal vez, hasta con humor.

    —Por favor no digas eso, y explícame…

    —Había una ardilla esperándome, cuando abrí la casa y entré. Una ardilla color miel, de esas que aquí no existen, que solo vemos en películas. Me asustó, pero pronto supuse que habría escapado de una casa vecina…

    —Están a kilómetros, Mateo.

    —Una ardilla perdida entró a una casa ajena por algún entresijo… No me pareció imposible. El animal era dócil. Me acompañó con sus trajines hasta que salí, al ocaso, a dar un paseo por el bosque. Recuperaba mi temple, me sentía mejor que en meses, y todo gracias a la distracción que ese bicho me había procurado. Cuando regresé, lo oí gemir, en lo alto. Me costó ubicarlo; estaba sobre una de las vigas del techo, con una pata atrapada en una juntura o enganchada en un clavo. Y gemía… ¿Adivinas el resto, verdad?

    —Intentaste liberarla. ¡Mateo, por todos los dioses! —sollozó ella.

    —No tenía alternativa, no podía dejarla ahí. Subí hasta el techo, escalando las repisas de un clóset, y avancé a gatas por una viga hacia el animal…

    —A más de diez metros de altura del primer piso, querido…

    —En tan extraña posición, con el vacío debajo de mí, pensé que un accidente fatal vendría a hacer peores las ya tremendas contrariedades de la familia. Nada deseaba menos que morir, Angélica. Bien sabes cuánto temía a la muerte.

    La viuda se llevó ambas manos a la cara. Necesitaría tiempo para asimilar aquello.

    —¿Y las drogas en tu sangre? —preguntó.

    —Tomé somníferos y relajantes para poder descansar en el avión. Llevaba dos días sin dormir y sin pastillas no lograría conciliar el sueño volando. Tomé el doble de lo habitual…

    Vacilante, ella rebuscaba en su memoria algunas de las pistas y falsas pistas que tanto habían confundido el asunto y que ahora se le escapaban:

    —… Tu guardaespaldas dijo que el día antes le habías ordenado ir a quedarse en el departamento de la playa…

    —Así fue, Angélica. No quería tenerlo cerca, también había empezado a desconfiar de él… Casi te lo dije cuando hablamos por teléfono. Lo omití porque el apuro me obligaba a ser breve y porque te habrías preocupado de más sabiéndome sin resguardo.

    —Y…

    —Los demás detalles sospechosos de mi muerte ya podrás explicártelos tú misma, según lo que te cuento. Si tenía puesta aquella ropa es porque acababa de llegar de mi paseo. Si estaba sin zapatos fue porque se humedecieron y me los quité.

    —No se pudo encontrar nunca tu medidor de presión, y tú no te podías separar de él…

    —Lo tomó el guardaespaldas, querida. Y luego, confundido, lo negó para siempre. Y al… y al…

    El médium se inclinó violentamente sobre la mesa, dando con la frente contra el fieltro. Permaneció así en tanto sus hombros temblaban. A la viuda se le escapó un grito:

    —¡No, por favor, todavía no…! —pero el médium recuperó su posición hierática y murmuró, en el tono del muerto:

    —… Se acaba el tiempo, Angélica mía. Te he dicho la verdad de mi muerte. Que te consuele, y a los niños. Ustedes han sido mi único dolor en el estado en que me encuentro. Quizás no volvamos a comunicarnos, querida. No depende de mí. Te ruego que aceptes, que tengas conformidad, que te impongas el consuelo, y lo compartas con los niños…

    —Oh, Mateo, amor mío, gracias, gracias… —sollozó ella retorciéndose los dedos de las manos, tomadas sobre su falda—. En adelante no haré más que añorar el día en que me muera…

    —Toda vida es breve, querida. Estaremos juntos sin demora, nada hagas por apresurarlo… Olvida mi muerte, ama mi recuerdo como yo te amo, piensa que cada alegría tuya aquí, me alegrará donde ahora estoy…

    Ahí, al aludir al tiempo y al veloz paso del tiempo, la viuda recordó otro detalle de los que habían resultado inexplicables:

    —¡Los relojes! Mateo querido, ¿por qué había dos relojes en tu muñeca?

    El médium volvió a estremecerse aunque sin dar esta vez contra la mesa. Emitió unos sonidos incomprensibles y dijo por fin:

    —Junto al Bulova que tú me regalaste, y que usé siempre, me puse un reloj que hallé tirado en un dormitorio de los niños, para comparar y chequear la hora con exactitud. Quería hacer ciertas llamadas en momentos precisos. Me lo habría quitado más tarde, sin duda… Angélica, perdóname, te amo y te… y te…

    Le fue evidente a la viuda que hasta ahí había llegado el contacto.

    Los ojos del médium se abrieron, exhaustos, asustados, y todo su cuerpo vibró en un espasmo. Con una voz en la que ya no había nada del muerto, dijo:

    —Por todos los dioses, qué peso tremendo. Hemos llamado a un espíritu de karma muy antiguo…

    La sesión concluyó con destempladas preguntas de la viuda, en estado de conmoción de pies a cabeza, sobre las posibilidades de repetir el encuentro, con respuestas del médium que no daban certeza ninguna, y con promesas recíprocas de volver a verse…

    En el auto, camino a casa, la viuda hizo esfuerzos por contenerse y no derramar su historia en los oídos del chofer, en cuya nuca fijaba los ojos alternativamente a las calles. Una exaltación descontrolada le hormigueaba por el cuerpo, y a la vez la deleitaba un alivio insondable, una bendita relajación en cada fibra del cuerpo, en cada pensamiento del cerebro, en el alma misma…

    A mitad de trayecto, una carcajada superior a ella se despeñó a través de ella en forma sostenida y apacible durante más de un minuto, una risa de gratitud, de felicidad, como no reía desde muchacha: Mateo sufrió un accidente, por supuesto, así encajaba todo, ¡y nadie lo había imaginado! Es que, tal como fueron las cosas, no podría habérsele ocurrido a nadie… Ríe porque acaba de esfumarse la carga espantosa que aplastó su existencia por años…, y entretanto se avergüenza de pensar en lo que el chofer pensará de ella… ¡Que había enloquecido! Una ardilla, Dios santo, una estúpida y maldita ardilla… Cierto que las vigas del techo eran gruesas como un hombre, se podría caminar de pie sobre ellas. Y, claro, uno de los niños dijo alguna vez algo así como que el otro reloj hallado en el papá le recordaba el que perdiera uno de sus amigos…

    Entonces, repentina y estrepitosa como un rayo, la palabra Bulova relampagueó a través de su conciencia. ¿Cómo que Bulova? El cronómetro de oro que ella regaló a su marido muchos años antes, para su cumpleaños número treinta y cinco, y que llevaba puesto al morir, no era un Bulova, era Breitling. Un Breitling hecho a mano, con calendario perpetuo, ¡no iba a saber ella!, un reloj cuya marca Mateo se llevó a los ojos millares de veces…

    Parecía un pequeño error pero, ¡vaya!, ¿los muertos se equivocan?

    Un pequeño olvido, sí, pero ¿pueden los muertos tener mala memoria?

    Al bajar del auto y entrar en la mansión, los misterios escalofriantes del fin de Mateo ya habían vuelto a ella, fortalecidos tras la pausa, hirvientes como un enjambre. Trastabilló escaleras arriba entre una confusión de miedos, acosada por las sospechas y por dudas sobre las sospechas. La humillaba su credulidad, se sentía ridícula y vejada, y al mismo tiempo la estremecía ese Mateo, su Mateo real, quien a través de una farsa, valiéndose de un comediante, se las había arreglado para estar una vez más con ella… Todo fue mentira, salvo la proximidad de Mateo.

    Asió la baranda con una mano y se llevó la otra a los ojos, detenida en un peldaño cualquiera. Las viejas preguntas recomenzaban a arder, inflamadas por el nuevo misterio. Desplegado exclusivamente para ella, sin testigos, no era un misterio sobrenatural, era obra de este bajo mundo. Sintió la presencia síquica de Mateo, pero también los hilos movidos por quienes lo mataron… Algo en todo eso la acercaba íntimamente a él; la precipitaba hacia él, no importa lo que significara ese Bulova de fantasía, ese ominoso reloj astral…

    Pretérito presente

    Mi tío Francisco es un hombre superior, enigmático también, fuera de lo común; incalificable. Durante mucho tiempo lo di por gay, puesto que era el único hombre maduro de la familia que se mantenía soltero. Durante demasiado tiempo, además, en mi juventud, en mi primera juventud, esa sospecha se encargó de mantenerme a prudente distancia de él. Ahora es mi mejor amigo, aunque amigos no es la palabra; somos un buen tío con un buen sobrino —buenos, si no en sí mismos, en relación del uno al otro. No pasan tres semanas, o un mes, sin que lo visite. A sus ochenta años, por lo jovial o atemporal de su espíritu, representa veinte menos, y hasta treinta, quizás porque la sabiduría siempre es fresca, al parecer no envejece, y mi tío es sabio, ha alcanzado una visión de la existencia que solo es posible desde gran altura.

    Ya habría un motivo poderoso para visitarlo en el disfrute que proporciona su casa, en el placer de pasear por esas habitaciones suntuosas que a las cinco de la tarde, hora a la que acostumbro ir, están sumidas en la atmósfera mágica del crepúsculo. La luz cada vez más contaminada de sombra todavía permite prescindir de lámparas, y es delicioso entonces hojear libros en la biblioteca, oír algún lied de Schubert, o admirar los viejos maestros chilenos que cuelgan de las paredes, o simplemente estar, echado en un sofá, contemplando la tarde por las ventanas con una emoción que es estética y física… Si habitara un lugar desprovisto de encanto, uno de esos frígidos departamentos modernos, o si viviera bajo un puente, igual iría a verlo. Ha sido mi guía para acceder a la edad adulta —bien tarde, por cierto— y para discernir algunos asideros morales de donde agarrarse en la resbaladiza maraña de la vida. La familia adora su encanto, su humor, sus virtudes, y yo le tengo, junto al cariño, un enorme respeto. Cómo no, si conoció el fondo de mi alma apenas me vio en la cuna, y nunca me manifestó otra cosa que simpatía; si me hace el regalo de su atención pese a que, descontando el parentesco, no nos une otra cosa que pensamiento —ese gratificante deambular de la conciencia por los espacios de la realidad en busca o en repaso de aquellos ángulos que permiten apreciarla mejor… Y, claro, no es débil nexo para unir en amistad a dos hombres solos en el universo.

    Entre tantas cualidades que posee destaca su conversación, digna de atesorarse —yo debí grabar nuestros encuentros—, ante todo porque no es de esos conversadores que labran su reputación a fuerza de anécdotas —en virtud de las cuales se permiten revivir viajes y otros protagonismos. El tío Francisco elude siempre la pensée anecdotique, como la llama con acidez. Él tiende a la abstracción en forma irresistible, así que nuestras charlas consisten a menudo en el ejercicio de interpretar grandes ideas, con sencillez, o ideas pequeñas, ultra sofisticadamente.

    Pero eso no significa que nunca tenga nada que contar. A menudo tiene, como todo el mundo. Lo demuestran por lo menos estas dos historias, entre sí muy distantes, y secretamente comunicadas. Una,

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