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La Maleta Del Traficante: Novela
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Libro electrónico346 páginas5 horas

La Maleta Del Traficante: Novela

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La Maleta del Traficante describe con crudeza el nacimiento de un Narco Estado en Sudamrica, accin alentada por un gobierno militar autoritario y corrupto, encaramado en el poder a travs de un golpe de estado ocurrido a principios de la dcada de los ochenta.
Los hechos sangrientos ocasionados por el ilcito trfico internacional de droga y la lucha desplegada en contra del flagelo por un grupo de personas valientes e idealistas, ponen la dosis de suspenso a esta novela que desvela los peligros que se ciernen sobre la humanidad a causa de una actividad delictiva cada vez ms difundida y creciente.
La monstruosa cantidad de dinero que genera la actividad del narcotrfico hace que la corrupcin llegue a comprometer a las ms altas estructuras del gobierno, provocando una serie de ilcitos destinados a proteger a los crteles de la droga.
La lucha desatada entre dos poderosos narcotraficantes, lejos de menguar el ilegal trfico, provoca atroces muertes entre los afiliados a los clanes mafiosos. Los sicarios de ambos rivales cobran su tenebrosa cuota de sangre en enfrentamientos por el predominio. En ese peligroso ambiente, algunos hombres de bien impulsados por sus principios y por su coraje, inician una campaa en contra de los grupos de poder que manejan el pas, empeados en una tan peligrosa como heroica gesta. La Maleta del Traficante es una obra que mantiene en vilo al lector y hace que resulte difcil suspender su lectura.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento7 ene 2013
ISBN9781463345556
La Maleta Del Traficante: Novela
Autor

Mario A. Kisen Brieger

Mario A. Kisen Brieger nació en Tarija, Bolivia, en 1943. Se graduó como Ingeniero Mecánico y Electricista de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). En 1974 fue becario de USAID para un posgrado en los Estados Unidos de América. Su participación como gestor e ingeniero en varios emprendimientos estatales en el campo de la energía eléctrica le valió recibir en 1989 la condecoración de El Cóndor de los Andes, en el Grado de Caballero, máxima presea que otorga el Gobierno de Bolivia a sus benefactores. Aparte de haber gestionado y liderado numerosos proyectos de desarrollo e industriales, Mario A. Kisen Brieger ha dirigido actividades en el campo de la educación, el periodismo, el comercio y los seguros. Así mismo, ha sido dirigente de instituciones cívicas, profesionales y empresariales por muchos años. Esta multiplicidad de actividades le prodigó la experiencia y la sensibilidad necesarias para incursionar en el campo de la literatura, específicamente en el género de la novela. A la fecha ha publicado dos novelas, ambas de acción y suspenso; pero que fundamentalmente son obras que incluyen duras críticas a los vicios que afectan a las actividades políticas de los países de América Latina. El autor deja entrever en sus libros que la corrupción política es la causa fundamental del atraso económico y social de los países de esta parte del mundo.

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    La Maleta Del Traficante - Mario A. Kisen Brieger

    CAPÍTULO I

    René Clemencia Y Sus Amigos

    La vida de Andrés Deline transcurría entre la placidez de sus visitas al campo en compañía de su viejo amigo René Clemencia y su trabajo como propietario de una empresa dedicada a estudios y diseños de ingeniería, cuyas oficinas estaban en la pequeña ciudad de San Bernardo donde había nacido. Don René, como Andrés llamaba a su amigo, era un hombre que pasaba de los setenta años de edad, mientras que Andrés apenas superaba los treinta. Andrés solía decir: todos tienen un viejo amigo, pero yo tengo un amigo viejo, que es mejor. La afinidad intelectual entre ambos era tal que superaron desde un principio esa barrera generacional que, en la mayoría de los casos, es casi infranqueable para dos individuos con más de treinta años de diferencia de edad. Pero no era sólo la edad la diferencia entre ellos, sino también su preparación académica que, en el caso del joven, llevaba el sello de una famosa universidad de la Argentina completada con cursos de posgrado en Estados Unidos de América y Brasil. En cambio don René sólo llegó a superar la escuela secundaria, al final de los años treinta, en la pequeña ciudad de San Bernardo, lugar donde también había nacido. Pero esta diferencia de educación formal no fue obstáculo para que René Clemencia desarrollara una inteligencia superior a los coetáneos de su pueblo y tampoco para que su sed de conocimientos lo llevara a informarse, por todos los medios a su alcance, de muchos aspectos de la vida y de las ciencias. La mente de don René era una esponja permeable a las novedades científicas y sociales, que a la vez era una enciclopedia informal, desordenada, inquieta y algo confusa; pero también vibrante e interesante para quienes la pudieran entender. Andrés era uno de los que apreciaba esa cabeza llena de ideas, proyectos y conclusiones. La mayor parte de las iniciativas, lanzadas al voleo por don René no resultaban prácticas ni posibles, aunque no dejaban de ser interesantes por su novedad y temeridad. Lo que sí, era imposible aburrirse en su presencia porque siempre estaba despertando inquietudes entre sus compañeros de tertulia. Don René, pese a su limitada educación formal, había tenido la oportunidad de desempeñarse en algunos cargos diplomáticos de cierto nivel gracias a su inteligencia, pero también a los favores de un ilustre primo metido en la política hasta los tuétanos y que ocupó muchos cargos públicos de relevancia. Don René recibió ayuda de su primo para lograr sus nombramientos en la diplomacia pero no hay que descartar los méritos de su inteligencia y su roce social que fueron fundamentales para que fuera elegido varias veces como cónsul en ciudades de Europa. Gracias a sus esporádicos trabajos en delegaciones diplomáticas en España y otros países de Latinoamérica había estado en contacto con gente muy instruida, había gozado de los placeres que brindan esos cargos que, para muchos, eran una manera de gastar la plata de países pobres en lujos propios de los ricos y sin ninguna utilidad tangible ni intangible. Pero esa visión del mundo exterior produjo en René Clemencia cambios importantes en su manera de pensar y lo lanzó a intentar imitar, en el lugar de su nacimiento, algunas de las cosas que él consideraba buenas de esos confines europeos y americanos, alejados en tiempo y distancia de su pequeña y apacible ciudad del sur de su país. Es cierto que algunas de sus iniciativas no prosperaron, ni siquiera tuvieron el hálito de iniciarse; pero otras, como los proyectos de reforestación que promovió en una zona erosionada cercana a su casa de campo, fueron de un impacto positivo y benéfico que le prodigaron la admiración y el respeto de sus vecinos cercanos y de algunos compatriotas más lejanos. Su facilidad para hacerse de amigos era proverbial y fue una de sus características que lo hicieron conocido en muchos ámbitos de la vida de su país. Sus rasgos faciales delataban su ascendencia española, a la vez que infundían confianza a primera vista en cualquier extraño que lo conociera. Los ojos negros y vivaces no dejaban un momento de moverse veloces, bajo una visera de prominentes cejas renegridas que contrastaban con la blancura rosácea de su piel. El pelo entrecano y lacio, con un mechón caído sobre la frente, le daba un aire de cierto descuido e informalidad que cualquier desconocido apreciaba como de estar presente ante un hombre no estirado y bonachón. Esa familiaridad que infundía le permitió codearse amigablemente con todo tipo de personas con las que se encontraba, incluyendo dignatarios del gobierno como con gente humilde y poco ilustrada. Era de estatura mediana y de complexión más bien delgada, adecuada para la hiperactividad que lo azuzaba. Sus interlocutores quedaban casi siempre sorprendidos por el interés que don René mostraba por las profesiones o actividades de quienes hablaban con él. De ese modo también conoció a algunos individuos cuyas labores eran sospechosas o que, según él intuía, no eran del todo legales; como era el caso de su amigo el Gordo Chávez que llegó hasta su pueblo proveniente del oriente del país, quien no pudo darle una explicación coherente sobre el motivo de su presencia en la ciudad del sur, cuando René Clemencia le preguntó. Pero éste no se inmutó ni se preocupó por ello. Así era la costumbre de este hombre vivaz y polivalente que, cuando no recibía una respuesta inmediata, pasaba a otro tema, siguiendo la vitalidad dinámica y cambiante de su cerebro. Esa actitud, algunas veces, le propició problemas porque tomaba algunos eventos importantes con cierta superficialidad.

    En cambio, Andrés Deline era un joven sesudo, reservado y poco comunicativo. Siempre dejaba hablar primero a las otras personas y jamás tomaba la iniciativa en ninguna discusión. Sus conclusiones siempre eran rotundas y de pocas palabras. Su comportamiento con don René era algo diferente, pues tenía mucha confianza con el viejo. Al punto de que con él se permitía algunas confidencias que con otros amigos no compartía. Andrés era un muchacho algo desgarbado, alto y flaco como un lagarto. Su altura delataba sus genes extraños al común de los habitantes de su país donde las personas eran más bien bajas, lo mismo que su pelo castaño y rizado, con ciertos indicios de una calvicie prematura. Sus gestos parsimoniosos le daban cierto aire de aristócrata, poco frecuentes en las personas de su pueblo, que a veces eran interpretados como demostraciones de superioridad por quienes no conocían su carácter sencillo, cordial y dotado de un gran sentido del humor. Esa característica le permitía la gran virtud de reírse de sí mismo y fue quizás el catalizador de la afinidad de caracteres entre él y el viejo don René. Muchas veces coincidían en críticas mordaces sobre hechos y personas de su país, pasando en varias oportunidades de lo jocoso de algún hecho al desconsuelo por los dramas que originaban las actitudes equivocadas, tanto de gobernantes como de gobernados, en esos aciagos años de principios de los años ochenta.

    Don René era propietario de una casa de campo, en la zona rural llamada San Lázaro, situada a menos de diez kilómetros de la ciudad de San Bernardo, en la que residían ambos amigos; de modo que algunos fines de semana invitaba a Andrés a compartir alguna comida típica de la zona, que casi siempre derivaba a la carne asada a la parrilla al estilo argentino, por preferencia del anfitrión. Andrés aportaba con la correspondiente dotación de vinos, de los que era buen conocedor por haber vivido quince años en Argentina, donde esa bebida era de diario consumo y gran aprecio. En la zona rural aledaña a la ciudad de San Bernardo empezaron a producirse buenas cepas de uvas que las bodegas transformaban en aceptables vinos rojos, cada vez mejores, merced a la presencia de tecnólogos argentinos. Sin embargo, Andrés tenía preferencia por los vinos argentinos, fáciles de conseguir en el lugar debido a su cercanía con la frontera de ese país.

    Las veladas en la casa de campo de don René eran agradables, pues concurrían invitados de mucha influencia en la zona, alternándose políticos, empresarios y profesionales destacados; pero siempre estaba presente Andrés, casi como otro anfitrión. Cuando el viejo celebraba su cumpleaños la reunión se ampliaba con la presencia de sus familiares y de otros conocidos. Generalmente en las fiestas se bebía bastante pero sin llegar a los excesos acostumbrados en la zona cuando alguien celebraba algún acontecimiento. Tanto René Clemencia como Andrés odiaban a los borrachos y a sus demostraciones exageradas de aprecio, o de resentimiento, mismas que afloraban cuando los vapores del alcohol se adueñaban de los centros superiores del bebedor. De esa manera, cuando alguien se pasaba en tragos en alguna reunión en su quinta de San Lázaro, la misma era abruptamente finalizada por el anfitrión pidiendo a los asistentes que se retiraran.

    En los días de trabajo en la ciudad, Andrés recibía casi cotidianamente la visita de su amigo don René en su elegante oficina. Compartían una taza de café comentando las noticias políticas o algún chisme de la ciudad. En esa época, las noticias políticas eran por demás alarmantes; en la sede gobierno la presidenta de la República, elegida como transacción en el Congreso luego de un frustrado y sangriento golpe de estado promovido por los militares, estaba acosada por los extremistas, tanto de izquierda como de derecha, que en el país parecían unirse cuando hay que dar por tierra a los esfuerzos democráticos de mantener la institucionalidad. Don René decía, con mucha razón: los extremos se unen como la cabeza y la cola de una maldita víbora, encerrando en medio a los verdaderos patriotas.

    Uno de esos días llega a la oficina de Andrés don René, vociferando:

    —¿Ha sabido lo que está pasando en el occidente del país? Los campesinos están bloqueando los caminos pidiendo "la chancha, los veinte y la máquina de hacer chorizos" —decía, usando un viejo modismo argentino y refiriéndose a las peticiones imposibles de ser atendidas por el gobierno, las cuales eran elucubradas por sus ambiciosos dirigentes con el objetivo de desestabilizar al régimen.

    —Antes de nada, buenos días don René. Sí, esta mañana escuché por Radio Panamericana esa lamentable noticia; incluso he suspendido un viaje que quería realizar a ciudad de La Concordia en mi nuevo Ford Bronco.

    —Disculpe Andrés, buenos días, lo que pasa es que me enerva la actitud de esos comunistas de mierda que nuevamente están provocando que los milicos salgan de sus cuarteles para tumbar al gobierno. Cierto que la señora presidenta no es la mejor dotada intelectualmente para gobernar el país, pero un retroceso en la institucionalidad sería un duro golpe a nuestra incipiente democracia.

    —Coincido con usted en que la presidenta está en una posición débil porque no tiene el respaldo de los partidos políticos importantes del país, pero no creo que sea poco capaz para manejar los negocios del estado.

    —Mire, la señora estaba bien para dirigir su minúsculo partido y para protestar con gritos en las calles, pero de allí a manejar un país…No se olvide que la dama se hizo notoria porque en su juventud, cuando era atractiva, se alió con los líderes más importantes de la Revolución del cincuenta y dos; pero ahora, de vieja, fea y obsoleta le toca por carambola la primera magistratura, a raíz de la salida estúpida ocasionada por el fracaso de dos partidos poderosos para ponerse de acuerdo enceguecidos por el odio visceral que se tienen sus dirigentes —acota don René, muy preocupado.

    —Vea, don René: en primer lugar no creo que los dirigentes campesinos sean comunistas; por otro lado, no creo que la señora presidenta sea caduca, u obsoleta como dice usted; más bien ha demostrado mesura y cuidado en las acciones que ha realizado hasta ahora; además, creo que tiene asesores de mucha experiencia que le ayudarán a pasar airosa las crisis que se presenten.

    —Usted señor erudito, en realidad es un ingenuo. La vieja está perdida junto a los asesores imbéciles que tiene a su lado, los conozco a todos. No confunda mesura con miedo, está aterrada con el cargo que le cayó encima. ¿Sabe usted quienes son sus cortesanos? Si no lo sabe se lo digo: todos los hijos de puta seudo izquierdistas que por décadas han provocado la reacción de los militares ante las medidas infantiles que intentaron imponer. No se olvide lo que le pasó a Terrazas en el setenta y uno. Ahí está ese turco Chaín, que cada vez que hay un quilombo político en el país se encarga de proveer los candidatos a morir y los militares proveen las balas —expresó el anciano con euforia.

    —No debería hablar tan peyorativamente de la vieja, usted es mayor que ella y nadie le dice obsoleto. Además, Chaín no es dirigente campesino sino minero y no creo que esté metido en este lío porque es muy allegado a la señora presidenta. Por otro lado, el comandante de las Fuerzas Armadas es primo de S. E., que de algún modo es una protección para ella.

    —Mire joven imberbe: Seré algo mayor que esa doña, pero creo que la menopausia le ha afectado a sus neuronas. La conozco de años y he compartido muchas veces con ella, le puedo asegurar que ahora no es ni la sombra de lo que fue en sus años mozos, hasta su forma de hablar ha cambiado a titubeante, cuando no confusa. Y ese Chaín, siempre está metido en todas las movilizaciones de este país, su metabolismo no le permite estar al margen de ningún despelote político, no creo en su lealtad a la señora del Palacio Quemado, ese pendejo lo único que busca es figurar para seguir en la política; otro viejo de mierda, que probablemente el cigarrillo lo mate pronto. En cuanto al primo de la señora, ese generalote altanero y ambicioso, estoy seguro que no le temblará la mano, si tiene oportunidad, para sacar de las mechas a su primita del cargo, siempre que él sea su reemplazante —añadió don René, con firmeza, pero sin borrar esa sonrisa cautivante ante su interlocutor, para demostrarle que no tomaba nada con demasiada seriedad.

    Sin despedirse, don René salió de la oficina de Andrés, omitiendo tomar la taza de café que acostumbraba en compañía de su joven amigo.

    El sábado siguiente convocó a Andrés a su casa de campo, en un día esplendoroso por lo soleado y con una temperatura que sería la envidia de cualquier paraíso turístico de mundo. El clima bondadoso era el capital más importante de esa región del país, ese equilibrio increíble entre la latitud tropical y la altitud un tanto elevada que regulaban la temperatura y la humedad de tal manera que el organismo humano se sentía muy cómodo y relajado. Cooperaban a esta condición los vientos húmedos y fríos del sudeste que otorgaban las horas de frío en invierno necesarias para que las variedades de plantas que se daban en la zona sean altamente productivas. Por esta combinación de factores, no sólo los habitantes se encontraban en un lugar agradable para vivir, sino que también las variedades vegetales se desarrollaban vitales en el valle fértil y perfumado por de miles flores y por una gran cantidad de especies de hierbas aromáticas. Las plantas de climas templados, o sea las más finas y codiciadas, prosperaban en ese extenso valle cuya ecología era parecida a las regiones templadas del mediterráneo europeo. Las vides, los olivos, las frutas de carozo, la albahaca, el tomillo, el cedrón, el orégano, la manzanilla, el romero, el anís, la hierba buena y cientos de variedades de árboles ornamentales crecían saludables y vigorosos. Pero la característica fundamental de todas ellas era la concentración de la fragancia de las frutas, de las flores y de las hierbas; producto de las muchas horas sol y de la altura ideal para esa latitud. Esa combinación de factores climatológicos hacían del gran valle del sur algo que raramente se podría repetir en otra parte del mundo. La mayoría, por no decir casi todos, de los habitantes de la zona no se daban cuenta cabal de ese tesoro ecológico tan valioso; sin embargo, don René y Andrés sí que se percataron de ello. Don René lanzaba ideas de impulsar emprendimientos productivos para aprovechar esas ventajas comparativas y producir para la exportación, pero fuera de Andrés, ninguna otra persona lo apoyó en sus intentos de convencer a las autoridades regionales, más dedicadas a los negocios turbios con recursos del Estado que a diseñar y consolidar estrategias de desarrollo para la zona. Por estos motivos Clemencia se disgustó con muchos de sus paisanos e incluso se peleó abiertamente con algunas autoridades, usando un periódico local.

    Durante el almuerzo campestre de ese sábado luminoso, don René volvió a la carga sobre el tema político que lo apasionaba:

    —¿Vio, Andrés, lo que está pasando con el bloqueo campesino del altiplano? Los indios no dan tregua, los militares no intervendrán pese a la orden de la presidenta y el bloqueo de las carreteras está produciendo grandes pérdidas y asfixiando a las ciudades afectadas por la falta de insumos. Realmente creo que el bloqueo de carreteras debería ser penado con treinta años de cárcel para los instigadores. Transitar libremente por el país es un derecho humano fundamental que nadie debería conculcar, ni siquiera el Estado. Yo veo que el puesto de la presidenta está en riesgo, no le auguro mucho éxito al intentar resolver este problema y si no lo logra, qué mejor argumento para que los militares tomen el gobierno con el consabido pretexto de conjurar el caos y la anarquía, para salvar a la patria, como otras tantas veces sucedió.

    —Creo que usted está siendo algo tremendista, tal vez la sangre no llegue al río y todo se solucione. Veo que no tiene un ápice de confianza en la señora que ocupa el Palacio de Gobierno —replicó Andrés en tono tranquilizador.

    —Cierto, yo no tengo confianza en la Barzola ésa —acotó el anciano, comparando a la presidenta con una agitadora de los años cincuenta de nombre María Barzola que puso de vuelta y media a los gobiernos de la época—, le falta calidad de estadista. Para gritar en las calles cuando era una jovencita liberal, estaba bien. Pero ahora, ni voz fuerte tiene. Usted Andrés es un rematado ingenuo, no creo que el gobierno de la señora dure mucho, le doy dos meses para que la derroquen, si no es por este bloqueo será por otra cosa.

    La discusión controvertida de ese día terminó cuando Andrés se vio obligado, por los argumentos de don René, a aceptar que le asistía algo de razón. Luego de saborear los manjares preparados con maestría por el anfitrión, la conversación discurrió por otros rumbos menos ásperos que los políticos como era la intención del dueño de casa de seguir reforestando sus parcelas con álamos que pensaba traer de Argentina, de una variedad no conocida en la zona y que era productora de una apreciada madera, aparte de su rápido crecimiento. Los amigos se despidieron prometiéndose celebrar una reunión similar el próximo fin de semana.

    La premonición de don René se cumplió casi matemáticamente. Al cabo de tres meses, el general Lino Gómez Mora, comandante general de las Fuerzas Armadas del país, se rebeló en contra del gobierno cuasi constitucional a través de un golpe de estado, al que nadie opuso resistencia, y sacó poco menos que a patadas a su querida prima y a todos los políticos que ocupaban cargos en el poder ejecutivo, cerró el parlamento nacional y dictó Estado de Sitio, suspendiendo todas las garantías constitucionales e imponiendo un toque de queda a las diez de la noche en todo el país. Además, tomó el control de todos los medios de difusión, tanto privados como estatales.

    La persecución de los opositores, o a quienes imaginaron como tales, fue feroz e indiscriminada. Como el general Gómez no estaba ni remotamente preparado para gobernar, y menos para identificar a quienes probablemente se opondrían a su gobierno de facto, lo que hizo fue desatar una represión implacable y masiva contra todos los dirigentes obreros, campesinos, profesionales, periodistas, cuyas anteriores actitudes estuvieron tildadas como de izquierda o que hayan sido activistas de la defensa de los derechos humanos. Se valió para esta tarea macabra de grupos de paramilitares que habían confabulado con los militares golpistas y cuyos antecedentes eran de la peor clase, una escoria humana compuesta por un lumpen de drogadictos y asesinos cuya organización databa de un anterior régimen militar. El primer día del golpe asesinaron a varios dirigentes obreros y a un connotado político de izquierdas, que había osado intentar llevar a juicio a un anterior gobernante militar. El cadáver del político nunca apareció, seguramente para que no se notaran los vejámenes a los que había sido sometido. Un viejo y experimentado político calificó al general Gómez como Un Caballo en una Cristalería, por su brutalidad y falta de sensatez.

    Lo peor del cambio de gobierno se vio cuando el nuevo jefe de estado nombró a su Ministro del Interior eligiendo a un camarada suyo, coronel del ejército, conocido por su desquiciado odio a cualquier individuo que no sea de extrema derecha. Este militar de apellido Argote, era conocido entre sus condiscípulos como un personaje siniestro capaz de cometer cualquier desmán movido por su carácter hormonal y violento. Las personas que lo conocían no ocultaban su sentimiento de temor cada vez que lo mencionaban, casi todos lo catalogaban como un desequilibrado mental. El coronel Argote apenas se posesionó en el ministerio empezó con las amenazas a los supuestos subversivos, reales o imaginarios, profiriendo insultos y avisos en sentido que no tendría miramientos para mandar al otro mundo a los opositores del Gobierno Nacionalista que mandaba en el país merced a la usurpación del poder, que no era la primera en la historia pero quizás la de mayor brutalidad. Se le atribuían sentencias como: Sugiero a los extremistas de izquierda que caminen por la calle con su testamento bajo del brazo. Lo grave era que cualquier ciudadano, incluso no partidario de posiciones de izquierda, por el solo hecho de disentir con alguna medida abusiva del nuevo gobierno podría ser tildado de extremista y ser asesinado o torturado. Así les sucedió a siete jóvenes pertenecientes a un partido de reciente formación que tuvieron la peregrina idea de reunirse en una casa particular en la sede del gobierno con el objeto de analizar la situación del país, los cuales fueron torturados, vejados y asesinados en la forma más brutal que puede hacerlo esta especie llamada humana, pero que es más salvaje y cruel que cualquier otra del inmenso reino animal. La delación por parte de algunos integrantes del pequeño partido opositor permitió que el coronel ministro del interior lanzara a sus sabuesos paramilitares a cumplir la macabra labor. Los despojos de los asesinados pusieron en evidencia la barbarie y el sadismo con que actúo esa hueste desquiciada. El país todo se alarmó cuando se divulgaron los detalles de las heridas infringidas a los desdichados, nunca en la historia del atribulado país se vio cosa similar. Asesinatos políticos sí los hubo, y muchos, en todas las épocas, pero la degradación a que se sometieron a los infelices supuestos conspiradores no ocurrió nunca en la historia de la nación. Así lo demostraron las huellas dejadas en los cuerpos de las víctimas de esos satánicos depredadores. Así lo relataron los sufridos parientes de los jóvenes martirizados, que pudieron observar los despojos, entre gritos de rabia y llantos en los medios de comunicación que se animaron a divulgar estas atrocidades.

    Mientras en la sede de gobierno sucedían estos actos de barbarie, en el plácido valle sureño la represión casi no se notaba, salvo por el cambio intempestivo de las autoridades principales y de algunos funcionarios técnicos cuya demostrada capacidad durante muchos años de servicio en las entidades estatales hizo germinar la envidia y despertar la ambición de unos cuantos paramilitares que fueron colocados en reemplazo de profesionales idóneos y honestos, con las consiguientes secuelas de fallos en sus trabajos a causa de su mediocridad y a una profusión de escándalos por su deshonestidad.

    Don René Clemencia y Andrés Deline siguieron con sus rutinas, pues ninguno de ellos fue afectado por los cambios efectuados por el autonombrado Gobierno Nacionalista, pues ambos no tenían relación directa en sus labores con el estado. Andrés se preocupó algo porque su empresa consultora estaba realizando algunos estudios para proyectos gubernamentales y lo primero que hicieron las nuevas autoridades, a través de alcahuetes de medio pelo, fue exigirle dinero a cambio de aprobar las planillas de avance de los estudios. Pero Andrés no les dio el gusto y dejó que se acumularan sus acreencias hasta el punto en que los mandamases de la ciudad no tuvieron otra alternativa que pagar sus servicios, pues de no hacerlo hubieran sido pasibles a procesos judiciales en los que el contratista tenía todas la de ganar.

    Por esa época se empezó a notar en el país, a causa de denuncias de algunos medios de comunicación extranjeros, que la actividad delincuencial del narcotráfico empezó a cobrar una vitalidad preocupante. La DEA de los gringos desató en el exterior una campaña feroz en contra del Ministro del Interior, el coronel Argote, acusándolo de promover la producción de cocaína en la zona central del país y de proteger a los narcotraficantes que transportaban la droga a Colombia y México, utilizando para estos propósitos a las fuerzas armadas y a la policía. Obviamente que los medios de comunicación del país estaban mudos al respecto, pues de otro modo hubieran sido asaltados y destruidos por las hordas paramilitares manejadas por el siniestro Ministro del Interior y sus directivos encarcelados, torturados y probablemente asesinados. La DEA decía que en el país sudamericano se había conformado un Cártel gubernamental de la droga. Pese a esas declaraciones el gobierno del general Gómez no se atrevió a expulsar a esa agencia de lucha contra las drogas dependiente del Departamento de Estado del país más poderoso del mundo, como exigía el ministro Argote de manera reiterativa. Pero el ministro, de quien dependía directamente la supuesta lucha contra las drogas, intentó crear un círculo de desinformación en torno a los oficiales destacados por esa agencia; para esto colocó como coordinadores con la DEA a oficiales de la Policía Antidrogas comprometidos con el régimen de gobierno y sobornados con bonos en efectivo provenientes de los principales productores y comercializadores de la cocaína. Pero era muy difícil engañar a los norteamericanos, a causa de su preparación y experiencia y, sobre todo, porque recibían informes de su central acerca del crecimiento de las áreas de cultivo de la hoja de coca y de los vuelos sospechosos detectados por la vigilancia satelital.

    El ministro Argote esmeró su exposición de motivos ante su jefe el presidente Gómez para exigirle que emita un decreto expulsando a los oficiales de la DEA, porque se dio cuenta, aunque quizá tarde, que esa agencia era muy efectiva en lo que hacía y que sus miembros destacados en el país no eran unos tontos de capirote, como inicialmente creyó. Pero Gómez lo paró en seco, no podía poner en riesgo la estabilidad del régimen. Si bien los norteamericanos no emitieron opinión en contra del golpe de estado que lo encumbró como presidente, por razones de política internacional de su lucha contra el comunismo, pero tampoco habían dado una muestra franca de beneplácito por su régimen. Sabía Gómez que bastaba una declaración del Departamento de Estado en contra suya para que sus días como presidente estuvieran contados. Cualquiera de sus ambiciosos camaradas de armas aprovecharía la ocasión para derrocarlo y, además, quedar bien con el mundo, por lo menos con el Mundo Occidental. Por lo tanto, se negó rotundamente a malquistarse con los Estados Unidos de Norteamérica como consecuencia de una decisión de esa naturaleza, pese al peligro que implicaban para su régimen las declaraciones de la DEA en los medios de prensa estadounidenses.

    Luego de transcurridos seis meses del golpe de estado que llevó a Gómez a la primera magistratura del país, René Clemencia se presentó una tarde en el despacho de Andrés con un periódico en la mano, era un ejemplar de hacía una semana del New York Times que le había traído un pariente desde el país del norte. Como estaba en Inglés, el viejo le pidió:

    —Usted que dice saber leer de corrido el idioma de Shakespeare, por favor tradúzcame este artículo sobre nuestro

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