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Al Grito De Guerra: El Guerrillero
Al Grito De Guerra: El Guerrillero
Al Grito De Guerra: El Guerrillero
Libro electrónico540 páginas7 horas

Al Grito De Guerra: El Guerrillero

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Al Grito De Guerra: El Guerrillero es una novela que presenta un equilibrio entre una fantasa de caractersticas de las leyendas mexicanas y un Mxico en caos afectado por un sistema poltico ambicioso y tirnico donde la sociedad se encuentra en una faceta de soledad y desesperacin ante la impotencia de quienes lo gobiernan. La historia de Mxico, con su trbido pasado y futuro de incertidumbre, converge en un punto actual, un momento crtico en donde el mismo pueblo que hace tiempo atrs se cay en una soberbia aceptacin de su inevitable desdicha, busca inconscientemente a un liberador.

Despus de haber sido encontrado en el desierto al borde de la muerte, Emiliano Robles tiene que replantearse sus creencias e ideales mientras es atormentado por el recuerdo de su amada Leona que muri a manos del ejrcito en la catastrfica Masacre a la Revolucin. Emiliano debe dejar todo lo que fue para convertirse en el hroe que Mxico necesita: El Guerrillero.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento1 jun 2015
ISBN9781506505299
Al Grito De Guerra: El Guerrillero
Autor

Leonardo Elizondo Sánchez

Leonardo Elizondo Sánchez nació el 3 de marzo de 1989 en la ciudad de Monterrey, NL. y actualmente reside en la Ciudad de México. Es un guionista y productor audiovisual para trabajos cinematográficos y publicidad. Egresado de la Facultad de Artes Visuales de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Ha escrito, dirigido y producido diversos cortometrajes especializándose en el género de fantasía y el surrealismo.

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    Al Grito De Guerra - Leonardo Elizondo Sánchez

    EL GUERRILLERO

    AL GRITO DE GUERRA

    Leonardo Elizondo Sánchez

    Copyright © 2015 por Leonardo Elizondo Sánchez.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 30/05/2015

    Palibrio

    1663 Liberty Drive, Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    701466

    ÍNDICE

    AGRADECIMIENTOS

    PRÓLOGO

    - I -

    EL NACIMIENTO DE UN HÉROE

    UN DOCTOR EN EL DESIERTO

    EL SECRETARIO DEL PRESIDENTE

    EL COMIENZO DE UNA ERA

    EL VUELO DEL ÁGUILA

    LA ÚLTIMA NOCHE EN EL DESIERTO

    UNA REPORTERA EN EL BAR

    LA GRAN EXPLOSIÓN

    - II -

    TODOS NECESITAMOS AL GUERRILLERO

    LA LLAMADA DE AUXILIO

    VIEJAS HERIDAS

    EL HOMBRE DEL METRO

    LA INFECCIÓN

    REUNIONES DE UN HOMBRE INFILTRADO

    SIETE VILLANOS, UN OBJETIVO

    - III -

    PRIMERO DE DICIEMBRE

    EMILIANO

    DON JOAQUÍN

    JAZMÍN

    JOAQUINITO

    SILVIA

    GUILDAH

    EL GUERRILLERO

    EPÍLOGO

    AGRADECIMIENTOS

    Son muchas y distintas las maneras en las que las personas han ayudado a que este libro sea publicado. Primero que nada quiero agradecer a mi familia, por su apoyo y confianza, especialmente a mis padres, Bertha A. Sánchez y Sergio Elizondo, a quienes les dedico este libro por formar a la persona comprometida que soy ahora.

    También quiero agradecer a todos los que apoyaron el proyecto con su donativo por medio de la plataforma idea.me: Rosa Delia Salinas, María del Refugio Santos, Nora C. Coy y Sergio Elizondo, Paola Elizondo y Jeffrey Treviño, Cindy Rodríguez, Cynthia Escobar, Hydeitza Vigil y Héctor Escobar, Cristina Aide Ramírez y Ana Margarita Ramírez, Luly Elizondo, Rogelio Elizondo, Diana Elizondo, Diana C. Espinosa, Tenchis Sánchez, Briceydee Rodríguez, Héctor Antonio Sánchez, Rocío Villarreal, Mayra Villarreal, Elvia Elizabeth Hernández, Isaema Guajardo, Marta Rita de la Fuente, Esperanza Muñoz y Magdalena Yamaguchi, Magdelia González, Nenetsi Manzano y Nora Marín.

    Agradezco los comentarios, críticas y sugerencias de Erick Reyes, Gerardo Blum y Benjamín Frantz, que fueron enriqueciendo la historia; y el compromiso con las ilustraciones por Gerardo Blum (ilustraciones de capítulos) y Cynthia Pérez (diseño de portada e ilustración de portada y partes).

    Finalmente, agradezco haber nacido y crecido en México y estar rodeado de tanta historia, cultura y espíritu, ya que esta novela está dirigida a todos los mexicanos y nuestra capacidad de ser héroes.

    PRÓLOGO

    -¿Quién soy? –una pregunta que cruzó la mente de Emiliano al recuperar el conocimiento.

    Todo era muy confuso, parecía una pesadilla, pero el ardiente sol era real, devorando cualquier rastro de humedad. El hombre iba encapuchado sobre una camioneta. No podía ver ni entender nada de lo que sucedía. La laguna de sangre sobre la que iba acostado, también era real, comenzaba a pudrirse y el olor penetraba hasta los nervios. Escuchaba la voz de sus captores, voces conocidas de aquellos a los que apenas unas horas atrás aún consideraba amigos.

    -¿Qué haremos con él? –preguntó un hombre, al que el encapuchado reconocía como Julián, el soldado que siempre olvidaba los planes o, simplemente, nunca los entendía. Era un hombre alto y delgado de piel quemada por el sol, producto de horas y horas trabajando bajo la ira del día en los huertos de naranja de sus padres en el norte del país. Similitudes en la vida de ambos hombres, lo llegaba a considerar un gran amigo dentro del servicio, pero eso fue antes de la gran traición que sufrió por parte de aquellos hombres de bien.

    -Siempre es lo mismo contigo –ese parecía ser Pe-Pedro. A diferencia de Julián, siempre estaba enfadado con todo y con todos. Era el típico sujeto que abusaba de los más indefensos en la escuela y necesitaba un lugar donde pudiera descargar la ira que sentía por aquello que decida existir a su alrededor.

    -¿Por qué tenemos que encarganos de él? -las dudas de Julián daban esperanza al moribundo hombre de la capucha.

    -No estarás pensando en echarte para atrás, ¿verdad? –replicó Pe-Pedro molesto.

    -¡Claro que no! Jamás decepcionaría a los señores –Julián era una buena persona, pero era un cobarde y su moral católica jugaba en ocasiones en su contra. Una vez dada la orden nadie podía replicarla, menos Julián-. No me gusta lo que estamos haciendo, no te voy a mentir, pero la verdad es que él solo cavó su tumba. Pobre Emiliano, le advertimos demasiadas veces.

    -La desobediencia se paga caro –comentó un tercer hombre-. Siempre hacía lo que quería y siempre se salía con la suya –aquella voz era del Teniente Víctor Cortés.

    Su presencia era la que más le dolía a Emiliano. ¿Cómo podía estar él en su sentencia de muerte y no hacer nada para salvarlo? ¿Cómo pudo, al igual, no hacer nada para salvar a Leona? Los tres eran grandes amigos de la infancia, pero el tiempo había pasado y aquel viejo amigo lo mandaría a la tumba y la impunidad imperaría como suele suceder en ese país sin ley.

    -Emiliano morirá en el desierto –sentenció el Teniente-. Véanlo como que estamos desapareciendo un cuerpo. Está más muerto que vivo. Si llega a sobrevivir hasta el anochecer, los animales terminarán el trabajo.

    -Está bien si quieres desahogarte –Julián intentó consolarlo-. También murió tu amiga. Que el Señor la tenga en su gloria.

    -¡Deja de decir estupideces, Julián! –su voz denotaba desprecio e ira-. Ni ella, ni éste eran mis amigos. Nunca lo fueron… Me di cuenta tarde de ello.

    Un silencio ahogó la conversación. Sólo se escuchaba el viento, las llantas pasando sobre las piedras y el motor de la camioneta que avanzaba acercándose al inminente final de Emiliano. Un repentino dolor le atacó la pierna, se dio cuenta que no podía moverla. Lo más seguro es que estuviera destrozada con la paliza que le habían propinado antes de perder el conocimiento. No le dio mayor importancia, ya que de nada le serviría una pierna sana cuando esté muerto. Ya nada importaba, todo cuanto había pasado, la superación, el esfuerzo, la lucha, todo lo que era había muerto junto con su amada Leona. Estaba vacío, no había convicción, motivo, nada. Seco como el desierto al que lo llevaban.

    -¿Para qué luchar? ¿Qué cambio puedo hacer? –se preguntaba Emiliano al darse cuenta del mundo cruel en el que vivía-. Todo seguirá igual.

    El dolor punzó con presión y perdió el conocimiento una vez más. Vinieron a la mente de Emiliano recuerdos de su infancia veinte años atrás. Veía los campos de maíz, a sus hermanos Francisco y Patricio arreglando la cerca, podía oler la comida de su madre, todos estaban vivos en ese entonces y podía verlos, a excepción de su padre que siempre estaba ausente vendiendo el maíz cosechado para tener algo qué poder comer a la mañana siguiente. Emiliano estaba trepado en una rama contemplando el nido de un pájaro. Solía pasarse todo el día trepando árboles, lo dominaba muy bien y le gustaba ver todo desde las alturas. Hacía que se sintiera poderoso, inalcanzable. Un huevo estaba empollando y la madre del pajarito llegó apresurada haciendo que Emiliano cayera del árbol aterrizando con las nalgas. Emiliano exclamó dolor pero al incorporarse vio que un camión de mudanza se estacionaba sobre la antigua casa de Don Jorge. Nunca supo bien qué le había pasado pero una noche simplemente ya no llegó y su familia tuvo que abandonar el lugar quedando la casa completamente abandonada. Los hermanos de Emiliano le jugaban bromas al pequeño sobre fantasmas que habitaban aquella casa abandonada y siempre lo terminaban convenciendo de entrar por esto o aquello, una cuchara oxidada, un portarretratos empolvado, o cualquier cosa sin importancia. Emiliano se sacudió y fue intrigado hacia aquel camión de mudanza atravesando el campo de maíz.

    -¿A dónde vas? –le gritó su hermano Francisco, el mayor de los tres hijos-. La comida está casi lista.

    Emiliano lo ignoró y corrió más rápido. No tenía muchos amigos por ahí, sólo Vidal que casi no salía ya que su padrastro era muy estricto con él. Patricio, el otro hermano de Emiliano, se interpuso en su camino.

    -¿Por qué tan rápido? ¿Ya te dijo mamá quienes se mudan?

    -No –Emiliano estaba agitado-. ¿Por qué? ¿Quiénes?

    -Dice que son un señor y una señora muy respetables y que tienen una niña de tu edad -Patricio parecía burlarse de él, pero eso es lo que más deseaba, alguien con quien jugar.

    Una niña no estaba mal. Su corazón desde ese entonces le decía que aquella niña era especial y que debía seguirla hasta alcanzarla. El pequeño Emiliano de nueve años corrió con fuerza. Sus piernas eran pequeñas pero corrió y siguió corriendo. Saltó la cerca y cruzó la calle hasta contemplar el inmenso camión de mudanza. Podía observarse que eran apasionados de los libros, aquellos de los que en su casa carecían, con letras que jamás había aprendido a leer. Sus padres no pudieron darle educación a sus hermanos mayores pero con él lo intentaron. Cursó el primer y segundo año de primaria pero sus padres no pudieron seguir llevándolo y tuvo que dejar la escuela. Al no ver a nadie, decidió meterse en un camión donde exclusivamente había libreros llenos de libros de todos los tamaños y colores, en su mayoría se encontraban polvorientos. Tomó uno que parecía ser sobre Historia de México pero no entendía nada de lo que decía. Había unas cuantas ilustraciones que le llamaron la atención, personas con pistolas largas, sombrero y una mirada temeraria. También podía verse un hermoso dibujo de un águila sobre un nopal con una serpiente en el pico. Era el mismo dibujo que estaba en la bandera, pero en el libro se veía con más detalle, brillo y colores intensos. Una mano delicada e infantil le toca el hombro y Emiliano volteó exaltado. Vio que se trataba de una niña hermosa de piel morena y cabello lacio y negro como la noche pero con unos ojos enormes como dos soles. Su mirada era inocente y penetrante con mil secretos por descubrir.

    -¿Vienes a quitarnos nuestras posesiones? –preguntó la niña que, si no fuera por su delicado e infantil acento, parecería que hablaba una adulta.

    -¿¡Qué!? No. Vivo en frente y quería conocer a los nuevos vecinos -Emiliano no quería causar la impresión de ser un ladrón. Su madre le había enseñado que robar es malo y que debe respetar las cosas que cada quien había batallado en conseguir. La mirada de la niña permanecía en quietud, sin expresar miedo-. Me llamo Emi.

    Emiliano sacudió su mano con el pantalón, aunque éste estaba más empolvado que la mano misma. Se la extendió en forma de saludo, pero la misteriosa niña parecía confundida y observó con extrañeza la mano de Emiliano.

    -¡Oh!… En ese caso… Soy Leona Escano –Leona le correspondió el saludo cambiando el semblante por uno más amigable.

    -¡Qué raro nombre! –a Emiliano le pareció divertido aquel nombre tan curioso-. ¿Cuántos años tienes?

    - Tengo ocho años. ¿Y tú?

    -Yo tengo nueve –le sonrió el pequeño Emiliano.

    Fue en ese momento, donde comenzó una gran amistad que desencadenaría una vida llena de aventuras a su lado. Emiliano supo en ese instante, como una oleada de visiones y emociones, que Leona sería la razón de todo lo que él sería. No podía dejar de sonreír viendo sus bellos ojos hasta que al camión subieron los padres de Leona. Ambos podrían pasar por sus abuelos, eran muy mayores. Él hombre de canas prematuras tenía una sonrisa cálida y ella, una mirada senil pero acogedora.

    -Parece que has hecho un nuevo amigo –dijo la madre-. Soy Celestina.

    -Él se llama Emi –respondió Leona con su adorable voz.

    -Soy Emiliano Robles, señora –contestó el niño con apenada cortesía.

    -Mucho gusto, señor Emiliano –saludó el señor a Emiliano como si saludara a algún adulto-. Me llamo Miguel Ángel… Veo que le interesa la historia.

    Emiliano volteó a ver el libro que había agarrado sin permiso e intentó guardarlo rápidamente en donde estaba sintiéndose avergonzado. Miguel Ángel rió.

    -No se preocupe –dijo el amable padre con una cálida sonrisa-. Es un obsequio.

    -Lo que pasa es que… –Emiliano no quería hacer notar su falta de intelecto ante aquellas personas que demostraban amplia sabiduría- No sé leer -admitió.

    -Con gusto le enseñaríamos -ofreció Don Miguel Ángel-. Puede pasar a visitarnos cuando guste.

    -No tenemos mucho tiempo disponible pero puedes aprender más que en una escuela pública –le sonrió Doña Celestina.

    -Se los agradezco mucho –dijo el pequeño Emiliano.

    -Yo te puedo enseñar a pintar o tocar el violín –la sonrisa de Leona era cautivadora. Jamás se podría negar a nada mientras le sonría.

    Francisco llegó corriendo agitado hasta el camión.

    -¡Mamá te está buscando en todos lados! ¡Está furiosa!

    Emiliano sintió un escalofrío al pensar en el regaño de su madre.

    -Vamos. No hagas enojar más a tu mamá –Celestina lo invitó a marcharse con su peculiar voz tan serena-. Y no olvides el libro.

    -Sí, gracias.

    Emiliano salió corriendo alejándose hacia su casa. Mientras, volteó la mirada para ver una vez más a la bella Leona que igualmente estaba viéndolo irse.

    -¡Te voy a esperar para pintar un mundo de colores hermosos!

    Emiliano recordaba la escena perfectamente, por más años que pasaran jamás olvidaría aquel momento, los olores, los libros, las sonrisas y los hermosos ojos de Leona, grandes como soles gemelos. Sus recuerdos se vieron truncados con una repentina sacudida mientras sus viejos amigos lo sujetaron. Sintió las toscas manos de Pe-Pedro y las torpes de Julián que lo arrastraban por aquel río de sangre que había sobre la caja de la camioneta. Lo aventaron como un costal de basura hacia el ardiente terreno del desierto donde lo abandonarían para su perdición. Al chocar con el terreno la pierna, Emiliano gritó y gimió de dolor hasta casi volver a desvanecerse. Percibió que no contaba con más ropa que los calzoncillos y una playera interior. Su uniforme se lo habían arrebatado y destruido. Escuchó unos pasos pesados acercarse a él. Le quitaron la capucha que le cubría el rostro y la luz lo cegó. Cuando por fin, con esfuerzo, pudo acostumbrar los ojos, vio a Víctor frente a él con la mirada más fría que hubiera podido recibir, una mirada de odio y rencor, asco y desprecio.

    -No sabes cuánto me alegro de verte en esta posición, Mayor Emiliano Robles –dijo Víctor con desdén y sarcasmo utilizando el título en el nombre de Emiliano-. Siempre fuiste un obstáculo para mi.

    -Sólo piensas en ti, siempre ha sido tu problema –respondió Emiliano al pretencioso discurso de Víctor-. Espero que estés feliz. Mataron a Leona y no hiciste nada para impedirlo.

    -Tú eres mi problema –Víctor lo agarró de la quijada con tanta fuerza como si intentara arrancársela-. Sí, murió Leona y muchos más junto a ella. Es lo que se merecían. Nosotros hacíamos nuestro trabajo mientras tú desacatabas órdenes como siempre, pero por fin tu desobediencia te tiene donde mereces.

    -Te desconozco, Víctor –Emiliano se sentía decepcionado y furioso, pero también había tristeza.

    -Teniente Víctor Cortés –aclaró-. Y pronto ocuparé la vacante que dejaste. No eres nadie ya. ¿Quieres saber la verdad? No sólo no evité que muriera Leona. Yo averié su carro para que no pudiera escapar. Por mí, es que ella está muerta –Víctor hablaba con orgullo.

    -¿Por qué? –Emiliano no podía creerlo, era imposible-. ¿Por qué harías eso?

    Víctor amaba a Leona casi tanto como lo hacía Emiliano. ¿En qué momento había dejado de ser aquel Víctor que Emiliano conocía desde niños, aquel con el que trepaba árboles y cazaba lagartijas?

    -Quiero que te lleves a la tumba todo el sufrimiento que puedas… amigo.

    Un ataque de rabia envolvió a Emiliano e intentó lanzarse al ataque contra su viejo amigo aunque tuviera las manos atadas. Pe-Pedro lo evitó pisándole la pierna destrozada y haciéndolo retorcer de dolor.

    -¿Qué crees que haces? –dijo Pe-Pedro sin ningún esfuerzo al derribarlo-. No estás en posición de intentar nada.

    -¿¡Y qué puedo hacer!? Me dejarán morir de todas formas. ¡Ten valor y mátame de una vez!

    Lo único a lo que podía aspirar Emiliano en esa posición era una muerte rápida y abandonar el mundo así como lo hizo su amada. Víctor sacó su pistola poniéndosela justo en la frente.

    -¿Crees que no lo haré?

    -Te reto –Emiliano lo miró sin miedo directo a los ojos.

    Víctor puso su dedo firme en el gatillo. Todo acabaría por fin. Emiliano jamás vería el mundo de colores que Leona intentó mostrarle. Cuando Emiliano creyó que sería su último respiro, Julián habló.

    -Déjalo –siempre con su voz temblorosa, un idiota que no puede seguir órdenes por miedo… o compasión, lo que sea, pero de alguna forma terminaba arruinando todo-. Déjalo aquí. Como tú mismo lo dijiste. No sobrevivirá. Sería una muerte más cruel.

    Sí, era una muerte más cruel pero Julián sólo quería evitar presenciar la muerte de quien un día fue su amigo y pretender que nunca pasó. Víctor titubeó.

    -Tienes razón. Este bastardo sufrirá por todo lo que me ha quitado –había odio en la voz de Víctor-. No se merece una muerte rápida.

    Cuando ya se retiraban, Emiliano quiso asegurar el tiro de gracia y acabar con todo el dolor de la mejor forma que se le ocurrió.

    -¡Eres un cobarde! –Emiliano conocía el orgullo que caracterizaba a su viejo amigo y sabía cómo hacerlo enojar-. Eres un cobarde y siempre lo has sido. ¡Por eso Leona me prefirió a mí!

    El objetivo de Emiliano dio resultado, Víctor se volvió, apuntó y disparó. Los tres soldados dejaron el cuerpo tirado en el desierto y se marcharon en aquella camioneta militar. Las traiciones, el orgullo y la ambición habían roto una amistad, truncado un amor y provocado una masacre con docenas de muertos. El desierto de Sonora recibía un cuerpo vacío más, como solía hacerlo. Un hombre desaparecido sin nadie que busque su cuerpo, sin nadie que busque justicia. El Mayor Emiliano Robles ha muerto.

    - I -

    EL NACIMIENTO DE UN HÉROE

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    UN DOCTOR EN EL DESIERTO

    -Sé fuerte y resiste un poco más. Este no es el momento de tu muerte. Apenas estás naciendo.

    Una voz femenina inundó la mente de Emiliano. ¿Leona? No. No era Leona, pero había cierta calidez en aquella voz que inundaba su espíritu y le indicaba que era verdad lo que decía. Posiblemente no estuviera muerto aún. Emiliano sintió lástima. Deseaba la muerte, acabar con el dolor. No había lugar en el mundo para un pobre diablo como él. Despojado de sus ropas y armas, brutalmente golpeado y arrojado a la deriva para que los buitres terminen el trabajo que comenzaron los tres soldados. Un hombre que no tiene a quién agradecer, ni a quién pedir cuentas. Un hombre que no tiene a quién amar o en quién llorar. Un hombre que lo único que tiene es una larga lista de a quién odiar. Con esfuerzo intentó abrir los ojos y vio un ave volando en círculos sobre él. Primero pensó que eran los buitres esperando su festín, observó mejor y vio que se trataba de un águila, como en aquel libro en el camión de mudanza de Don Miguel Ángel y Doña Celestina, aquel libro que le obsequiaron con ilustraciones hermosas. La pérdida de sangre lo había dejado mareado y con los sentidos alterados. El águila se veía gigante. Cerró los ojos esperando su final. Sintió sus labios secos y agrietados, su piel era carcomida poco a poco por el sol. No contaba con mucha sangre, moriría desangrado, por el calor o simplemente del dolor, eso si las bestias del desierto se mostraban pacientes. Todas las opciones terminaban en lo mismo, la muerte.

    -¡Joaquinito! ¡Joaquinito! –Emiliano oyó la voz de otra mujer. No era cálida como la anterior, había horror, algo terrible estaba pasando. Era la voz de una señora-. ¡Ven rápido!

    -¿Qué pasó, Doña Meche? –era la voz de un niño, mucho menos preocupado que la señora.

    -Quítate eso del cuello –le indicó la señora.

    -¿La serpiente? –preguntó con inocencia-. No se preocupe, ya la maté.

    Águilas y serpientes, todo lo terminaba llevando a donde comenzó todo. Esa bella ilustración en el libro que siempre le recordaría aquel día en que conoció a Leona, su motor de vida, su inspiración, su todo. Abrió los ojos pero el águila ya no estaba. Debió haber sido una ilusión producto del sol o delirios de muerte.

    -Olvídalo –dijo la mujer-. Mira, hay un hombre malherido.

    -¡Wow! –escuchó los pasos del niño acercarse maravillado por el espectáculo-. ¿Estará muerto?

    -Creo que aún respira –se acercó Doña Meche a inspeccionar.

    -¿Qué hacemos con él? –quiso saber Joaquinito-. ¿Lo dejamos aquí?

    -¡Por supuesto que no! –replicó ofendida la señora-. No digas esas cosas. Ayúdame, vamos a cargarlo.

    -El calor le está haciendo daño, Doña Meche –rió el pequeño-. No podríamos cargarlo entre los dos. Usted es muy vieja y yo muy joven.

    -Amarra esto en el costal.

    Doña Meche y Joaquinito subieron el moribundo cuerpo de Emiliano sobre un costal de harina para tortillas, lo amarraron con una cuerda y lo cubrieron con un reboso para protegerlo del sol o simplemente para no ver la imagen del destrozado y ensangrentado hombre.

    -Vamos a llevarlo con tu papá. Don Joaquín sabrá qué hacer.

    Emprendieron el viaje dejando un rastro de sangre por su camino.

    -Hasta pronto, Emiliano –la voz cálida y angelical resonó en la cabeza de Emiliano de nuevo-. Sé que nos volveremos a encontrar.

    Emiliano volvió a estar consigo mismo, sus sueños y recuerdos. Esperaba que al despertar resultara haber sido todo una horrible pesadilla. Estaba de nuevo en el campo de maíz de su infancia jugando con su amigo Víctor bajo el gran árbol. Víctor vestía ropa desgastada, era difícil olvidarla, llevaba tres días con ella: una camiseta sucia a rayas celestes, unos shorts amarillos con manchas y unos tenis rotos que en algún tiempo fueron blancos. El pequeño Emiliano, en cambio, vestía unos pantalones que habían sido de Patricio pero se encontraban en casi perfecto estado y una camisa marrón que en uno o dos años le quedaría a la perfección. Víctor cazaba lagartijas con una resortera mientras Emiliano hacía surcos en la tierra con una vara.

    -Mi mamá me dijo que tendrás un hermanito.

    Víctor intentaba evadir el tema y siguió buscando con la mirada una lagartija mientras tensaba su resortera.

    -¿Prefieres un hermano o una hermana?

    -Me da igual –el pequeño Vidal no mostraba emoción al respecto-. Ese niño no será nada mío. Lo mejor sería que no naciera.

    -No deberías decir eso. Mi mamá dice que un bebé siempre alegra los hogares.

    -Éste no. El idiota que embarazó a mi mamá volvió a golpearla ayer que se enteró. Después de la cena se fue y no ha vuelto. Ojalá que nunca vuelva.

    -¡Tu padrastro es un maldito! –Emi se compadeció.

    -Mi mamá tiene la culpa. Ahuyentó a mi papá y ahora a éste –Víctor tiró la piedra y acertó a una lagartija-. ¡Bien! ¡Justo en la cabeza! Apuesto a que te gano con la resortera.

    -Pero yo te gano trepando árboles.

    -Cinco pesos a que no –Víctor volvía todo una competencia, aunque estuviera destinado a perderla.

    Emiliano aceptó dejar el tema del embarazo de lado y proseguir con el juego, sabía que el padrastro de Víctor solía golpear a su madre, así como al pequeño Víctor. Víctor comenzó a trepar al árbol sin señal de salida, le gustaba recibir cierta ventaja, pero el pequeño Emiliano era ágil y veloz. Al trepar, no tenía competidor que se le acapare, era el mejor. Al llegar a la cima, vio el caído semblante de Víctor al saber que tenía que pagar la apuesta y que recibiría una golpiza por perder esos cinco pesos.

    -No te preocupes –dijo Emi-. No tienes que pagarme. Era una apuesta tonta.

    -No seas presumido –Víctor se giró molesto-. Te hubiera ganado pero se me atoró el pantalón con una rama.

    Emi vio que era verdad. Tenía el pantalón roto y eso le traería aún más problemas cuando llegara a su casa. El niño derrotado sacó los cinco pesos que traía y se los dio. Leona llegó hasta ellos en la cima. Aún con vestido, se había vuelto buena trepadora gracias a las enseñanzas de Emiliano.

    -¡Hola! ¿Qué hacen? –dijo la bella e inocente niña de piel color miel.

    Emiliano no podía evitar sonreír al verla. Si la vida de Emiliano fuera un lienzo, Leona era la luz que daba color a la pintura. Junto a ella, el mundo estaba lleno de colores hermosos, como decía la pequeña pintora. Emiliano recuperó el conocimiento una vez más, pero se volvía muy confuso distinguir el sueño de la realidad.

    -¿En qué momento empezó el sueño? –se preguntaba-. ¿En verdad Vidal había intentado matarme? ¿Leona estaba muerta? ¿Estoy muerto? ¿Dónde estoy? ¿Quién soy?

    -¡Papá! Encontramos un hombre en el desierto. –llegó Joaquinito a la puerta de una casa de madera, gritando animado, orgulloso de su hallazgo.

    Salió de la casa un señor de unos cuarenta años, con barba y ligeras canas.

    -Quita esa sonrisa, Joaquinito –reprendió el señor-. Vamos a llevarlo al sillón.

    Arrastraron el saco empapado saco de harina hasta el interior de la pequeña casa. Emiliano estaba completamente desorientado. El sol se estaba poniendo, o podría estar saliendo. Emiliano no podía saberlo, la cabeza le daba vueltas. Emiliano veía a diez personas que lo recostaban sobre un sillón, aunque sabía que sólo eran tres.

    -Doña Meche, traiga agua, por favor –el papá del niño se mostraba muy atareado yendo de un lugar a otro-. Una pierna la tiene destrozada y parece haber recibido un disparo en la otra. ¡Joaquinito, traeme las tijeras… y quítate esa cosa del cuello!

    Emiliano observó a Joaquinito quitándose la serpiente que tenía aún colgada del cuello mientras protestaba. Cuando Doña Meche regresó con el vaso con agua, le dieron de beber y un repentino dolor atacó su pierna.

    -¡Leona! –fue lo único que pudo decir en un grito espontáneo.

    -¡Ya reaccionó, Don Joaquín! –Doña Meche estaba alterada-. ¿Recuerdas tu nombre? ¿Cómo te llamas?

    -¿Quién soy? –Emiliano tuvo que ordenar sus pensamientos por un momento para poder contestar-. Emiliano… Emiliano Robles –cada palabra le costaba sus últimos alientos y fuerzas, recostó la cabeza sobre el descansabrazo del sillón.- ¿Dónde estoy?

    -Está es mi casa –contestó Don Joaquín-. Increíblemente ha terminado en mi casa.

    -Me imagino que no recibe a muchas personas en mi condición –Emiliano resaltó la obviedad de lo increíble.

    -No entiende. Soy el único doctor que encontrará en el desierto –le aclaró el señor de barba cana-. Usted ha perdido mucha sangre y sus piernas están inservibles. Usted me necesita a mí, y yo lo necesito a usted.

    -¿Por qué me necesita usted a mí? –Emiliano comenzó a creer que había caído en las manos de un científico loco que experimentaría con lo poco que quedaba de él.

    -Justo acabo de terminar un prototipo en biotecnología, que por extraño que pueda parecer, son partes para las piernas…

    -Si no hace algo morirá, Don Joaquín –Doña Meche tenía razón en eso.

    -Haga lo que considere necesario –se resignó Emiliano en ponerse en manos del extraño y desconocido hombre.

    La vida le había dejado claro que existían personas malvadas en el mundo y desconfiar de todos pero, en la condición de Emiliano, estaba dispuesto a aceptar cualquier solución contra aquellos dolores que lo mantenían al borde de la muerte. La cabeza estaba a punto de reventarle y no pensaba con claridad. Cuando menos lo acordó, se encontraba en un sótano que tenía lo mismo de quirófano como pudiese tener un político de honesto. Vio una mascarilla acercarse a él y no supo más. Despierto era insoportable el dolor de sus piernas pero dormido era peor, sólo podía pensar en aquel carro llamas donde Leona estaba encerrada y gritando con histeria. Era primero de diciembre, el día comenzaba tranquilo pero pronosticaba tormenta y caos. Los cuerpos militares tenían la orden de mantener el orden mientras se tomaba protesta del nuevo presidente, Ernesto Pedraza. Miles de manifestantes acudirían intentando evitar que el entrante mandatario lograra entrar al recinto. El Oficial Mayor Emiliano Robles organizó a sus hombres para formar una valla y que la entrada de Ernesto Pedraza fuera pacífica. Su entrada simbolizaba más que la de un simple hombre, significaba que el Partido de la Consumación Institucional volvía a la silla presidencial después de doce años de aparente ausencia. Todo sucedía como estaba previsto, los militantes estaban a las afueras del recinto gritando toda clase de maldiciones demostrando su inconformidad, después de unas elecciones presidenciales de dudosa legitimidad, como comenzaba a ser costumbre. No sucedía ninguna anomalía hasta que, entre la multitud, vio a aquella mujer con la que Emiliano no podía discutir, Leona. Ella cumplía veintiocho años, la última vez que la había visto. Nueve meses en los que sólo podía verla en sus pensamientos. Se abrió paso y se dirigió hacia ella.

    -Mayor, ¿qué cree que hace? ¡Vuelva a su puesto! –lo reprendió el Coronel Medrano.- ¡El día de hoy no pienso tolerar su desobediencia!

    -Lo siento, Coronel –fue lo único que pudo decirle Emiliano.

    Emiliano no intentó dar explicaciones con las que sólo perdería el tiempo y terminaría por perder de vista a Leona. Como siempre, era difícil dejar de verla, sus ojos como dos soles eran imanes para Emiliano. La multitud se acercó agresiva a él, parecía que él tuviera la culpa sobre la elección del pueblo pero los ignoró y fue hasta ella.

    -¿Qué crees que haces? –Leona le hablaba pasando por alto los nueve meses que tenían sin verse y con un desprecio irreconocible. Nada parecido al cálido saludo que esperaba recibir de dos amigos, dos amores que vuelven a encontrarse-. ¿¡Ahora lo defiendes a él!?

    -Sabes que estoy obligado a acatar órdenes –Emiliano intentaba mantener la calma.

    -¡Acata las órdenes del pueblo al que juraste defender! –replicó Leona ofendida.

    -No pienso discutir. Te comportas como una niña. Uno tiene responsabilidades y no puede andar rebelándose ante cualquier cosa que se le mete a los demás en la cabeza.

    -Te desconozco –Leona lo miraba con decepción-. No eres el Emi que una vez conocí. Antes tenías ideales y convicciones.

    -Pues tal vez esa persona de la que hablas murió y si no quieres que pase lo mismo contigo te recomiendo que te vayas –Emiliano no quería seguir con esa discusión sin sentido.

    -¿Acaso me estás amenazando? –Leona era testaruda y siempre ganaba todas sus peleas pero Emiliano no pensaba dejar que aquellas discusiones de pequeños continuaran, y menos delante de sus hombres. Ahora era el Mayor Emiliano Robles, un hombre respetable-. Yo te recomiendo a ti que te vayas y dejes de oprimir la voz del pueblo –dijo ella.

    -Haz lo que quieras –harto de la discusión, Emiliano volvió a la valla pero antes se volteó, una vez más hacia Leona-. Estaré unos días en la ciudad. Me gustaría verte mañana… ya que haya terminado todo este asunto.

    -Este asunto no termina hoy, apenas es el comienzo, Emiliano –Leona estaba molesta con Emiliano pero en el fondo seguía amándolo-. El veintiuno de diciembre haré una muestra de arte en la explanada del Zócalo –dijo después de respirar hondo-. Ojalá puedas ir.

    -En tres semanas no sé si aún esté en la ciudad pero haré lo posible por ir.

    Leona le lanzó una mirada decepcionada a manera de reproche.

    -Ahí estaré –se corrigió.

    Cuando intentó volver junto a sus hombres, un grupo de manifestantes lo empujó y cayó al suelo. Seguido, escuchó una explosión y vio fuego en la valla de soldados y policías. La multitud empezó a correr descontrolada.

    -¡Leona!

    Era inútil, volvía a estar en el sótano de la casita en el desierto. Joaquinito estaba junto a él.

    -¡Papá! ¡Emiliano despertó!

    Sin poder decir nada, Joaquinito desapareció y Emiliano quedó solo. Intentó incorporarse pero no sentía las piernas. Cayó de la camilla y una vez más volvió a sus pesadillas. Todo era un caos, había fuego por doquier. Los oficiales de policías se vieron obligados a mantener el orden y ahuyentar a la gente. Las cosas se estaban saliendo de control, los insatisfechos atacaban con bombas molotov a los oficiales y ellos, a su vez, golpeaban a quien se toparan en frente y lanzaban bombas de humo. La sangre se regaba por aquí y por allá. Su compañero, Julián, lo ayudó a incorporarse y volver a la valla. Vio que entre los oficiales de policía se encontraba Vidal golpeando a los civiles estableciendo su soberanía.

    -Un informe nos dice que los manifestantes se dirigen al Monumento a la Revolución –el Coronel le contó de los planes del mitin. Irónico lugar dado a lo que estaba aconteciendo-. Necesito que te adelantes con tus hombres. Ya hay un gran número de personas allá causando destrozos.

    Emiliano sólo podía pensar en Leona. Si lo que el Coronel decía era verdad, posiblemente la encontraría allá y la obligaría a retirarse sin importar qué.

    -Sí, mi Coronel.

    Emiliano se subió a una camioneta militar acompañado de sus hombres, entre ellos se encontraban Julián, Pe-Pedro y Víctor. Los seguían nueve camionetas más y dos tanques de guerra que esperaba no fueran necesarios. Al llegar a la Plaza de la República, donde se ubicaba el Monumento a la Revolución, vio una gran cantidad de gente reunida.

    -¡Fuera Ernesto Pedraza! –la multitud mostraba su inconformidad-. ¡Fraude!

    -¡No a los dinosaurios! –el viejo partido político que imperó durante setenta años había vuelto al poder. El pueblo señalaba que era una vuelta en el tiempo y que era un acto devolutivo en el sistema político del país.

    -¡Asesino! –gritaban responsabilizando al ahora presidente por la matanza ocurrida en la Ciudad de San Salvador Atenco seis años atrás.

    -Quiero hombres en cada esquina de la plaza –Emiliano tuvo que seguir con sus obligación como Mayor-. Quiero al equipo especial rodeando el monumento.

    -El Coronel pidió que dejáramos libre el monumento –Víctor dio un paso adelante cuestionando sus órdenes como siempre-. Son demasiados.

    Aunque viniera por parte del Coronel mismo, Víctor no era quién para poner en duda las palabras del Mayor Emiliano Robles. Aún así, Emiliano escuchó y situó a sus hombres en las cuatro esquinas de la plaza del Monumento a la Revolución. Había algo extraño en el ambiente. La gente no causaba daños y los militares se limitaron a esperar firmes. Emiliano tenía una corazonada de que tanta quietud sólo acabaría en desgracia. Vio a familias completas con carteles contra el gobierno entrante, jóvenes estudiantes, señores mayores, gente de toda clase social y esferas socioeconómicas. Grababan todo con sus aparatos celulares. Aquel presentimiento de Emiliano comenzaba a tener fundamentos cuando vio a Gilberto Lee, mejor conocido entre sus compañeros como Explosión. Aquel hombre nunca le había dado buena espina, siempre tenía un cigarrillo en la boca y un encendedor en la mano que prendía y apagaba como una manía. Era el nuevo Secretario de Obras Públicas, pero durante el gobierno anterior se especializaba y encargaba de las demoliciones grandes. Su apodo se lo había ganado por su gusto por el fuego y la destrucción. La presencia de Gilberto Lee, lo dejaba intranquilo. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Después la vio, Leona se manifestaba entre la multitud. Aunque enérgica y furiosa, seguía luciendo hermosa como siempre. Leona siempre lo cautivaba, su pasión por lo que consideraba justo, lo enamoraba, aunque en aquel momento se opusiera a las obligaciones del Mayor Emiliano Robles. Emiliano se dirigió hacia ella.

    -No te vayas muy lejos -Víctor le advirtió divertido-. Está por comenzar.

    Las palabras de Víctor provocaron un escalofrío más en Emiliano. Había algo en su tono de voz que lo aterraba aunque pareciera que a él le causaba cierta diversión. Tal vez era eso lo que lo incomodaba más.

    -Necesitas irte de aquí –Emiliano le ordenó a Leona-. No sé qué está pasando pero creo que algo malo está por suceder.

    -Si crees que algo malo va a pasar, ¿por qué no alertas a todos? –Leona estaba furiosa, decepcionada-. ¿O es que los demás no importan?

    -No voy volver a este jueguito. Es una orden. –Emiliano se mostró firme-. Si no decides irte, te sacaré de aquí yo mismo.

    -Dejé mi carro aquí cerca antes de ir a San Lázaro.

    -Pues toma las llaves y vete –dijo Emiliano con apuro-. Te veré en la noche y discutiremos todo lo que quieras. Espero no meterme en problemas por esto.

    -Me estás preocupando, Emi –el semblante de Leona cambió, se vio más comprensiva-. ¿Puedes meterte en problemas por mi culpa?

    Emiliano calló.

    -No quiero que te pase nada –Leona parecía estar al punto de las lágrimas-. Me iré, ¿de acuerdo?

    -Te acompaño –Emiliano estaría más tranquilo cuando viera que se fuera. Emiliano conocía a Leona y podía terminar ignorándolo y volver a la manifestación cuando Emiliano se descuidara.

    Cuando se alejaban escuchó aún más quietud y eso sólo significaba que lo peor estaba por comenzar. Volteó a ver a lo lejos a Víctor junto a sus hombres al servicio, tenía una sonrisa retorcida llena de malicia. Giró y se alejó perdiéndose de la visión de Emiliano. Después, llegó ese sonido ensordecedor que anunciaba la destrucción. Por toda la plaza comenzaron las explosiones. Fuego por todas partes y gente corriendo por su vida. Emiliano tomó a Leona y corrieron deprisa hacia el auto de Leona.

    -¿¡Qué está pasando!? –gritaba ella sin comprender el caos que reinó en un instante.

    Leona estaba histérica, quería volver pero Emiliano lo impidió tomándola con fuerza y calló ignorando lo que sucedía. Después escuchó los disparos. Se volvió atrás y vio a sus hombres disparar a todo aquel que tratara de huir. No podía creer lo que veía. Sus leales hombres realizaban una carnicería con los asustados civiles. Las explosiones seguían y un brazo desmembrado cayó frente a ellos. Leona miró a Emiliano desconcertada.

    -¡Este es el gobierno al que sirves! –gritó con lágrimas en los ojos-. Reprimen nuestra voz como siempre se hizo.

    -No me veas así –la mirada de Leona lo derrotaba, sentía pena por la gente, por sus hombres pero sobre todo, por él-. Leona, te juro que no tengo nada que ver en esto. ¡No sé qué está pasando!

    Emiliano esperó lo peor. Abrazó a Leona y se permitió llorar de tristeza e impotencia.

    -Por favor, perdóname.

    Junto a ellos pasaron unos tanques militares apuntando al Monumento a la Revolución.

    -¡Fuego! –dieron la orden y dispararon. El monumento explotó y fue cayendo ante la multitud que inútilmente intentaba escapar.

    -¡Fuego!

    Emiliano cerró lo ojos, los

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