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Las ciudades de los desdichados
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Las ciudades de los desdichados

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Los elegidos de los dioses mueren jóvenes, se lee en el prólogo de este volumen donde las ciudades dan forma a los artistas que se retratan: Ignacio Rodríguez Galván, Manuel Acuña, Georg Trakl, Egon Schiele, Saturnino Herrán, Ramón López Velarde, Amadeo Modigliani, Vincent Van Gogh, Arthur Rimbaud y César Vallejo, fallecidos antes de los 50 años.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 sept 2014
ISBN9786071622587
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    Las ciudades de los desdichados - Marco Antonio Campos

    2002

    I. RODRÓGUEZ GALVÁN EN LA CIUDAD DE MÉXICO

    A Gaspar Aguilera

    LIBRERÍA DE GALVÁN (1)

    ¡Lástima que haya muerto tan joven!, exclamó Ignacio Manuel Altamirano en unos apuntes, lamentando la partida precoz de Ignacio Rodríguez Galván.

    La librería de Galván estaba situada en el número 3 del portal de los Agostinos, a dos pasos de la Plaza Mayor. Hacía escuadra con el portal de los Mercaderes. Seguramente estaría en el sitio que hoy ocupa el Gran Hotel, al principio de la calle 16 de Septiembre, entonces Tlapaleros. En los años treinta del siglo XIX surgirían en ambos portales el Café del Sur y el Café del Cazador, sobre los que Guillermo Prieto se extiende en sus amenísimas y coloridas Memorias de mis tiempos. En la esquina donde se unían los portales había (así se llamaba en la época) una alacena, una suerte de miscelánea múltiple, donde Prieto conoció al poeta y dramaturgo jalisciense Fernando Calderón, quien sería después como su hermano.

    El propietario de la librería era Mariano Galván Rivera, tío por rama materna de Ignacio, quien la inauguró en 1825. Joaquín García Icazbalceta lo establece como el primer librero de México. Editó los famosos Calendarios de Galván, que empezaron a circular en 1826, y los Calendarios de las señoritas mexicanas (1838-1843).

    A la librería llegó Ignacio en 1827. Su madre acababa de morir. Venía de Tizayuca —entonces Estado de México y hoy de Hidalgo—, donde nació el 23 de abril de 1816, un poblacho por el rumbo de Pachuca —escribe Prieto con una sonrisa irónica—, dotado de tres monumentos que, si no le daban celebridad alguna, le valieron el nombre y los honores del pueblo. Los monumentos eran: una iglesia, para esquilmar y embrutecer indios, una tienda, donde sobraba el chinguerito, y una pileta con agua salobre, que servía para que bebieran gentes y bestias.

    Patricio Ignacio Rodríguez Galván, hijo de doña María Ignacia Galván y del labrador don José Simón Rodríguez, dormía en los altos de la librería del tío y todos los amigos que escribieron recuerdos sobre él coinciden en que a causa del trabajo sólo podía leer de noche. Alguno se atrevió a añadir: y en los días festivos. Hacía el aseo, los mandados y las cobranzas. Para él no existieron, o apenas, los esparcimientos del niño y del adolescente. Su fervor por la lectura y después por la escritura debió nacer de dos estímulos obvios: uno, los libros de los que estaba rodeado, y otro, las tertulias que organizaba don Mariano en la librería, a las que llegaban, entre otros, los poetas José Bernardo Couto, Manuel Carpio y José Joaquín Pesado, es decir, buena porción de la flor y luz de la intelectualidad de la época.

    Rodríguez era de regular estatura tendiendo a alto, mal hecho y con tipo —según Prieto— de indio puro. Sin embargo, Prieto no debía ignorar que el indio puro que recordaba no sabía ninguna lengua indígena. La litografía de busto que de él nos queda muestra un rostro redondo, ojos oscuros, cejas grandes, nariz achatada, boca pequeña y cabello lacio abundante. La litografía con su imagen ya aparecía desde la primera edición de su obra poética en 1851. Rodríguez no tenía la pinta ideal para las mujeres de esa época, y quizá de ninguna.

    ESCALERILLA 2

    Hacia 1934, llegó a casa del poeta Francisco Ortega, en Escalerilla 2, y se incorporó a la tertulia que éste organizaba, donde participaban Luis Martínez de Castro,[1] quien moriría como héroe el 20 de agosto de 1847 en la defensa de Churubusco contra los invasores estadunidenses; el fogoso Antonio Larrañaga, un joven Silva, elocuentísimo, y Eulalio María Ortega, hijo del poeta. Ninguno rebasaba los 16 años. A veces se aparecía el poeta Manuel Carpio. Los adolescentes crearon un periódico manuscrito que titularon Obsequio de la amistad, del cual no pervive un solo número.

    COLEGIO DE LETRÁN (1)

    Pese al nombre pomposo del colegio, el edificio que lo albergaba era poco más que ruinas, y podemos creer que la enseñanza, en un país con un índice escandaloso de analfabetos, no era de alta calidad.

    Ocuparía buena parte de la manzana de lo que es hoy avenida Juárez, eje Lázaro Cárdenas y las calles de Independencia y López. Entonces era puente de San Francisco, San Juan de Letrán, la calle de San Juan y el callejón de López. Prieto, quien tuvo a San Juan de Letrán por su calle favorita, pondría cara de horror si viera en lo que se ha convertido. Pero en las décadas de los treinta y cuarenta del XIX era una calle animada y pintoresca con recauderías y vendimias, carnicerías y farmacias, pulquerías y figones, atolerías sucias y desmanteladas, una calle donde pululaban lavanderas, artesanas y chicas flotantes.

    Prieto describe el colegio en sus Memorias como un edificio tosco y chaparro, con una puerta cochera por fachada, un conato de templo de arquitectura equívoca sin techo ni bóvedas, que pudieran pasar por corral inmundo sin su careta eclesiástica y unas cuantas accesorias interrumpidas con una casa de vecindad. Había dos enormes patios interiores ruinosos y sombríos. En el primero una fuente predominaba y uno de los muros del templo encontró su verdadera utilidad cuando los aficionados a la pelota empezaron a jugar; el segundo era un corral con sus caballerizas inmundas y un antro negro y pestilente. En los pasillos superiores se hallaban los salones de clase y la oficina del rector y en el pasillo del segundo patio se encontraba la biblioteca y había salones de clase y dormitorios. En uno de los últimos cuartos habitaba José María Lacunza. Por el callejón de López existía también una desaseada y lóbrega entrada al colegio en forma de embudo. En el callejón circularon las zorras en todo el siglo XIX. A Prieto le enorgullecía el carácter nacional de la industria de la prostitución en el rumbo rumboso. Su calidad se mantuvo en nivel tan alto que por décadas no hubo necesidad de recurrir a la importación.

    El 11 de junio de 1836 se fundó la Academia de Letrán en el cuarto destartalado de José María Lacunza. Los fundadores que promovieron el lance fueron cuatro jóvenes pobrísimos que no llegaban a la treintena: José María Lacunza (27), su hermano Juan Nepomuceno (24), Manuel Tossiat Ferrer (24) y Guillermo Prieto (18). Los dos años anteriores se habían reunido en el mismo cuarto una vez a la semana para leerse sus textos en una suerte de preacademia. Prieto nos dejó breves y penetrantes retratos de los fundadores: del frío y lúcido José María, del vital y nervioso Juan Nepomuceno, del delicado y tímido Tossiat Ferrer. Sin duda ese día es una fecha clave en la historia de la literatura mexicana. Aquellos jóvenes difícilmente imaginaron o fantasearon en lo que la academia se convertiría. Con más sueños y fábula que base real decidieron que perseguirían dos objetivos: mexicanizar la literatura y democratizar el medio.

    El mayor de los Lacunza pronunció un encendido discurso de apertura. Decidieron festejar el acto. Rascaron el dinero de sus bolsillos y juntaron lo suficiente para comprar una piña, que partieron en cuatro, y la comieron.

    Pronto empezaron a integrarse más jóvenes, y el rumbo y trueno de la intelectualidad de la época, como el patriarca Andrés Quintana Roo, modelo de héroe romántico; el poeta Francisco Ortega, autor de un punzante poema contra Iturbide, y los dos poetas mayores de lo que llamaban entonces la escuela clásica: Manuel Carpio y José Joaquín Pesado.

    Rodríguez Galván había mandado una oda. Dos de los fundadores (José María Lacunza y el propio Prieto) respondieron con una cuarteta en la que destacaban que si el mérito aún no asomaba, la gloria lo ornaría un día de flores. Lo invitaron a integrarse.

    Rodríguez empezó a llegar a las sesiones de gran capa azul y sombrero.

    Se incorporarían después jóvenes que darían brillo a las letras nacionales: el poeta y dramaturgo Fernando Calderón, quien leyó poemas contra Santa Anna; el sarcástico Ignacio Ramírez, quien causó polémica y escándalo con la lectura de su texto No hay Dios, y el gran novelista Manuel Payno, que evocaría el tiempo de la academia como uno de los más felices de su vida.

    La Academia de Letrán se considera no sólo el punto de partida de la busca de la expresión nacional, sino que, con excepción del conde de la Cortina y de Manuel Eduardo Gorostiza (más cerca quizá del mundo cultural español), y de José Bernardo Couto, acogió en los cuatro o cinco años de sus reuniones al parnaso mexicano de la época. Por haber hecho lo esencial de su obra en el periodo, por haber sido el editor de las dos revistas del grupo (El Año Nuevo y El Recreo de las Familias), por su presteza polémica, Rodríguez (como lo llamaban los amigos) es uno de los dos intelectuales representativos de la academia; el otro, por ser fundador y la Gran Memoria del grupo, se llama Guillermo Prieto.

    ALAMEDA

    A unos pasos del colegio, cruzando en forma diagonal puente de San Francisco, estaba la Alameda con sus árboles, flores y fuentes. Tenía cuatro puertas, donde los 16 de septiembre pegaban octavas y sonetos los ingenios reales o ficticios del periodo: lo mismo Tagle, Carpio y Pesado, que los enterradísimos Barquera, Amat, Romo, Barrera o Autepara. En el costado norte corría uno de los dos acueductos que traía agua a la ciudad. Tenía 900 arcos y se empezó a demoler en 1852. Al occidente se hallaba San Diego, que cubría entonces desde lo que es hoy la Pinacoteca Virreinal hasta el parque de la Solidaridad. Al sur se hallaba Corpus Christi, hoy avenida Juárez, con sus capillas sucesivas, y al oriente, donde hoy se yergue el Palacio de Bellas Artes, se levantaba el convento de Santa Isabel.

    En su adolescencia, Guillermo Prieto se la vivía en la Alameda, y la consideró —así lo dijo— su gran gimnasio poético. La escocesa Fanny Calderón de la Barca, quien vivió en nuestro país por poco más de dos años, de diciembre de 1939 a enero de 1942, fue en sus cartas una severa y aguda crítica de las señoras de la alta sociedad, a las que conoció muy bien. En una de sus reprobaciones decía que no podía entender por qué las doñas no se atrevían a profanar la suela de sus zapatos pisando los senderos del agradable parque colonial.

    Por la Alameda el solitario Rodríguez caminaba infinitamente.

    LIBRERÍA DE GALVÁN (2)

    Todos los primeros del año —de 1837 a 1840— apareció El Año Nuevo, el anuario que editó el joven Rodríguez, donde colaboraron principalmente miembros de la Academia de Letrán. En el anuario se publicaba poesía, cuento, teatro, ensayo, artículos, crónica, esbozos biográficos, traducciones, imitaciones. Es un documento de época extraordinario, como lo es El Recreo de las Familias, la revista que dirigió el mismo Rodríguez, y de la cual, por falta de apoyos, sólo pudieron editarse 12 números: del 1º de noviembre de 1837 a abril de 1838. Ambas revistas tienen en portada el rubro de La librería de Galván. "Con los Años Nuevos —escribió María del Carmen Ruiz Castañeda— Ignacio Rodríguez Galván entregó a los bibliómanos de su tiempo y de los venideros no sólo unas auténticas joyas del arte tipográfico, sino verdaderas antologías de la poesía, el drama y la narrativa mexicanos de su tiempo. Son también las publicaciones inaugurales de nuestro primer romanticismo, y las primeras dedicadas totalmente a la literatura."[2]

    Como colaborador, Rodríguez escribió también en publicaciones importantes del periodo: El Diorama, El Museo Popular, Semanario de las Señoritas Mexicanas y Repertorio de Literatura y Variedades.

    TEATRO PRINCIPAL (1)

    Fue el último de los tres primeros teatros que hubo en la Ciudad de México durante el siglo XVII y hasta mediados del XVIII, recordó Luis González Obregón en su México viejo. Se le conoció como Nuevo Coliseo, Teatro de México y Teatro Principal. Sustituyó al ruinoso coliseo anterior, construido a base de madera. Con el patrocinio de Josef de Cárdenas, administrador del Hospital Real, se levantó el edificio definitivo hacia 1752 y se inauguró el año siguiente. Tenía forma de herradura, con 41 cuartos techados de vigas, arquería y balcones de hierro volados. La entrada principal tenía tres arcos. Hasta la inauguración del Teatro Nacional en 1842, fue la sala más importante. En 1846 pasó a manos de José Joaquín Rosal, quien lo obtuvo a cambio de varias casas.

    La actriz en boga, la anhelada actriz de esos años, se llamaba Soledad Cordero. Era, según una bella definición de Guillermo Prieto, la rosa de oro del Principal. Las opiniones sobre su talento y belleza son escasas y contradictorias, pero donde todos coinciden es en destacar su virtud y en decir que vestía bien. Decir virtud —sobrentendámoslo— significaba que la joven conservaba el decoro público y no tenía en privado una hilera de amantes. Rodríguez dijo en un poema inconcluso que era joven, bella y melancólica, y dejó para su retrato apenas estos versos:

    Talle gentil y majestad modesta,

    triste mirar y blanda compostura

    Al comentar una representación de fines de diciembre de 1839, madame Calderón de la Barca traza en su octava misiva un retrato donde, sin decir su nombre, se reconoce con facilidad a Soledad Cordero. Reprueba con dureza su rigidez escénica: La primera actriz, favorita del público, y que viste bien, goza de gran reputación por su buena conducta; pero es de madera, de una madera que conserva sus propiedades aun en las escenas más trágicas. Estoy convencida de que regresa a su casa sin una arruga en el vestido. Tiene además el vicio de levantar las comisuras de los labios al iniciar una sonrisa, y al mismo tiempo frunce el ceño con lágrimas en los ojos, como si quisiera personificar un día de abril. A Fanny Calderón de la Barca el recinto le pareció oscuro, sucio y foco de malos olores y los pasillos que conducían a los palcos todavía más oscuros.

    Dos textos consecutivos publicados en 1841 en El Apuntador (Semanario de Teatros, Costumbres, Literatura y Variedades) exaltan la integridad y el brillo de la bella actriz. Uno, firmado por Una mexicana, informa que la Cordero nació el 11 de marzo de 1816, o sea, un mes antes que Rodríguez, y que a la edad de nueve años se inició en el baile. Como la familia vio que no era ésa la vía, en 1829 la entregó al cuidado de la actriz Agustina Montenegro, quien pronto dejó el teatro y la enseñanza. Soledad siguió sola su aprendizaje. Si bien, dice la mexicana, su mérito como actriz no podía compararse con el de las europeas, es de lo mejor que hemos tenido, y su moralidad resiste toda prueba.

    El otro texto lo firma El Apuntador, quien se inclina a resaltar con largueza el valor artístico: Completa serenidad en la escena, extraordinaria finura en sus modales, dignidad y nobleza en su acción, y muy exquisito gusto, gracia y elegancia en el vestir. Además posee, dice, una memoria felicísima y un estudio constante. Recuerda que ha actuado casi siempre en papeles donde se destaca la modestia y el sentido del honor y del deber. Entre las obras cita Un novio para la niña, Un ramillete, Una carta, La madrina, La reina de 16 años, La ciega y Muérete y verás. Sin embargo, El Apuntador hace dos reparos: sus escasas dotes para interpretar roles enérgicos y su pronunciación defectuosa.

    Por su lado, Guillermo Prieto opina categórico: Dama joven, de escaso mérito dramático, pero muy querida por el público por su conducta inmaculada.

    Fue una actriz muy asediada. Algo o mucho debió haber tenido para formar tras ella un enjambre de abejas en busca del panal y haber conservado tan alta por años la temperatura del joven Rodríguez.

    Enrique Fernández Ledesma recobra la anécdota de la vez que Soledad Cordero recibió en su camerino un billete pletórico de elogios y donde el enamorado amenazaba con suicidarse si no era correspondido. La Cordero lo mandó llamar y con delicada persuasión apagó los furores del desesperado:

    "—¿Pero qué hago si usted no quiere?

    —Ser un hombre en toda la regla.

    No sabemos si el pretendiente se volvió un hombre en toda la regla, pero la Cordero no tuvo que sentirse culpable por su muerte.

    ¿Pero cuándo nació el amor de Rodríguez?

    Prieto dice con vaguedad que "con motivo de alguna de las obras de Rodríguez, creo que Muñoz, visitador de México o El privado del virrey, le sorprendió o se transparentó la pasión intensa de Rodríguez por Soledad Cordero". Desde luego se trata de la primera, cuya pieza se representó en el Teatro Principal el 27 de septiembre de 1838, pero la cual, como recuerda Payno en un artículo publicado el 12 de septiembre de 1842 en El Siglo XIX (El poeta D. Ignacio Rodríguez Galván),[3] había leído antes en la Academia de Letrán. En la obra la Cordero actuó en el papel de Celestina. Se transparentó, dice muy bien Guillermo Prieto. O, si se quiere, se evidenció. La puesta en escena fue un éxito y Rodríguez salió varias veces al escenario a recoger los aplausos. Un añadido romántico: Rodríguez ansiaba la gloria y aun llegó a decir en un poema que se quitaría el laurel de las sienes para colocarlo en las de su bella dama. Si lo supo, la Cordero no parece haberse conmovido con las buenas pretensiones.

    Hay preguntas que persiguen como la fiera o el fuego: ¿Rodríguez tenía verdadera vocación teatral o escribió sus dramas pensando que era una forma de aproximarse a la Cordero? Como en el siglo XX ha sido el cine, en el XIX el teatro representó el arte y el espectáculo públicos por excelencia. En los años de Rodríguez el recinto privilegiado para teatro, ópera y bailes fue el Teatro Principal. El joven poeta asistiría a menudo, soñaría a menudo en el crédito artístico, y se puede colegir también la razón de ello. Por lo demás, el teatro estaba apenas a dos calles de la librería del tío.

    Soledad Cordero significó una veta preciosa de oro y plata para sueños, fantasías y autoengaños de Rodríguez. Fue un ángel pero un ángel terrible y despiadado. Para Rodríguez, su belleza fue un vino que degustó hasta la última gota; pero el vino tenía un veneno lánguido y letal. Las almas puras, con el delicadísimo recamado de sus delicadísimas complejidades, llegan ser mucho más peligrosas que las almas abiertamente malignas.

    ¡Pero qué capacidad de autotimo! En versos ya la llama traidora, o dice que sólo vivirá por ella, o puede pedirle ronsardianamente que se amen el tiempo que les queda:

    No esperemos del dolor hora funesta

    La verdad del término de la dolorosa relación, que por desgracia nunca empezó, podría resumirse en dos versos desgarradamente sinceros que encontramos en su célebre Profecía de Guatimoc de 1839:

    Aridez y frialdad encontré solo,

    aridez y frialdad, ¡indiferencia!

    O en éstos de su poema Amor de 1841:

    A regalar a la mujer corría

    éste mi corazón, brasa que ardía...

          Y ella dijo: ¡Parad!

    Me doy por creer que esto pasó, que esto acabó de definirse, durante los ensayos de la obra de Rodríguez, donde actuó como Celestina la leve rosa de oro del Principal.

    Y los sueños quedaron en el suelo como un plato roto que se le cae a un niño.

    CATEDRAL

    Centro de la vida religiosa de México, se edificó en su presente estructura de 1573 a 1667. El Sagrario se hizo de 1749 a 1768. La antigua —pequeña— catedral estaba en la esquina suroeste actual y sirvió de 1525 a 1626.

    Si la curiosa y perspicaz madame Calderón de la Barca en su Vida en México (1840-1841), libro de crónicas de viaje que es a la vez diario y epistolario, parece ver la vida en la ciudad todo el tiempo desde arriba, el otro gran cronista de la época, Guillermo Prieto, en sus Memorias de mis tiempos, parece ver casi todo el tiempo desde abajo. A Calderón de la Barca jamás se le ocurrió codearse, más allá de las fiestas populares o religiosas, con los pobres o con el pueblo. Le horrorizaban los léperos y los ladrones, a los que cita a menudo en sus agudas cartas, pese a que jamás tuvo un problema con un lépero y jamás la robaron. La proximidad de un lépero le causaba escalofríos. Al escribir parecía tener siempre un pañuelo con perfume para no oler la suciedad del ambiente y la cochambre humana.

    Calderón de la Barca cuenta varias visitas a Catedral. Desde luego en ese entonces, 18 años antes de las Leyes de Reforma, debió ser de una opulencia deslumbrante. El recinto, observa, es inmensamente rico en oro, plata y joyas. Visitaba Catedral mucho más la gente del pueblo que los aristócratas o ricos, quienes preferían tener capilla en su casa para no exponerse a la contaminación de la bahorrina y la porquería de los miserables. Salvo en las festividades religiosas mayores, no se asomaban por las iglesias.

    El 24 de febrero de 1937 Rodríguez compuso un poema titulado El desengaño. El solitario poeta va a Catedral a buscar a la amada. A diferencia de Fernando Calderón o Manuel Payno, que encantaban a las mozas con su simpatía y quienes contaban con buena fortuna familiar, Rodríguez estaba señalado, con ceniza en la frente, para la pobreza y el infortunio amoroso. En unos Recuerdos biográficos que escribió un tal J. poco después de la muerte de Rodríguez, se hacía una suerte de compendio de su vida: Nació, vivió infeliz y murió. En esa vida infeliz una mujer aguijoneó involuntariamente su precipitación. ¿Desde entonces, desde ese febrero de 1837, Soledad Cordero era ya la obsesión íntegra de Rodríguez? ¿O antes? ¿Es la Ángela, es el ángel, que una y otra vez, desde 1835, en su romance Mora, aparece en sus poemas? Tal vez. Ocho años de buscar un asidero que no se hallaba en ninguna parte. Rodríguez se dejaba seducir por la prodigiosa voz de una sirena que nunca cantó para él. El poeta describe el escenario:

    De la catedral el atrio

    se ve cubierto de gente;

    la claridad de la luna

    en él a disfrutar viene.

    Las mexicanas hermosas,

    gozando del fresco ambiente,

    ostentan sus ricas galas,

    y aromas al aire vierten.

    Es fácil imaginar la escena en el desaparecido Paseo de las Cadenas. El poeta busca impaciente por todos los grupos a la joven hasta que la encuentra... pero acompañada. Mordido por los dientes inficionados de los celos, se atormenta, entran en él sentimientos contradictorios, la sigue, le reclama, pero ella prefiere irse con el joven postinero y fatuo. Con rabia, dolorido, el poeta declara su desprecio y dice:

    Que no merece ni lástima

    mujer tan infame y vil.

    PASEO DE BUCARELI

    Pese a ser tan distintos, eran inseparables. Uno, desbordado y simpático; el otro, callado y doloroso. Uno era bajo y regordete, y el otro más alto y maltrecho. Se llamaban Fernando Calderón e Ignacio Rodríguez Galván y la historia de la poesía mexicana los ubica siempre unidos como los dos primeros románticos. Todos coinciden: el talento de Calderón era ante todo dramático y el de Rodríguez lírico, pero antes se juzgaba al revés.

    El de Bucareli y el de la Viga eran los paseos principales, donde por las tardes los ricos se lucían en sus caballos y lucían sus carruajes, en tanto la gente del pueblo andaba a pie, y en el de la Viga, los indios, en sus chalupas, traficaban sus mercancías. El Paseo de Bucareli, que fue mandado hacer por el virrey Antonio María de Bucareli en los primeros años de la década de los setenta del siglo XVIII, iba desde el ejido de la Acordada hasta la garita de Belén, es decir, de donde está hoy el nuevo Caballito en Reforma hasta Chapultepec y Cuauhtémoc. El paseo era bello, ancho, bordeado de altos árboles y tenía tres glorietas. Hoy es, como cientos de sitios antiguos y modernos, un espanto urbano.

    Era febrero. En los días de carnaval la sociedad capitalina se desahogaba en la fiesta callejera o de casa. Las calles se convertían en un desfile diario de máscaras y disfraces. Calderón tuvo una ocurrencia: se vistió de Sancho Panza y vistió a Rodríguez de Quijote. Entre la multitud, que al principio los chanceaba, y entre el ruido de carruajes y cascos de caballos, se dirigieron al Paseo de Bucareli. Llegaron. Rodríguez decía sus parlamentos en perfecto español antiguo y Calderón recitaba de memoria páginas de la novela. Ambos hacían caer a cántaros refranes, dichos, proverbios y chistes. La gente se apiñaba en torno del par. Crearon tanto realismo en sus parlamentos que la multitud llegó a ilusionarse de que en verdad se encontraba en la fabulosa época de las novelas de caballería.

    Por mucho tiempo no se supo quiénes habían sido los actores callejeros que representaron el improvisado y genial espectáculo callejero.

    PALACIO NACIONAL

    Camino por la plaza del Zócalo o Plaza de la Constitución. Siempre la imagino como una plaza de tezontle y luna. Si la veo desde el nororiente, como si saliera del Templo Mayor, me da la sensación de ser infinita. A Octavio Paz, en su Nocturno de San Ildefonso, le pareció como un firmamento. Sin ningún delirio nacionalista, es una de las plazas mayores más bellas del mundo: geométrica y aérea, parece un tapiz mágico a punto de emprender el vuelo. En el periodo de Rodríguez estaba el Parián en medio de la plaza: el eje comercial de la urbe.

    ¡Cuántos episodios de la vida política mexicana han ocurrido aquí! Al pensar en la sangre vertida en el perímetro de la plaza desde los siglos de los mexicas a nuestros días, me recorre un escalofrío: sería un gran lago en vez de plaza.

    Me paro en el centro. Veo Catedral, las ruinas del Templo Mayor, el antiguo Palacio del Arzobispado, el airoso Palacio Nacional con su porosa fachada de tezontle, el edificio de la Suprema Corte de Justicia que desentona del todo, la alcaldía, el portal de Mercaderes que se ha modificado por los siglos, y el Monte de Piedad, que fue el palacio de Moctezuma y en los primeros años de la Colonia parte de las casas de Cortés.

    Miro de nuevo Palacio Nacional. Hasta 1929 tenía dos pisos. Se añadió entonces el tercero. Por su tamaño, López Velarde dijo en 1921 que tenía estatura de niño y de dedal. En el México antiguo se erguía allí la casa nueva de Moctezuma. El antepenúltimo tlatoani la construyó. Desde 1529, por Real Cédula, pasó a pertenecer, entre muchos solares, a Hernán Cortés. "A instancias del virrey Don Luis de Velasco —relata Luis González Obregón—[4] fue comprada la casa nueva de Moctezuma. Cuando se efectuó esto la poseía Martín Cortés, hijo del Conquistador [...] Desde entonces comenzaron a residir en este edificio los virreyes y las audiencias de la Nueva España, y en él se establecieron las oficinas del gobierno colonial. Parcialmente destruido por un incendio durante la revuelta del 6 de julio de 1692, tardó cinco años en restaurarse. El edificio de Palacio le parecía a González Obregón hacia finales del XIX más interesante por su historia que por su mérito artístico".

    Cuando nuestra cronista escocesa llegó a la ciudad en diciembre de 1839, acompañando a su esposo, el primer embajador español, visitó Palacio casi en seguida. Le pareció enorme pero no halló nada notable en su arquitectura. En Palacio despachaban entonces el presidente, todos los ministros y los magistrados principales de los tribunales de justicia. Se hallaban también las cámaras de Diputados y Senadores. Pero en otra visita pocos días después, Calderón dijo, modificándose, que le parecía no de grandes proporciones, pero hermoso y de buen gusto. En la sala presidencial de Palacio era posible ver aún imágenes religiosas.

    En 1838 sucedió un hecho grotesco que motivó que México, en medio de sus discordias internas infinitas y sin experiencia de nación, estuviera acechada, menos, como pudiera creerse, por España, que por los dientes de los chacales imperialistas de Francia. Dos años antes Texas se había separado de México, merced a la calculada ayuda estadunidense y a la traición abyecta (allí empezaría su larga carrera de ignominia que lo llevó a revolcarse en el estercolero de la historia) de Antonio López de Santa Anna.

    ¿Pero qué tan culpable fue Santa Anna de nuestras calamidades durante medio siglo? Otro gran felón, Lorenzo de Zavala, había observado: El mal de México no está en Santa Anna sino en el ejército. Así maten a Santa Anna, el ejército engendrará otros Santa Anna. El católico Vasconcelos, en la página 338 de su Breve historia de México, sentenció a la figura y a su tiempo: Pero hay algo peor que Santa Anna, y es la época que lo admiró, lo mimó y lo tuvo de representativo. José Fuentes Mares, en las páginas 244 y 245 de su biografía Santa Anna, el hombre, valiéndose de la opinión del ministro español de los años cuarenta, anotaba que el problema había radicado también en los políticos ineptos que le sucedieron: Así fue siempre, o casi siempre. Medio siglo de supremacía santanista indica no tanto la excelencia del caudillo sino la insignificancia de los demás. Modelo de modelos de lo despreciablemente vil, el jalapeño desestabilizó al país con su presencia o su ausencia por cosa de medio siglo. Al llegar al poder, los tiranos se vuelven títeres del demonio y de sus demonios. El rostro de Santa Anna era un espejo donde se reflejaba la ineptitud de los políticos, la barbarie de la soldadesca y la corrupción de buena parte de la sociedad de entonces: se veneraba al pícaro, al mujeriego, al tracalero apostador de juegos de azar y de peleas de gallos, al organizador de magnos bailes y destellantes fiestas. "Aunque iliterato de todo punto, hasta el extremo de empedrar de barbarismos su lenguaje y sin más lectura que Casandra, tenía una conversación chispeante, animada por poderosísima imaginación y percepción clara como la luz del día, dijo Prieto sobre el caudillo de la gran picaresca nacional; Fernando Calderón, que lo odiaba, se inspiró en su figura para escribir el famoso poema El sueño del tirano"; en poemas de Rodríguez Galván la figura se trasluce entre los versos; la escocesa Calderón de la Barca observó agudamente que Santa Anna no jugaba para el país sino para sí mismo. Por el contrario, el potosino González Bocanegra, perdida toda proporción y toda memoria histórica, lo designa en el Himno Nacional (1853) el guerrero inmortal de Zempoala y habla de su brazo invencible (como si en la Guerra de Texas y durante la invasión estadunidense no hubiera conocido las derrotas más catastróficas y hubiera ayudado a arruinar el país). ¡Hasta Lucas Alamán no tuvo mejor ocurrencia que mandarlo traer de su destierro en 1853 para hacerlo presidente! En los años de su última presidencia se reverenció al infinito golpista como Su Excelencia y Su Alteza Serenísima.

    No hubo uno solo de los breves gobiernos de Santa Anna que no fuera un desastre político y económico, y en ocasiones, lo peor, militar y moral. Fue tal su capacidad de engaño, que después de haber hecho todas las triquiñuelas y haber actuado todas las farsas que costaron a México más de la mitad de su territorio, después de causar la muerte de decenas de miles de hombres, después de crear de continuo inestabilidad política y dejar la economía en bancarrota, después de haber traicionado todas las causas que camaleónicamente abrazó (llegando a lo más caricaturesco en los años del Segundo Imperio y de la República Restaurada), siguió creyéndose hasta el final de sus días el emancipador y el benefactor de la patria. Basta leer sus Memorias.

    En febrero de 1838, unos soldados, en Tacubaya, habían robado su mercancía a un pastelero francés. El gobierno galo pidió una cifra desorbitada como indemnización. El gobierno mexicano (era presidente Anastasio Bustamante) se negó a darla. Empezó en abril el bloqueo del puerto de Veracruz. Los franceses comenzaron a apropiarse de barcos y cargas. El 26 de noviembre bombardearon el castillo de San Juan de Ulúa. La guarnición debió capitular. El 5 de diciembre ocurrió una catástrofe, mucho menos para Santa Anna que para la patria: en un ataque francés a Veracruz, el guerrero inmortal perdió una pierna. A consecuencia de eso, luego del desastre de Texas que lo había convertido casi en un proscrito, el pueblo se reconcilió con él. Durante 16 años más seguiría creando calamidades sin cuento.

    Los franceses siguieron ocupando Ulúa hasta el 9 de marzo de 1839, cuando se firmó el Tratado de Paz y México debió pagar una suma astronómica de 600 000 pesos, por eso: por unos pasteles. Una bella página para el derecho internacional que debe enorgullecer a los franceses.

    Al ver el Palacio Nacional me viene a la memoria un poema que compuso Rodríguez en aquel 1838: Guerra a los galos, guerra..., que reflejaba más buenos deseos patrióticos que sentido de las proporciones militares. Si se lee bien hay al menos dos o tres cuartetas que prefiguran el Himno Nacional: en la música y en la idea cardinal de no dejar que el extranjero huelle nuestro suelo:

    Acorred al combate, guerreros,

    os espera la gloria en la lid,

    aprestad los tajantes aceros,

    o la palma alcanzad o morid.

    Empuñando ya os miro la lanza,

    ya resuena el clarín y el tambor,

    treme el galo a la voz de venganza,

    y de guerra el horrible estridor.

    ¿González Bocanegra leyó a Rodríguez Galván? En 1850, en su "Discurso

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