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El Hijo Del Candidato
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Libro electrónico434 páginas5 horas

El Hijo Del Candidato

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El senador Bertrand Sullivan es un poltico de cuna. Viudo, rico, carismtico, inteligente, y sobre todo, aspirante a la presidencia de Estados Unidos. Su hijo Chris atraves una adolescencia desordenada y el Senador quem algunas naves para limpiar sus antecedentes. Aos despus, el joven decide embarcarse en un crucero por las Islas Griegas, das antes de las elecciones donde su padre se juega el futuro.
Una de las noches a bordo, el septuagenario doctor retirado Thomas Duncan, lee un libro en cubierta y cree ver cmo cae una persona por la borda. El inspector ateniense, Marcus Aritaki, se hace cargo de la investigacin.
Asesinato, suicidio, accidente?
Con prosa ligera, dinamismo y suspicacias, El Hijo del Candidato promete entretener sin agotar; instruir, sin afectar; deleitar, sin aburrir.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento29 mar 2012
ISBN9781463323240
El Hijo Del Candidato
Autor

Ernesto MORALES ALPÍZAR

Ernesto Morales Alpízar nació en Bejucal, La Habana, Cuba. Estudió letras, música e idiomas. Premios Nacionales en Cuba: Novela (1975): “Inesperada profesión”. Cuentos (1978): “7 Variaciones policiales”. Selección de Cuentos (1980): “Actividades respetables”. Ganador de tres Primeros Premios de Publicidad y 7 Nominaciones (A.I.R): Achievement In Radio, del Sur de la Florida (1996, 97, 98 y 99). Es periodista, traductor, articulista, y productor de radio. Libros publicados: “Expediente de un emigrante” (1999), “Terror en Miami” (2000), “Secuestro” (2002), “El día del huracán” (2003) y “El ilegal” (2005). Obtenibles en las páginas de Internet dedicadas a la venta de libros.

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    El Hijo Del Candidato - Ernesto MORALES ALPÍZAR

    Contents

    INTRODUCCION  

    EL DETONANTE  

    LOS ANTECEDENTES  

    1  

    2  

    3  

    4  

    5  

    6  

    7  

    8  

    9  

    10  

    11  

    12  

    13  

    14  

    15  

    16  

    17  

    18  

    19  

    20  

    LA INVESTIGACIÓN  

    21  

    22   

    23  

    24  

    25  

    26  

    27  

    28  

    29  

    30  

    31  

    32  

    33  

    34  

    35  

    36  

    37  

    38  

    39  

    40  

    41  

    42  

    43  

    44  

    45  

    46  

    47  

    48  

    49  

    50  

    51  

    52  

    53  

    54  

    55  

    56  

    TRES MESES DESPUÉS  

    57  

    58  

    59  

    60  

    61  

    62  

    EPÍLOGO  

    COLOFÓN  

    El político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones.

    Winston Churchill

    Primer Ministro Británico en dos períodos:

    1940-45 y 1951-55.

    Sir Winston Leonard Spencer-Churchill (1874-1965) fue uno de los grandes líderes cuando la Segunda Guerra Mundial y fue nombrado ciudadano honorario de los Estados Unidos de Am érica. Hombre de estado, escritor, orador, historiador y artista. El único Primer Ministro Británico galardonado con el Premio Nobel de Literatura.

    Muchas de las personas que me dieron argumentos para escribir esta novela, no se imaginan que lo hicieron. No menciono sus nombres porque es obvio que no me lo pidieron. Sin embargo, sería injusto no brindarles mi reconocimiento. Gracias a ellos, tejí esta trama.

    A Amanda, por su belleza. A Ashley por su talento. A Samantha por su inteligencia. A Sofía por su picardía.

    INTRODUCCION

      

    La presidencia de los Estados Unidos es la quimera más ambicionada por los políticos norteamericanos, incluyendo, por supuesto, a los mediocres. Allí la notoriedad, los intereses y las influencias lo pueden todo.

    Para ocupar el cargo no se necesita de un talento especial; aunque quizás ayude un tanto ser algo inescrupuloso. La clase social no es muy importante, y no deja de ser sorprendente que de la noche a la mañana, si se es espléndido con los recursos, amable con la prensa y cordial con los encuestadores, se puede estar en control de los destinos de la nación.

    Sólo se necesita dinero, mucho dinero. Por paletadas. Por contenedores.

    El presidente tiene en sus manos el futuro de millones de personas. Goza de simpatías y rencores, amores y odios, amigos y enemigos. Llegar hasta ese cargo es la meta de muchos. Pero, proponérselo es una cosa, y alcanzarlo, otra.

    La sensibilidad del votante promedio es caprichosa, como el viento en el mar. Si un político iza y arría con tino las velas de su embarcación—y la suerte lo acompaña, desde luego—, tal vez, y sólo tal vez, pueda navegar y atracar en los puertos que se propone sin muchos contratiempos. Es triste que a menudo los acólitos, traidores o pendencieros, le hagan sombra, y el mandatario—culpable o no por admitirlos—pague los platos rotos.

    Otro bemol son los compromisos de campaña. ¿Fueron expresados con sinceridad o presionados por instantes de euforia, acuciados por la audiencia? ¿Se cumplirán?

    De los cuarenta y cuatro presidentes que han ostentado el cargo en Estados Unidos, ocho han muerto en ejercicio: cuatro asesinados y otros cuatro de causas naturales. Nueve fueron víctimas de atentados; dos sometidos a juicio político y uno, renunció.

    El primer mandatario es el jefe de estado y del gobierno federal; tiene cuatro millones de funcionarios a sus órdenes, comanda las Fuerzas Armadas; y dirige las relaciones internacionales. Es un trabajo agotador; apenas cuenta con tiempo libre, y aún así, es uno de los empleos más codiciados del planeta.

    Para disfrutar de esta ecuación, no es necesario ser matemático, sino político. Si llegado hasta aquí no le he explicado bien, le recomiendo la lectura de esta novela.

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    ernesto

    Morales Alpízar

    EL DETONANTE

      

    A la 1:35 de la madrugada del tercer domingo de octubre en Grecia, 6:35 de la tarde del sábado de aquel año eleccionario en Washington, Thomas Duncan, médico retirado de setenta años de edad, chequeó el reloj por primera vez. Llevaba un buen rato leyendo una novela y había perdido la noción del tiempo. Era tarde, lo sabía, y Tiffany, su mujer, quizás lo estuviera buscando por el barco.

    Se había escapado a hurtadillas del camarote porque no podía conciliar el sueño. Nunca tomaba pastillas para lograrlo y le costaba un esfuerzo extra quedarse dormido. Estaba extenuado, pero a la vez se sentía inquieto. El descenso a lomo de burro desde los casi seiscientos metros de altura desde el tope de la isla de Santorini al puerto lo había agotado física y psicológicamente. Sólo fueron unos veinte minutos bajando por una amplia escalera de caracol. ¡Pero qué veinte minutos!

    El griego que tiraba de las bridas del dúo de burros a su cargo, en uno de los cuales iba el doctor y en otro de ellos Tiffany, tenía muy malas pulgas y no hacía nada por ocultarlo. A cada paso el médico pensó que se entraría a porrazos con las bestias. La incomprensión del idioma y las costumbres le indujo a calificarlo de «tan salvaje como ellas».

    Este estresante regreso fue lo que lo agotó por completo. Ahora sentía que necesitaba dormir y no lo conseguía.

    «¿Qué mejor que un libro para caer rendido como un leño?», pensó.

    Había visitado varias de las Islas Griegas durante aquella semana por el mar Egeo y la euforia turística lo mantenía en tensión; una tensión que disipaba casi siempre leyendo en cubierta o mirando la televisión en el camarote hasta quedar dormido.

    El doctor Duncan estaba recostado en una silla blanca de extensión y respaldar alto con cojines azules, de la docena desperdigada en la popa del séptimo piso. Se trataba de un área que algunos pasajeros empleaban durante el día para caminar, trotar, o ejercitarse a placer.

    A aquella hora estaba desierta.

    Thomas calzaba zapatillas, vestía ropa casual, un abrigo ligero, y tenía los pies cruzados sobre uno de los travesaños de la baranda blanca de metal que remataba la esquina que conformaban el fondo y los costados de la cubierta de la nave. Surcaban un mar tranquilo que se veía muy oscuro, a pesar del reflejo de las luces de los salones inferiores que se proyectaban a través de los ventanales de las demás cubiertas. El cielo estaba encapotado y el ruido del agua chocando contra las costaneras de la embarcación era rítmico, susurrante. Cualquiera se hubiera quedado adormilado allí; él no. A veces sufría de insomnio y no había logrado neutralizar el estrés del día a pesar del cansancio.

    Se dejó llevar un instante por los acordes de «Woman of Ireland», una canción tradicional de Dublín, Irlanda, la ciudad donde nació, y silbó unos cuantos compases. Pasado el fugaz embeleso con sus recuerdos, trató de concentrarse de nuevo en la lectura. La brisa había conseguido despeinarlo un poco y como era fresca, la temperatura le resultaba en extremo agradable.

    «Si no fuera por Tiffany me quedaría aquí toda la noche».

    Decidió leer un rato más.

    Entonces intentó reacomodarse; se corrió un tanto hacia adelante sobre la silla y sin proponérselo, levantó la vista del libro una fracción de segundo. En ese preciso instante creyó ver caer del barco hacia el agua, justo a unos escasos metros frente a él, lo que le pareció la sombra de una persona.

    Su primera reacción fue de asombro; la siguiente de curiosidad. El doctor Duncan nunca pudo sospechar que estaba destinado a convertirse en el principal testigo de un caso que ocuparía los cintillos de la prensa y la mente de los votantes norteamericanos durante cierto tiempo. Y en aquellos instantes, tampoco pudo desprenderse de una suspicacia:

    «¿Accidente, suicidio, asesinato...?»

    LOS ANTECEDENTES  

    1  

    En su época de estudiante universitario, Chris Sullivan se vio involucrado en algunos incidentes que fueron hábilmente sustraídos de su expediente académico por amigos de su padre. Un chico con futuro en la política del país no podía exhibir un currículo con bemoles.

    Contaba quince años cuando varios condiscípulos lo invitaron a una reunión informal en la casa de un estudiante cuyos padres estaban de vacaciones. La mayoría de las cheerleaders del equipo de fútbol de la secundaria había prometido su asistencia. Para entusiasmarlo, le contaron a Chris con extrema picardía, que las fiestas de este club eran muy divertidas y se disfrutaba mucho con las muchachas.

    «¿Por qué no?», se dijo. Aún era virgen y aquella quizá fuera una gran oportunidad para dejar de serlo. Además, según supo, Beverly asistiría. Se trataba de una adolescente, también de quince años, que le sonreía en los pasillos del plantel y lo traía suspirando.

    Beverly resultó ser la líder del grupo; una joven adolescente que con su sola presencia hubiera tentado al Papa a cometer un sacrilegio. Y Chris se sintió arponeado por los celos cuando en más de una oportunidad la vio desaparecer escaleras arriba, hacia el dormitorio de la casona, para jugar a las manitas con algunos alumnos.

    La fiesta terminó bien entrada la madrugada con cierto desenfreno sexual, tragos y alguna que otra droga. Las juergas se repitieron con relativa frecuencia y Chris, sin percatarse, se enganchó con la cocaína.

    Pasaron unos pocos años y algunos de sus amigos se convirtieron en expendedores de baja estofa. Él también hizo sus travesuras, hasta que cayó en una redada. Su padre quemó algunos contactos para sacarlo de la cárcel. Lo metió de cabeza en una clínica de rehabilitación y meses después le dieron el alta.

    Este nuevo despertar a la vida le permitió matricular en el preuniversitario, a pesar de estar un poco pasado de edad, e intentar de nuevo una vida recta.

    Alguien comentó que Chris había salido de chirona porque habló más de la cuenta, lo que condujo a que otros fueran a parar a la prisión. La verdad no era ésta. Chris no abrió la boca. No obstante, una noche al salir al estacionamiento del preuniversitario, una pareja de sujetos lo golpeó salvajemente, dejándolo inconsciente y dándolo por muerto.

    Su recuperación tomó un par de meses en el hospital. En ese lapso, dos de sus condiscípulos, devenidos narcotraficantes de bajo rango, fueron encontrados en el maletero de sus autos con un balazo en la frente y otro fue hallado flotando en la ribera del Potomac.

    La justicia del bajo mundo.

    Aquellos episodios podrían haber sido los últimos de la serie, pero una de las víctimas fatales era el hijo único de Carl Walter Robinson—ex congresista por Wichita, un viejo matrero archienemigo del senador Sullivan, instalado hacia varios años en Washington—, quien a sotto voce en su círculo más íntimo, atribuyó los asesinatos a vendettas personales de carácter político. Y por supuesto, clamó por venganza.

    Lo más significativo era que el señor Robinson poseía antecedentes y recursos suficientes como para ser tomado muy en serio.

    Un año después de su salida del hospital y varios meses antes de tomar un crucero para las Islas Griegas, Chris Sullivan propinaba los últimos cepillazos a sus cabellos frente al espejo. Estaba complacido con su silueta. Sus ojos vivaces chequeaban con rapidez el atuendo que vestía, y una sonrisa de satisfacción le puso un acento extra a su desenfadado semblante. Se sentía recuperado de su oscuro pasado y aquella noche saldría a cenar, como venía haciendo durante las últimas semanas, con una espectacular estudiante de segundo año «que estaba loca por él», según creía. Su ego no le permitía inferir que quizás ella estuviera loca por su dinero o por lo que su apellido representaba.

    La joven era argentina, nacida en Buenos Aires. Sus padres la habían traído a Estados Unidos con apenas dos años de edad. Su nombre era Carolina Montaner y al naturalizarse, se rebautizó como Carol Mont, un acierto en el ambiente universitario de Washington, que a veces miraba por encima del hombro a los latinos.

    Se había propuesto conquistar el mundo de riquezas que veía en la otra acera y, aquella noche, contra la voluntad de sus padres, cenaría de nuevo con uno de los solteros más codiciados del momento, Chris Sullivan, el hijo del senador Bertrand Sullivan, candidato a la presidencia de Estados Unidos.

    Lo había visto por primera vez al azar en una tienda de electrodomésticos y le pareció un buen partido. De ahí en adelante fueron juntos a cines, restaurantes, teatros, paseos por el Mall y algunas galerías de arte. La muchacha se sentía con blindaje suficiente para atraparlo: Veintitrés años, trigueña, ojos azules, rostro hollywoodense y un sex appeal para derretir glaciares.

    Mientras, sus padres veían un riesgo enorme en aquella relación.

    «Aunque no lo creas, ese mundo es demasiado complejo para ti. Eres muy joven aún», le repetían sin cesar.

    Ella no les ponía atención. «Mis padres están chapados a la antigua», comentaba con sus amigos.

    El destino les daría la razón.

    2  

    El «Biarritz Restaurant» en Georgetown era el sitio adecuado; un lugar carísimo de clase alta, supuestamente discreto. Los políticos y funcionarios más encumbrados, artistas y diversas personalidades del momento se daban cita a diario allí. Por tanto, no faltaban nunca unos cuantos periodistas y paparazzis agazapados en las cercanías, en procura de novedades. Tenían prohibida la entrada al lugar, pero nadie podía echarlos de las calles, a tenor de la Primera Enmienda.

    Carol llegó a la cita quince minutos tarde. Sus amigos siempre la disculpaban aduciendo:

    «Es tan femenina que, aunque se lo proponga, nunca podría ser puntual».

    Cuando su contorno se dibujó en el umbral, manando frescura, el silencio entre los comensales del «Biarritz» fue toda una pleitesía. Por un instante no se oyó el típico ruido de platos y cubiertos.

    El mattre d’ llegó, solícito, sin poder diluir el brillo que asomó a sus pupilas.

    —Buenas noches, mademoiselle...—dijo, reverente.

    —Buenas noches. ¿El señor Sullivan?

    —La espera.

    —Lo sé—sonrió, prepotente, como para la publicidad de un dentífrico.

    —Me acompaña, por favor—agregó el empleado.

    Carol caminó, altiva. Los hombres la miraron de soslayo. Los rabillos de los ojos se dispararon, disputándose la exclusiva. Las mujeres de las mesas adyacentes tensaron las clavijas del poder sobre sus maridos. Una no pudo contenerse y le soltó un taconazo disimulado al tobillo de su pareja, y otra le atinó un pellizco en la pierna a la suya.

    Chris se puso de pie, nervioso. Le gustaba Carol. Era un ejemplar de puntería; pero aquella noche la encontraba más arre-batadoramente atractiva que de costumbre. Se besaron en ambas mejillas como bienvenida, muy al estilo europeo.

    —¿Esperaste mucho?—ella suponía que sí, pero...

    —Oh, no. Acabo de llegar.

    El mattre d’ le ofreció asiento con un gesto y le adelantó la butaca cuando ella hizo la flexión para sentarse. Le colocó un elegante menú en las manos, hizo otro tanto con Chris, y se alejó envuelto en un ritual.

    La conversación entre ambos fue lo trivial que puede esperarse entre jóvenes que cenen juntos y pretenden seguir su libreto sin decir mucho, tímidos. La comida transcurrió sin incidentes. Chris tenía entradas para el teatro y la noche se anunciaba de manera espectacular.

    Tocando a su fin, después que el camarero se retirara con el pedido de los coffees, se acercó una señora vistiendo un traje «que no le sentaba del todo», según opinó interiormente el mattre d’ a su llegada. Iba del brazo de un septuagenario.

    Chris había notado con anterioridad que la anciana los estuvo fisgoneando con indiscreción durante la velada.

    —¿Es usted por casualidad el hijo del senador Sullivan?—preguntó la recién llegada, como quien pretende confirmar una corazonada.

    Chris no la conocía y decidió ser amable. Se puso de pie y le tendió su mano derecha.

    —Así es, señora.

    —Creo haberle visto por la televisión—dijo ella sin devolverle el gesto.

    El joven se sintió extrañado con la descortesía, no obstante, sonrió y se inclinó, caballeroso.

    —¿Y ella es.?

    —Carol Mont, madame—terció la muchacha, inclinando ligeramente la cabeza hacia adelante.

    —La conozco también—tosió—. La vi hace poco en un hotel de Alexandria.

    —¿A mí?—preguntó la estudiante entre educada y sorprendida. Se le notaba un tanto nerviosa.

    —Sí. Usted no pasa inadvertida en ningún lugar, señorita—le punteó con el índice. Se volvió hacia Chris—: Iba con su padre.

    Los ojos de Chris se extraviaron, incautos.

    —Estoy segura de que está en un error, madame—un arrebol subió a los pómulos de Carol—. No tengo aún la dicha de conocer al señor Sullivan.

    —Nunca me equivoco, joven—arremetió la señora con un ligero matiz de insolencia.

    —No le hagan caso, por favor—intervino muy quedo el marido de la anciana. Y haciendo bocina con una mano sobre la boca, se acercó a Chris, bajó la voz aún más y le susurró—: Olvidó tomar sus pastillas hoy; es muy emotiva... perdónenla—y le tiró del brazo con disimulo.

    La mujer no cedió.

    —El senador subió del brazo con usted en el ascensor.—dejó caer las palabras, virulenta.

    —La señora está confundida—adujo Chris, intentando aliviar la tensión.

    —He oído decir que su padre es un viudo picaflor.

    —Señora. eso puede sonar desagradable—el joven Sullivan había escuchado ciertas versiones sobre las ligerezas de su padre, aunque nunca las tomó en serio.

    —¡Ya basta! ¡Nos vamos!—insistió el septuagenario, dándole un fuerte tirón del brazo a su mujer.

    Las señoras de las mesas cercanas desviaban la mirada. Los caballeros disimulaban. Los camareros continuaban con su trabajo sin perderse un detalle. Todos escuchaban con atención. La escena era algo inaudito en el «Biarritz».

    —¡Suéltame, Sebastián!—casi gritó ella, con los ojos inyectados de rabia mirando a su marido. Y volviéndose a Chris:

    —Perdóneme, jovencito—la modulación era de soberbia—. ¿Me llama mentirosa?

    —No me deja otra alternativa.

    El mattre d’ se apareció de la nada, y dirigiéndose a la pareja de ancianos, tomó a la señora por el brazo y sugirió sutilmente la salida, mientras la empujaba con disimulo:

    —Ya se retiraban, ¿eh, madame...? Puedo acompañarles hasta la puerta.

    El marido de la señora se sintió aludido, su actitud se debatía entre el enfado y el bochorno.

    —¡Suélteme! Usted no tiene por qué meterse en lo que no le importa, jovencito—gritó la mujer al mattre d’, soltando su brazo de un tirón con ademán despectivo y punteándole con el índice directamente a los ojos. El hombre se sonrojó.

    El espectáculo parecía propio de un restaurante de baja catadura. Llegados aquí, los comensales detuvieron sus cubiertos y se valieron de una atención velada, propia de la clase alta.

    —Todos los políticos son iguales—añadió la sesentona—. Explotan a las jovencitas.

    La mujer parecía llevar una cruzada particular contra la corrupción. Hay fanáticos de partidos capaces de delatar de nuevo a Cristo.

    —Señora, por favor, le exijo respeto—Chris subió la voz unos decibeles mientras miraba para todas partes. Los colores de su rostro se acentuaron con prontitud.

    —Abusadores—chilló la anciana, y le lanzó al joven una mirada, mezcla de odio y desprecio.

    Sin detenerse, dio media vuelta y salió a buen paso del «Bia-rritz», dejando detrás a su esposo que la perseguía con dificultad.

    El silencio inmediato duró apenas unos segundos.

    —Tenía entendido que éste era un lugar privado, discreto.—argumentó Carol, susceptible, en tono enfadado.

    Chris, con cara de circunstancias, balbució:

    —Lo es. No me explico cómo...

    —Este show es dantesco, Chris—los ojos de la joven se nublaron.

    —Tendrás que acostumbrarte, Carol. Los enemigos políticos de mi padre son capaces de cualquier cosa.

    3  

    En política hay un axioma irrebatible: «Calumnia, calumnia; calumnia que algo queda». Y en esta oportunidad también funcionó. Los paparazzis se la pasaron en grande sacando fotos cuando Chris y Carol salieron al área de estacionamiento mientras los empleados del valet parking les traían su auto. Las cámaras tomaron vídeos. Un reportero quiso entrevistarlos. Chris se negó. En cuestión de minutos, la televisión se hizo cargo.

    La administración del restaurante no pudo hacer mucho por evitarlo a pesar de su cacareada privacidad. La prensa tiene tomada por asalto la sociedad moderna en muchas áreas, y el soborno generoso de algunos reporteros pródigos abre muchas puertas, cerradas en apariencia.

    El senador Bertrand Sullivan fue avisado de inmediato por uno de sus asistentes a través de una línea segura. Iba en un auto oficial con chofer para una comida de recaudación de fondos. Aún faltaban meses para las elecciones, pero ningún detalle podia pasar inadvertido ni ningún dólar podía caer en la bolsa equivocada; todo tenía que ser fiscalizado. Incluso las casualidades debían ser controladas. Viajaba sólo en el asiento trasero y encendió el televisor del auto. Los detalles no eran tantos como cabía esperarse.

    Llamó al portátil de su hijo buscando una explicación. Sus relaciones no eran las mejores pero, tampoco eran malas, y quería estar preparado. Pronto lo llamaría toda la prensa de Washington, por no decir de todo el país.

    —¿Chris?—el joven también tenía una línea segura pagada por el partido. Una previsión recomendada por uno de los asesores de su padre.—Sí.

    —¿Qué pasó?

    El joven fue reticente al contar la historia.

    —¿Así que fue eso?

    —Sí. Una señora. Salió en CNN, FOX, CBS y quién sabe cuantas cadenas más.

    —No la vi—contestó—. Descríbemela—el tonillo fue ácido.

    Chris lo hizo, desganado.

    —Ya sé quien es—comentó—. Una vieja hija de puta. Se acostaba con Russell hasta hace poco. Ahora ya no puede, claro. Le dio un stroke y se le torció el labio. Está bajo tratamiento. Esos accidentes cerebro vasculares son de cuidado,

    El ex gobernador de New Jersey, Rick Russell, era otro de sus oponentes. Se odiaban a muerte.

    Silencio al otro lado de la línea.

    —Bien. Gracias, Chris. Deja el asunto a mi cargo. Sé cómo manejarlo—dijo el senador.

    —No me explico cómo pudo producirse un suceso así en el «Biarritz».

    —Estoy casi seguro de que el escándalo fue organizado. Tenían a la vieja al tanto. Se enteraron de tu cena en el «Biarritz» y la colocaron allí para dar un espectáculo. Les conviene. En cualquier caso cualquier aprendiz de abogado puede probar que está chiflada; pero la imagen queda.

    —¿Cómo se enteraron?

    —En esta esfera todo se sabe si no se oculta bien.

    —¿Por qué yo?

    —Porque conmigo no pueden. Saldrían muy mal parados. Sé defenderme. Buscan hacerme daño en las encuestas. Te escogen a ti. Te suponen vulnerable.

    Chris decidió dar un giro a la conversación.

    —La señora Matthews dijo que te vio en compañía de Carol. ¿es cierto?

    —¿Qué Carol, Chris? Conozco varias.

    —Carol Mont. Los vio en un hotel de Alexandria

    —¿La argentina? Sí. Estuve con ella allí.

    Chris se puso un tanto nervioso y se demoró unos instantes para formular la siguiente pregunta.

    Era crucial.

    —¿Ella.?

    El senador estuvo a punto de soltar una carcajada, pero se contuvo.

    —No, Chris. Por supuesto que no. Es una chiquilla. Una informante. Se mueve en círculos de relevancia. Es muy audaz y yo le sigo la corriente. Me cuesta, pero vale la pena.

    Chris cerró los ojos, complacido a medias. No salía de su asombro. Titubeó.

    —¿Una informante de tu partido?

    —Digamos que sí.

    —Ella también es vulnerable.

    —Es cierto, pero, me gusta su estilo. Necesito cabilderos entre los jóvenes.

    —¿Sabías que iba a cenar conmigo hoy?

    —No. Sé que frecuentan lugares públicos.

    —No dices que en tu mundo se sabe todo.

    —Sí. Pero no desconfío de ti ni tengo por qué averiguar con quien te acuestas; y mucho menos hacerte daño.

    —¿Por qué te sirves de ella? ¿Acaso no tienes asistentes de campaña?

    —Prefiero que todos estén de mi lado. La conocí en un local en Georgetown, donde di un discurso de recaudación. Me pareció inteligente y talentosa. Se me brindó y ha resultado muy valiosa. Se empeña en ser discreta y así evita que le hagan proposiciones deshonestas.

    —No me explico cómo no me lo había comentado.

    —Las mujeres son discretas cuando quieren, Chris. Le dije que no te pusiera al tanto. No te hubieras comportado con naturalidad.

    Chris decidió no continuar. Su padre tenía todas las respuestas.

    —O.K.

    El senador pareció inspirado y, como acordándose, dijo:

    —Un último detalle.

    —¿Sí?

    —Si algún periodista te acosa de nuevo, insinúale, no afirmes, que quizás la señora Matthews esté motivada por algún vínculo del pasado con uno de mis rivales.

    —No sé actuar, papá.

    —Haz lo que te digo. Es simple. Se callará la boca.—alzó la voz y se arrepintió de inmediato.

    —Trataré.

    —Está en juego mi prestigio, Chris. Y el tuyo.

    —Está bien. Diré eso.

    —¿Chris?—¿Sí?

    —¿No creerás el cuento de esa señorona?

    —Por supuesto que no, papá—masticó las palabras. Ahora no estaba muy convencido. Su padre tampoco era un santo.

    «En realidad, apenas conozco a Carol. Si fue capaz de ocultarme su relación proselitista con mi padre, quizás sea capaz de quién sabe cuántas cosas más», coligió, como el joven inexperto que era.

    Bertrand percibió la imprecisión y se mordió un reproche. Pero no podía seguir perdiendo tiempo. Tenía que repasar su próximo discurso.

    —O.K. Me alegro de que lo entiendas, Chris—colgó sin despedirse.

    El joven Sullivan cerró la tapita del celular. Le vino a la mente la imagen de su madre en el lecho de muerte cinco años atrás. Sus quejas. Sus reclamos. Su tristeza. ¡Cuántas noches se quedó dormida, esperándolo para cenar!

    Y un par de dudas revolotearon entre sus pensamientos:

    «¿Debo creerle a mi padre? ¿Será cierto lo que dijo la señora?»

    4  

    Unos días después una furgoneta que no respetó una señal de tránsito embistió el vehículo que conducía Carol Mont, exactamente por su portezuela. El estrepitoso accidente le arrancó la vida al instante y el conductor se dio a la fuga, desapareciendo de la escena. Un testigo presencial declaró que no pudo anotar o memorizar la chapa pues venía en su auto en sentido contrario y todo se produjo muy rápido. Tampoco reconoció la marca, modelo o año del vehículo. Sólo estuvo seguro del color y de que, en su opinión, el hombre que iba al timón pudo haber evitado proyectarse contra el BMW de la joven. Esto levantó contradictorias sospechas que fueron acentuándose o atenuándose con el paso del tiempo.

    Una donación anónima permitió un velatorio y entierro con la pompa debida. La chica quedó demasiado desfigurada y sus padres, siguiendo las recomendaciones de la funeraria, se negaron a ver su rostro por última vez. Según declaraciones obtenidas por el reportero de un tabloide dedicado a los escándalos locales, el padre de la joven juró ir hasta el fin de las investigaciones. Era muy religioso y aceptaba la muerte por accidente. «Nadie puede contra el destino». Pero juró vengar a su hija si algo turbio se escondía detrás de su desaparición, lo cual se apartaba un tanto de la tónica de su fe.

    Días más tarde, los Montaner recibieron en su casa la misteriosa visita de una pareja de hombres que, a nombre del partido de Sullivan, le dejaron una generosa suma de dinero en efectivo a cambio de limitar en lo posible sus contactos con la prensa y guardar un respetuoso silencio por el alma de Carol. Al menos, esta fue la sutileza que entendieron los argentinos, desprendida de la breve conversación que sostuvieron con los visitantes.

    «Los periodistas lo enredan todo—le dijeron—. Su hija necesita un eterno descanso en paz».

    Los Montaner no conocían, ni por supuesto habían oído hablar nunca de «Los Tintoreros». Ni siquiera Carol, en vida, conocía o sospechaba de su existencia.

    «Lucían muy elegantes, aunque tenían cara de pocos amigos», opinó la madre de la joven en una llamada a sus familiares en Argentina, debidamente grabada por la Agencia Nacional de Seguridad, NSA, en sintonía con su programa de rastreo de comunicaciones internacionales.

    Este detalle, por supuesto, no lo recogió la prensa.

    En medio de la vorágine noticiosa dominical, un paparazzi le pasó dos fotos a los periódicos: En la primera, Carol salía del «Biarritz Restaurant» del brazo de Chris Sullivan la noche del incidente con la señora Matthews. En la otra, la joven argentina se veía en una animada charla con el senador Bertrand Sullivan en el lobby de un hotel de lujo en Arlington.

    Por supuesto, Russell, se dispuso a sacarle lascas al asunto. Muchos otros políticos como el ex representante Robinson se subieron al carro sensacionalista y los reporteros y cronistas del área se dieron banquete con algunas suspicacias.

    Desde el día del fatídico incidente, Chris lucía desolado; o al menos, eso decía la prensa.

    Bertrand Sullivan por su parte sabía que los tropiezos de su hijo empañaban su candidatura y entorpecían sus ambiciones. Por eso, desde su adolescencia, siempre trató de encubrirlos o disimularlos. Sus opositores políticos lo sazonaban a diario, argumentando que sus asuntos personales requerían demasiada atención y no le permitirían dedicarse al ejercicio de la presidencia. Lo tachaban de «candidato perfecto para la impugnación».

    El senador se prometió resolver aquel conflicto a cualquier precio. Era muy astuto y sabía que su propio partido no las tenía todas con él. Lo habían apoyado para obtener la candidatura porque no contaban con otro tan carismático y querían obtener la presidencia a cualquier precio. Un confidente le advirtió que se movía por un campo minado. Un mal paso y ¡zas! Volaría por los aires.

    Esta preocupación no lograba neutralizar el sueño que le hacía salir del chapoteo de

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