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El Legado Del Cóndor: Muerte Y Resurrección De Los Derechos Humanos
El Legado Del Cóndor: Muerte Y Resurrección De Los Derechos Humanos
El Legado Del Cóndor: Muerte Y Resurrección De Los Derechos Humanos
Libro electrónico739 páginas12 horas

El Legado Del Cóndor: Muerte Y Resurrección De Los Derechos Humanos

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Esta novela de inspiracin histrica, que comienza con una operacin clandestina en Espaa, revela episodios escamoteados bajo secreto oficial en EE.UU, donde se fragu el engranaje que mueve a Amrica Latina, as como el perfil tico de los personajes-conos que lo pusieron en movimiento.
Su lectura es un viaje alucinante por las cuevas misteriosas del poder escondido que maquin el pasado que nos ha cado encima.
Estos son algunos captulos que componen esta obra:
Washington, D.C., Contacto en Madrid. Los generales van a morir. Mxico, club de espas. Chile lindo. El camino de Allende. Operativos en cadena: Argentina, Bolivia, Paraguay, Uruguay. Sangre en la Esmeralda. Qu cojones es la patria. Brasil en el juego, Colombia tienta, Venezuela escucha. El cura peruano que cantaba tangos. Una bala para el Cardenal. El lder. El informante. La confesin que la Iglesia esperaba. El amor naci en Lima. Cundo comienza la revolucin, compaero?
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento13 sept 2011
ISBN9781463306953
El Legado Del Cóndor: Muerte Y Resurrección De Los Derechos Humanos
Autor

Walter Seminario

Walter Seminario es un periodista peruano. Vive fuera del Perú desde hace treinta años. Comenzó su carrera de reportero en el diario Correo (Piura). Trabajó en importantes medios de Lima, donde fue también corresponsal para United Press International, UPI. Ha sido Secretario General del Centro Federado de Periodistas de Lima. En Washington, D. C. fundó la revista Continental y en Toronto fue editor para la edición en castellano de la revista de negocios Gente. Walter Seminario salió de Perú tras sobrevivir dos atentados. Ahora alterna su residencia entre Canadá y el Caribe colombiano con su esposa Alba Rosa. waltercondorseminario@gmail.com

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    El Legado Del Cóndor - Walter Seminario

    Copyright © 2011 por Walter Seminario.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2011913469

    ISBN: Tapa Blanda               978-1-4633-0696-0

    ISBN: Libro Electrónico      978-1-4633-0695-3

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Advertencia: Algunos personajes que aparecen en las páginas siguientes son, obviamente, reales. Los hay, también, imaginarios. Cualquier semejanza de éstos con alguna persona cierta es un evento puramente coincidencial. A lo largo de su desenvolvimiento, esta novela histórica deviene en escenario al cual se citan y acuden la fantasía y la realidad y ambas danzan y se entrecruzan y, con los ritmos del tiempo transcurrido, a veces, se confunden; pero esto es sólo una ilusión sensorial.

    Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

    Para pedidos de copias adicionales de este libro, por favor contacte con:

    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    Llamadas desde los EE.UU. 877.407.5847

    Llamadas internacionales +1.812.671.9757

    Fax: +1.812.355.1576

    ventas@palibrio.com

    356371

    Tabla de contenidos

    Historia: Washington, D.C.

    Prólogo: La misión

    1    Contacto en Madrid

    2    El santo y seña

    3    Operativos en cadena: Argentina, Bolivia, Paraguay, Uruguay

    4    Echándole la culpa al muerto

    5    Amanda (El amor nació en Lima)

    6    –Voy a salir vivo

          –Tú ya estás muerto

    7    ¿Cuándo comienza la revolución, compañero?

    8    La casa del c. Jacinto

    9    La canción incantada

    10  Un grito en la calle Ahumada

    11  La ruta inconclusa

    12  Negativos de la DINA

    13  En el Estadio Nacional

    14  Comienzan a aparecer los desaparecidos

    15  Lo sacaron del Mapocho

    16  Espían al reportero

    17  Las sombras y el río

    18  Descarga eléctrica: dulce tortura

    19  El cura que cantaba tangos

    20  Los colores de la discordia

    21  Estamos de luto

    22  El líder

    23  El informante

    24  Sangre en la Esmeralda

    25  ¡Es él!

    26  Prats

    27  Amenaza a media noche

    28  Que salga tu . . .

    29  Los entierros

    30  El apodo

    31  La masacre imperfecta

    32  Llamas de pasión

    33  El general que no tenía nombre

    34  Qué cojones es la patria

    35  El pescado de la muerte

    36  El camino de Allende

    37  Terminó la vida que ya no era vida el c. Andrés Montesilvo

    38  El cuarto de la calle General Bulnes

    39  El suicidio

    40  No es perro; es perrita

    41  Escenario sin huellas

    42  Brasil en el juego, Colombia tienta, Venezuela escucha

    43  La mañana que las empanadas casi, casi entran a la Historia

    44  La confesión

    45  A la bruta, nomás

    46  Aparece, como por encanto, Don Telurio

    47  Los sobrevivientes

    48  Chile lindo

    49  Cita en el cerro San Cristóbal

    50  Banana republic

    51  La multiplicación de las cárceles

    52  Una bala para el Cardenal

    53  Periodismo non sancto

    54  Arremetida final

    55  La noche que las hienas mordieron su presa

    56  Los generales van a morir

    57  ¿El General metido a businessman?

    58  México, club de espías

    59  Ella quedó en Santiago

    60  La mentada revelación

    Epílogo

    Notas finales

    Bibliografía

    Un crimen de lesa humanidad es un asalto a todo hombre.

    A Sandra Raquel, Claudia Paola y Rosa Amelia –mis hijas–, en orden de su llegada a la vida, con la esperanza de que sus descendientes y los descendientes de sus contemporáneos no conozcan la monstruosidad y atrocidades que es capaz de perpetrar el subdesarrollo moral del homo sapiens que le tocó atestiguar a su padre.

    Debo mención especial a la editorial Rowman and Littlefield Publishing Group por haberme permitido hacer referencia en esta novela al libro "Safe for Democracy, The Secret Wars of the CIA, del escritor estadounidense e investigador de historia John Prados. Las referencias están relacionadas con el capítulo The Southern Cone".

    Palabras previas:

    Para mi sorpresa, más de una de las personas a quienes confié los borradores de este trabajo me asaltaron con una pregunta común: ¿por qué escribes un libro sobre Chile si tú eres peruano?

    Mi inmediata respuesta es que este libro, en esencia, es una exhumación crítica del drama latinoamericano – el cual surge en las páginas subsiguientes como un telón de fondo.

    Mi segunda reacción es una reflexión sobre cuán extendido y digerido se encuentra entre nosotros el chauvinismo parroquial que ha anquilosado la conciencia y mente de quienes conformamos la gran patria latinoamericana.

    El torrente histórico mal ensamblado ha demolido nuestra alma nacional. Ha hecho trizas la idea y el concepto, inspirados en nuestro pasado común, de que todos los latinoamericanos somos partícipes y componentes –carne y alma– del mismo terruño continental.

    Éste no es un libro sobre Chile, sino sobre una desgracia ocurrida en uno de los patios latinoamericanos y que probablemente ocurrió facilitada por la horfandad individual en que trastabillan diariamente nuestros, así llamados, países, estados o repúblicas independientes en que ha sido retaceada nuestra gran patria.

    Supongo que quienes nos consideramos latinoamericanos –por encima de fronteras artificiales y arcaicas, mal habidas y mal usadas– nos sentimos afectados por la desgracia que ocurre en cualquiera de los rincones de nuestra conciencia nacional.

    Es éste un trabajo sobre derechos humanos, sobre democracia, sobre política. Y en última –o primera– instancia, sobre un desviacionismo humano repugnante, que, por razones del azar, ocurrió en uno de los estados que conforman la nación latinoamericana.

    Es un trabajo sobre un hecho histórico, con sus errores, frustraciones y confusiones y, finalmente, su degeneración.

    Y nuestra historia es común pese a que, irónicamente, haya sido ella, en su camino accidentado y abrupto, la que nos ha dividido.

    Es una división temporal; pero ya sabe a demasiado larga.

    Felizmente el futuro nos otorga la posibilidad y oportunidad de remediar ese error que nos carcome desde el pasado post independentista, y que, para mejor ventura del pueblo latinoamericano, debe remediarse pronto. Esta tarea es la más importante y la piedra angular del porvenir en esta porción humana del planeta.

    Yo milito en la causa y el sueño de Simón Bolívar –la consolidación de la gran nación que somos– y me identifico plenamente con la expresión del reportero Fabián Campos en esta novela: Yo sigo soñando. Algún día existirá la ciudadanía latinoamericana.

    Walter Seminario.

    Historia

    Washington, D.C.

    ¡Hijo de puta!, estalló el Presidente Richard Nixon.

    La rabia iluminó su rostro cuadrado y ceñudo. Era la última noticia que jamás habría querido escuchar en toda su vida: la elección del socialista Salvador Allende como Presidente de Chile. Lo voy a aplastar, juró.

    El impacto de la noticia lo inmovilizó. Quedó de pie. Parecía una estatua clavada en el centro de su oficina. Vestía un traje oscuro y una corbata blanca.

    Cuando acabó de recibir la noticia tenía el rostro enrojecido y su torso de boxeador comenzó a transpirar pese a los primeros aires otoñales que ventilaban los pasillos de la Casa Blanca.

    Parecía una tendencia en él mentarles malamente la madre a sus adversarios políticos. Las grabadoras de la Casa Blanca captaron sus expresiones el 8 de setiembre de 1971 cuando ordenó que pusieran guardaespaldas al senador demócrata Edward Kennedy. ¿Entiendes cuál es el problema?, le dijo a su ayudante John Ehrlichman. Si al hijo de puta le disparan ellos van a decir que no lo protegimos. El Presidente Nixon era republicano.

    El día que llamó hijo de puta al Presidente electo de Chile fue el viernes 4 de setiembre de 1970, apenas minutos después de darse por sentada la victoria del líder socialista, según reveló quien fuera su embajador en Santiago, Edward Korry.

    Korry sospechaba que el Presidente se refería a él en iguales términos. El diplomático sabía que no gozaba de la simpatía de Nixon.

    La revelación de Korry quedó grabada en una cinta de video. En la grabación Korry dijo que, sacudido por la mala nueva, el hombre de la Casa Blanca llamó al flamante presidente electo del país sudamericano "This . . . SOAB."

    El educado Korry se abstuvo de repetir íntegra y literalmente la expresión presidencial, y se refirió a ella sólo por sus iniciales en inglés.

    SOAB son las iniciales de Son Of A Bitch, expresión que traducida al castellano significa nada más ni nada menos que hijo de puta.

    El Presidente Nixon, dijo Korry, estaba enojado. Lo acontecido en Chile le era imposible asimilar intelectualmente y ofuscaba su visión política. No podía creer que Allende hubiese podido ganar las elecciones pese a sus esfuerzos personales por evitarlo y a las millonarias maniobras de la CIA, que él mismo autorizó con el afán de cortarle el paso a despecho de la creciente preferencia popular del dirigente socialista.

    El conteo final de las urnas había consagrado en el primer lugar al líder de la Unidad Popular que aglutinaba a todo el espectro izquierdista chileno –incluyendo marxistas– y lo ponía a un paso de convertirse en Presidente de un Estado en el que poderosos intereses estadounidenses controlaban ingentes inversiones, especialmente en minería y telecomunicaciones.

    La inmensa presencia financiera estadounidense en Chile tenía sometida a la economía nativa y había abierto canales a través de los cuales Washington interfería en el gobierno de Santiago, en la cosa pública y, como quedaría expuesto posteriormente, financiaba campañas electorales de los partidos de su conveniencia.

    La posibilidad de que se enclavara en La Moneda –edificio sede del gobierno nacional chileno– un régimen izquierdista amenazaba seriamente esos intereses creados. Un gobierno de la Unidad Popular, por cierto, cercenaría los tentáculos hegemónicos estadounidenses que se movían tras bambalinas en la escena nacional de su país. Hasta entonces, las fuerzas nacionalistas chilenas se habían enfrentado infructuosamente contra tales tentáculos. La Unidad Popular se la tenía jurada. Y Washington lo sabía.

    Nixon, a quien muchos llamaban Tricky (Tramposo) por su misteriosa tendencia a burlar la ley, siendo él un abogado, y quien creía sabérselas todas en política y que gustaba de operaciones secretas, ejecutadas entre gallos y medianoche, lo cual, a la larga, le costó el puesto, no tardó mucho en montar la maquinaria que acabaría con Allende y descalabraría la democracia en Chile.

    El embajador Korry gesticulaba y sonreía en la pantalla de televisión contándole al mundo la reacción de quien fuera su jefe.

    "SOAB".

    Un joven reportero observaba la cinta de video. El hombre de prensa se peinaba con un discreto African look, estilo popular de la época. Instintivamente miró su reloj cromado.

    Nixon había nombrado a Korry su embajador en Santiago en junio de 1967, año en que Allende y su Partido Socialista se declararon marxistas-leninistas. Por entonces la figura de Salvador Allende se agigantaba a medida que se acercaban las elecciones nacionales que tendrían lugar tres años más tarde. Nixon le dio órdenes expresas para que moviera cielo y tierra en la capital chilena a fin de evitar el acceso de Allende al gobierno. Pero Korry no tardó en demostrar que tenía ideas encontradas con Nixon respecto a las democracias internas de los países.

    El diplomático respetaba el principio de la libre determinación de los pueblos y hasta llegó a enfrentarse con el jefe de la CIA en Santiago, Henry D. Heckscher, en una batalla que finalmente perdió. Korry cortó la misión militar de EE.UU. en Chile y restringió al máximo los contactos entre los agentes de la CIA y los jefes militares chilenos. Henry Kissinger (Secretario de Estado de la administración de Nixon) pidió su remoción, la cual tuvo lugar en octubre de 1971, en momentos que las relaciones entre el gobierno de Nixon y del ya Presidente Allende estaban francamente caldeadas y Estados Unidos –país cuyo principal negocio internacional consiste en auto promocionarse como el máximo paladín de la democracia en el mundo– movía cuanto podía para desestabilizarlo. A su regreso forzoso a EE. UU. Korry tuvo que ponerse a buen recaudo tras descubrir que uno de los atentados craneados por la CIA en aquellos días de violencia anti Allende llevaba su nombre. La razón: sabía demasiado.

    Nixon, detalló Korry, estaba furioso, especialmente porque horas antes de las elecciones había recibido confidencialmente un informe suyo diciéndole que una encuesta privada hecha por encargo de su oficina en la capital chilena daba el triunfo al candidato de la derecha, Jorge Alessandri. Alessandri era el candidato preferido de Nixon.

    –Idiota.

    El hombre de la Casa Blanca, de acuerdo al testimonio de Korry, golpeaba duramente, iracundo, la palma de una mano con el puño de la otra. Lo voy a aplastar, juraba, según Korry, refiriéndose a Allende. Lo voy a aplastar.

    El embajador, finalmente, golpeó con dramatizada rabia otra vez la palma de su mano, imitando a Nixon. Su imagen vibraba en blanco y negro. En esos años no había televisión a colores en Chile.

    Korry nunca había visto al Presidente Nixon tan furioso. La nariz en forma de zanahoria de Nixon apuntaba de un lado a otro las paredes de la Oficina Oval. –¡Lo voy a aplastar!

    Nixon desfogó su ira a lo largo de cinco o seis minutos, dijo Korry.

    El reportero del African look miró instintivamente otra vez su cromado.

    En los mismos instantes en que la masa encefálica del mandatario de una de las dos potencias más poderosas del mundo hervía de rabia, en Chile –uno de los países más chicos del mapamundi– millones de ciudadanos vivían la euforia del triunfo electoral de la alternativa política a un sistema que dividió profundamente a la sociedad chilena y culpable de que millones de niños ni siquiera conocieran la leche. Uno de los puntos del plan de gobierno de Allende, médico especializado en medicina social, era asegurar por lo menos medio litro diario de leche a todos los niños de su país.

    Nixon, que en sus pesadillas políticas temía ser engullido por un inmenso Sándwich Rojo creado por la Unión Soviética –el otro superpoder en el mundo bipolar de entonces– y a quien consumía una incendiaria obsesión anti- izquierdista, decía que la presencia de Fidel Castro en Cuba y el triunfo democrático del socialista Salvador Allende en Chile conducirían a América Latina hacia la izquierda. Eventualmente, toda será roja, se alarmaba.

    El mandatario republicano andaba por aquellos tiempos con la cantaleta de la teoría del dominó, según la cual, la izquierda ganaría todos los países del mundo, uno tras otro, si no se le ponía atajo – a la fuerza. Y creía que todo izquierdista era un agente comunista camuflado al servicio de Moscú, capital de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Nixon veía comunistas escondidos detrás de todos los árboles del planeta.

    El Presidente de los Estados Unidos de América parecía no entender algo tan simple en política: que la ineficacia de un sistema de gobierno impulsa a los pueblos a buscar nuevas opciones. Eso era precisamente lo que acontecía no sólo en Chile, sino también a lo largo y ancho de toda América Latina.

    Ni siquiera había tomado en serio la advertencia escrita para él por la propia CIA. El mismo director de la CIA, Richard Helms, le entregó un informe secreto que en un párrafo decía: Las fuerzas de cambio en las naciones latinoamericanas en desarrollo son tan poderosas que están fuera del control de cualquier manipulación foránea.

    Ya en 1969 había circulado en Washington un memo que inquietó profundamente los ambientes del espionaje estadounidense: la CIA admitía que no podía competir con el frente popular de Salvador Allende.

    Pero Nixon tenía sus propios métodos para resolver los casos de los países rebeldes a la férula del suyo, y se aferraba a tales métodos con la misma obstinación con que un general chileno se prestó a ejecutar los hegemónicos designios estadounidenses en su propio país: a la bruta.

    Actuando rápidamente, convocó al director de la CIA, Richard Helms, a su asesor en seguridad nacional, Henry Kissinger, a quien después nombraría Secretario de Estado, y al procurador, John N. Mitchel.

    El Presidente Nixon estaba apurado ese día. Tenía que viajar a Texas para pronunciar un discurso, pero antes de abordar el Air Force One se dio tiempo para sellar el destino político del país sudamericano.

    Fabriquen un golpe, ordenó. Estaban reunidos de urgencia en la Oficina Oval de la Casa Blanca. La conmoción del triunfo de Allende el día anterior tenía aún tenso a Washington. La punta de la nariz de Nixon enfiló hacia Helms y le dio expresa orden de impedir el acceso de Salvador Allende a la Presidencia de Chile.

    Nixon les dijo que aventuraran el golpe aun si las posibilidades eran una en nueve.

    Helms, sentado a la derecha del escritorio del Presidente escribía las órdenes de su jefe sin sospechar que sus notas saltarían posteriormente a la luz pública.

    Pero es que el tiempo apremiaba y Nixon los presionaba. Los nervios se crispaban y los ánimos se erizaban en las salas secretas del poder multinacional oculto de Washington, D.C.

    Nixon miró a Helms y le dijo bien claro que nadie detrás de las paredes de la CIA debería saber una palabra sobre el complot en ciernes. Ni siquiera, le advirtió, el embajador de los Estados Unidos en Santiago, ni los secretarios de Estado o Defensa. –Nadie. ¿Entendido?

    –Entendido, señor Presidente.

    El Presidente Nixon asumió personal responsabilidad del complot y les dijo que deseaba tener en las próximas 48 horas un plan del golpe minuciosamente elaborado.

    Helms opinó que eran muy pocas las posibilidades de éxito de un golpe de Estado. A menos –dijo, como para no contrariar del todo a su jefe– que se ejecute a la brevedad posible.

    Nixon lo volteó a mirar.

    Helms no volvió a abrir la boca. Él, Kissinger y todos los de su círculo inmediato conocían del temperamento de Nixon. Más bien guardó el bolígrafo en uno de los bolsillos superiores internos de su traje, reservándose cualquier otro comentario adicional a la orden presidencial.

    Cuando el Presidente dio por terminada la reunión había quedado aprobado el plan Track I, que posteriormente sería rebautizado como Track II. Track I, sin embargo, no fue el primero ni el único plan que la CIA elaboraba con respecto a Chile.

    (La escalada sobre Chile comenzó en 1962, cuando el Presidente Kennedy fundó el "Special Group", que debutó desembolsando 50 mil dólares para los partidos Demócrata Cristiano y Radical y luego, el mismo año, otros 180 mil dólares sólo para el primero, según reportaría tiempo después John Prados en su libro Safe for Democracy, The Secret Wars of the CIA.

    David Rockefeller fundó inmediatamente después el "Business Group". Este grupo encubría agentes de la CIA que contactaban e infiltraban organizaciones laborales y culturales en el país latinoamericano.

    El "Special Group fue cambiando de nombre a medida que avanzaba en su tarea. En 1964 pasó a llamarse 303 Committee" y más tarde fue rebautizado como "40 Committee").

    El plan ex profeso contra Allende fue rebautizado Track II por Tom Karamessines, experto en el teje y maneje de operaciones desestabilizadoras.

    Karamessines, veterano de la CIA, de la cual llegó a ser uno de sus capos, fue convocado expresamente. Viajó desde Atenas. Había dirigido en los últimos tiempos operaciones clandestinas en Grecia. Karamessines, como otros agentes de la CIA, era abogado, pero, igual que sus colegas de la central de inteligencia –y que propio Presidente–, su especialización era burlar la ley.

    La CIA estaba llamando apuradamente a sus mejores cerebros para arrojarlos sobre Chile. Una de sus súper estrellas, Henry D. Heckscher, quien saltando distancias continentales había sacudido desde las sombras del espionaje los espacios políticos de Berlín, Guatemala y Laos y que se había vinculado con los anticastristas en Miami y que últimamente estuvo orquestando campañas de manipulación en los medios de comunicación masiva de Tokio, fue uno de los primeros convocados. Heckscher tenía doble identidad. Se movía en las sombras como "Jack".

    La CIA ya había destacado en Santiago a David Phillips, para que fuera apurando un clima pro golpe. Phillips había encabezado la CIA en Brasil, donde en 1964 EE.UU. orquestó el golpe contra el Presidente democráticamente elegido Joao Goulart, a quien hizo reemplazar por un régimen militar pro yanqui que duró diez años.

    También participaría en la ejecución Raymond A. Warren. Warren había estado por un tiempo infiltrando las organizaciones laborales y políticas en Guatemala y Bolivia. Fue incorporado fundamentalmente en Track II porque conocía el terreno, puesto que había servido antes en Chile.

    Igualmente, fueron posicionados en la capital chilena Jack Devine, experto en manipulación de medios de información masiva, y James E. Anderson, quien disfrazado de cónsul en la embajada de EE. UU. en Santiago tenía realmente a su cargo cuatro misiones: crear cuadros de propaganda anti Allende, fomentar acciones paramilitares, hacer seguimiento a las relaciones chileno-cubanas y espiar los vínculos entre el gobierno de la Unidad Popular y los países comunistas.

    Estos movimientos eran parte de todo un abanico de trabajos. Un experto en acciones internacionales, Howard C. Edwards, obedeciendo órdenes expresas del Presidente Nixon, maquinaba al frente de un equipo maniobras para abaratar el precio del cobre, la principal materia prima chilena y vital rubro de ingresos fiscales (Asegúrense que el EXIM –el Export–import Bank– y las organizaciones internacionales lo ajusten (a Allende), había gritado Nixon). Edwards fue descubierto por los servicios de inteligencia cubanos y luego apresado por la policía chilena. El estadounidense había participado en la fracasada invasión de Bahía de Cochinos, así como en operativos durante la Primavera de Praga, en Checoslovaquia, los años 1968-69.

    Los servicios de inteligencia cubanos, codificados como DGI, competían arduamente con su contraparte estadounidense. Descubrieron también al agente Theodore Shackley operando en Santiago.

    El descubrimiento de Shackley fue un triunfo personal del jefe de la inteligencia cubana en Santiago, Juan Carretero Ibáñez. Carretero conocía al agente de la CIA y le había seguido los pasos a través de Laos y Vietnam. Descubrió también que había abierto canales de comunicación con el director de El Mercurio.

    Fue Shackley quien reactivó el plan del golpe, en octubre de 1972. En algún momento de la aventura golpista los hombres de la CIA reconsideraron sus posibilidades ante el masivo apoyo de los sectores populares al gobierno de Allende, así como por la dificultad en hallar un jefe militar dispuesto a encabezarlo. Pero Shackley dijo que había que continuar contra viento y marea aun por encima del riesgo –considerado como una posibilidad por el Pentágono y la misma CIA– de que el golpe pudiese desencadenar una guerra civil. El general golpista, según su tesis, aparecería en el camino.

    Esta reactivación desestabilizadora, según Prados, fue aparejada por una reactivación pecuniaria: se aprobaron 350 mil dólares para el Partido Demócrata Cristiano, 200 mil para el Partido Nacional y 35 mil para Patria y Libertad. Estos últimos tuvieron que ser suspendidos, dice el historiador, porque los activistas de esta organización ultraderechista se excedieron en sus tropelías.

    Shackley sabía que la maquinaria había sido echada a andar y que se le estaba cercando a Allende en los frentes externo e interno.

    No estaba equivocado. Otro agente de la CIA, Robert J. O’Neill, en su calidad de director de la organización de fachada denominada American Institute for Free Labor Development (AIFLD) ya se había infiltrado totalmente en los gremios camioneros y pronto comenzaría a distribuir entre ellos ingentes cantidades de dólares para que se abstuvieran de hacer rodar sus vehículos. En los últimos tres meses de 1972 comenzaron las huelgas intermitentes de los camioneros, a nivel nacional, paralizando al país y generando desconcierto entre la población. Los paros acogotaban la economía chilena. Los propietarios de los camiones obtenían mayores ganancias en efectivo y por debajo de la mesa manteniendo sus vehículos estacionados –sin avejentar el motor, sin gastar en combustible y sin sacrificar los neumáticos– que trabajando.

    Además, John Mc Cone, un ex director de la CIA, era ahora miembro del directorio de la International Telephone and Telegraph (ITT), que controlaba las telecomunicaciones en Chile y desde donde se bombeaba dinero clandestino para financiar complots contra el Presidente Allende, como lo demostrara el periodista Jack Anderson. El espionaje electrónico no dejaba un centímetro de privacidad en el gobierno de la Unidad Popular.

    Washington lo tenía totalmente acorralado.

    Track II fue mantenido siempre como un plan ultrasecreto. Pero dejó huellas y, a la larga, fue fácil llegar a su escondite.

    Su surgimiento, primero como Track I, fue una suerte de corolario de unas apuradas reuniones en las que participó el director de El Mercurio, diario de Santiago, la capital chilena, Agustín Edwards, según las investigaciones de Prados.

    Todo comenzó con una sorpresiva llamada telefónica en la Casa Blanca.

    Donald M. Kendall, viejo amigo de Nixon y ahora ejecutivo de Pepsi, llamó al Presidente para informarle que Edwards quería hablar con gente de la Casa Blanca sobre la situación en Chile, dice John Prados.

    En la mañana del 15 de setiembre, once días después del triunfo de Allende, el empresario periodístico chileno compartió un desayuno íntimo con Kissinger y el procurador de EE.UU., John Mitchel, según el mencionado libro de Prados. Kendall estuvo también presente.

    Poco después, dice el autor, Helms, jefe de la CIA, en persona, recibió secretamente a Edwards en un céntrico hotel de la capital estadounidense.

    Al término de la reunión Helms se comunicó con el Presidente Nixon. Esa misma tarde Nixon convocó con carácter de urgencia al jefe de la CIA, a Kissinger y a Mitchel. Esa fue la reunión en que Helms se sentó a la derecha de Nixon como Jesús después de resucitar lo hizo a la diestra del Todopoderoso, y, sabiendo anticipadamente lo que se venía, inmediatamente extrajo su bolígrafo y papel de notas sin detenerse a pensar que sus apuntes servirían después para acusar el alma política de Washington. (Posteriormente la CIA prohibió la toma de notas en reuniones altamente sensitivas. Actualmente, si un agente carece de capacidad para memorizar los acuerdos, no tiene futuro en sus planillas).

    En las silenciosas confabulaciones en Washington, D.C. entre el Presidente y los analistas de la CIA, en los días subsiguientes, se descubrió que el complot tenía perfecta cabida en el esquema constitucional de Chile: dado que Allende no alcanzó la mayoría absoluta de los votos en las elecciones populares, por lo tanto, necesitaba el espaldarazo del Congreso para asumir el más alto cargo de su país. Y era potestad del Congreso confirmarlo como Presidente de la República o, en vez de ello, elegir al líder de la segunda mayoría, personificada, en esta ocasión, por quien fuera el candidato del derechista Partido Nacional, Jorge Alessandri, el preferido de Nixon. Adicionalmente, se daba el caso –para complicar aún más la suerte de Allende– de que los demócratas cristianos constituían la mayoría del Congreso.

    En consecuencia, los parlamentarios de la Democracia Cristiana tenían en sus manos el arma constitucional para elegir a Alessandri si querían cerrarle el paso al líder socialista.

    Dicha arma legal era igualmente una poderosa tentación para satisfacer una vendetta política, puesto que la Unidad Popular había derrotado en la contienda electoral también al Partido Demócrata Cristiano, relegándolo a un lejano tercer lugar.

    Además, el Partido Demócrata Cristiano le debía favores a la CIA.

    El destino político de Salvador Allende, pues, pendía de un hilo.

    Fácil, exclamaron los hombres de la CIA.

    En la eventualidad de nuevas elecciones todos los matices del conservadurismo que conformaban la derecha chilena se aglomerarían en torno a un solo candidato y su votación mancomunada aplastaría a Allende en las ánforas.

    El líder de la Unidad Popular había ganado porque los votos conservadores cayeron en las urnas divididos entre los candidatos Alessandri, del Partido Nacional, y Radomiro Tomic, del Partido Demócrata Cristiano, de centro–derecha.

    La aglutinación de la izquierda encabezada por Allende, marxistas incluidos, obtuvo el 36,50 por ciento de los votos, aventajando a Alessandri en sólo 1,4 por ciento. Si Allende hubiese logrado el cincuenta por ciento más uno de los votos no se habría producido este impasse, que implicaba la intervención del Parlamento.

    Los estrategas de la derecha aconsejaron a Alessandri que aceptara el cargo si el Congreso se inclinaba por él y que una vez juramentado como Presidente renunciara al puesto y convocara a nuevas elecciones nacionales; pero el curtido conservador, para decepción y enojo de su clase política, rechazó tajantemente la propuesta. No le pareció ni justa ni elegante.

    La actitud de Alessandri disgustó a los capos de la CIA. Ellos tenían sus razones secretas para sentirse decepcionados. Por esas mismas razones, habían asumido que Alessandri sería la gran carta que tenían bajo manga para ganar el juego por las buenas.

    El Congreso, pues, decidiría el impasse en sesión plena a realizarse el 24 de octubre –cincuenta días después de las elecciones nacionales. Si el Parlamento optaba por acatar la voluntad de los electores chilenos expresada en mayoría simple, Allende asumiría el cargo el 4 de noviembre del mismo año.

    Una luminosa mañana en que el sol ardía como una inmensa naranja espacial y su brillo reverberaba sobre las aguas del río Potomac que corta los linderos de la ciudad de Washington, D. C., un grupo selecto de agentes del poderoso organismo de inteligencia de los Estados Unidos subió de prisa a un avión, no muy lejos de la Casa Blanca, y viajó inmediatamente y en secreto al país del sur con la misión escondida de quebrar el orden constitucional chileno en menos de seis semanas, o sea, antes del crucial 24 de octubre.

    Media década atrás EE.UU. había tumbado a otro gobierno democráticamente elegido en América Latina para reemplazarlo por un gobierno títere. Ello ocurrió en la República Dominicana, cuando Washington invadió ese país, depuso al legítimo mandatario Juan Bosh e instaló en su reemplazo a Joaquín Balaguer, ex ministro de Rafael Trujillo, un tirano que había actuado a su servicio. Los espías que viajaron a Chile, destetados, crecidos y cuajados de confabulación en confabulación en escenarios ultramarinos, eran expertos en trabajos sucios.

    Partían al sur con la orden expresa de reportar sus actividades únicamente a las oficinas principales de la CIA ubicadas en un escondrijo de Langley, en los extramuros de Washington, D. C., en tierras pertenecientes al estado de Virginia. También recibieron la orden expresa de contactar en Chile a líderes políticos y jefes militares dispuestos a truncar el ascenso de Allende, y fueron investidos con el privilegio de la carta blanca para desembolsar dólares, o cualquier cosa, a cambio de la consumación del plan.

    Si había que sobornar a los parlamentarios democristianos, tenían luz verde para deslizar en sus bolsillos lo que pidiesen. Había optimismo en Washington.

    Nixon, los hombres de la CIA y muchos en el gobierno de los Estados Unidos sabían que su país desde hacía rato estaba bombeando chorros de dólares en algunos sectores de la sociedad chilena a cambio de consolidar su presencia e influencia. Y ni Nixon ni la CIA estaban dispuestos a permitir que unas meras elecciones populares tiraran por la borda esas inversiones clandestinas.

    El objetivo de Track II era claro, y su prioridad era A–1: la máxima.

    Así se echó a andar el operativo de los Estados Unidos para traer al suelo un gobierno elegido democráticamente por la mayoría de los ciudadanos chilenos, a despecho del compromiso que Washington había suscrito diez años atrás. (El gobierno del Presidente John Kennedy había firmado una declaración conjunta con los gobiernos latinoamericanos, en Punta del Este, Uruguay, prometiendo mejorar y fortalecer las instituciones democráticas a través de la aplicación del principio de libre determinación de los pueblos)

    Los congresistas democristianos, por su parte, honraron el prestigio de la, hasta entonces, sólida democracia chilena – un extraño fenómeno entre los numerosos países en que ha sido retaceada América Latina.

    Salvador Allende finalmente asumió la máxima magistratura de su país, convirtiéndose en el primer presidente marxista elegido democráticamente en el mundo. Se instaló en La Moneda con la romántica promesa de llevar a su país al socialismo por la vía pacífica en los seis años de su mandato.

    Ilusión.

    El Presidente Nixon había jurado aplastarlo.

    Y lo hizo.

    El 8 de agosto de 1974, diez meses y 28 días después de haber visto coronado por el éxito su plan secreto Track II –es decir, el operativo creado por él y gracias al cual las fuerzas armadas chilenas invadieron su propio país a sangre y fuego para derrocar al Presidente Allende el 11 de setiembre de 1973–, el Presidente Nixon abandonaba la Casa Blanca caído en desgracia política y abatido por la ley de su país por haberse inmiscuido delictuosamente en los asuntos internos de su opositor Partido Demócrata.

    En cambio, por haber violado el derecho internacional, impulsado por el afán demencial de doblegar a un adversario ideológico, interviniendo delictuosamente en los asuntos internos de un país extranjero, promoviendo en éste uno de los terrorismos de Estado más brutales que haya asolado jamás país alguno de América Latina, nunca le pasó nada.

    Y así, la combinación setiembre–11 quedó marcada en los funestos fueros del terrorismo en las Américas como una fecha aciaga: veintiocho años después, en el mismo mes y en el mismo día, y casi a la misma hora, otros fanáticos, provenientes de un país extranjero, secuestraron cuatro aviones comerciales estadounidenses llenos de pasajeros y tripulantes y estrellaron uno de ellos sobre El Pentágono y dos contra una pareja de rascacielos de oficinas llenas de empleados en el nervio financiero de Manhattan, Nueva York, también con el afán demencial de doblegar a un adversario ideológico. El cuarto avión cayó accidentalmente sobre los campos de Pennsylvania. Su presumible blanco era la capital de los Estados Unidos.

    Prólogo

    La misión

    El General lucía imponente sentado detrás de su inmenso escritorio lustroso de madera marrón oscuro. Ese día, como todos los días, estaba enfundado en un uniforme perfectamente planchado, que casi brillaba de limpio.

    Sobre el ángulo exterior derecho de la bruñida superficie del escritorio, en la cual podía ver reflejada su propia cara, destacaba, agresiva y enhiesta, la efigie tamaño natural, labrada en cobre sólido, de un cóndor.

    Afilando su mirada acerada, El General escrutó a los dos hombres vestidos de civil sentados frente a él en un mullido sofá de cuero negro. Los ojos del cóndor también los apuntaban, como dos balas.

    Los dos hombres mantenían el torso erecto y denotaban una actitud de atenta espera. Sabían que El General iba a hablar.

    Ambos llegaron a las seis de la mañana, en punto, para el rito matinal, como lo hicieron con rigurosa disciplina espartana todos los días de las dos semanas que precedieron el golpe de Estado.

    Aquellos fueron tiempos de entrenamiento. El rito, entonces, se ejecutaba en secreto, a espaldas del Presidente.

    Ahora eran tiempos de ejecución. El Presidente estaba muerto.

    Un agente secreto del ejército que tenía el rostro duro como forjado en piedra volcánica los recogió de sus casas al rayar la aurora en un automóvil negro de ocho cilindros y a prueba de balas. La furia del poderoso motor era acallada por los arreglos especiales que le hicieron en el sistema de escape en un taller militar, ahogándole por completo el ruido. Sin hablar, y con la mirada alerta, el agente conducía el coche raudo y silente por las calles desiertas de Santiago. A esa hora Santiago parecía un pueblo fantasma. Todas las almas permanecían aún en sus casas, obligadas por el toque de queda, que era levantado al reventar la primera luz del día. El coche corría y doblaba en las esquinas rumbo al edificio Diego Portales – sede temporal del flamante gobierno de los uniformados.

    Las rápidas trancadas de los dos hombres resonaron esa mañana unísonas sobre las baldosas al cruzar uno al lado del otro, hombro a hombro, el piso de alta seguridad del macizo edificio mientras caminaban decididamente hacia una puerta electrónica. La puerta escondía misteriosos corredores accesibles única y exclusivamente a un selecto puñado de oficiales de la absoluta confianza de El General.

    El eco monocorde de sus pisadas templó aún más la tensión dentro del histórico inmueble. Cuando llegaron a la puerta electrónica, el soldado que los recibía todos los días anunció su presencia a seguridad interna a través de un comunicador directo. Habló con monotonía matinal:

    –El Coronel.

    Como era usual, sólo anunció a uno, al jefe, y en clave.

    La puerta se abrió.

    Inmediatamente el soldado saludó el paso de los dos hombres llevándose la mano derecha extendida a un lado de la frente en estricto ademán militar pese a que ambos oficiales vestían de civil.

    Los dos oficiales se metieron por unos estrechos pasillos alfombrados, que ahora ahogaban sus pasos. Instantes después desembocaron en la zona ultrasecreta donde se edificaba a escondidas la DINA.

    DINA eran las siglas de la Dirección de Inteligencia Nacional – la policía militar secreta a la que El General, un gran admirador del ejército alemán de la Segunda Guerra Mundial, daba forma bajo la inspiración de las SS de Hitler, aunque condimentada con las frescas enseñanzas de la CIA.

    Los dos oficiales eran sus máximos responsables.

    Los hombres de la DINA eran también quienes torturaban a los presos políticos, muchos de los cuales, agotados por el dolor y los martirios a que los sometían, morían en sus manos. Los torturadores, entonces, para no dejar huellas y a fin de dar por terminado el asunto de una vez por todas, hacían desaparecer físicamente los cadáveres.

    El jefe, que tenía cara redonda como buche inflado de pavo y mirada de sangre fría, vestía un terno gris y corbata rojo opaco, y el otro un terno azul pálido y una corbata amarilla atravesada con franjas verdes. En vez de elegir la cómoda posición de recostarse sobre el respaldar del sofá negro de cuero, ambos preferían conservar sus torsos enhiestos mientras recibían inmutables la mirada metálica, fría, que los traspasaba, de El General.

    El General se movió. Ellos insuflaron instantáneamente sus pechos. El General deslizó sus manos abiertas boca abajo hacia adelante, empujándolas sobre el brillo de la superficie del escritorio, y atiesó aún más el torso. Ellos mantuvieron cuidadosamente sus troncos rectos como dos columnas de concreto, sin siquiera respirar. Detrás de El General, colgando sobre la pared, por encima de su cabeza, se veía una enorme fotografía suya en colores. Aparecía en pomposo uniforme de gala, como se han vestido siempre los generales en América Latina cuando se convierten en presidentes y dueños de sus repúblicas.

    El General lucía impecable, valiente. Imbatible. Omnipotente. Macho. Eterno.

    Su cabeza aparecía coronada por un quepis color plomo claro. Un escudo bordeado por franjas rojas adornaba el centro frontal de la gorra militar. El nuevo jefe de la junta militar miraba fijamente a quien se atrevía mirarlo. La fotografía fue tomada desde un ángulo rebuscado. Antes de posar para el fotógrafo –un profesional civil asimilado al ejército– el presidente de la junta se había esmerado en afinar sus bigotes al estilo de los galanes de las películas antiguas, de la época de Lo Que el Viento Se Llevó. Sin embargo, su rostro no dejaba de ser agresivo, hosco. Parecía un rostro que habían mandado a hacer especialmente para él. Una hilera de estrellas doradas reposaba sobre cada uno de sus hombros. La fotografía terminaba abajo cuando aparecía el cuello de la guerrera, adornado con pequeños galones amarillos bordeados de rojo.

    Las imprentas del ejército trabajaron día y noche para reproducir a tiempo y por millares la fotografía oficial de quien, convertido en el hombre más fuerte de todos los hombres fuertes de Chile, ordenó que los tanques invadieran las calles del país, que la aviación bombardeara La Moneda (¡Duro!, gritó con su voz amanerada pero metálica cuando dio la orden, captada por anónimos radioaficionados, de atacar la sede del gobierno nacional. El grito fue escuchado también por los ocupantes del sofisticado avión estadounidense de espionaje electrónico que hacía seguimiento del golpe sobrevolando los Andes, no demasiado lejos del cielo de Santiago). El General había ordenado igualmente que la marina de guerra ocupara Valparaíso, el puerto aledaño a Santiago, en cuyas aguas reposaba en atenta observación de los acontecimientos una flota de guerra de los Estados Unidos, de la operación Unitas. La flota arribó algunos días antes. La CIA supo desde el mediodía del 7 de setiembre de ese 1973 que el golpe iba a ejecutarse cuatro días después.

    Simultáneamente El General ordenó dispersar a balazos a los legisladores nacionales, agarró de las pelotas a los jueces y mandó meterse temprano a sus casas a todos los chilenos, pa’ que no lo jodan, y soltó las fuerzas policiales sobre el lomo de sus opositores políticos, a muchos de los cuales hizo fusilar al tiro para demostrar que la cosa iba en serio, inaugurando así un sistema de terror y una tiranía con su propia arrogancia, sus propios aparatos de tortura, sus propias ergástulas y sus propios asesinos y asesinatos masivos a sangre fría y a mansalva, que con el tiempo, con el correr de los años, titilaría pálida e ignominiosa, empotrada en algún mugroso rincón del pasado, con un rótulo siniestro: régimen pinochetiano.

    En el asalto a La Moneda resultó muerto de un balazo en la cabeza el Presidente Salvador Allende, elegido tres años y ocho días antes.

    El General dijo primero que sus hombres dispararon contra el Presidente después que éste disparó contra las tropas y que casi mata a uno de los generales que tomaban el edificio gubernamental, pero después dijo que el Presidente se suicidó porque quiso, y finalmente, frustrado, ordenó archivar el hecho como un caso de suicidio presidencial.

    El General se quedó con las ganas: quería que el Presidente Allende subiera a un avión con presunto rumbo al exilio, pero después el avión se cae cuando vaya en el aire, según sus expresiones captadas por los radioaficionados, que emitió desde su escondite mientras sus huestes avanzaban hacia el edificio del gobierno (porque El General no era ningún huevón, pues mandó primero a otros a que expusieran el pellejo porque sabía que el Grupo de Amigos Personales –GAP– de Allende, su guardia personal, iba a defender a balazos el palacio presidencial. En eso sentó un precedente histórico, comparado con los tiranos que lo antecedieron en el oficio de tumbar gobiernos en América Latina. Aquéllos siempre se pusieron a la cabeza de la insurrección y eran los primeros en ingresar a las sedes gubernamentales que asaltaban, seguidos por sus tropas. El General, en cambio, usó a otros como escudos humanos y sus tropas, a su turno, usaron como escudos humanos –literalmente– a los civiles que encontraron en su camino a la toma de La Moneda para protegerse de los disparos de los francotiradores que defendían el gobierno constitucional).

    Matando a la perra se acaba la leva, fue otro de sus gritos con que arengó a su soldadesca sin mostrar la cara pero captado también por los curiosos de las ondas del aire. Asesinando a Allende, quiso decir, en el argot chileno, se terminaba con la fiebre izquierdista, como se acaba con el hambre de sexo de los perros, que se arremolinan detrás de una hembra en celo, matando a ésta.

    También ordenó a quienes tomaban el palacio presidencial exigir a sus ocupantes la rendición incondicional y los suben al avión y por último los van tirando (como hicieron los militares argentinos, arrojando presos políticos vivos desde aviones al mar). Los agentes del avión espía que revoloteaba discretamente sobre los Andes se miraron unos a otros. El que hablaba castellano tradujo para los demás. Ellos sabían que para la CIA era un negocio redondo que hombres a su servicio arrojen vivos desde los aviones a sus adversarios ideológicos. Así, creían ellos, no era la CIA la que se ensuciaba las manos.

    La vocecilla tenebrosa de El General, templada por el envalentonamiento que le prodigaba la adrenalina en su madriguera secreta, invadió el aire a lo largo de esos momentos tensos. El General llamó a quienes se encontraban dentro de La Moneda jetones . . . mugrientos – referencias despectivas en la idiosincrasia chilena.

    Tanto los radioaficionados como los espías captaron también la condena del Presidente Allende después que éste escuchara el primer comunicado de los golpistas firmado por los jefes de las fuerzas armadas que le habían jurado lealtad cuando asumió el cargo presidencial: Traidores de mierda.

    Después, la bandera chilena, incendiada por los bombardeos de los aviones de la FACH (Fuerza Aérea Chilena) cayó envuelta en llamas desde la punta del mástil de La Moneda. Se estrelló sobre el cemento frío, en un golpe seco, como un pájaro sin vida.

    ¡Feliz Navidad!, gritó en ese instante una mujer, con una voz rebosante de júbilo, en una lujosa habitación del sétimo piso del hotel Carrera, al lado de La Moneda. Era la única mujer entre el enorme grupo de agentes de la CIA congregados en la suite. Nadie contestó, pero todos sonrieron felices. Sus rostros reflejaban la vibrante emoción del triunfo. Ellos habían seguido el golpe minuto a minuto, mirando por la ventana el bombardeo aéreo y asomándose para ver el avance terrestre del ejército. Sabiendo anticipadamente que el golpe estaba planeado para ese día, la CIA rentó la habitación estratégicamente ubicada. Los agentes, sin embargo, habían sido un tanto pesimistas con respecto a la maniobra para derrocar al Presidente Allende. La mujer que gritó incluso había argumentado que ello era imposible antes de Navidad; pero dijo que si el golpe ocurría y resultaba exitoso ello sería como un regalo de Navidad para la agencia, aunque fuese aún setiembre. Cuando vieron caer la bandera muerta y sometida, no cabía duda: el golpe había sido consumado. El grito de la mujer estalló en inglés: Merry Christmas!

    La noticia voló a través del teléfono y en menos de un minuto aleteó en la oreja de Henry Kissinger, asesor de seguridad nacional del Presidente Nixon en ese momento. Kissinger telefoneó inmediatamente a Nixon para darle la buena nueva. La cínica respuesta del Presidente de los Estados Unidos de América quedó grabada para la historia: Pero nuestra mano no aparece en esto. Henry El Sucio, que se exhibía en las pasarelas del espectáculo político del mundo investido de una suerte de príncipe de la democracia, secundó a su jefe con morbosa complicidad: Nosotros no lo hicimos . . . Quiero decir, nosotros los ayudamos . . . creamos las condiciones lo mejor que pudimos.

    El General terminó de afilar su mirada y la clavó por turnos en los ojos de los dos oficiales vestidos de civil sentados en el mullido sofá de cuero negro. Se puso de pie. Los dos hombres saltaron del sofá y se pusieron también de pie en el acto, manteniendo una rígida posición de firmes.

    –¿Cuál es la misión? –gritó ásperamente El General, reventando el silencio absoluto de la sala habitada únicamente por los tres hombres. Su voz estalló en falsete y chillona, pero sonó también aterradora y escalofriante como la bulla que el cuchillo arranca a la rueda de afilar.

    –¡Salvar la patria, mi general! –contestaron los dos hombres de un solo grito, moviendo la boca al mismo tiempo.

    –¿Cuál es el método?

    –¡No dejar huellas, mi general!

    El General y los dos hombres berreaban a todo pulmón y con total confianza, pues sabían que sus gritos no se escuchaban afuera: la oficina era a prueba de ruidos.

    –¿Dónde está el enemigo?

    –¡Escondido, mi general!

    –¿Y qué tenemos que hacer?

    –¡Matarlo, mi general!

    En cada grito se hinchaban las venas de sus cuellos. Eran gritos desinhibidos, escupidos al aire con una emoción más fuerte que la emoción humana y resonaban en la soledad de la sala como intermitentes aletazos de enloquecidas aves de rapiña.

    –¿Cómo vamos a eliminar al enemigo?

    –¡Sin piedad, mi general!

    –¿Cuál es la táctica?

    –¡Operación Cóndor, mi general!

    1  

    Contacto en Madrid

    El station wagon Volvo blanco se corporizó sigilosamente sobre el asfalto húmedo de la inmensa explanada y avanzó despacio, abriéndose camino bajo la llovizna fría que bañaba Madrid ese día. Se dirigía, evitando hacer ruido, hacia el Boeing de LanChile que reposaba, con los motores aún apagados, contra las siluetas oscuras de los hangares del Aeropuerto de Barajas.

    Eran las doce del meridiano, pero el día era gris, opaco. Triste. De esos que los españoles llaman fatal.

    O tal vez un poco más que fatal.

    El vehículo se detuvo dos metros antes de meterse debajo de la enorme panza metálica del avión. Inmediatamente se abrieron sus cuatro puertas de los lados y apareció un hombre por cada una de ellas. Los cuatro hombres se protegían del frío con gruesos capotes oscuros que les llegaban hasta los tobillos. Uno de ellos, el que salió del asiento del conductor, caminó resueltamente hasta encontrarse con la figura de un hombre alto y delgado que, como una estatua, lo esperaba de pie debajo de la cola del Boeing chileno y que vestía un impermeable que le llegaba también hasta los tobillos. Sobre su cabeza se veía un boquete negro. Era la puerta abierta del compartimiento de carga del aeroplano.

    Las luces interiores del avión no habían sido encendidas.

    El recién llegado le extendió un manojo de papeles blancos tamaño carta. El que lo esperaba sacó las manos enguantadas de los bolsillos del sobretodo y los recibió, pero mantuvo la vista fija en el station wagon. Sin quitarse los guantes bajó luego la mirada sobre las páginas, leyéndolas detenidamente al comienzo, y luego, cuando se sintió satisfecho, las hojeó más rápido, pero al llegar a la última se tomó un tiempo largo observándola minuciosamente.

    El otro hombre lo miraba atento.

    Sin dejar de leer, comenzó a deslizar despacio una mano y la metió en cámara lenta detrás de las solapas del sobretodo. Pacientemente, ignorando al hombre que lo miraba atento, extrajo un bolígrafo y firmó. El hombre pudo escuchar el rápido arañazo que produjo al trazar su rúbrica sobre el papel. Entonces le miró por primera y última vez la cara, le extendió los papeles de regreso y pronunció la única palabra que le dirigió en toda su vida: –Conforme.

    El otro no habló. Dio media vuelta y agitó brevemente una mano en el aire. Inmediatamente sus tres acompañantes, que permanecían de pie flanqueando el station wagon, se desplazaron hacia la parte trasera del coche y abrieron la puertezuela.

    El hombre que había firmado igualmente levantó y agitó un brazo y en el acto estalló el arranque del motor eléctrico de un pequeño transportador de carga que posaba inadvertido contra la pared de un hangar. El pequeño vehículo, con dos postes de metal en el frente y dos puntas horizontales también metálicas en la base, separadas una de otra

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