Una avanzada del progreso
Por Joseph Conrad
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Joseph Conrad
Joseph Conrad (1857-1924) was a Polish-British writer, regarded as one of the greatest novelists in the English language. Though he was not fluent in English until the age of twenty, Conrad mastered the language and was known for his exceptional command of stylistic prose. Inspiring a reoccurring nautical setting, Conrad’s literary work was heavily influenced by his experience as a ship’s apprentice. Conrad’s style and practice of creating anti-heroic protagonists is admired and often imitated by other authors and artists, immortalizing his innovation and genius.
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Una avanzada del progreso - Joseph Conrad
Joseph Conrad
UNA AVANZADA DEL PROGRESO
1
Había dos hombres blancos encargados de la factoría. Kayerts, el jefe, era bajo y gordo; Carlier; el ayudante, era alto, de cabeza grande y ancho tronco posado sobre un par de piernas largas y delgadas. El tercer hombre del equipo era un negro de Sierra Leona que decía llamarse Henry Price. Sin embargo, por alguna razón, los nativos de río abajo le habían dado el nombre de Makola y nunca pudo desprenderse de él durante sus vagabundeos por el país. Hablaba inglés y francés con acento cantarino, tenía una hermosa caligrafía, entendía de contabilidad y en el fondo de su corazón seguía siendo fiel al culto a los malos espíritus. Su esposa era negra, de Luanda, muy grande y muy ruidosa. Sus tres hijos se revolcaban bajo la luz del sol ante la puerta de su casa, una construcción de una planta que parecía una cabaña. Makola, taciturno e impenetrable, despreciaba a los dos hombres blancos. Tenía a su cargo un pequeño almacén de barro con techo de hierba seca y pretendía que llevaba bien las cuentas de los abalorios, telas de algodón, pañuelos rojos, cables de cobre y otras mercancías que en él se amontonaban. Además del almacén y de la choza de Makola, había un gran edificio en el claro donde se alzaba la factoría. Estaba hábilmente construida de caña, con una galería por los cuatro lados. Tenía tres habitaciones. La del centro era la sala de estar, con dos toscas mesas y unas pocas banquetas. Las otras dos habitaciones eran los dormitorios de los hombres blancos. Por todo mobiliario tenían sendas armaduras de camas y mosquiteros. El suelo, formado de tablones, estaba cubierto por las pertenencias de los hombres blancos; cajas abiertas y medio vacías, ropa de ciudad, viejas botas; todas esas cosas sucias, todas esas cosas rotas, que se acumulan misteriosamente en torno a los hombres desaliñados. A cierta distancia de los edificios había otra residencia. En ella, bajo una cruz que había perdido su perpendicularidad, dormía el hombre que había contemplado los comienzos de todo aquello; el que había proyectado y supervisado la construcción de aquella avanzada del progreso. En su país había sido un pintor sin éxito que, cansado de perseguir a la fama con el estómago vacío, había llegado hasta allí gracias a altas protecciones. Había sido el primer jefe de la factoría. Makola había visto morir de fiebre al enérgico artista en la casa recién terminada, con su habitual actitud indiferente de «Ya lo decía yo». Luego, durante un tiempo, vivió solo con su familia, sus libros de contabilidad y el Espíritu Maligno que gobierna las tierras que se encuentran al sur del ecuador. Se llevaba muy bien con su dios. Tal vez se lo había propiciado con la promesa de