Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La ley del gallinero
La ley del gallinero
La ley del gallinero
Libro electrónico607 páginas11 horas

La ley del gallinero

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Con esta novela Jorge Guzmán consigue atrapar magistralmente la subjetividad del momento histórico que aborda y motivar al lector con una peculiar manera de describir la psicología de los personajes, sus circunstancias y las relaciones entre ellos, atribuyéndoles similares codicias y perspectivas, bajo el supuesto de que, aunque pertenezcan a distintas clases sociales, todos están condicionados por una misma ideología.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 jun 2016
ISBN9789562828635
La ley del gallinero

Lee más de Jorge Guzmán

Relacionado con La ley del gallinero

Libros electrónicos relacionados

Ficción hispana y latina para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La ley del gallinero

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La ley del gallinero - Jorge Guzmán

    Jorge Guzmán

    La ley del gallinero

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2008

    ISBN: 978-956-282-863-5

    ISBN Digital: 978-956-00-0713-1

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    A Susana

    Agradecimientos y advertencia

    Me complace agradecer aquí a dos queridos amigos: a Juana Robles Suárez, por su lectura comprensiva y atenta y por su invaluable sugerencia, que libró a esta novela de una cerrazón blandengue y deformante, y a Cedomil Goic, por su lectura cuidadosa, cordial y sabia, que contribuyó a mejorar la accesibilidad del relato con una creativa sugerencia atingente a varios capítulos.

    Durante uno de los cuatro años de trabajo, 1996, el autor contó con un financiamiento FONDART, otorgado por la División de Cultura del Ministerio de Educación.

    Permítaseme finalmente una advertencia: todos los personajes y todos los acontecimientos que se leen en esta novela son ficticios, incluso los que a lo largo de los años puedan haber aparecido en libros de historia de algún país latinoamericano.

    Final y Comienzo

    I

    Martes 6 de Junio de 1837

    Cuando vinieron a buscarlo, al amanecer, el juez de Puerto Paraíso, don José Álvarez estaba a punto de dormirse. Tenía una montaña de sueño acumulado en tres noches de casi total desvelo. El sábado lo había mantenido insomne la muy alarmante noticia de que el coronel Vidaurre y un grupo de oficiales del Sur habían sublevado a su regimiento y aprisionado al hombre más poderoso de todo el país, el ministro Portales. El suceso hizo caer sobre las callejas del Puerto una suerte de gran silencio, por encima del cual sonaban, trivializados, los ruidos de siempre. Las gentes se veían cambiadas. Absortos unos. Otros desafiantes. Unos pocos, furiosos.

    Álvarez perdió su tranquilidad habitual. Se abrían posibilidades muy temibles y dilemas de esos que no dejan siquiera comer tranquilo, mucho menos dormir. ¿Guerra civil? ¿Larga? ¿Breve? ¿Terrible? ¿Adónde llevar a sus dos niños y a su mujer embarazada de cinco meses? ¿Qué haría él en las horas siguientes? ¿Apoyar al gobierno? ¿A los rebeldes? ¿A nadie? Se durmió con el cantar del gallo y por poco rato.

    El domingo, cerca de mediodía, fue a declararse partidario del gobierno ante el gobernador Cavareda y a ponerse a su disposición. Lo recibió en medio de una reunión de trabajo con el almirante Blanco. Los dos estaban sumidos en el torbellino de las preparaciones necesarias para enfrentar a los rebeldes. Le agradecieron mucho, pero muy rápidamente, y ninguno de los dos, al parecer, pensaba grandes cosas de su capacidad militar ni organizadora, porque esa noche se fue a la cama sin haber tenido noticia directa alguna de ellos. Solamente le llegaron los rumores de que seguían preparando tropas, buques, lanchas cañoneras, poniendo a resguardo el tesoro de la Gobernación, asegurando la lealtad de los oficiales partidarios del gobierno y neutralizando a los dudosos, despachando correos hacia la capital, requisando caballos y alimentos.

    El juez Álvarez se fue a la cama por la noche tropezando con los muebles de puro sueño y seguro de que despertaría descansado por la mañana. Abrió los ojos muy poco después, en medio de la oscuridad y con el pensamiento lleno de aprensiones familiares. Para proteger a una mujer embarazada y dos niños pequeños en el desorden de una guerra civil, no servían mucho las virtudes judiciales. También lo desvelaba el silencio de Cavareda y Blanco. ¿Dudarían de su lealtad? ¿Alguien les habría dicho que en su fuero interno consideraba tiránico el gobierno del ministro? Pestañó rápidamente en la oscuridad, sintiéndose entontecido por el miedo. A nadie había dicho que desaprobara la gestión de Portales. Ni siquiera a su mujer.

    El lunes, Cavareda envió un ordenanza a buscarlo y lo puso a cargo de redactar una respuesta a los alzados. Quería que en ella palparan cabalmente qué destino les esperaba si no deponían las armas de inmediato y no se entregaban sin ninguna condición en manos de las autoridades legítimas. No debía quedarles la menor duda de que cualquier alternativa los ponía bajo el imperio de las terribles leyes represivas de Portales: fusilamiento inmediato sin más trámite que la comprobación de la identidad.

    La noche del lunes se metió entre las sábanas confiando en que, ahora sí, las dos vigilias anteriores lo harían dormir como un bendito. A las dos de la mañana, un tremendo estampido lo sacó del sueño. Durante un par de horas, hasta cerca de la madrugada, doña Ubaldina, el juez Álvarez y los dos niños permanecieron despiertos y metidos los cuatro en la cama de los padres, contando cuentos y cantando canciones para tranquilizar a los pequeños, mientras no muy lejos, hacia el norte del Puerto, seguían las explosiones.

    Cuando terminó el estruendo de los cañonazos y el chisporroteo de los fusiles, y los niños volvieron a sus camitas, los padres siguieron despiertos. Doña Ubaldina no podía dormir y quería que el marido le oyera sus quejas. Cada vez que sobrevenía alguna calamidad pública, acusaba al país, furiosa por la interminable serie de desastres políticos (asonadas, traiciones, motines, derrocamientos, combates, destierros, asesinatos), telúricos (temblores, maremotos), atmosféricos (lluvias torrenciales, inundaciones, sequías), pestilentes (tabardillos, neumonías, gripes, cólera morbo), que no dejaban vivir tranquilo a nadie siquiera una semana seguida. Era su manera de combatir el miedo: lo transformaba en furia.

    A cada frase de ella, le crecía a don José Álvarez una modorra invencible. Le servía como arrullo la voz sibilante de la señora. Ya apenas entendía qué estaba diciendo ella, y llevado por ese ruido familiar, se metió, por fin, en la dulzura del sueño. Un nuevo estruendo lo devolvió, furioso, a la plena vigilia. Alguien aporreaba la puerta de entrada y gritaba su nombre desde la calle con mucha insolencia.

    –¿Qué es eso, Pepe, por Dios?

    Saltó de la cama y entreabrió una de las ventanas. Abajo, a la luz grisácea del amanecer, se veía un grupo de soldados. Una decena o algo así. Se le llenó la visión de puntos brillantes de pura rabia. Sacó medio cuerpo hacia la calle y detuvo el aporreo de la puerta con un grito que lo sorprendió a él mismo por lo eficaz. El fulano se alejó de la entrada, retrocediendo, con la mano en saludo militar.

    –Venimos mandados por el gobernador Cavareda, señor... Usía, con orden de escoltarlo a usted hasta el Cerro Barón, Usía.

    –¡Espéreme ahí y deje de hacer ese alboroto!

    –Sí, señor; a su orden, señor.

    Durante el resto de la jornada, estuvo el juez Álvarez tratando de recuperar su ritmo interior y sus maneras de los tiempos normales. Lo consiguió solo por ratos. Estos no eran días como los demás. Se vistió tratando de demorarse mucho más de lo ordinario. Mientras tanto, se esforzaba en imaginar qué podía estar ocurriendo en verdad, y para qué lo estarían llamando, y cómo responder adecuadamente a los distintos panoramas posibles luego de la corta balacera de la madrugada. Doña Ubaldina quiso levantarse para prepararle su desayuno, pero no la dejó. La tomó cariñosamente por los hombros y la obligó a acostarse. Le argumentó que no había tiempo para alimentaciones.

    –¿Para qué cree usted que lo necesita Cavareda?

    –No lo sé, Ubita, pero no puede ser nada muy grave. Él sigue de gobernador de Puerto Paraíso, así es que las autoridades están firmes. No tenemos nada nuevo que temer.

    –¿Y qué fue entonces todo ese barullo de cañonazos y fusilería?

    –Los rebeldes deben haber intentado pasar hacia acá, y los rechazaron.

    –¿Está seguro, José?, ¿no lo dice por tranquilizarme?

    Mientras terminaba de ponerse la ropa, pensó que no estaba para nada seguro, pero en alta voz respondió que sí lo estaba. Terminó de calzarse las botas en silencio, imaginando la posibilidad de que hubieran triunfado los rebeldes en una acción impecable y rapidísima. El jefe del alzamiento, el coronel Vidaurre, era conocido en todo el país como uno de los mejores oficiales del ejército. A nadie sorprendería que hubiese arrollado a las fuerzas del gobierno, y en ese caso, habría salido inmediatamente hacia la Capital, dejando el Puerto en manos de quién sabe quién; de un bellaco, a lo mejor, que bien podía haber apresado o asesinado a Cavareda, y estar usando ahora su nombre para hacer venir incautos a sus garras... Sacó disimuladamente las dos pistolas cargadas que guardaba en la cómoda y se las metió en los bolsillos.

    –Si me está diciendo la verdad, José, ¿por qué sale armado?

    Le contestó, liviano de tono y sonriente, que solo un necio salía a la calle desnudo en tiempos de peloteras y zafacocas. No le quiso repetir las instrucciones que le había dado varias veces en los dos días anteriores. No era fácil de amilanar doña Ubaldina. El juez confiaba enteramente en su sangre fría y su coraje. Le dio un beso en la frente y se fue, pero no bajó de inmediato. Pasó por el dormitorio de los dos niños y también se despidió de cada uno con un beso que no llegó a despertarlos.

    Nada de lo pensado, temido o esperado en los tres días anteriores había sucedido. En el brevísimo lapso de hora y media, las tropas del gobierno, en una real batalla, habían derrotado a los insurgentes de Vidaurre de manera definitiva. Cavareda seguía verdaderamente como gobernador de Puerto Paraíso. Pero lo que jamás imaginó Álvarez fue la razón del gobernador para llamarlo con tan poco formalismo. Se le nubló la vista cuando el teniente que venía a buscarlo le comunicó que durante el curso de la batalla alguien había asesinado al ministro Portales y el gobernador Cavareda lo mandaba buscar para ponerlo a cargo del proceso contra los asesinos.

    –¿Quién lo mató?

    –No se sabe, señor.

    –¿Y sabe usted para qué me necesita el señor gobernador?

    El hombre repitió, muy descompuesto, que habían matado al ministro. Que Usía debía asistir a la autopsia y embalsamamiento, porque desde media hora atrás, señor, está su señoría oficialmente a cargo de la investigación y del juicio en contra de los que aparezcan culpables del crimen. No solo el ministro estaba muerto. Cerca de él, entre unos matorrales, hallaron también a su secretario con un balazo en la espalda.

    –¿Dónde están los cuerpos?

    –En la chacra que arrendaba el ministro en el Cerro del Barón, Usía. Muy cerca de ahí lo mataron.

    Empezaron a recorrer el camino de la playa ya en plena luz de un día nublado, húmedo y frío, con un viento anunciador de lluvia y unas olas grandes que reventaban pesadamente sobre la playa. Costaba entender lo que decía el teniente, tanto por el ruido del mar como por la desarticulación de su discurso, pero quedaba claro, en resumen, que los alzados habían perdido en menos de dos horas una batalla final.

    Mucho más que los detalles excesivos y desarreglados que oía, le importó al juez la forma en que contaba el teniente. Las consecuencias de la muerte del ministro iban a ser enormes, y su propio desempeño en el juicio contra los culpables, el más difícil de toda su carrera. Oyendo al teniente, se percibía muy claro la enorme carga que había adquirido la figura de Portales con su asesinato. Y no solo en el teniente. ¡También podía verla en sí mismo!, ¡estuvo a punto de desvanecerse al saber del crimen! El desbarajuste cerebral que mostraba el joven en todo lo que decía y en cómo lo decía era, con todo, bastante peor que el suyo. Se le llenaban los ojos de lágrimas a cada momento. Si todos o siquiera muchos de los funcionarios de gobierno se ponían así por el asesinato del ministro, le iba a resultar dificilísimo cumplir decentemente con sus obligaciones de juez. Lo empezó a abrumar el contenido de la carta que le habían hecho redactar el día antes. Ahora le parecía monstruoso haberse comprometido a usar las leyes represivas de Portales contra los alzados. Blanco y Cavareda iban a tener un tremendo argumento para hacerlo cometer graves injusticias, citando su propia carta. Se dijo sin convicción que, por lo menos, no la había firmado él, sino Cavareda, de manera que no lo comprometía más que como amanuense.

    El teniente ni siquiera trataba de controlar su trastorno. Por encima del ruido de las olas, se le oía un odio desaforado, casi histérico, contra los rebeldes. Muy desagradable que un varón adulto se permitiera mostrar tamaña perturbación. Y a medida que hablaba iba perdiendo cada vez más el dominio de sí mismo, hasta llegar a la indecencia, juzgó Álvarez. Simplemente intolerable la manera en que contaba el hallazgo del cadáver. Casi no podía hablar. Una de las muchas patrullas que después de la batalla iban por todas partes en operaciones de limpieza se encontró, por pura casualidad, con un civil tirado como... como un perro, señor, a la vera del camino. Es... estaba... medio desnudo, Usía, dicen que no lo reconocieron, porque estaba emba... embarrado. Y muy deforme por las muchas... las muchas heridas. Lo hicieron pe... pedazos, estos hijos de puta, con perdón, señor. ¡Es que esto no se puede aguantar, señor!

    –¡Modérese, teniente!

    –Sí, señor. Le ruego me...

    –Prefiero que no sigamos con esta conversación, teniente.

    –Sí, señor, Usía. Disculpe, señor.

    No volvió a hablar el juez durante el resto del camino. Difícil establecerse en este panorama nacional donde faltaba la figura del ministro. Difícil, sobre todo, porque su muerte producía estas fenomenales reacciones. En los tres días anteriores, jamás pensó en la posi­bilidad de que a alguien se le ocurriera matarlo. Nadie lo pensó. Verdaderamente, muy al fondo de su conciencia, no estaba en contra de quitarle el poder definitivamente a don Diego Portales, pero nunca se le hubiera ocurrido pensar en su muerte. Muchos lo odiaban, pero éste era un país de hombres sanos, no de asesinos. Y menos de asesinos alevosos. Durante los dos días anteriores, incluso saberlo prisionero de los alzados le producía una fuerte repulsión moral al juez. Muy bien derrocar a un gobernante cuando se teme que se convierta en un tirano, pero tratar sin respeto a un político como Portales no le parecía admisible. Muy mal hablaba de Vidaurre esa prisión. En parte por eso había ofrecido su concurso a Cavareda y a Blanco.

    Parecía increíble que tanto hubiese ocurrido en solo tres días. Apenas la mañana del sábado casi todo el mundo se veía resignado a la guerra contra la Confederación Perú­-Boliviana, aunque muy pocos la querían. Por la mañana se supo en el Puerto que Portales había venido desde la Capital hasta Quillota a revistar a las tropas en persona y verlas embarcarse. Por las calles, los transeúntes evitaban mirar a los soldados y muy pocos mostraban algún entusiasmo. Dos amigos le preguntaron esa misma mañana si también él sabía que Portales había recibido varios avisos, de distintas fuentes, recomendándole que se cuidara de Vidaurre, porque le preparaba un alzamiento. Uno de los Zenteno, que detestaba al ministro, le había dicho en el muelle al juez, como quien sabe lo que dice y no le importa mostrarlo, que él no tenía ningún cuidado, que simplemente no iba a haber guerra, porque la gente sensata no estaba para aguantar que les mandaran a sus hijos al matadero solo por darle gusto al señor ministro, y que no le quedaban ni veinti­cuatro horas de gobierno. Pero Portales tenía también partidarios ar­dientes. Y esos aseguraban que la patria estaba en peligro y que todo el que se opusiera a la guerra merecía fusilamiento. La atmósfera prevalente, sin embargo, la daban los resignados. No tenía sentido opo­nerse, decían. Portales conseguiría imponerles su voluntad a todos otra vez, como siempre. Pero partidarios, enemigos y resignados no hablaban de otra cosa en el muelle, en los almacenes, en las casas y en las oficinas.

    Y entonces, cuando se estaba poniendo el sol, en cuestión de minutos el Puerto entero supo que las tropas, a punto de embarcarse para la guerra, se habían sublevado. Uno de los hermanos de doña Ubaldina fue el primero en llevarles la noticia. Sin duda muchos se alegraron esa noche, pero en silencio o en la cama matrimonial. Álvarez comprendía la cautela de todos, partidarios y enemigos. En los dos días siguientes, con el ministro prisionero, los rebeldes empecinados en no cejar y el gobierno en un frenesí de actividad, el juez se quedó sin sueño. Ni siquiera sabía claramente la razón del alzamiento. ¿Para no ir a la guerra? ¿Para terminar con la tiranía del ministro? ¿Para quitarles el poder a los conservadores?

    Algunos hechos se supieron desde el principio. Encabezaba la revuelta el coronel Vidaurre, uno de los mejores amigos del ministro, y lo mantenía prisionero y encadenado. También se fueron sabiendo los preparativos rápidos, decididos, sabios, que habían hecho las autoridades del Puerto, primero, y de la Capital, después, para oponerse al alzamiento. De ahí las incertidumbres. El futuro podía ser una larga guerra civil, o podía ser breve. Podía consistir en la continuación del gobierno del ministro Portales o su término.

    A la casa del juez estuvieron llegando durante el domingo y el lunes, a toda hora, amigos y parientes en busca de noticias o de consejos. Cuando se supo que había declarado su lealtad al gobierno, aumentó el número de los visitantes. Álvarez se preguntaba por qué venían. Podían tener esperanzas de recibir noticias frescas y fidedignas. Podían estar espiando a favor de los alzados. Podían estarse preparando un testigo para el caso de que los rebeldes resultaran derrotados. Muchos le preguntaban qué pasaría, a su juicio, si el ministro conseguía afirmarse en el poder. O si triunfaban los rebeldes. Ni siquiera a sus parientes había dicho la verdad. Que las dos cosas lo atemorizaban. Por lo demás, las preguntas no tenían más sentido que desahogarse hablando. Todos sabían que si Portales lograba imponerse, una feroz represión esperaba a sus enemigos. ¿No había desterrado a uno de los más queridos generales del ejército y lo había metido, con tremenda crueldad, en un barco podrido con destino a la Polinesia? ¿No había aceptado pocos días antes un asesinato disfrazado de juicio en la persona de tres ciudadanos conocidos y respetables? ¿No había dejado a ciento cincuenta y cinco oficiales sin medios de subsistencia siete años antes? El juez no veía ningún sentido en preguntarse qué pasaría si Portales triunfaba. Temía mucho la derrota de los rebeldes. Juzgaba dictatorial y tiránico el gobierno del ministro. Él había inventado y aprobado por sí y ante sí las terribles leyes represivas de los últimos meses. Las usaría sin ninguna duda para desencadenar sobre el país una represión espantosa. Pero, con todo y todo, todavía el gobierno tenía de su lado la fuerza de la ley.

    Siete años antes, Álvarez había visto con enorme esperanza la revolución conservadora de Portales. Y de alguna manera, todavía lo consideraba un gran político, un hombre público de la rara especie de los que no quieren el poder para medrar, sino para servir. Si mantenía una idea equivocada del servicio, eso no era todavía un asunto moral. Nadie ignoraba que los siete años de dominación casi absoluta sobre el país, en vez de hacerlo más rico, lo tenían en la ruina. Sin embargo, lo que el juez había visto en siete años le daba la seguridad de que si no lograban derrocarlo, iba a convertirse en un tirano espantoso. Durante los tres días del cautiverio pensó continuamente que, de alguna manera, los alzados podían librar al país de una tiranía y al propio ministro de convertirse en un monstruo.

    Pero también temía mucho la derrota de Portales. Odios enormes habían juntado los liberales contra el gobierno conservador que por siete años los afligió con penurias económicas humillantes, con el hambre en sus familias, con destierros, con prisiones, con arrogancias inaguantables. El odio triunfante es extremadamente peligroso. Puede caer en atrocidades irremediables que dejen huellas en el alma de un país y la envenenen.

    Lo que realmente ocurrió fue lo que nadie esperaba. Tropas bisoñas habían derrotado en una sola batalla breve a los fogueados rebeldes. Pero el ministro no resultó triunfante, sino asesinado estúpidamente por vaya a saber quién. Ese asesino era repugnante, pero había librado al país de la tiranía de Portales, y al mismo Portales de convertirse en un dictador sangriento más. Y el juez Álvarez estaba caminando con sus obligaciones legales a cuestas hacia donde yacía su cadáver.

    Para atender debidamente a sus deberes, necesitaba volver a ser el funcionario de todos los días. Paseó la vista por la superficie gris del agua y por la línea espumosa que dejaban las olas en la playa. Buscaba recuperar en la presencia enorme del océano la imagen serena y acostumbrada de la vida tranquila. Lo enorgullecía su probidad funcionaria, basada en un convencimiento inamovible: en los asuntos judiciales, las cosas marchan bien solamente si se encuentra la debida distancia afectiva. Solo en eso iba empeñándose, en distanciar sus sentimientos de sus juicios. Siempre repetía que en los trabajos de un juez las cosas pasan como en una corrida de toros o en una tragedia. Solo cuando el drama está del todo terminado se puede bajar a filosofar sobre las ruinas.

    Ya a la vista de la casa de Portales, rodeada por un gentío impresionante, se dijo de nuevo, con más miedo, que esta vez no le iba a ser nada fácil permanecer lejos de la arena en espera de que todo terminara. Acababa de descubrir que las situaciones extremas tienen dificultades especiales, propias de su tamaño. No siempre podía decirse si la tragedia estaba recién empezando o ya había terminado. Pero seguía válido el mandato de distanciarse.

    La escolta le abrió paso, a gritos, por entre la mucha gente pobre y no tan pobre agolpada frente a la entrada. Se aprestó el juez para hacer despejar la sala donde estuvieran los cadáveres. No hubo necesidad. La casa estaba atestada de gente. Sin embargo, en la habitación donde tenían al muerto, por órdenes de Cavareda, no estaban sino el doctor Gazentre y sus dos ayudantes.

    Apenas hacía bulto el cuerpo de Portales, tendido sobre la cama que había sido suya, cubierto por una colcha de terciopelo azul que solo le llegaba a los tobillos. Gazentre estaba sumamente nervioso. Saludó de mal modo. Pareció que culpaba al juez de que fuera la hora que era y de no haber podido empezar antes. Insolente le pareció el mediquillo, pero pensó éste también está descompuesto por la muerte del ministro, y no le respondió nada. Gazentre ordenó a uno de los ayudantes destapar el cuerpo.

    Le habían dejado los saqueadores solamente los pantalones y la camisa perforados por muchísimas puñaladas. Durante la autopsia, contaron treinta y cinco heridas de arma blanca y una de bala. El disparo, claramente recibido desde muy cerca, le había llevado la mitad de la mandíbula inferior, pero no la lengua, y manchado de hollín lo que quedaba de cara. El espectáculo resultaba intolerable. Álvarez detuvo los ojos en la mano izquierda del cadáver y la mantuvo allí obstinadamente mientras los dos ayudantes, auxiliados por el jardinero González, encendían el calentador de baños e iban llenando la media cuba de madera junto a la cama, la misma en que se bañaba el ministro cada mañana y a veces también por la tarde, cuando estaba de visita en el Puerto. Faltaba casi todo el anular en la izquierda del cadáver. El muñón del dedo emocionó sensibleramente al juez. Sin duda se lo habían mutilado para robarle el anillo de boda.

    Se puso a evocar otra imagen del ministro, de años atrás, antes de su omnipotencia. Del tiempo en que todo el país lo quería, y se contaban afectuosamente sus historias personales. En especial la de su viudez. Muerta su mujer cuando él tenía solo veintiocho años, pasó el resto de su vida sin que jamás llegara a ocurrírsele dejar de ser viudo. Y por eso, tampoco se le ocurrió nunca hacer el esfuerzo de quitarse la sortija de matrimonio, que desde el principio le vino un poco estrecha. El saqueador arrancó anillo y dedo expeditamente. La mutilación permitió al juez reponerle al ministro, con imágenes sensibleras, algo de lo entrañable que había perdido en los siete años de su enorme poder. El dedo mutilado del cadáver le permitía reconstruir lacrimosamente al hombre de antes, el que aún no se había hecho odiar por medio país.

    El artificio de la emoción le duró poco. Tampoco pudo resistir la vista de los flecos de piel y la blancura del hueso que mostraba el dedo. Mientras los dos ayudantes y el jardinero deslizaban el cuerpo desde la cama a la tina, el juez se puso a disponer sus papeles y su tintero sobre la mesa que iba a usar de escritorio. Tampoco le resultó fácil observar cómo los ayudantes empezaban a quitarle cuidadosamente el barro y la ropa, difícil de sacar, al principio, porque las costras solidificadas la soldaban a las heridas y había que dejarlas reblandecer por el agua para no desgarrar la carne al desprenderlas. Pero a esa altura, ya estaba en funciones oficiales, obligado a observar los procedimientos en detalle y a tomar notas de cada movimiento. Cuando terminaron de lavar el cuerpo, lo extendieron sobre un hule y Gazentre se puso a trabajar en el cadáver lechoso, menudo y lampiño del ministro.

    –Yo lloraba y tomaba mis notas –le contó Álvarez por la tarde a su mujer–. No sé por qué lloraba.

    –Sería porque estabas viendo cómo precipita Dios a los poderosos de lo más alto a lo más triste en un solo día.

    –No, Ubaldina...

    –¿Cómo que no? La semana pasada nos tenía a todos en su mano, y ahora mismo está metido en un cajón, cosido a puñaladas y balazos, destripado, relleno con paja.

    –No, Ubaldina. Esas son cosas de curas –respondió Álvarez, distraído–. Que no me molesten, por favor, para nada, porque voy a sacar en limpio mis notas –agregó, y se metió en su escritorio.

    Por mucho rato no escribió una sola palabra. Dejó sus papeles sobre la mesa, acercó el tintero y la cajita con la arena secante, afiló media docena de plumas, y se quedó pensando en la autopsia del ministro. Hallaba natural haber llorado mirando trabajar la cuchilla, la sierra y los cinceles de Gazentre en ese cadáver pequeño, flaco y lechoso. La verdad, a esta altura no tenía la menor importancia la extraña fidelidad de casi veinte años por su Chepita muerta, ni tampoco el desenfrenado libertinaje en que había vivido esos mismos veinte años, mientras rehusaba hasta la idea de volver a casarse. Quizá los que se sentían aristócratas hablaban tanto de eso porque les molestaba que un hombre tan poderoso hiciera esas cosas en su vida privada. Y no faltaban en el país viudos, ni casados, ni solteros concupiscentes como chivatos. Esta es una nación de hipócritas, pensó. Para su labor de juez, no tenía ahora la menor importancia qué hizo o dejó de hacer Portales con su estado civil.

    El cadáver y su autopsia pertenecían a otra realidad. Mientras bañaban el cuerpo los ayudantes, Álvarez había recordado que no era la primera vez que veía al ministro desnudo en esa misma bañera. El recuerdo le resultó macabro. Años atrás, en uno de esos gestos aplebeyados e insolentes que muchos no le perdonaban, había citado a cinco personajes importantes del Puerto, entre ellos Álvarez, y los ha­bía recibido metido en la misma media barrica, con el agua caliente al cogote, fumando. Y desde ahí, con la mayor tranquilidad, había tratado con ellos detenidamente el asunto de las cárceles rodantes. El juez se aprobó al recordar que él había sido el único contrario al proyecto de meter en ellas a los delincuentes. Reconocía que no existiendo cárcel en el Puerto, no era inconcebible enjaular malhechores en carros rodantes con barrotes y mantenerlos allí a la vista de la gente, mientras no estaban trabajando en obras públicas por los caminos, los edificios públicos o el muelle. Lo que Álvarez no concedió fue que eso pudiera servir de enseñanza cívica a nadie. La humillación no es edificante ni como espectáculo ni como experiencia.

    La imagen de Portales fumando en su barrica y la del cadáver tenían algo de complementario y de atroz. Este muerto desnudo y lacerado que manipulaba y rompía Gazentre adquiría algo más de significación, porque evocaba la grosería del ministro en pelota discutiendo sobre cárceles rodantes y sobre la disciplina ciudadana. La evocaba y la anulaba al mismo tiempo. El normal proceso que deja solo lo bueno de los muertos en la memoria de los vivos se repetía en Portales, pero de otra manera. Frente al cadáver, solo permanecían sus grandes acciones políticas, las buenas y las malas, mientras que lo demás, su arrogancia, su aplebeyamiento, su libertinaje, estaba también presente, pero tarjado, sin lugar donde ubicarlo.

    Repasando sus notas y rememorando las poderosas imágenes que le quedaban de la mañana, le fue creciendo en el pensamiento una idea muy rara, que al principio rechazó por delirante, pero que tenía una fuerza incontrastable. No podía dejar de pensar que DESPUÉS DE MUERTO, el país había venido a ser el asesino del ministro. No el asesino. Más bien, el oficiante de un sacrificio. Literalmente: los que lo rodeaban ahora estaban oficiando de sacerdotes. Sacrificándolo. Sacrum facere, se decía eso en latín. Hacer sagrado a alguien. ¿Se podría hablar de esto con alguna persona en este país? ¿Lo entendería siquiera su mujer?

    Cavareda había terminado por ceder a las instancias de varios funcionarios importantes que decían tener derecho a ver lo que estaba haciendo Gazentre, y hacia el final de la autopsia, unos seis dignatarios oficiales observaban el procedimiento. Álvarez había anotado lo que uno de ellos dijo al terminar Gazentre de recomponer y cerrar el cadáver: Bueno, amigos, este no es momento para mareos. Todos estamos horrorizados. Pero el ministro está muerto. A eso no hay nada que hacerle. Ahora tiene que servirnos para lo mismo que nos sirvió a todos en vida: para gobernar y mantener el orden.

    Se le acabó el llanto después de oír al señorón proponerles a sus amigos conservadores tan claramente su pensamiento. Muy respetable el hombre, franco y realista, como los antiguos ciudadanos; como el propio Portales. Parado en la solidez cínica y veraz de esa clase de hombres, era posible tomar la distancia judicial necesaria y actuar con la probidad y la justicia que el país toleraba. No se podía más. No se debía menos.

    Antes de abandonar su escritorio logró formular, finalmente, las frases que iba a necesitar durante todo el proceso. Se apresuró a escribir la principal: TODOS van a querer que yo use con los asesinos las mismas leyes tiránicas e injustas que Portales impuso. Estuvo un rato con la pluma en la mano pensando que eso no era todo. Le faltaba otra frase. Luego de recordar repetidamente al señorón que les mostró a sus correligionarios la necesidad de utilizar la figura del asesinado para mantener el orden, volvió a quedarse largamente con la pluma en la mano. Terminó escribiendo: ¿Será posible ejercer la ley sin excesos en este caso?, ¿con piedad? De inmediato dibujó cuidadosamente, con mayúsculas, la respuesta: CON PIEDAD, NO. SIN EXCESOS, SÍ, y salió de la habitación. Salió muy triste, pero tranquilo. Apenas traspuso la puerta, descubrió que no había comido un solo bocado en todo el día y que a lo lejos seguía sonando el ruido pesado de las olas.

    Primera Parte

    Tiempos del Monopolio

    II

    Trece años antes. Constanza, Torres

    El cura Torres entró en la habitación de la niña Constanza sin haber siquiera golpeado a la puerta. Iba pensando en los bajísimos rindes de dieciséis cuadras de trigo que sus arrendatarios campesinos habían terminado de trillar la semana anterior. Tres de ellos tenían suficientes animales para pagar la renta y devolver los adelantos que habían recibido a cuenta de la cosecha. Los otros dos, ya se vería... Entró distraído, haciendo listas mentales de las precauciones necesarias para asegurar los pagos. Venía un poco a desgana y preparado para escuchar una confesión infantil y quizá triste. Nada distinto podía venir de una niña huérfana, dulce y obediente. Compuso un gesto severo y la reprendió por no haberse acercado a su confesor en varias semanas. No era bueno que una señorita estuviera tanto tiempo sin recibir el sacramento esencial para la salud del alma. Si no recordaba mal, ella no se había reconciliado con el Señor desde el día en que enterraron a su madre.

    Cuando abandonó la habitación, se le habían olvidado completamente las deudas de los campesinos. Revisó velozmente con la mirada el largo corredor en que se hallaba y las seis puertas que tenía a cada lado. Todo venturosamente desierto. A paso muy rápido salió del corredor, cruzó por en medio del patio de entrada y llegó hasta el zaguán, donde alcanzó a vislumbrar, con el rabo del ojo, la gigantesca figura del negro portero, inmóvil, que lo miraba pasar sin atreverse a dirigirle la palabra. Recién al llegar a la esquina, la vista de una familia que salía de la iglesia de La Compañía logró sacarlo de sí mismo. Se vio reflejado en los ojos de los demás. Recompuso enérgicamente su actitud, levantó la cabeza, echó hacia atrás los hombros y retomó sus habituales pasos mesurados y dignos, los propios de un sacerdote, capellán y administrador de la señora marquesa. Doblando la esquina, mostraba ya su señorío de siempre.

    Pero tenía los afectos profundamente destemplados. Había huido de la marquesa con poco decoro. No quería hablar con ella y sabía perfectamente que era por cobardía moral. Le había fallado y no quería enfrentarla antes de recuperar su ánimo de siempre, tranquilo, adecuado a su dignidad de sacerdote, administrador y guía espiritual. Por el momento, no conseguía siquiera controlar su pensamiento, que había tomado una desesperante autonomía y no cesaba de repetirle antiguas frases de ella: Usted, Torres, ve las intenciones más recónditas de todos nosotros. ¿Engañar al padre Torres? Solo a un tonto se le ocurre. No hay quien dirija conciencias como él las dirige. Ese era el primer problema. Un escalofrío de vergüenza lo hacía encoger los hombros cuando pensaba en su figura de director espiritual después de la confesión de Constanza. No había sido capaz de ver los riesgos en que vivía la jovencita. No haberla sometido a confesión con la frecuencia necesaria no tenía disculpa imaginable.

    El problema de cómo hacerle saber a la marquesa lo que estaba pasando había encontrado solución antes de salir de la habitación de Constanza. La solución era redondamente cobarde, pero también muy sabia. No quería ser él quien le soltara la asombrosa noticia a la señora. Tampoco podía, aunque hubiera querido. El secreto de la confesión lo obligaba. Y se alegraba mucho de tener sellada la boca. La furia ofuscaba fácilmente el corazón de la marquesa. No le duraba mucho, afortunadamente para ella y para los demás, porque los ataques eran peligrosos. Cuando se le pasaban, necesitaba litros de infusiones de melisa para sosegar las palpitaciones, los dolores de cabeza y las angustias y vinagreras que le dejaba el furor. Y cada vez le confesaba al cura Torres muy contrita haber dicho horrores y haber tenido deseos frenéticos de dañar atrozmente a quien se le pusiera por delante. Todos temían que algo se le reventara por dentro a la anciana cuando le venían las furias. Y ahora iba sin duda a destemplarse muchísimo. Era muy vieja, era muy virgen y no le gustaba ni siquiera recordar que la gente decente llevaba un cuerpo desnudo bajo las ropas. Mucho menos las mujeres de su familia. Los pobres sí que lo tenían, y en exceso, asquerosamente.

    Por todo lo cual lo alegraba no tener que decirle a doña Antonia Josefa de Azúa y Marín de Poveda Argomedo y Peralta, Marquesa de Bahía Hermosa, que su sobrina bisnieta tenía entre las piernas lo mismo que tenían las demás mujeres y servía para lo mismo. Por un décimo de eso, se había visto a la vieja arañar sirvientes, insultar funcionarios, volcar bandejas, boquear de rabia. Terminado el inevitable ataque de ahora, si sobrevivía, no costaría nada hacerla entrar en razón. No era tonta la marquesa, y había visto todo lo visible en sus muchos años. Entendería que el caso de su sobrinita adorada no era de esos de rasgar vestiduras y agarrar el cielo con las manos. Era facilísimo convertirlo en boda, celebración y regocijo. Ella sabía como todo el mundo que, en la Capital y en el Puerto y en la Frontera, a cada rato pasaba lo mismo. Y no costaría nada hacerle ver la inocencia de Constanza como la principal razón de su preñez.

    Pero la primera furia era inevitable, iba a ser homérica y podía matar a la anciana. Fuertes razones para estar lo más ausente posible cuando estallara. El pecado era de Constanza. Por lo tanto, que afrontara solita los efectos purgativos desde el principio. Que diera cara al furor de la tía y corriera el riesgo de ocasionarle el soponcio final. Le mandó, pues, que dentro de las veinticuatro horas le dijera a la marquesa su secreto, y le negó la absolución hasta que lo hiciera.

    Entretanto, él viajaría a la Hacienda Las Palmas, a ver cómo iban los problemas de los campesinos arrendatarios. A su regreso, habría amainado la cólera de la marquesa, él habría recobrado su señorío sacerdotal de siempre, y ella sería otra vez la hija espiritual ansiosa de someterse a la potestad de su confesor, abrumada de arrepentimiento por las barbaridades que le habría dicho y le habría hecho a la pobre muchacha. Humildemente se dejaría entonces narrar los dos casos que le tenía preparados. Casos de parientes de la marquesa, los dos. Ambos habían empezado por hacer llorar a gritos a la madre de la preñada. Y, sin embargo, las correspondientes bodas aún se comentaban en la Capi­tal por alegres, suntuosas y distinguidas. El caso de Constanza no era grave. No había impedimento alguno para que el enamorado cumpliera su promesa matrimonial. No tenía gran fortuna, cierto, pero todos lo consideraban un honrado comerciante. Y sobre su incipiente fama de libertino, mejor no hablar. No convenía dar oídos a maledicentes. ¿No vendría de la envidia tanto hablar sobre el joven justo ahora, cuando tanta gente alababa su talento, su ingenio, su capacidad de trabajo, ahora que empezaba a hacerse admirar en la Capital y también en Puerto Paraíso?

    Apenas llegado a su casa, el cura Torres mandó preparar su birlocho y acompañado de uno de sus inquilinos como postillón y de los perros de ambos, abandonó la ciudad con destino a la hacienda. A pesar de los barquinazos del birlocho y del desorden de su pensamiento, se quedó dormido cuando recién habían salido de la ciudad, y al despertar, hasta le pareció haber soñado repetidamente algo agradable y confuso que no logró recuperar al abrir los ojos y ver que habían pasado ya el Parador de la Laguna y empezaban a marchar por el camino arenoso que llegaba hasta el parador siguiente, el de la Cuesta. Decidió que allí pasaría la noche. Se sentía descansado por el sueño, pero con el ánimo entre irritado y triste. Seguía atormentándolo el daño de su imagen en la estimación de la marquesa.

    Además, le había dejado un desasosiego más personal la confesión de la niña. No podía librarse de las imágenes de la mañana. Ahora, mientras pasaba a su lado el familiar paisaje del camino de la costa, le parecía aun más rara la confesión de la muchacha. Buscó en su equipaje de mano una canastita con alfajores de las Clarisas y sacó uno. En primer lugar, la niña no estaba avergonzada por su embarazo. Gozosa se la veía, lo cual, mientras saboreaba su alfajor y disfrutaba el rodar suave de las ruedas sobre la arena, seguía produciéndole mucho enojo al director espiritual. Una jovencita de quince años debería haber mos­trado alguna contrición, algún compungimiento. Otra cosa parecía des­vergüenza y descaro, y ameritaba castigo. Se lo dijo, y muy ásperamen­te. Pero ella estaba más allá de su alcance, y eso le había resultado muy violento. Le costó no golpearla cuando la oyó recordarle, sin insolencia, sin siquiera dejar de sonreír, que Dios mandó a los hombres que se amaran y se multiplicaran.

    –Pero no cuando les da la gana y en cualquier parte y sin la bendición de la Iglesia ni el consentimiento de sus padres –respondió él, tratando de no gritar–. Eso es lo que hacen los animales.

    –Padre, ¿no es verdad que el sacramento del matrimonio lo administran los contrayentes? –preguntó ella, siempre dulce.

    –¿De dónde sacaste eso? ¿Él te lo dijo? ¿Así te convenció? ¡Lo que estás diciendo es gravísimo! ¡Gravísimo! El Concilio de Trento dictaminó sobre eso. ¡Es gravísimo!

    –Él me lo dijo, padre, pero hace tiempo. Él no me convenció. Yo lo convencí a él.

    Al borde de abofetear a la niña y abrumarla con todo el peso de la Iglesia, pensó en la importancia social y económica de doña Josefa. Él tenía poder sobradísimo para meter en cintura a esta mocosa enloquecida por la pestilencia del amor. Pero el castigo sería entonces más bien para la familia, agobiada por el escándalo social, y también para el confesor. Un castigo eclesiástico en casa de la marquesa no le serviría a nadie para nada. Más bien desmoralizaría un poco a la ciudad entera. También imaginaba Torres, mientras oía a la niña, cómo sería su propia vida si la anciana le quitaba la administración de sus bienes. Los desplantes de la muchacha no tenían tanta importancia, al fin y al cabo. Ni siquiera eran tales desplantes. Eran más bien el error miserable de la extrema juventud, y más merecían piedad, consejos severos, penitencias calladas, que castigos públicos. En estas tierras indianas donde las muchachas se hacían mujeres a los diez o los once años, no era tan extraña una preñez temprana.

    –Quiero que me cuentes todo lo que ha pasado entre ustedes –mandó el cura, refrenando su ira.

    Al tomar su tercer alfajor de la canastita de viaje en que se los habían mandado las monjas, reconoció por primera vez que Constanza había sido un golpe muy duro para su orgullo. En parte fue la sorpresa. De rodillas sobre su esterita, parecía seguir siendo la misma pequeña graciosa y dulce de siempre, la que preocupaba a todos por el exceso de su devoción filial. No había aprendido a bailar Constanza, porque jamás se despegaba de su madre. Ni tocaba la guitarra, porque la señora llevaba un luto interminable en su corazón y la ofendía la música. Solo tejidos y bordados le permitió esa vida. En interminables horas de ejercitación, se había hecho maestra en labores de aguja. Tejía y bordaba primores que toda la familia codiciaba mucho. Pasó desde los diez años de edad sentada junto a la madre, con los hilos en la mano, atenta a las menores necesidades o deseos de la señora. Y todos, también el confesor, la alababan por abnegada, por devota, por dulce y femenina. Solo la vieja marquesa, y solamente una vez, el día que Constanza cumplió trece años, desaprobó su solicitud.

    –Ya casi es menor que tú –le dijo–. Terminarás lavándola y vistiéndola.

    –Ya lo hago, tía –respondió la niña, y se puso muy roja–. Si no lo hiciera, ella no se levantaría de la cama. Si las sirvientes se le acercan, las castiga.

    De manera que cuando la madre murió, ya no conservaba ni siquiera el deseo de valerse por sí misma. Y la niña huérfana preocupaba a las mujeres de la familia, porque nunca había tenido ocasión de aprender qué se hace cuando se es mujer, y bonita y muy joven. No sabían cómo sacarla de su dolor, y pasaban los meses, y ella seguía buscando el mismo escaño donde cada mañana se había sentado junto a su madre por años, y allí se enfrascaba sola en sus tejidos y sus bordados y, además, mojando la labor con sus lágrimas.

    Hasta que apareció el primo Diego. Al día siguiente de conocerlo, llegó al comedor sin tristeza en la cara, contando que había soñado que volaba. Pero, increíblemente, nadie, ni siquiera el director espiritual, se dio cuenta de los peligros del cambio. Más bien produjo un general alivio verla reír de nuevo y teñirse, por primera vez, los labios y las mejillas con zumo de pétalos de flores y atender al cuidado de su cabello y hasta dejarse enseñar el minué por el primo, que se reía de la encantadora torpeza de ella mientras le enseñaba. Ahora, después de la confesión, le empezaba a parecer al sacerdote un poco extraña esa enorme devoción por la madre. Una devoción... ¿monstruosa? No tanto. Pero algo inquietante, poderoso, casi temible salía ahora del cuerpo delgado y pequeño de la graciosa rubiecita. ¿Algo demoníaco? ¡María y José!, no, ni con mucho. Algo apenas perturbador, ¿pero no es la perturbación el comienzo del escándalo demoníaco? Con lo viejo, se me está poniendo inmoderado el juicio, temió el cura.

    A medida que describía su relación con el primo, la niña consternaba más y más a su confesor. Parecía ser ella la que manejaba al hombre. Por lo menos, eso decía. Se confesaba gozosamente responsable de todo lo que habían hecho juntos. Y no era poco lo que habían hecho. Preguntada por detalles, no había opuesto la menor resistencia a puntualizar los lugares y las horas y las ocasiones de los encuentros. Tenía un recuerdo exactísimo. Empezó por el mismo principio. Y pareció felicitarse de haber sido ella, no él, quien escogió el día y la hora y el lugar en que alegremente se hizo desvirgar, mientras la tía Antonia Josefa dormía su siesta de verano, a dos piezas de distancia, con el sueño ligero de sus ochenta años, y el floripondio del patio exhalaba su perfume delicioso, poco después que el reloj de la Compañía sonara las cuatro de la tarde. Los demás encuentros le fueron enumerados al confesor puntual, serena, dulcemente. Quedó casi tembloroso luego de oír el inventario de lugares, ocasiones y horas que detallaba la niña. Por cierto, Torres, con sus muchos años de confesionario, no se asombraba de que dos amantes se atrevieran a darse sus alegrías en lugares incómodos, en ocasiones de mucho riesgo y a horas absurdas. Lo perturbador era la tranquilidad dulce de la voz de la confesante y la invariable implicación o declaración de que ella, no él, había escogido dónde, y cuándo y cómo.

    Quedó sacudido el cura Torres. Y su perturbación se transformó casi enteramente en aversión contra el primo. Le molestaba mucho que un hombre de treinta y un años se dejara manejar así por una niña de catorce. Le parecía que la virilidad tenía sus prerrogativas. Entre ellas, la de avasallar y dominar el cuerpo y la mente de las mujeres. Pero ni siquiera con el cuerpo de ella parecía haber cumplido su papel de macho cabal el galán. Constanza narraba la frecuencia y la violencia de los encuentros y también el dolor y la irritación continuos de su cuerpo durante las primeras semanas de amor, no como solían las mujeres, con temor y desilusión y hasta con repugnancia, sino como un regalo que ella daba y recibía.

    Bueno, apenas otro caso de varoncito manejado por hembra. Y por hembra muy temible, a pesar de la delicadeza y pequeñez de su cuerpo. Famoso por su ingenio el primito, y por buen jinete, y sumamente bailarín de zamacueca y decoroso tocador de guitarra; pero mientras Constanza hablaba, el cura veía en su imaginación la figura del enamorado con muy poquísima simpatía. Se correspondía muy bien la historia de sus amores con su delicada apariencia. Por lo menudito y lo barbilampiño estaba destinado desde siempre a que lo condujera por la vida doña Constanza, ya que su primera mujer no había tenido tiempo de hacerlo, porque se interpuso la muerte. Y era ciertamente un buen destino el que le esperaba ahora. Iba a tener una mujer muy bonita. Con las pocas libras de carne que seguro le agregaría la maternidad, Constanza haría la dicha de cualquier hombre dentro y fuera de la cama. Por los detalles que daba la niña con tanto candor y entusiasmo, se le podía prometer un futuro muy urgido a su pobre primo. Además, estaba la Hacienda las Palmas, de la que algo tocaría Constanza. El padre Torres sacó un cuarto alfajor de la canastita, el último, de verdad, el último, y se lo comió despaciosamente.

    Llegó casi a las diez de la noche a la posada de la Cuesta. El Emperador de la China salió desalado a recibirlo y ayudarle a descender del birlocho, lleno de respeto y regocijo. Se le vio en la cara un auténtico desconsuelo cuando el sacerdote aceptó solamente un tazón de sopa como cena, y solo para darle tiempo de prepararle una habitación, que ocupó apenas estuvo lista. Dejó órdenes de que se le tuviera preparado el birlocho al rayar el alba. Estaba cansado el confesor y no tenía ninguna gana de oír las interminables narraciones del simpático serrano, que solían durar hasta la madrugada. Antes de dormirse, con los ojos llenos de lágrimas, se dijo por fin la última verdad del día: nunca antes había estado en pugna consigo mismo por miedo. Le había empezado la vejez. Le fluyó por todo el cuerpo un odio intenso hacia Constanza y su primo Diego.

    III

    Protasio Zaldumbide, Rodrigo Puebla

    Como a las diez de la mañana, uno de sus empleados subió a avisarle a don Protasio Zaldumbide que la guardia del Puerto había avistado al Santiago tratando de acercarse al fondeadero, y que probablemente echaría anclas durante la mañana. No estaba muy favorable el viento. Miró los dos limoneros raquíticos que crecían en la parte trasera del edificio del almacén, en la ladera del cerro, y los vio agitarse como cuando sopla el terral. Raro para una mañana de verano. Pero no le disgustó del todo disponer todavía de algunas horas antes de que el barco terminara su maniobra de acercamiento. Rodrigo Puebla estaba en el pasaje del Santiago. Era uno de los muy pocos hombres que ponían incómodo a don Protasio, y le molestaba indeciblemente tenerle las malas noticias que le tenía. A pesar de ser bastante más pequeño de estatura que él mismo, Puebla lo acoquinaba, le parecía superior a otros hombres. Vagamente esperaba grandes beneficios de la amistad del viajero. No sabía muy bien por qué. Quizá por ser Puebla tan amigo de O’Higgins y porque toda América del Sur sabía quién era O’Higgins y comentaba esa leal amistad entre los dos hombres. Continuamente corrían por el país noticias de las frecuentes visitas que Puebla le hacía al desterrado en su hacienda de Montalbán. Y don Protasio le envidiaba cordialmente esa muy leal amistad con O’Higgins. Los dos amigos se le aparecían como pertenecientes a otra esfera más amplia que la suya. Los sentía respaldados por poderes continentales enormes, quizá hasta poderes mundiales. Además, Puebla se mostraba tan seguro de sí mismo, tan claro de ideas, que en cada conversación le parecía a Zaldumbide estarse asomando por los ojos del otro al mundo de los dueños del futuro.

    Le molestaba esperarlo ahora con una mala noticia. Le molestaba mucho más de lo debido. Pocas veces fumaba don Protasio, pero ahora sintió necesidad de humo

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1