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Santiago de Liniers
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Santiago de Liniers

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Horacio Vázquez-Rial nos ofrece, con estilo vibrante y documentación inédita, la biografía más cercana de Santiago de Liniers. De origen noble francés, entró al servicio de la Armada española y acabó convirtiéndose en virrey del virreinato del Río de la Plata y un personaje clave en el proceso de las independencias americanas.

"Si hoy me atrevo a añadir unas páginas a la historia de don Santiago de Liniers y Bremond, caballero de San Juan, es en parte debido a que la generosidad de la familia Liniers en Francia y en España me ha permitido disponer de esas cartas del virrey que definen con mayor precisión algunos aspectos de su vida, sobre todo en lo relativo a los años previos a su actuación ante las tropas inglesas en el Río de la Plata; y en parte debido a notables avances en el ámbito de la investigación sobre la política británica para América. (...) A ello se agrega el hecho de que se carezca hasta la fecha de una obra en la que se incluyan por extenso ciertos documentos, reiteradamente mencionados pero condenados a la lectura en archivos y bibliotecas. (...)

Por otra parte, creo que es hora, después de muchas décadas de furibunda crítica a la dependencia argentina del Imperio británico, de poner algunas cosas en su sitio; la primera y más importante de las cuales es la que ya sugería Groussac en la edición de 1807 de su libro sobre Liniers, al decir que el destino de éste le "deparó la suerte inesperada de iniciar la independencia de un pueblo": la reconquista y la defensa de la ciudad de Buenos Aires por su propia población, sin ayuda alguna de la metrópoli (y en más de un momento contra alguno de sus funcionarios locales), sumadas al hecho de darse un gobernante sin aguardar órdenes de Madrid, proponen una independencia de hecho de la remota colonia".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2012
ISBN9788499207841
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    Santiago de Liniers - Horacio Vázquez-Rial

    Liniers.

    Capítulo 1

    LA LLEGADA AL MUNDO DE SANTIAGO DE LINIERS

    La época

    Se nace a la historia en la historia y con historia. El lugar, la familia y la época en que se viene al mundo forman parte del porvenir de un hombre tanto o más que sus talentos, su belleza o su virtud.

    La Francia en la que Liniers vino al mundo, el 25 de julio de 1753, era la de Luis XV, el Bienamado, que reinó entre 1715 y 1774, que heredó el trono de su bisabuelo, el Rey Sol, y siempre dudó de sus propias capacidades. La viruela hizo estragos en 1712 entre los muchos descendientes varones de Luis XIV, todos tratados por los médicos de la época con las tradicionales sangrías, que poco podían hacer contra la enfermedad. Para fortuna del futuro Luis XV, que entonces tenía dos años, una inteligente institutriz, Madame de Ventadour, que probablemente supiera más sobre las experiencias de Leewenhoek con el microscopio que los empelucados galenos de la corte, impidió que se sangrara al infante, que sobrevivió. También sobrevivió al duque de Berry, que lo precedía en el orden sucesorio, fallecido en 1714. Por otra parte, el duque de Anjou llevaba años reinando en España como Felipe V, y nadie hubiese aceptado de buen grado que ciñese las dos coronas, de modo que el niño ocupó el trono a los diez años, bajo la regencia del duque de Orleáns, sobrino de su glorioso bisabuelo, y a cargo de un sabio preceptor, André de Fleury, que alcanzaría la púrpura cardenalicia y que, hasta su muerte, sobrevenida en 1743, influiría en todas las decisiones del soberano.

    Pero el deceso del cardenal no aseguró la independencia de criterio del rey, que en 1740 había conocido a Jeane-Antoinette Poisson en un baile de palacio: la hizo Marquesa de Pompadour, gestionó su divorcio y la llevó a la corte. Cabe añadir aquí que Charlotte Le Normand D’Etioles, esposa del Conde de Liniers, el hermano mayor de Santiago, era hija del marido de Madame de Pompadour, casado en segundas nupcias después de la muerte de ésta con la que había sido su amante durante los años en que su esposa legítima reinó de hecho en Francia. La Pompadour se llamaba en origen Jeanne Poisson, y se había casado con Carlos Guillermo Le Normad D’Etioles, sobrino de su tutor, que probablemente fuese, además, su padre: es decir, el suegro del Conde de Liniers era primo, además de marido, de la Poisson, a quien el dominio y el marquesado de Pompadour le fueron concedidos por el rey.

    La infancia de Liniers transcurrió en las postrimerías de la Pequeña Edad del Hielo, la glaciación que afectó al planeta en los siglos XVII y XVIII. El llamado «mínimo de Maunder» —por E.W. Maunder, astrónomo que estudió la cuestión de las glaciaciones en relación con las manchas solares— había tenido lugar en 1716, treinta y siete años antes del nacimiento de Liniers y setenta y tres antes de la Revolución francesa, y es probable que esté relacionado con las malas cosechas de la época, que empezaron a remitir precisamente a mediados del siglo: «Después de 1750 [hubo] una prolongada serie de buenas cosechas» (McPhee, 2007).

    Siendo Liniers un niño, entre 1756 y 1763, tuvo lugar la que más tarde sería —mal— llamada por los historiadores «guerra de los Siete Años», que no fue exactamente una guerra, sino una sucesión de enfrentamientos entre potencias europeas por la posesión de Silesia y por el poder colonial en América del Norte y la India. Prusia, el ducado de Hannover (finalmente anexado por Prusia en el siglo XIX), Inglaterra con sus colonias americanas (contra los esfuerzos franceses) y, posteriormente, Portugal en tanto que aliado de los británicos, compusieron un heterogéneo bando. Sajonia, Austria, Francia, Rusia, Suecia y España —en la fase final, desde 1761—, otro, igualmente heterogéneo. Los dos ejes del conflicto eran la lucha entre franceses e ingleses por la América del Norte, y el control de Silesia, es decir, del carbón, que sería, para la Revolución industrial en marcha, el equivalente del petróleo en nuestra época —aunque el carbón no ha dejado de importar, como demuestra la carnicería perpetrada por él en Kosovo—.

    Era la plenitud, aún, del Antiguo Régimen. Escuchemos a Tocqueville: «Estaríamos muy equivocados si creyéramos que el Antiguo Régimen fue una época de servidumbre y de dependencia: reinaba más libertad que en nuestros días». Y Jean Sevillia (2006), de quien tomamos la cita, recuerda que Pierre Bayle, calvinista exiliado, escribió que «el único y verdadero método para evitar las guerras civiles en Francia es el poder absoluto del soberano, sostenido con vigor y armado con todas las fuerzas para hacerlo temer», y que Pasquier Quesnel, jansenista igualmente expatriado, afirmó que «se debe mirar al rey como ministro de Dios, estar sometido a él y obedecerle perfectamente».

    El propio Sevillia explica:

    «El rey y la reina son personajes públicos. Para entrar en su palacio, no hace falta sino alquilar una espada en la entrada. [...] Cada domingo, durante el grand couvert, es posible asistir al almuerzo del rey. Bajo Luis XV, lo mejor del espectáculo es la habilidad con que el monarca abre su huevo pasado por agua con un revés de tenedor. Durante la boda de María Antonieta con el Delfín (futuro Luis XVI), la muchedumbre entra en la galería de los espejos en la que está reunida la familia real, separada de los transeúntes por una simple balaustrada. [...] Si el rey hubiese sido un autócrata, hubiera habido cien ocasiones para asesinarle».

    No faltó, desde luego, quien lo intentara y bordeara el éxito: Robert François Damiens, de quien se conserva un retrato a pluma hecho en la prisión que habrá hecho las delicias de Cesare Lombroso, quien seguramente supo de él, atentó contra Luis XV. El rey había ido del Trianón a Versalles, a visitar a su hija. Llevaba guardia, pero su función debía de ser sobre todo simbólica, protocolaria, porque Damiens no tuvo inconveniente en apartarla y clavarle al soberano una navaja de dos filos, de unos ocho centímetros, un arma exigua si no se introduce a fondo. Era el 5 de febrero de 1757, fecha de gran frío, y la víctima llevaba mucha ropa. El cirujano atendió de inmediato a Luis, pero no hay que darle por ello mucho mérito: la herida no era profunda y el hombre era fuerte. Damiens juró hasta el final que él no había sido, aunque lo torturaron con pinzas al rojo. Fue juzgado por el Parlamento y condenado a morir quemado vivo y ser descuartizado. «El día será duro», comentó el regicida. Liniers tenía cuatro años. Francisco de Miranda, nacido justo en mitad del siglo, siete. George Washington, veintiuno. Juan Gutiérrez de la Concha y Mazos —o Mazón— de Güemes (1760-1810), el amigo junto al cual moriría nuestro héroe, aún no había llegado a la vida. Sir Isaac Newton llevaba dieciocho bajo tierra. Había telescopios y microscopios. La humanidad sabía que el mundo era redondo y que había cosas infinitas y cosas invisibles.

    La Ilustración estaba en su apogeo: toda Europa, es decir, reyes y reinas y emperadores y emperatrices, estaba fascinada con Voltaire. Las grandes masas no estaban enteradas de cosas tales. Catalina de Rusia era aún por aquellos días una ambiciosa princesa alemana prometida al gran duque Pedro, que pronto, tras la muerte de la emperatriz Isabel, su madre, sería zar de Rusia como Pedro III. Federico el Grande reinaba en Prusia desde 1740, un año después de escribir y publicar su Anti-Maquiavelo, producto de años de retiro y reflexión y correspondencia con filósofos. Ya había promulgado el Código de Federico, un antecedente ilustre del Código Bonaparte. La industria, la agricultura y la población crecían. En 1765, creó el Banco Real en Berlín.

    Ni a Catalina ni a Federico les interesaba América en la misma medida que a sus pares de otros Estados europeos: su territorio de caza era aledaño a sus propiedades: Turquía, Austria, Polonia, Lituania, Alsacia en eterna disputa entre alemanes y franceses.

    Francia defendía importantes posesiones coloniales. En 1534, Jacques Cartier había llegado al Canadá y había explorado el río San Lorenzo. A partir de aquel momento, los conquistadores se fueron extendiendo, al menos formalmente, puesto que los franceses no tenían gran interés en asentar colonos, hasta conformar la llamada Nueva Francia, que se extendía desde la isla de Terranova hasta el Lago Superior, y desde la Bahía de Hudson hasta Nuevo México, y estaba integrada por Canadá, Acadia, Bahía de Hudson, Terranova y el territorio de Louisiana. En noviembre de 1762, finalmente, Francia, tras ser derrotada en la guerra de los Siete Años, cedería la Louisiana a España, como compensación por la pérdida de Florida, y los demás espacios a Gran Bretaña. En 1800, por los Tratados de San Ildefonso, en principio acuerdos secretos firmados por España y Francia entre 1796 y 1800, la Louisiana tornó manos francesas, pero Bonaparte, que no temía al exceso de frentes abiertos pero no deseaba distraer fuerzas en una guerra ultramarina, vendió el territorio a los Estados Unidos —a Thomas Jefferson— en 1803. En 1822, Chateaubriand (2006) se asombraría de esas renuncias: «Al hablar del Canadá y de la Louisiana, al contemplar en los viejos mapas la extensión de las antiguas colonias francesas en América, me preguntaba cómo era posible que el Gobierno de mi país hubiera dejado morir esas colonias, que serían hoy para nosotros una fuente inagotable de prosperidad».

    Las posesiones del Caribe se fueron diluyendo poco a poco a lo largo de medio siglo. Tobago fue vendida a Dinamarca en 1733; la Dominica se perdió a manos de los británicos en 1763; Granada corrió igual suerte en 1783; Haití se independizó en 1804. La Martinica se conservó hasta ahora, siendo en nuestros días un departamento de ultramar, al igual que la Guayana. Pero el proyecto colonial americano nunca tuvo para Francia la misma importancia que para España, Gran Bretaña, Portugal y aun Holanda.

    Pero en algún momento se pensó en el sur del continente. Entre 1660 y 1662, Barthélemy de Massiac, ingeniero y hombre de vida agitada, había estado en Buenos Aires y había escrito una memoria, publicada en 1999 con el título Plan francés de conquista de Buenos Aires, sobre esa «pequeña ciudad de trescientas o cuatrocientas familias, situada en una ribera escarpada que domina el río». Posteriormente, la había enviado, con la firma de su hermano Pierre, señor de Sainte-Colombe, a Colbert, junto con un plan de conquista del Río de la Plata. Invitó a hacer lo mismo a un tal Accarette, que había compartido su experiencia, y el ministro de Luis XIV los llamó a los dos y los reunió con su primo Colbert du Terron y con el capitán de la marina francesa Paul de Gorris, para que evaluaran juntos el plan. Había una clara inclinación a atender la propuesta de Massiac, pero la guerra con Holanda iniciada en 1672 dio al traste con el proyecto, que sólo fue recuperado treinta años más tarde, únicamente para volver a posponerlo, esta vez sine die.

    América, en cambio, le interesaba a España, aunque no a la manera inglesa, sino con otros límites y otros horizontes: metales preciosos para la guerra (Hamilton, 1983), algún fruto del país, venta de manufacturas propias: monopolio; no la riqueza, sino el ir pasando entre prebendas lejanas y burocracias próximas. De ahí los virreyes ineptos, la lentitud de las comunicaciones, la demora eterna de las respuestas a urgentes solicitudes. América les interesaba también a los británicos: mercado abierto, la cornucopia de los más generosos sueños, metales, comercio. Un comercio que, con aduanas coloniales, de haber estado abierto, hubiese proporcionado a la Corona española muchos más réditos de los que jamás le rindió el monopolio.

    La familia

    Existe una lista de antepasados militares, que Richet expone en toda su amplitud en veinte de las setenta y tres páginas de su obrita, que se inicia en el siglo XIII y que sería en exceso prolijo reproducir aquí. Bástenos mencionar aquellos que, amén de prefigurar un destino militar para el recién nacido, le precedieron en la Soberana Orden de Malta, donde tendría su formación en las armas: Guillaume, que entró en la orden en 1556; Claude, en 1580; Hippolite, en 1613; Philippe, en 1727; también hubo en Malta tíos maternos, de Bremond: Jean-Louis y Jacques. El primer Liniers del que se tiene memoria murió en Poitiers en 1356, lo cual viene a añadirse a la filiación maltesa de sus sucesores, estableciendo una tradición familiar de lucha contra el islam, ese largo y aún inacabado conflicto que definió el alma de Europa y en el que nuestro hombre tuvo algún papel en su juventud.

    Anota Du Roure:

    «Los Liniers son antiguos habitantes de la zona del Poitou francés: El miércoles anterior a la festividad de Saint Etienne de 1362, Louis, vizconde de Thouars, conde de Dreux, señor de Talmont entregó (en alta, media y baja justicia) las tierras de Liniers a su muy querido escudero Charles de Liniers. Algún tiempo antes en la batalla de Poitiers que tuvo lugar el lunes 19 de setiembre de 1356 murió messier Guillaume de Liniers y fue enterrado en la estancia de los hermanos menores de dicha villa. En la misma época Florie de Liniers, viuda del caballero Maurice Manninet, se casó con Jean de la Meingre, señor de Boucicaut y mariscal de Francia (1364-1421).

    »El 13 de Diciembre de 1403, Jehan, el Arzobispo, señor de Parthenay y de Maltrefilon, considerando los importantes servicios prestados en el pasado y los que esperamos se produzcan en el futuro entregó a su primo Amaury de Liniers para sí y sus herederos la tierra de Sauraye. Se trata de la tierra de Saint Pompain entregada al que fuera desde entonces señor de Saint Pompain. Dicha tierra permaneció en manos de la familia Liniers hasta 1680.

    »No me voy a detener hablando de los Amaury, Jean, Johachin, Françoise o Anthoine de Liniers, pero sí querría al menos citar a sus valerosas esposas, pues muchos textos nos hablan de jóvenes viudas cargadas de niños teniendo que luchar para mantener familia y patrimonio. Se puede creer a primera vista que las mujeres adoptaban una actitud pasiva; sin embargo, Caterine, Pellegrine o Jacquette se ganaron también el derecho al reconocimiento de la familia.

    »Los Liniers, como consecuencia de las grandes dificultades económicas, vendieron Saint Pompain y Charles emancipó a su hijo Joseph y le envió a ultramar, primero como guardia-marina, después fue comandante del fuerte de San Luis en la costa de Guinea y finalmente fue ayudante mayor en el gobierno de la isla y costa de Santo Domingo. La familia se rehízo un poco y compró el señorío de Grand Breuil cerca de Mauzé. Joseph de Liniers adquirió una propiedad en las islas donde producía índigo, además de otros productos. En el momento de su muerte, todavía había algunas cajas de índigo en el puerto de La Rochelle.

    »El Grand Breuil no marchó bien. Muchas de las tierras fueron abandonadas, posiblemente como consecuencia de la repoblación de Canadá. Continuamente hubo que seguir un procedimiento complicado para retomar las tierras sin cultivar y pasárselas a nuevos aparceros.

    »El hijo de Joseph, Jacques-Joseph-Louis de Liniers [padre de nuestro Santiago de Liniers], bautizado el 9 de Diciembre de 1723, se casó en Niort el 3 de Julio de 1748 con Henriette Therese de Brémond, huérfana de Jacques de Brémond y Susanne Marguerite Aymer, de dos conocidas familias del oeste. De sus retratos se desprende que él era relleno y jovial, y ella delgada y austera.

    »El contrato de matrimonio menciona que el joven Jacques-Joseph-Louis tiene todavía un cuarto de una hacienda en América vendida al señor de Vandreuil¹. Tuvieron nueve hijos, cinco varones y cuatro hijas».

    En la iglesia de la villa natal, Notre Dame de Niort, consta que

    «Le vingt sept juillet [de 1753] aud an été Baptisé Jacques né hier fils legitime de Messire Jacques Joseph Louis de Liniers, Chevalier, Seigneur du Grand Breuil, Lavallee et autres lieux, et de la dame Henriette Therese de Bremond, son épouse, ont été parrain Messire Jacques de Bremond, Chevalier, Seigneur de Vernoux, oncle maternel, et marraine Susanne Marguerite de Bremond, oncle e tante de l’enfant in present de Mre. Daniel de Bremond, eclesiastique aussi oncle de l’enfant» (Lozier Almazán, 1989).

    Este cura Daniel, señor de Lusseray, fue prisionero, junto con varios parientes, durante la Revolución francesa.

    Todos los señoríos que se mencionan habían sido ganados en el campo de batalla, como correspondía a la divisa de la aristocracia militar francesa: Mon âme à Dieu/la vie au Roy/l’honneur à moi (Lozier Almazán, 1989) .

    Jacques era el cuarto de los nueve hermanos, todos nacidos en Niort. Henri Louis Jacques de Liniers, que reaparecerá en estas páginas como Enrique Luis Santiago de Liniers, nació el 28 de abril de 1749. Solía llamársele «Conde de Liniers», aunque éste fuese sólo un título de cortesía o de corte, no regular. Hizo carrera militar y llegó a coronel de infantería. Tras la Revolución de 1789, emigró al Río de la Plata e intentó establecerse como comerciante, sin excesiva fortuna, como se verá en estas páginas. Era un hombre inteligente y culto, escribía poesía y componía música. Está presente en la Histoire Littéraire du Poitou. Un hijo suyo, Charles-Henry de Liniers, que nació en 1785 y murió de fiebre amarilla en la isla de Guadalupe, fue un poeta aún más notable.

    La reiteración del nombre Jacques, Santiago, no obedece únicamente a la costumbre de poner al primogénito el nombre del padre: nuestro Jacques era segundón, pero «su nombre se debe a Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo y hermano de Juan Evangelista (fiesta el 25 de julio, natalicio del Virrey), mientras que su hermano debe su nombre a Santiago el Menor, primer Obispo de Jerusalén (fiesta el 1 de mayo)» (Du Roure, 1995).

    Louis Augustin André, nacido el 16 de octubre de 1750, era, según Du Roure, «capitán del regimiento real de la armada; emigró a América, sirvió en la armada de los príncipes, después como capitán en el regimiento británico de Montalambert en Santo Domingo. Murió el 30 de Marzo de 1796 en el fuerte de San Luis, parroquia de Nuestra Señora del Rosario (Puerto Príncipe)».

    También precedió al virrey su hermana Marie Therese Henriette Benigne Melanie de Liniers, nacida el 2 de abril de 1752. Explica Du Roure que era «llamada familiarmente ‘Linote’ por ser más breve, era soltera y vivió siempre en Niort, donde hizo mucho bien».

    Más jóvenes que Santiago fueron:

    Jacques Antoine Marie de Liniers, nacido en 1756, «también capitán del regimiento de la armada y que pasó al 43 regimiento de infantería, combatió en los ejércitos franceses y fue hecho prisionero por las tropas del rey de Hungría el 19 de Junio de 1792. Después de su cautividad que le dejó muy marcado, vivió en París solitario y encerrado» [Du Roure, 1995].

    Hay diferencias respecto de la sexta, a quien Du Roure llama Marie Louise, y de la que afirma que se casó con el señor de Chateaubardon. Por su parte, Lozier Almazán, dice que se llamaba Angélique Marguerite Louise de Liniers, que había nacido en 1757, y que se casó tarde para la época (en 1788) con Jean Augustin du Breuil, señor de Ecurolles. La vieja biografía de Richet (c. 1855) registra a «Angélique-Marguerite-Louise, née le 26 juin 1757, mariée vers 1788 à Augustin du Breuil de Théon de Chateaubardon». Richet, pese a algunos curiosos datos, como el de ser Augustin de Breuil señor de Ecurolles, parece ser la fuente de Lozier. Du Roure, por su manejo de la documentación familiar, resulta ser el más fiable de los tres.

    Amable Joseph de Liniers, nacido en 1761, entró en religión y fue «Vicario de Rochefoucauld y Obispo de Saintes», según Lozier (siguiendo a Richet), y «vicario general de la diócesis de Saintes», según Du Roure.

    Marie Therese de Liniers, nacida en 1763, estudió en Saint-Cyr (por mucho que ello llame la atención: se admitían mujeres con una trayectoria de nobleza de ciento cincuenta años, y ella entró a los siete). Según Richet, llegó a ser abadesa de Malta; Lozier añade que también lo fue de St. Martin-de-Thérouanne; Du Roure, menos preocupado por las dignidades y más por la historia familiar, dice que «permaneció soltera y vivió en Niort con su hermana Linote».

    Por último, Marie-Eléonor de Liniers, nacida en 1765, que también había entrado en Saint-Cyr, aunque a los diez años, hizo vida monástica en la Orden de la Visitación en Poitiers, con el nombre de sor Agnès. De cinco hermanos varones, cuatro fueron militares y uno cura. De las cuatro mujeres, al menos una entró en religión y al menos una permaneció soltera.

    La educación

    Los biógrafos de Liniers coinciden en afirmar que se educó hasta los doce años con los padres del Oratorio. Es lo natural. Según Sevillia (2006), la enseñanza obligatoria en Francia se inicia con Luis XIV, que en 1698 ordena, por decreto real, establecer, «donde no haya, tantos maestros y maestras como sea posible para instruir a todos los niños». En el extremo opuesto del arco ideológico, Peter Mc Phee (2007), afirma que en el París previo a la Revolución «había una escuela primaria por cada 1.200 personas, y la mayoría de hombres y mujeres sabía leer». Esa instrucción, como es natural, está en manos del clero, que desde el concilio de Trento une la enseñanza de la lectura a la de la religión: no hay que olvidar que de Trento sale el primer plan de propaganda organizado en términos universales, y que obtiene un éxito notable. La primera formación de Liniers no es, pues, excepcional: «En 1688, el 29% de los franceses y el 14% de las francesas pueden firmar su partida de matrimonio; en 1788, un año antes de la Revolución, esas proporciones se elevan respectivamente al 47% y al 27%. [...] Jesuitas, oratorianos, benedictinos, padres de la doctrina cristiana abren establecimientos que gozan de la protección real. Los alumnos no son sólo de la nobleza o de la burguesía. En 1681, San Juan Bautista de La Salle creó los Hermanos de las Escuelas Cristianas para la enseñanza gratuita de los hijos del pueblo. El Oratorio de Le Mans, en 1688, cuenta en sus clases de tercero y de segundo con cuarenta y dos hijos de granjeros, labradores o campesinos» (Sevillia, 2006). Los oratorianos preceden en mucho a los lassalleanos: su creación, en 1535, se debe a san Felipe Neri, mucho más popular y populista que La Salle, y cuya acción se extendió de Roma al resto de Europa.

    De allí, a los doce años, en 1765, el joven Liniers es enviado a Malta, donde la orden estaba por entonces bajo la dirección del gran maestre Manuel de Fonseca, hombre de una gran eficacia y una gran dureza, protector y amigo del joven Cagliostro. El muchacho ingresa como paje de Fonseca, con «más nobleza que recursos y con el apoyo de su tío y padrino el conde de Bremond, gobernador de Amboise» (Du Roure, 1995). Se trataba de recibir allí una verdadera formación militar. La orden, que había sido creada en el siglo XI, en Jerusalén, en el marco de las Cruzadas, con funciones hospitalarias, se había convertido pronto en una orden combatiente que se enfrentó repetidas veces con las tropas musulmanas, árabes y turcas. Es decir, a su catolicismo se añadía una tradición de combate con el islam, que no puede haber dejado de influir en el joven Liniers, quien, como se ocupan de señalar sus biógrafos, participó en expediciones contra piratas berberiscos, que eran y seguirían siendo una plaga en el Mediterráneo. «Era una buena aunque ruda escuela que le permitió estar en contacto con el mundo árabe y practicar la lengua española», anota Du Roure. Era «una atmósfera de rencores contra los musulmanes», escribe Groussac.

    Liniers siempre sintió especial orgullo por su condición de Caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén, Rodas y Malta, y lo hizo constar en numerosas ocasiones. «Para él solamente tenía sentido lucir en el uniforme la cruz de Caballero de Malta», apunta Javier Liniers Bernabéu en su prólogo a la traducción inédita de las cartas del virrey que empleamos en este libro, «y podremos ver que muchas de sus cartas las firma como ‘Caballero Liniers’. Es más, para mantener su condición después de casado, tuvo que pedir autorización a dicha orden para contraer su primer matrimonio».

    También Alejandro Malaspina pasó un año en la isla: el de 1773, ya no bajo el maestrazgo de Manuel Pinto, que murió el 23 de enero. Aprendió allí navegación. Posteriormente, hicieron sus probanzas de nobleza los hijos de Josep Jean Baptiste, señor de St. Pompain, primo de Liniers, apenas catorce años mayor que él.

    No obstante, pronto se iniciaría la decadencia de la isla como sede de la escuela en la que él se había formado. Sólo catorce años más tarde, en plena Revolución, el relato de Chateaubriand, que tenía exactamente quince años menos que Liniers, habla de algo mucho menos solemne:

    «Después de mi presentación a Luis XVI, mi hermano pensó en acrecentar mi fortuna de segundón concediéndome algunos de los beneficios llamados beneficios simples. Sólo había un medio para llevar esto a cabo, pues yo era laico y militar, y consistía en que entrara en la Orden de Malta. Mi hermano envió mi ejecutoria de nobleza a Malta, y en breve plazo presentó una solicitud en mi nombre ante el Capítulo del gran priorato de Aquitania, reunido en Poitiers, a fin de que fueran nombrados unos comisarios para que se pronunciaran con carácter urgente [...]. La solicitud fue admitida los días 9, 10 y 11 de septiembre de 1789. Se dice, en los términos de admisión del Memorial, que yo merecía por más de un título el favor que solicitaba, y que consideraciones del mayor peso me hacían digno de la satisfacción que reclamaba».

    Y añade con asombro el narrador:

    «¡Y todo esto sucedía después de la toma de la Bastilla, en vísperas de las escenas del 6 de octubre de 1789 y del traslado de la familia a París!».

    Bonaparte, a quien Liniers vio en su momento como el hombre capaz de organizar la nación francesa después del Terror, tomó Malta en 1798 —año de la publicación del Ensayo sobre la población de Malthus— y expulsó a la orden de la isla, no sin antes considerar la posibilidad de imponerle a Manuel Godoy, el Príncipe de la Paz, como gran maestre: pero era más fácil que los caballeros de San Juan aceptaran a Godoy que el que éste estuviese dispuesto a alejarse del poder en España. Eso no impidió al virrey escribir en su momento a Napoleón, en un tono que, si bien no es ni remotamente servil, como quisieron sus detractores, sí lo es de enorme respeto. Ciertamente, esas cartas al emperador son posteriores a la ocupación de Malta por los británicos, que tuvo lugar en 1800.

    El caso es que el joven Liniers obtuvo su licencia de baja de la orden y regresó a Francia en 1768, con quince años, dispuesto a incorporarse a la marina.

    No se puede dejar de reproducir el texto de la licencia dada en Malta, autorizando su partida, citada por Lozier (1989) y depositada como documento número 1420 en el Archivo de la Capitanía General de la Marina, en Cádiz:

    «Inclinados a tus súplicas con las que nos expusiste que tú tenías que hacer algunas cosas en tu patria, las que por medio de otro no puedes cumplir cómodamente si no vas allí personalmente y por tanto por el temor de las presentes te damos licencia y liberalmente te concedemos apartarte de nuestro Militar Convento y de ir a la dicha tu patria, pero con condición de que debas volver al Convento después del término de seis años que deben ser contados desde hoy y no antes de recibir el hábito y profesión religiosa de nuestra Orden, guardadas las cosas que deben ser guardadas, bajo de la Pena de perder tu antigüedad ipsofacto incurriendo y no de otra suerte en cuyo respaldo está nuestra Bula Magistral sellada con cera negra, dada en Malta en nuestro Convento, del diez del mes de agosto de mil setecientos sesenta y ocho. Registrado en Cancillería. -Basilio Aguilera. Francisco Guede, Vice-Canciller».

    No obstante los tajantes términos de la licencia, Liniers retuvo su condición de Caballero de San Juan pese a no haber regresado jamás, que se sepa.

    El mundo fuera de Malta

    Siendo todavía un niño Santiago Liniers, en 1762, la princesa alemana Sophie Friederike Auguste von Anhalt-Zerbst, emperatriz consorte de Rusia, perpetró un golpe de Estado que depuso a su marido, Pedro III, y la convirtió en Catalina II, llamada la Grande. Esta mujer, fuera de su tiempo en más de un aspecto y lectora ansiosa de los filósofos, llegó a la conclusión de que había que establecer en Rusia la división de poderes propuesta por Montesquieu, de modo que convocó una Comisión Legislativa a la que acudieron diputados de toda Rusia y de todos los estamentos sociales, salvo los siervos y los campesinos. Naturalmente, no tuvo éxito y, al cabo de larguísimas deliberaciones, se dio cuenta de que aún no era el tiempo para reforma semejante.

    Mientras Santiago Liniers, apenas adolescente, aprendía, y sin duda sufría, en Malta, el mundo iba cambiando. Probablemente el más sonado acontecimiento de esos tres años, los que van de 1765 a 1768, haya sido la expulsión de los jesuitas por Carlos III de España.

    En 1766 tuvo lugar el llamado Motín de Esquilache, en principio una revuelta ante un bando municipal que aspiraba a reglar la vestimenta de los madrileños, que echó a la calle a más de 40.000 personas. El marqués de Esquilache quiso abolir las capas y los sombreros de ala ancha, de uso corriente, y sustituirlos por capas cortas y sombreros de tres picos: aspiraba a desplazar a los embozados y acabar con la posibilidad de llevar armas ocultas, algo bastante razonable cuando se está construyendo un Estado, como era el caso del ministro que limpió (en sentido integral, con pozos sépticos y desagües incluidos) e iluminó Madrid, tal vez la ciudad más sucia de Europa —y es mucho decir, si se miran las condiciones de Londres— al final del reinado de Fernando VI. Ciertamente, tras la rebelión había otras causas que excedían con mucho el rechazo al cambio de ropas, entre ellas la inflación y las dificultades de abastecimiento.

    La Corona cedió, echando más leña al fuego, en la medida en que el populacho quiso creer que el rey le daba la razón: la revuelta, lejos de amainar, se fue extendiendo a Aragón, Galicia y Guipúzcoa, amén de otras ciudades castellanas. En esas circunstancias, Esquilache fue cesado y el conde de Aranda, Pedro Abarca de Bolea, se hizo cargo de la presidencia del Consejo de Castilla con un proyecto claro y mano dura: no tardó en imponer, con más palabras que represión, aunque siempre desde la firmeza, las reformas indumentarias de su antecesor, y poco después el Consejo declaró nulas las concesiones hechas por el monarca.

    Voltaire apreciaba a Aranda tanto como a su principal colaborador, Pedro Rodríguez, primer conde de Campomanes. Entre los dos promovieron la repoblación de áreas incultas (valga como ejemplo la colonización de Sierra Morena) y dieron apoyo a las Sociedades Económicas de Amigos del País, dedicadas a la expansión de la agricultura y del comercio. Hay que sumar a ello una medida excepcional que, en el desarrollo de un Estado de escasa entidad, resulta revolucionaria e inaugura un aspecto de la modernidad, sin el cual las naciones resultarían ingobernables: el primer censo de población de España, el llamado Censo de Aranda, que se llevó a cabo entre 1768 y 1769.

    Por otra parte, Aranda y Campomanes ordenaron una investigación secreta, que en la práctica no pasó de discreta, y reunieron supuestas pruebas de la intervención de los jesuitas en el Motín de Esquilache. Ciertas o no, las acusaciones contra la Compañía de Jesús prosperaron y Carlos III firmó el decreto de expulsión de la orden el 27 de febrero de 1767:

    «Habiéndome conformado con el parecer de los de mi Consejo Real [...] y de lo que me han expuesto personas del más elevado carácter, estimulado de gravísimas causas relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi real ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona, he venido a mandar se extrañen de todos mis dominios de España e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, a los religiosos de la Compañía, así sacerdotes, como coadjutores y legos que hayan hecho la primera profesión, y a los novicios que quisieren seguirles, y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía de mis dominios. Y para su ejecución uniforme en todos ellos os doy plena y privativa autoridad, y para que forméis las instrucciones y órdenes necesarias, según lo tenéis entendido y estimareis para el más efectivo, pronto y tranquilo cumplimiento. Y quiero que no sólo las justicias y tribunales superiores de estos reinos ejecuten puntualmente vuestros mandatos, sino que lo mismo se entienda con los que dirigiereis a los virreyes, presidentes, audiencias, gobernadores, corregidores, alcaldes mayores y otras cualesquiera justicias de aquellos reinos y provincias, y que, en virtud de sus respectivos requerimientos, cualesquiera tropas, milicias o paisanaje den el auxilio necesario sin retardo ni tergiversación alguna, so pena de caer, el que fuere omiso, en mi real indignación [...]».

    Siendo todavía un niño Santiago de Liniers, cuando estudiaba con los padres del Oratorio, en 1763, Luis XV había condenado las Constituciones de la Compañía y la había disuelto en Francia. Lo había precedido en Portugal el marqués de Pombal, y sólo una década más tarde, en 1773, el Papa, Clemente XIV, disolvería urbi et orbi la institución jesuítica. El mismo año 1773, en Boston, tuvo lugar el llamado Motín del Té, una sublevación de los habitantes de las Trece Colonias en contra de los impuestos abusivos sobre productos de primera necesidad que se decidían en Londres, que consistió en arrojar al mar la carga de té de tres naves: fue la primera acción en el proceso de la independencia de los Estados Unidos.

    El 2 de abril de 1767, Carlos III firmó la Pragmática Sanción, por la que los jesuitas eran expulsados de los territorios de la Corona, es decir, de España y de la América española. Las dolorosas y tremendas consecuencias de esa medida las conocería Liniers en carne propia veinte años después, al hacerse cargo del gobierno de lo que quedaba de las Misiones y los llamados «pueblos guaraníes».

    Los jesuitas hubieron de exiliarse. Muchos fueron confinados en Cerdeña, otros dieron con sus huesos en Roma y, en 1773, encontraron la protección de Catalina II de Rusia, interesada en la normalización religiosa de Polonia de acuerdo con criterios propios. Hay quien sitúa a alguno de ellos en los orígenes del anabaptismo.

    Campomanes decretó la incautación del patrimonio de la Compañía de Jesús. Propiedades agrícolas, casas, bibliotecas, todo pasó a manos del Estado o fue convertido en dinero, prefigurando lo que posteriormente sería la célebre y funesta Desamortización de Mendizábal, dada en varios decretos entre 1834 y 1835. Eso sí: por grandes que fueran las fantasías de los ilustrados, cuyo anticlericalismo radical no conocía límites (una de las más desastrosas secuelas del movimiento que en el siglo XVIII encarnaba el progreso fue precisamente ésa), no se encontró dinero.

    NOTAS

    ¹ Cuando aparezca Ana Périchon de Vandeuil, en el capítulo 9, y más tarde, cuando en alguna carta de Liniers se vea escrito «Périchon de Vandreuil», este apellido podría llevar al lector a pensar en una relación entre familias previa al encuentro en América, pero, por el momento, esa especulación es indemostrable.

    Capítulo 2

    DEL MAR DE LAS SIRTES A ARGEL

    El desierto de los tártaros

    Liniers quería ir a la marina, pero fue enviado al ejército. No había puestos para él a bordo de ningún barco. Lo remitieron a la nada, a un sitio de frontera que no tenía utilidad alguna mientras rigiera el Pacto de Familia y, por lo tanto, España y Francia no entraran en guerra. Era algo así como una labor de mantenimiento, por lo que pudiera ocurrir, aun un desacuerdo inesperado entre Borbones.

    El mar de las Sirtes (1951). O El desierto de los tártaros (1940). Dos novelas, de Julien Gracq la primera, de Dino Buzzati la segunda. La de Buzzati apareció en francés en 1949. Puro Zeitgeist: dos novelas sobre la vida en una guarnición de frontera en la que se aguarda siempre el ataque de un enemigo que nunca llega. En Zama, Antonio di Benedetto también se centra en la espera, la de un carta, en algún lugar de los que más tarde recorrería y hasta intentaría gobernar Liniers. Así debe de haber sido la vida en Carcassone, donde tenía su sede el regimiento de caballería de Royal-Piemont y adonde fue destinado el joven Santiago.

    La ciudad, al parecer, era dada a unas liberalidades poco frecuentes en provincias. Armand Bazin de Bezons, obispo de Carcassone, escribe a sus superiores en Versalles en 1776, un año después de la partida de Liniers: «[...] desde hace algún tiempo el espíritu de rebelión y la falta de respeto por los mayores se ha vuelto intolerable [...] no hay remedio para ello porque la gente cree que es libre; la palabra ‘libertad’, conocida incluso en las más recónditas montañas, se ha convertido en una irrefrenable licencia» (McPhee, 2007).

    No había sitio para él en la marina, pero sobraba en el ejército. Su tío, Jacques de Bremond, hermano de la madre, movió influencias (y, al parecer, tenía muchas) y obtuvo para él un despacho de subteniente. En 1763 había terminado la guerra de los Siete Años y en 1761 se había establecido el Tercer Pacto de Familia, con dos Borbones reinando en Francia y España: Luis XV y Carlos III. El pacto, naturalmente, no había sido gratuito: España, que se había lanzado a la recuperación de Gibraltar y Menorca, colaboró con Francia contra Inglaterra en la última fase de la guerra. Pero ahora no había guerra a la que dedicarse. En cambio, el pacto establecía que los militares franceses podían «intervenir en pie de igualdad de derechos y obligaciones con los españoles en las empresas militares de estos últimos», dice Lozier (1989).

    La leyenda de la época era la guerra santa contra los piratas musulmanes del Mediterráneo, algo a lo que Liniers se sentía inclinado por su formación maltesa. Además, el cambio de bandera le permitiría incorporarse a la marina. Así que tomó la decisión y escribió al barón Gabriel de Talleyrand, su jefe, una escueta nota de dimisión: «Señor. Me encuentro en la dura necesidad de finalizar el servicio. Así tengo el honor de informároslo, a fin de que hagáis disponer de mi empleo. Tengo el honor de ser, Señor, vuestro humilde y muy obediente servidor».

    Pero eso fue al cabo de seis años —de 1769 a 1775, es decir, de los dieciséis a los veintidós de la edad de Liniers, «con más pena que gloria», dice Du Roure (1995)— en aquel aislamiento, que no debía de serlo tanto. La Ilustración se derramaba sobre la sociedad francesa: no es necesario precisar las lecturas de nuestro protagonista, porque si no llegaban a su cuartel obras de Voltaire o de Rousseau, llegaban sin duda periódicos de divulgación, de modo que se le alcanzaba toda esa corriente de pensamiento, las conclusiones de los filósofos, el deseo de razón, que lo era en el fondo de orden (por eso la Ilustración prosperó con los déspotas y naufragó en las aguas de la Gran Revolución, igualmente despótica, pero romántica, irracional, desordenada). Tampoco debían de pasar desapercibidas las ideas románticas: en 1775 apareció el Werther de Johann Wolfgang Goethe y, según la leyenda, los jóvenes alemanes se sintieron más inclinados al suicidio que de costumbre. Y la Ilustración se manifestaba en acontecimientos tecnológicos que serían esenciales para la Revolución industrial: ese año James Watt vendió la primera de sus máquinas de vapor, destinadas a cambiar la faz del mundo. En 1769, cuando Liniers entró en la guarnición, nació Napoleón Bonaparte, precediendo en el mundo por un año a su mayor admirador y el hombre al que más desilusionó: Ludwig van Beethoven.

    No sabemos nada de la estancia de Liniers en Carcassone hasta el momento de su partida hacia España. Pero debe de haberle pasado más de una cosa, a la vista de la posdata a la carta que escribirá a su padre un tiempo después, anunciándole su próximo, y que más abajo reproduzco íntegra. Subrayado por el padre, destaca lo siguiente: «A pesar de los sinsabores de esta campaña, tengo la confianza de esperar que me nombren oficial. Puede estar seguro, mi querido papá, que no lo deseo tanto por los beneficios materiales que me pueda procurar, como por las ganas que tengo de reparar, si es posible, mis faltas pasadas». Sospecho que esas faltas pasadas permanecerán para siempre desconocidas, pero tal vez tengan algo que ver con las preocupaciones del obispo Bazin.

    Estuvo allí, dice Lozier (1989) hasta que llegó a sus oídos que «la España borbónica había emprendido una guerra santa contra los piratas moros que infestaban las costas del Mediterráneo». La guerra santa contra los musulmanes se había iniciado en realidad en la primera cruzada, que en muchos sentidos fue cualitativamente distinta de las que siguieron, como sostiene Jacques Heers (1997), y no había cesado ni siquiera cuando la identidad europea se estableció en relación con el islam con la coronación de Carlomagno (Henri Pirenne, 1978). En el largo ciclo de las cruzadas, la Reconquista española, la guerra más prolongada que ha conocido la humanidad —711-1492, ocho siglos—, fue sólo un episodio y los piratas del antiguo mar, contra los que ya había batallado Liniers en Malta, un remanente de la tentativa turca de tomar Viena en 1683.

    Argel

    Liniers se matriculó en Cádiz como «oficial aventurero» en 1775 y fue destinado a Cartagena, a la flota de don Pedro González de Castejón: 46 buques y 28.000 hombres, según Lozier, 22.000 «de desembarco», lo cual puede explicar la diferencia, según Groussac, al mando del general irlandés Alejandro O’Reilly. Su puesto era el de edecán del príncipe Camilo de Rohan, guillotinado durante la Revolución de 1789. Así iba a emprender la «funesta campaña» (Groussac, 1907) de Argel.

    El resumen de Lozier Almazán (1989) es el siguiente: «La escuadra zarpó de Cartagena teniendo como objetivo las fuertes posiciones de Argel, sobre las que descargaron un ataque entre el 6 y el 8 de julio de 1775. Liniers tuvo en estas acciones participación destacada en el asalto contra un fuerte y dos fortines. Luego de un desembarco exitoso, las fuerzas expedicionarias debieron replegarse, rechazadas por los argelinos, y reembarcaron la tropa bajo la protección del fuego de la escuadra. El 28 de setiembre, la flota regresaba a Cartagena».

    El de Groussac (1907), mucho más rico literariamente y pleno de juicio antiespañol, es así: «La expedición fue en extremo popular, como lo han sido siempre las guerras moriscas —plus quam civilia bella— en esa valiente nación que no puede olvidar su pasado y camina en la senda moderna con la cabeza vuelta hacia atrás». Se le incorporaron, según apunté, miembros de la primera nobleza europea. Es decir, no era cosa de exaltados y retrógrados antimoros españoles. Es probable que, desde entonces, Liniers trabara amistad con el futuro virrey Cisneros, que servía también en la escuadra, y para quien su afecto de viejo camarada de armas nunca se desmintió, ni siquiera en los delicados días finales de 1810, que hubieran destruido cualquier otra amistad.

    En algún otro barco se encontraba, empeñado en el mismo objetivo, don Francisco de Miranda, padre de la independencia americana, que había destacado en la defensa de Melilla, cuando, entre el 7 de diciembre de 1774 y el 16 de marzo de 1775, las tropas españolas consiguieron detener a las del sultán de Marruecos, Mohammed Ben Abdallah, lo que contradice también el parcial criterio de Groussac. Miranda había presentado allí un plan para inutilizar la artillería musulmana en una operación para la cual se ofreció. En Argel, el mosquete de Miranda fue destrozado por una bala y él resultó herido en las piernas. No es probable que él y Liniers se conocieran, dada la barahúnda en que se hallaron de inmediato y dado el número de hombres implicados en los hechos. Cisneros venía también, como Miranda, de defender Melilla.

    Deplorable fue el resultado de la empresa. Rechazados los españoles con pérdidas enormes, por esos mismos argelinos que luego opusieron tan débil resistencia a la conquista francesa, sólo debieron a un descuido del enemigo el poder embarcarse diezmados y en desorden para ganar Cádiz o Cartagena; «si no», dice Fernán Núñez, también voluntario en la campaña, «no hubiera quedado sino la memoria de nuestra desgracia».

    Y ahí se acababa todo, hasta ahora.

    Hasta que Louis Du Roure da la palabra a Liniers al transcribir la carta de éste a su padre —que tiene la virtud, como otras de esta serie, de no ser sólo de hijo a padre, sino de militar a militar—, que damos a continuación:

    «A bordo del San José a 22 de Julio de 1.775 en la bahía de Alicante

    »Señor y muy querido Padre:

    »Las noticias publicadas te habrán informado sin duda del desastre de nuestros ejércitos frente a Argel, pero como dichas informaciones nunca están exentas de parcialidad, posiblemente te interese leer los detalles del relato de un testigo ocular.

    »Partimos de Cartagena el 23 de Junio con 6 navíos de 70 cañones, 12 fragatas de 26 cañones, 4 bombardas con dos morteros y ocho cañones cada una, 5 urcas de 40 cañones montados a veinte, 11 jabeques de 26 cañones, 7 galeotes de 3 cañones y 344 buques de transporte.

    »El teniente general D. Pedro Castejón mandaba la escuadra teniendo por almirante a D. Antonio Arce y por general mayor a D. Francisco Cisneros. La fuerza de tierra, mandada por el general O’Reilly estaba compuesta por 19.236 hombres de infantería, 948 de caballería y 800 de artillería. Siendo el viento desfavorable el día 24, enviamos a una parte de los buques de transporte a fondearse al puerto de Escombreras y a otra parte a la rada de Cartagena. Todos los navíos de guerra se quedaron a través en la entrada del puerto. Siendo favorable el viento el día 26, el Comandante dio orden de ponerse en marcha y envió un jabeque a los buques de transporte con la consigna de levar anclas. Solamente pudieron unirse a nosotros los 100 buques que se habían fondeado en la rada de Cartagena. Sin embargo, los que estaban en el puerto de Escombreras no pudieron zarpar por el fuerte viento y tuvimos que dejar esperándoles una fuerza compuesta por 8 fragatas, 6 jabeques y los 7 galeotes. Nosotros continuamos nuestro camino recortando velas. Después de dos días de navegación y no teniendo noticias del resto de la flota, el Comandante envió un jabeque para averiguar dónde se encontraban. El barco llegó al día siguiente y nos comunicó que los había encontrado siguiendo nuestra ruta, por esa razón ordenó aumentar el velamen y de esta manera conseguimos llegar el día 30 a la bahía de Argel donde nos fondeamos fuera del alcance del cañón.

    »El 2 de Julio se reunió toda la escuadra

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