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Las burlas veras. Prologo de Jorge Ruedas y de la Serna
Las burlas veras. Prologo de Jorge Ruedas y de la Serna
Las burlas veras. Prologo de Jorge Ruedas y de la Serna
Libro electrónico429 páginas6 horas

Las burlas veras. Prologo de Jorge Ruedas y de la Serna

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Alfonso Reyes gozaba de un extraordinario, agudo y refinado sentido del humor, permeado, por supuesto, por su grandiosa erudición. Si bien el humor intelectual suele ser pretencioso y clasista, en Burlas veras el lector encontrará un ejercicio de autocrítica y de un humor alejado de ese “pedantismo intelectual”, lo que le hará disfrutar, de una forma poco conocida, la extraordinaria pluma de “El mejor prosista de lengua española en cualquier época”, como Jorge Luis Borges lo consideraba.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jul 2015
ISBN9781943387342
Las burlas veras. Prologo de Jorge Ruedas y de la Serna
Autor

Alfonso Reyes

ALFONSO REYES Ensayista, poeta y diplomático. Fue miembro del Ateneo de la Juventud. Dirigió La Casa de España en México, antecedente de El Colegio de México, desde 1939 hasta su muerte en 1959. Fue un prolífico escritor; su vasta obra está reunida en los veintiséis tomos de sus Obras completas, en las que aborda una gran variedad de temas. Entre sus libros destacan Cuestiones estéticas, Simpatías y diferencias y Visión de Anáhuac. Fue miembro fundador de El Colegio Nacional. JAVIER GARCIADIEGO Historiador. Ha dedicado gran parte de su obra a la investigación de la Revolución mexicana, tema del que ha publicado importantes obras. Es miembro de las academias mexicanas de la Historia y de la Lengua, y de El Colegio de México, que presidió de 2005 a 2015. Actualmente dirige la Capilla Alfonsina. Reconocido especialista en la obra de Alfonso Reyes, publicó en 2015 la antología Alfonso Reyes, “un hijo menor de la palabra”. Ingresó a El Colegio Nacional el 25 de febrero de 2016.

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    Las burlas veras. Prologo de Jorge Ruedas y de la Serna - Alfonso Reyes

    Para Justo Molachino, maestro de la brevedad y de la amistad.

    Adicto al humor erudito fue Alfonso Reyes desde su época madrileña. Para tal tipo de humor se requiere de la comunicación entre interlocutores igualmente eruditos o al menos cultos. Recuerdo lo que Wladimir Murtinho, un entretenido embajador brasileño, decía una vez en cierta reunión diplomática, acerca de la risa ostentosa de quienes asistiendo a una película en francés mostraban con ella al resto de los espectadores, que sí entendían los chistes.

    Lo mismo se da en una reunión de amigos en la que se trata de anécdotas entre escritores, que suelen ser los más pedantes, y que suelen ser también de los coloquios más aburridos. En estas Burlas veras que el lector tiene entre sus manos, hay un episodio verdaderamente autocrítico y delicioso.

    LA COTORRITA

    SOBRE LA ESPECULACIÓN intelectual yo tengo un cuento que referiros. Estadme atentos, que dura poco. El historiador y crítico de la escultura española don Ricardo de Orueta, a quien sus compañeros andaluces solían llamar el Viejo, reunía a varios amigos en casa de un hermano suyo, donde también estaba presente una sobrinita de pocos años.

    Acababan de obsequiar a ésta una cotorrita mecánica que chillaba y movía las alas. Y mientras las personas mayores hablaban de arte y literatura, la niña se entretenía con su juguete en un rincón de la sala, y nadie la recordaba siquiera. Era el invierno de Madrid.

    De pronto, con un airecillo de satisfacción y suficiencia, la niña se acercó, e interrumpiendo la charla, exclamó con aquella inimitable gracia andaluza:

    —¡Bueno! ¡Ya acabamos con la cotorrita!

    Y, en efecto, había desmontado minuciosamente el juguete, pieza por pieza, de modo que ya ni se conocía lo que había sido antes de la catástrofe.

    —¡Pero niña! —dijo, indignado, el padre, amenazando darle un sopapo.

    —No, no la toque usted, ni la riña —intervino alguno de los presentes que, por haber vivido en varios países, era ya más sabio que los otros—. No le diga nada. Ella no ha hecho más que ceder al muy humano y muy noble instinto de la curiosidad, madre de la filosofía.

    —Es que ahora ya no podrá jugar! —se le contestó.

    —Pues mire usted —dijo el otro—, lo mismo les pasa con el mundo a los filósofos, una vez que lo han desmontado. Déjela usted, que, con no poder jugar más, ya tiene castigo suficiente.

    Junio de 1954.

    Entre 1919 y 1921, dice José Luis Martínez, Alfonso Reyes y Enrique Díez-Canedo compusieron unas burlas literarias, que aparecieron originalmente en Madrid, y que Reyes reprodujo bajo el título de Burlas literarias, en 1947, en su Archivo, en México, entre las que aparecen unas cartas cruzadas entre Góngora y el Greco, y un medieval Debate entre el vino y la cerveza, fraguadas por los dos amigos, que, dice Martínez, son diversiones tan cultas e ingeniosas como de buen humor, que podrá disfrutar quien algo sepa de estos temas.

    En las Burlas veras Alfonso Reyes, después de haber dejado atrás su carrera diplomática, habiendo asimilado toda la experiencia cultural y humana de sus viajes por Francia, por España, por Argentina y, particularmente por Brasil, donde sirvió más tiempo y entabló amistad con una mayor variedad de personas, de todas las clases sociales, había superado lo que bien podría llamarse de pedantismo erudito, y se habría contagiado de ese benéfico humor carioca, que sabe reír, jugar o brincar -como se dice en Brasil, y que también sabe conmoverse con lo pequeño, con los niños, con los perros, con la inocencia y con la ingenuidad de la gente simple.

    Es la enorme diferencia que va de las Burlas literarias de 1919 y 21 hasta las Las burlas veras publicados de 1957 a 1959, ya muy cerca de su muerte, acaecida el 27 de diciembre de este último año, el humor de Reyes había sufrido ciertamente una purificación, ya no sentiría tanto gusto por una imaginada errata en el capítulo X del Polifemo, como por observar a ese responsable perrito que cumplía su tarea ladrando a los transeúntes que se avecindaban en la mesa de su imaginario amo.

    En esa diferencia hay un enorme hueco de los años que se fue llenando con los juegos sin final de los mulatiños de Copacabana, o con la imagen de las garzas que aparecían en los jardines de las Larangeiras, la garza que pasó por ahí mismo y que él jugó a que era ni más ni menos que Greta Garbo, con la que jugando engañó a una jovencita de uno de los morros más pobres de Río de Janeiro; y toda la multitud de animales que, como escribió José Luis Martínez, aparecen en Las burlas veras, entre otros más de sus últimos alientos literarios.

    Éste es, para mi gusto, el Alfonso Reyes más grande y humano, al que le había crecido el corazón, que lo iba a matar, pero que le hacía recordar desde su lecho, las cosas más sensibles y finas que seguían vibrando en la sensibilidad del niño, de ese niño que jugueteaba en su niñez con el sol de Monterrey. Como había jugueteado con aquella linda mulatiña, misteriosa y azanhada, ¿se llamaba Marlene?, que, según él escribió, lo enseñó ya de viejo a jugar y que se divertía con las cosas más simples y volátiles, como el humo del cigarro.

    En las Burlas veras están todos esas orlas o ribetes de sus páginas que se resistieron a desaparecer y quedaron indeleblemente impresas en la tela de su imaginación y que, según el viejo Aristóteles -su gran compañero- dan lugar a la verdadera memoria de la gente grande, que se llama rememoración. Imágenes plurisémicas y equívocas de la conciencia del Hombre, que viven en estas siempre conmovedoras burlas veras, o más exactamente juegos de la verdad.

    JORGE RUEDAS Y DE LA SERNA.

    LAS BURLAS VERAS

    PRIMERA SERIE

    NOTA

    Se recogen, en esta primera serie de Las burlas veras, las notas número 1 a número 100 que, salvo indicación diferente, aparecieron en la Revista de Revistas (México, mayo de 1954 a diciembre de 1955) y fueron casi todas reproducidas en Vida Universitaria (Monterrey), El Nacional (Caracas) y El Comercio (Lima).

    EPÍGRAFES DE LA BREVEDAD

    Más obran quintaesencias que fárragos.

    Gracián.

    Jamais vingt volumes in-folio ne feront de révolutions; ce sont les petits livres parfaits á trente sous qui sont á craindre. Si l’Évangile avait coúté douze cents sesterces, jamais la réligion chrétienne ne se serait établie.

    Voltaire

    ENTENDÁMONOS

    Hace poco, dirigiéndome a la preciosa revista Huytlale que publican en Tlaxcala, con intención de correo amistoso, don Miguel N. Lira y don Crisanto Cuéllar Abaroa, y para dar algún sentido a ciertas paginitas sueltas que tuve el agrado de enviar a dicha publicación bajo el nombre de Un rato a solas, escribí estas líneas: No hay como quedarse un rato a solas para comenzar a recibir avisos de todos los puntos cardinales y oír hablar a los horizontes. Además, en la beata soledad, dejados los útiles del oficio, olvida-dos los cotidianos apremios, aflora a la superficie del alma aquel concentrado sedimento de la vida, los trabajos y los estudios, sedimento que ya ni siquiera es literatura, o bien pudiera entenderse como una literatura en segundo grado, una literatura que se da ya el lujo de olvidar la literatura, un último término a que la literatura corriente ha servido de mero ejercicio preparatorio. Y entonces parece que la pluma quiere hablar por su cuenta, a impulsos del hábito adquirido y, según decía Santa Teresa, entonces dejamos andar la pluma como cosa boba.

    En ánimo parecido comienzo hoy estas colaboraciones para la Revista de Revistas, la cual posee a mis ojos el grato prestigio del recuerdo y donde yo publicaba ya mis artículos juveniles en 1912 cuando menos. Pero no he querido volver sobre el título Un rato a solas, porque en el caso sería embustero. Aquí lo que me propongo es hablar con cuantos tengan paciencia para escucharme.

    Y si, transformando un poco los frecuentes usos y frases que emparejan o contraponen las burlas con las veras, he querido llamar Las burlas veras a estas charlas, es sólo para dar a entender que ya trato en burlas o ya en veras, pero que mis retozos llevarán su grano de verdad o, inversamente, mis verdades procurarán no ser muy adustas. Conforme más se estudian las cosas, mayor es el afán de exponerlas en unas breves y sencillas palabras. Es una tentación que ya confesaba Pascal. Yo sé poco y he estudiado poco, pero aquí me valgan por méritos los años que llevo vividos, pues no hay como verlos pasar para sentir que se aclaran las muchas marañas y complicaciones con que hemos desembocado en la tierra. Lo que ya explicaba así Calderón, aunque de un modo más general:

    Que, a la fácil del tiempo, no hay conquista difícil.

    Yo creo que la sencillez y el ocio (el ocio con letras, con estudio, con reflexión) son las dos más altas conquistas de la conducta en lo privado, y de la civilización en lo social. Al ocio y a la sencillez deseo consagrar mis burlas veras.

    Por lo demás, yo no me canso de asegurar que estas cosas de la literatura a todos interesan, siempre que se las injerte en la vida, lo que es al fin y a la postre su objeto y su definitivo servicio. Y si llegare a desengañarme, creo que sin detenerme seguiría mi soliloquio, fiel a mi divisa (lo fue también de Guillermo el Taciturno), que a la letra dice: Persistir sin esperanza... Acaso porque, en el fondo, la esperanza no se ha perdido.

    Mayo de 1954

    ÉRASE UN PERRO

    POR LA TERRAZA del hotel, en Cuernavaca, como los inacabables mendigos y los insolentes muchachillos del chicle, van y vienen perros callejeros, en busca de un bocado. Uno ha logrado conmoverme.

    Es un pobre perro feo, pintado de negro y blanco, legañoso y despeinado siempre. Carece de encantos y de raza definida, pero posee imaginación, lo que lo enaltece en su escala. Como el hombre en el sofista griego —fundamento del arte y condición de nuestra dignidad filosófica—, es capaz de engañarse solo.

    Se acerca siempre sin pedir nada, a objeto de que la realidad no lo defraude. Se tiende y enreda por los pies de los clientes, y así se figura tener amo. ¿Algún puntapié, algún mal modo, alguien que lo quiere echar de la terraza? El perro disimula, acepta el maltrato y vuelve, fiel: nada solicita, sólo quiere sentirse en dependencia, en domesticidad humana, su segunda naturaleza.

    Los amos no son siempre afables, pero él entiende; los tiempos son duros, la gente no está de buen humor, los países andan revueltos, el dinero padece inflación, o sea que el trozo de carne está por las nubes. Toynbee diría que cruzamos una era de tribulaciones (age of troubles), algo como haberse metido en una densa polvareda. El perro entiende. Por lo pronto, ya es mucha suerte tener amos, o forjárselos a voluntad.

    A veces, una mano ociosa, a fuerza de hábito, le acaricia el lomo. Esto lo compensa de sus afanes: Sí —se dice meneando el rabo—, tengo amo, amo tengo.

    Hay algo todavía más expresivo cuanto a la ilusión del pobre perro, y es que se siente guardián del hotel, y gruñe a los demás perros y los persigue para que nadie moleste a sus señores ni mancille su propiedad.

    Así, de espaldas a sus semejantes, sentado frente a su humana quimera, alza la cabeza, entra en éxtasis de adoración —y menea el rabo. (¿La servidumbre voluntaria?)

    Novedades, México, 27 de diciembre de 1953.

    LA COTORRITA

    SOBRE la especulación intelectual yo tengo un cuento que referiros. Estadme atentos, que dura poco. El historiador y crítico de la escultura española don Ricardo de Orueta, a quien sus compañeros andaluces solían llamar el Viejo, reunía a varios amigos en casa de un hermano suyo, donde también estaba presente una sobrinita de pocos años. Acababan de obsequiar a ésta una cotorrita mecánica que chillaba y movía las alas. Y mientras las personas mayores hablaban de arte y literatura, la niña se entretenía con su juguete en un rincón de la sala, y nadie la recordaba siquiera. Era el invierno de Madrid.

    De pronto, con un airecillo de satisfacción y suficiencia, la niña se acercó, e interrumpiendo la charla, exclamó con aquella inimitable gracia andaluza:

    —Bueno! ¡Ya acabamos con la cotorrita!

    Y, en efecto, había desmontado minuciosamente el juguete, pieza por pieza, de modo que ya ni se conocía lo que había sido antes de la catástrofe.

    —Pero niña! —dijo, indignado, el padre, amenazando darle un sopapo.

    —No, no la toque usted, ni la riña —intervino alguno de los presentes que, por haber vivido en varios países, era ya más sabio que los otros—. No le diga nada. Ella no ha hecho más que ceder al muy humano y muy noble instinto de la curiosidad, madre de la filosofía.

    —¡Es que ahora ya no podrá jugar! —se le contestó.

    —Pues mire usted —dijo el otro—, lo mismo les pasa con el mundo a los filósofos, una vez que lo han desmontado. Déjela usted, que, con no poder jugar más, ya tiene castigo suficiente.

    Junio de 1954.

    LA VELEIDOSA CRÍTICA

    ACABO de averiguar que, estos días, Antonio Machado es mal poeta.

    —¿Por qué?

    —¡No ve usted que se entiende muy bien todo lo que dice!

    ¡Y yo, candoroso, creí hasta ahora que la buena poesía lo mismo podía ser clara que oscura! Pero ahora recuerdo que, hace unos años, leí, para cierto llorado y joven maestro, el Recado a Lolita Arriaga, de Gabriela Mistral, asegurándole que era uno de los mejores poemas inspirados por la revolución mexicana, y él saltó al instante, buscó entre mis libros los versos de cierto gran mal poeta, y me dijo:

    —¡Ahora voy yo con mi gallo! Esto sí que es bueno, ya verá usted: a nada le llama por su nombre.

    ¡Vaya con la gloria! ¡Vaya con la posteridad!

    —Si no tiene usted otra cosa que ofrecerme, marchanta, quédese con su mercancía en mala hora.

    Junio de 1954.

    LA MUERTE DEL HIERRO

    Los topógrafos españoles eran una institución muy seria y perfectamente respetable. Los regentes y correctores de las imprentas eran personas, aunque humildes por su clase, de reconocida autoridad en su oficio, y a quienes se podía consultar con provecho, como consulté yo a don Pedro Sánchez, de la Imprenta Bailly-Bailliere, para esclarecer el fraude en algunos ejemplares de las Lecciones solemnes de Pellicer, autor gongorino del siglo xvii, asunto que traté en Cuestiones gongorinos, 1927, pp. 191-208. Era un secreto profesional que estos oficiales cazaban a tiempo los gazapos de los escritores descuidados: los solecismos, los nombres torcidos, etc. Ellos corregían siempre, por ejemplo, la ortografía de Valle-Inclán, o mejor, su cacografía.

    Cuando yo redactaba, en Madrid, la página de Historia y Geografía (Jueves de El Sol), mejor que asistir, arriba, a la tertulia y mentidero de los redactores, bajaba a la imprenta y solía trabajar allí, entre los obreros, en las mesas de plomo. Me fascinaba ver cómo aquellos excelentes artífices daban su composición y equilibrio a cada plana, con un gustoso sentimiento del dibujo y la simetría, sin acudir jamás a esos viles recursos del sigue en la pág. tantos, columna cuantos, que por lo demás pocas veces cumplen lo que prometen. No: allí todo empezaba y acababa en la misma plana, y no por eso se retardaba el periódico. Y para lograr ese milagro, los obreros no necesitaban dobles decímetros, ni compases, ni brújulas, ni teodolitos, ni astrolabios; todo lo hacían con unas cuerdecitas y a ojo de buen cubero. Al recoger mis artículos en la primera serie de Simpatías y Diferencias, dediqué la obra a los tipógrafos y correctores de El Sol de Madrid, con quienes pasé tan buenos ratos, de quienes tanto aprendí y a quienes debo especiales cuidados en el atuendo y corrección de mi página. Ya he contado en alguna parte cómo me permitían desterrar de mi sección humanística todos los anuncios de purgantes y específicos de droguería, los cuales iban invariablemente a parar a la página semanaria de Medicina, dirigida por el Doctor Lafora.

    Un día los encontré rodeando una pequeña rotativa, con esa mezcla de deferencia y curiosidad con que se rodea a las víctimas de los accidentes callejeros.

    —Tenía que ser —murmuraban—. Esta máquina estaba trabajando ya demasiado de prisa, y no nos daba tiempo a echarle de comer. Se tragaba en un instante todo el trabajo.

    —¿Pues qué sucede? —pregunté.

    —Que eso es siempre signo de agonía. Ya se sabe: cuando una máquina se pone así, la agonía no se hace esperar.

    —¿La agonía?

    —Sí, señor. Llega un instante en que se muere el hierro, y las máquinas ya no andan, por más que las compongan y recompongan. ¡Nada, nada, que se ha muerto el hierro!

    Años después, cayó en mis manos cierta novela francesa de S. S. Held, La muerte del hierro, pero la realidad se había adelantado a la fantasía, y si en la realidad el hierro moría de su propia muerte, como una cosa fatal y como remate de su propia jornada, en la novela el metal padecía —valga la frase— un contagio epidémico, o mejor, episidérico, el Mal Azul que se extendía por todas partes, algo como la viruela vítrea, de que estos días hablan los periódicos.

    Por lo demás, el libro de Held (1931) anuncia ya lúgubremente los sueños mecánicos de la cibernética y lanza atisbos aventureros sobre la disgregación nuclear.

    Junio de 1954

    DOS TRANSTERRADOS

    COTIJA (Michoacán), tierra singular, en cuyo campo se encuentran o se encontraban labradores rubios y barbados, herederos directos de los hombres de la Conquista o de los primeros pobladores hispanos, manifestó una no encubierta simpatía por la Intervención Francesa, y, al triunfo de la República, se la castigó por eso rebajándola de categoría federativa y dando a otra población cercana el rango de cabeza municipal que antes le había correspondido.

    En la desbandada, dos soldados franceses, dos hermanos, se quedaron olvidados en Cotija sin poder juntarse ya con los suyos. Temieron por su vida. ¿Cómo atravesar el territorio nacional sin ser víctimas de represalias? No se sentían iguales de Jenofonte. ¿Y qué hacer, en su desesperada situación, para ganarse el sustento?

    Acudieron al cura, representante de la piedad pública. Éste los tranquilizó; en Cotija nadie los perseguiría —aseguró—, antes serían tratados con cierta caridad por el vecindario. Que no se amilanaran, que se resolvieran a quedarse en el pueblo y a volverse mexicanos.

    —Y además —les dijo—, aquí están estos cinco pesos (un capital entonces), con los que pueden ustedes comenzar una industria doméstica. La gente es aquí muy aficionada a la calabaza en tacha, que se toma a la hora del desayuno. Pidan a las viejas que los aposentan la receta de la calabaza en tacha, y empiecen su negocio.

    Pocos días después, muy de mañana, los dos franceses salían por la calle con sus grandes bateas de palo en lo alto de la cabeza, muy airosos y decididos. El que medio hablaba español caminaba por delante gritando:

    —La calebasse en táche!

    Y el menor, todavía más ignorante de la lengua, le hacía coro:

    —La méme chose! La méme chose!

    Ello es que pudieron así ganarse el sustento y dejaron una célebre familia de reposteros que aún no se ha extinguido en Cotija.

    Junio de 1954.

    EL PORFIRIATO

    — Los PUNTOS sobre las íes. El neologismo porfiriato ha sido últimamente empleado por don Daniel Cosío Villegas en sus estudios históricos, estudios de tan apretada erudición cuando ello conviene, y de tan fácil y suelta narración cuando hace al caso.

    La palabra —destino natural de los neologismos— ha chocado a todos (y digo chocado a la castellana, para declarar que ha causado extrañeza); ha acabado por gustar a algunos, y ha molestado a otros —los desconfiados, los de la guarda cuidadosa— que han creído equivocadamente descubrir en ese término un sabor despectivo o peyorativo.

    No hay tal. La palabra —construida a estilo de triunvirato— podrá no ser muy hermosa, pero es preferible a la palabra tradicional, porfirismo, la cual es adecuada para referirse a la afición o inclinación a don Porfirio (el porfirismo de un partidario o porfirista), pero no para designar el régimen o la época de aquel gobierno, el porfinato. Y, para significar aquello que corresponde a las características generales de esa etapa, cuadra bien porfi- riano, como decimos casa porfiriana, costumbres porfirianas, o como llamé yo al Maestro Sánchez Mármol:

    un porfiriano.

    Ahora bien, don Daniel Cosío Villegas a quien corresponde el honor de haber puesto en boga esta palabra, entiendo que la encontró en alguna página mía. Yo, en efecto, la he usado cuando menos dos veces: primero, con cierta timidez, en Los dos augures (1927), donde digo sobre mi personaje Carmona, ... sirvió al antiguo régimen, que él, latinizante, se complacía en llamar, entre zumbón y solemne, el porfiriato. (Ver mis libros Verdad y mentira, p. 283, y La X en la frente, p. 4.) Segundo, también entre reticencias y disculpas, he usado la tal palabra en mi ensayo Pasado inmediato (1939, p. 5): El antiguo régimen, o como alguna vez lo oí llamar con pintoresca palabra, el porfiriato... Daniel Cosío Villegas ha tenido ya el acierto de conceder a la palabra plena ciudadanía y manejarla sin dar excusas.

    Pero yo no pretendo, como decían los clásicos, vestirme con plumas de ajenas cornejas, yo no reclamo en manera alguna derechos de autor. Ante todo, encontrándome en París hace muchos años, oí decir porfiriato reiteradamente a un compatriota que andaba de viaje: me cayó en gracia, y recogí la palabra. Entre tanto, don Xavier Icaza había usado, independientemente del tema político, el nombre de Porfiriata para bautizar a un personaje de su Panchito Chapopote. Él me ha explicado que este personaje popular existió en efecto, y que la gente así lo llamaba en Veracruz. Era una mezcla de pícaro, loco y vagabundo, gordo y chaparro, que vendía billetes de lotería por el portal del Diligencias, bailaba la rumba, se recogía el pantalón hasta la rodilla, se pintaba las pantorrillas al óleo, y cambiaba el color como quien cambia de medias —gris, azul, rojo— y, entre otros vagos oficios, ejercía el de procurar amistades. Pero aquí se trata de una verdadera coincidencia onomástica, que sólo he citado a título de curiosidad.

    Vuelto a México, y habiendo comentado la palabra porfiriato con cierto amigo, éste me advirtió (y yo, a mi vez, se lo hice saber a don Daniel) que tampoco el viajero de marras era responsable en el caso, si no es por haber llevado hasta mí el contagio; pues la tal palabra había sido ya aplicada al régimen porfiriano, desde 1910 más o menos, por el diario maderista La Nueva Era, que, si no me engaño, dirigía el Lic. Juan Sánchez Azcona.

    Y es todo lo que sé sobre el porfiriato, y aquí lo dejo para que conste en la historia de nuestro vocabulario político, así como en Los dos augures quise hacer constar la historia de cierto verbo extravagante que ya se ha olvidado del todo: ... como se decía en 1911 por alusión al barco Ipiranga en que Porfirio Díaz salió al destierro, Carmona resolvió ipiranguearse. A raíz del triunfo de la revolución, en efecto, un semanario cómico presentaba la caricatura de dos conocidos financieros que cantaban el dúo de los patos (según la conocida zarzuela), y uno de ellos decía:

    Para el negocio

    yo tuve un socio,

    mas por desgracia se ipirangueó.

    Y conste: no concedo a este chiste más valor del que merece un chiste, y rechazo lo que hay aquí de insinuación calumniosa.

    Sólo añadiré para terminar que creo, con Talleyrand, en la importancia de examinar cuidadosamente los neologismos del lenguaje político para quien quiera tomar rumbos y vivir sobre aviso; y que si, por otra parte, don Daniel me asegurase que él tenía conciencia de haber concebido la palabra porfiriato por su cuenta y riesgo, también se lo creería, pues estas cosas así suceden.

    Yo acabo, por ejemplo, de citar mi ensayo Pasado inmediato, que data de quince años atrás y que ya antes andaba parcialmente elaborado entre mis papeles, donde precisamente empiezo jugando con los tecnicismos gramaticales:

    El pasado inmediato —digo—, tiempo el más modesto del verbo. Los exagerados (los años los desengañarán) le llaman a veces el pasado absoluto. Tampoco hay para qué exaltarlo como pretérito perfecto. Ojalá, entre todos, logremos presentarlo algún día como un pasado definido. (Que es, precisamente, la tarea a que está entregado el señor Cosío Villegas.) Y bien: cuando yo escribí las líneas anteriores creí firmemente haber dado con una novedad de expresión. Y apenas ayer por la mañana me desayuno con que el escritor inglés Noel Coward (no le envidio el nombre) ha escrito, en 1937, un Present Indicative, y ahora acaba de publicar un Future Indefinite.

    Junio de 1954.

    EL PROFESIONALISMO

    LLAMAREMOS el profesionalismo a este vicio moderno (olvidado por nuestro amigo Rodolfo Nervo entre los vicios aristocráticos de su revista), y diremos en qué consiste. Y consiste en que, a la hora de distribuir las coronas, para nada se toman en cuenta los libros que no llevan el marchamo de la profesión, los libros que no son obra de escritores profesionales o recibidos en tal o cual capilla.

    Y es que entre nosotros —¡oh querido José Luis Martínez, por ahora distraído en otras funciones!— casi no existe aún la crítica, o mejor, si se nos permite usar el lenguaje de la Iglesia, la crítica militante.* Dejemos por ahora de lado la crítica triunfante, la que se aplica a lo monumental y ya sancionado y aprobado, a lo histórico y a lo erudito, al libro de siempre o al de ayer, género que cuenta en nuestro país con tan excelentes adeptos. Pero ahora nos referimos solamente a la producción de cada mañana, a la novedad que aún no recibe su bautizo, y éste es el campo propio de la crítica militante.

    Pues bien, a falta de esta verdadera crítica militante, el compromiso de la amistad o la frecuentación usurpan el sitio del juicio o del criterio, y peor aun cuando lo usurpan la animadversión o la enemistad, ayudadas de la negligencia.

    *Esta afirmación comenzaba ya a resultar de dudosa validez cuando esta nota, redactada de tiempo atrás, se publicó en Revista de Revistas (julio de 1954). Hoy por hoy, peor aún.

    Lo cual se debe, no en modo alguno a una deficiencia espiritual, sino a circunstancias externas: se debe, por mucho, a que nuestra literatura no tiene mercado, no vive de sí propia, carece de lectores, y entre uno y otro escritor falta ese colchón de aire creado por la masa del público y que hace posible la objetividad del juez literario.

    Donde sólo se leen entre sí los profesionales de las letras ¿cómo evitar que el espíritu de las tertulias o cenáculos conduzcan la pluma, a la hora de reseñar y juzgar los libros? Presentar la más leve objeción resulta por fuerza un agravio contra los fueros de la amistad, y hasta un ataque contra la situación del Fulano, que a lo mejor pierde el puesto por efecto de una censura literaria; lo que no acontecería si hubiera un mercado de lectores y si el autor viviera defendido por ellos como por un muro de sustento. (Meses pasados, por poco pierde alguien el juicio porque alguien objetó su novela, ¡y todavía hubo alguien que lo atizara en su desvarío, calificándolo como bravura!) Por otro lado, escribir sobre un autor ajeno al barrio y consagrarle un elogio desinteresado, o siquiera un rato de atención, resulta —reverso de la medalla— un despilfarro, un gasto excesivo de energías; lo que no acontecería si hubiera un mercado de lectores a quienes el crítico tuviera interés en servir y en satisfacer.

    Todo ello viene a reflejarse de algún modo en el silencio con que generalmente se reciben ciertos libros que son o parecen obras de aficionados, de extraños a la jurisdicción, de no recibidos en el pacto.

    Acaso el crítico que más se ha ocupado en este tipo de obras, hijas de la vida mucho más que hijas del compromiso profesional, es José María González de Mendoza, sin que esto sea negar el aplauso que, por otro concepto, merecen otros críticos de justo renombre, aplicados a otros campos de nuestra producción literaria.

    Y sólo citaré unos casos a guisa de muestras, los primeros que tengo a la vista, los primeros que se me ocurren; casos que, en mi sentir, dejan ver los viciosos efectos del profesionalismo.

    Uno es el del Dr. Raoul Fournier, de cuyos originales y curiosos cuentos poco se nos ha dicho hasta ahora, porque el autor va por el mundo con la etiqueta de médico y no de literato y, como decía Juan de Valdés, escribe como habla. Otro, el del llamado Diego Cañedo, que ocupa sitio único en nuestra novelística actual, pero que va por el mundo con la etiqueta de arquitecto y no de literato. Otro, el de Arturo Pani, de oficio ingeniero y no literato, cuyos dos recientes libros biográficos son ejemplo de pulcritud por dentro y por fuera, y enriquecen nuestro ambiente con un género escasísimo entre nosotros y tan socorrido, por ejemplo, en el mundo de la lengua inglesa y singularmente en Europa. Yo añadiría de buena gana la novela y los cuentos militares del General Francisco L. Urquizo, pero me parece que ya también en lo literario se le conceden los entorchados.

    Estos autores no son sin duda profesionales: son sin duda unos aficionados. Pero ya hemos dicho por ahí que el cazador furtivo es el que suele llevarse las mejores piezas, el que opera sin las cortapisas del oficio, fuera de las convenciones y más por necesidad vital que no por costumbre técnica.

    Que aficionado significa adicto, amateur en francés, dilettante en italiano, amador en portugués, el enamorado, el que se deleita, el que procede por gusto y no por tarea.

    Y es suerte que haya tan gustosos aficionados y que no den en profesionales, porque entonces cambiarían la alegre afición por la enojosa profesión y arruinarían sin remedio su carrera: quiero decir su carrera privada, que es la importante, la que forma parte de su sentimiento, su temperamento y el diario sabor de su existencia.

    Julio de 1954.

    LA MEDIACIÓN MÍSTICA

    LA IGLESIA ROMANA se planta a medio camino entre el fiel y la Divinidad, de modo que administra la función ascendente y la función descendente. ¿No fue éste el descubrimiento de las aves en Aristófanes? Su aérea ciudad, suspendida entre la tierra y el cielo, cobra el peaje de las plegarias humanas, y —aunque no recuerdo si lo explicó el poeta— de algún modo regula el paso de las mercedes olímpicas que han de bajar hasta los hombres.

    Todavía la Iglesia se desenvuelve en una serie de mediaciones y jerarquías que hacen pensar en la cadena de Zeus. La directa comunicación mística es gracia excepcional. Lo corriente es pasar por la aduana del sacerdocio. El cura es el auténtico médium. Aun la lectura de la Biblia, en principio al menos, habrá de darse sazonada y predigerida. Y entre los dos polos del Cielo y del Infierno, como esos topes y zanjas de las carreteras, se atraviesa el Purgatorio —nueva mediación— para evitar que el alma se desenfrene en su viaje sobrenatural.

    De aquí que, en la antigüedad, Dioniso, el de la compenetración directa, haya tropezado con la hostilidad de Penteo, en Tebas, y de los numerosos monarcas que representaban el poder constituido, la garantía temporal. Suerte que, durante su viaje rumbo al Ática, Apolo pudo convencer a Dioniso de que, dada la flaqueza humana, es preferible irse con pies de plomo y aceptar la autoridad mediadora, triunfo propiamente eclesiástico.

    Julio de 1954.

    DELFOS

    EL ORÁCULO DE DELFOS, a través de sus consejos y sus consultas, gobernó la vida de Grecia y la vida personal de los griegos. En mil actos públicos o privados se acudía a solicitar los avisos de Apolo, que así modeló moral y socialmente los negocios, los matrimonios, la legislación, los castigos, los arreglos políticos, las expediciones colonizadoras. Cuanto partía de la iniciativa humana pasaba por el cedazo de Delfos o de otros oráculos semejantes. El que los sacerdotes, videntes e intérpretes de las palabras oraculares, se hayan limitado a cumplir estrictamente con su encargo místico, apartándose para dejar paso a las manifestaciones divinas, borrándose prácticamente de la historia y entregando la responsabilidad al dios y al ejecutor de su mandamiento, sin pretender nunca mostrarse ni ostentarse vanidosamente, con perfecto olvido de sí mismos, aun siendo los depositarios (casi diremos los confesores) de todos los secretos de los ciudadanos y los gobernantes, es la mejor prueba de su prudencia (acaso no igualada en la historia, pues abarse es cosa difícil), y también es prueba de la inmensa fe, de la perfecta sinceridad religiosa con que cumplían su sacerdocio. Eminencias grises de intachable pureza, ni sus nombres nos han dejado: desaparecen en el halo del dios.

    Julio de 1954.

    TRANSMIGRACIÓN

    EL TEÓSOFO ESPAÑOL Rosso de Luna declaró haber dado con una estrella nueva, ayudándose de sus recursos místicos y sus comunicaciones suprasensibles. Con gran sorpresa de los alegres gallineros de Madrid, el Observatorio de Greenwich, sin saber de quién se trataba, anunció por un telegrama difundido en la prensa que se confirmaba el descubrimiento del sabio español. Naturalmente, Rosso de Luna fue invitado a hablar en el Ateneo —inolvidable y generoso hogar donde cabían igualmente lo risueño y lo adusto— y empezó así su conferencia: La modesta estrella que hemos tenido la honra de descubrir.... Lo demás de la conferencia sobraba, era ripio. (Traslado a don Guillermo Haro.)

    Murió Rosso por los días de las últimas revoluciones españolas. Una mañana, el llorado amigo Enrique Díez- Canedo se encontró con el hermano de Rosso, que estaba tocado del mismo mal, al igual de toda la familia. Y vino aquello de:

    —¡Hombre, Rosso! No lo había visto a usted hace tiempo. Déjeme aprovechar la ocasión para manifestarle mi pena por la muerte de su hermano, que.

    —No, no, no —le interrumpió el otro—. Nada de condolencias, no señor. Ya hemos recibido de él un mensaje místico. Todo está perfectamente bien. Es muy feliz y ahora es gallo en Madagascar.

    Pasamos la historia a Jenófanes y demás risueños censores del pitagorismo palingenésico.

    Julio de 1954.

    DEL REVÉS

    EN NUESTROS DÍAS, la crítica sólo cree ver escritores profundos en aquellos que están a disgusto dentro de su cuerpo o dentro de la naturaleza que les rodea y, sobre todo, en aquellos que le piden cuentas a Dios. A poco que se descubren asomos de paranoia o esquizofrenia, de malas herencias, de dolencias congénitas

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