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El imperio perdido
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Libro electrónico572 páginas7 horas

El imperio perdido

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José María Pérez Gay relata la historia de la caída del Imperio austrohúngaro, de sus muchos pueblos, de sus grandes escritores y de sus mejores obras literarias e intelectuales. Mediante las vidas y las letras de cinco grandes escritores vieneses —Hermann Broch, Robert Musil, Karl Kraus, Joseph Roth y Elias Canetti—, la obra transporta al lector a la Viena de las primeras décadas del siglo XX, una época de cambios radicales y guerras desoladoras que inspiraron a estos literatos a retratar agudamente la realidad y al mismo tiempo ofrecer un refugio de ella a través de sus plumas; como toda literatura debe ser: un resguardo de la existencia abrumadora.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 dic 2023
ISBN9786071680242
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    El imperio perdido - José María Pérez Gay

    VIENA: NUESTRO FUTURO ANTERIOR

    En junio de 1991 publiqué en la editorial Cal y Arena El imperio perdido, un conjunto de ensayos narrativos sobre cuatro escritores vieneses: Hermann Broch, Robert Musil, Karl Kraus y Joseph Roth. Al principio, ese proyecto comenzó como una tentativa para responder a la interrogante de la cultura austrohúngara. El imperio perdido terminaba con una apresurada síntesis de la obra de Elias Canetti, el legítimo albacea de la cultura vienesa. Ahora enmiendo la brevedad con una revisión más extensa de la obra canettiana.

    Mi secreta idea fija era entonces escribir un libro de ensayos sobre cuatro escritores austriacos; mi propósito era lograr la unión finísima y poderosa de la tensión de la novela, el amor a la biografía y el rigor de la historia social y literaria. Si lograba salir adelante de esta encrucijada rara y dichosa escribiría una suerte de mosaico biográfico en el crepúsculo del Imperio austrohúngaro. Me unían a estos autores afinidades artísticas e intelectuales, debates filosóficos y políticos. Me dispuse a pasar unos meses en Viena leyendo relatos desaforados e inolvidables: tristes historias de amor, terribles lecciones políticas, críticas de libros magníficos, aforismos, cartas, diarios de escritores desesperados que vivían el derrumbe de un imperio, la certeza de la desesperanza y, al final, la literatura como un antídoto contra el veneno lento de la realidad.

    La cultura vienesa del 900 es, creo yo, nuestro futuro anterior, porque comprende gran parte de las expresiones culturales y críticas del siglo XX y de los primeros años del XXI. De la misma forma, creo que sin una idea de la historia del Imperio austrohúngaro y de la cultura vienesa, la vida y la obra no sólo de Sigmund Freud sino también de Ludwig Wittgenstein son casi imposibles de entender. Por cultura entiendo aquí no sólo las bellas artes (literatura, música, artes plásticas) sino también, y sobre todo, ese cúmulo de costumbres, pasiones, ideales eróticos, formas de amar y odiar, de comer y beber, el deseo de intimidad y la vida pública, los disfraces y disimulos imaginativos, las conductas dominantes que impregnan y determinan una sociedad. Se trata, en suma, de la entrega a una aventura animada por un inusitado proyecto vital, vale decir: asistir a la génesis de un sistema de creencias, ideas, valores y principios que conceden a la cultura un lugar primordial. No hay, pues, un tránsito de una etapa atrasada en la historia de Austria-Hungría a una más avanzada; hay el nacimiento de una variante de la modernidad, una mutación, por decirlo así, en la historia cultural de Europa. Desde esta perspectiva, la historia y la crítica de la cultura vienesa se incluirían dentro de esa categoría del conocimiento social que los historiadores contemporáneos llaman historia de las mentalidades.

    George Steiner ha mencionado cinco axiomas para definir Europa:

    El café, el paisaje a escala humana y transitable, estas calles y plazas que llevan los nombres de los estadistas, científicos, artistas, escritores del pasado […] nuestra doble ascendencia en Atenas y Jerusalén y, por último, esa aprehensión de un capítulo final, de ese famoso crepúsculo hegeliano, que ensombreció la idea y la sustancia de Europa incluso en sus horas de mediodía.

    ¿No reúne la cultura vienesa esos cinco axiomas? ¿Acaso no se adelantó como si fuese nuestro futuro anterior? ¿No se preguntó desde mucho antes con qué derecho habría de sobrevivir Europa a su inhumanidad suicida?

    A principios del siglo XX, el Imperio austrohúngaro desapareció del mapa de Europa central; la Viena de principios de siglo era la capital de un gran imperio. Desde esta ciudad se gobernaba a 50 millones de habitantes, más de 10 etnias y lenguas distintas: alemanes, húngaros, polacos, judíos, checos, croatas, serbios, italianos, eslovenos, búlgaros, rumanos y rutenos. La dinastía de los Habsburgo —sus 400 años de hegemonía— fincaba su poder en el dominio de varios pueblos de Europa central. Ocho millones de alemanes, 16 de eslavos, seis de italianos, dos millones de judíos y 200 000 gitanos. Su frontera norte era Hilgersdorf, Bohemia del norte (hoy República Checa); la del sur, la fortaleza de Kosmač, en la actual Brajići (hoy Montenegro); el punto más occidental Bregenz, en Vorarlberg, y el más oriental la localidad de Ojtoz, Transilvania (hoy territorio rumano). Pero la primera Guerra Mundial borró a Austria-Hungría del mapa. Nada recuerda tanto al desmoronamiento del Imperio austrohúngaro como la desaparición de la Unión Soviética. Las múltiples culturas que lo formaban permanecieron sepultadas bajo las ruinas y el horror que dejó como herencia la gran guerra continental de los treinta años del siglo XX: la que tuvo lugar de 1914 a 1945.

    Al cambiar el siglo XIX sobrevino una crisis de identidad tan aguda que la mitad austriaca de la monarquía ni siquiera tenía un nombre oficial, sino que era constitucionalmente conocida como los reinos y territorios representados en el Reichsrat, es decir, en el consejo parlamentario. La palabra Austria no designaba a las provincias de la república moderna, sino a un vastísimo territorio que corría desde los guetos de la Galicia polaca hasta los minaretes de Sarajevo. La historia del futuro, que ahora es nuestro presente, empezó a escribirse en esos años. La pérdida de un centro de gravedad y la resistencia de las minorías disidentes agobiaban a otras potencias europeas: la guerra de independencia de Irlanda, la minoría polaca en el Imperio alemán y la situación de los judíos en toda Europa. Pero en ningún país apareció con tanta fuerza, ni llevó a la desaparición de un imperio, como en el caso de Austria-Hungría. La cultura del Danubio nos seduce hoy, escribía Claudio Magris hace veinte años, como nos seduce el rostro de una doble verdad: la nostalgia del orden y el descubrimiento del desorden. La gran paradoja: este imperio que reunía 12 pueblos distintos no fue afectado por las corrientes más críticas de la modernidad. Me refiero a la Reforma y la Ilustración. El producto fue un Estado multinacional que descansaba en principios anacrónicos y que sobrevivía en un siglo hostil a todos ellos. La economía rural, principio y fin del Estado Habsburgo, recordaba a la Edad Media tardía. La fe católica y dinástica, el bastión contra herejes e infieles, era el mismo escudo del siglo XVII.

    En su Historia trágica de la literatura, Walter Muschg describe cómo el siglo XIX no trajo consigo la resurrección, sino la destrucción de las tradiciones populares. El destino de la humanidad se conglomeró en las ciudades y allí adoptó formas que pronosticaban el fin de la idílica dicha burguesa. Las ciudades fueron entonces el centro del devenir mundial. Viena se convirtió en uno de los centros de Europa. En el mapa de Europa antes de la primera Guerra Mundial, el Imperio austrohúngaro era una mancha incomprensible: un reino extenso con innumerables nacionalidades en conflicto, un desarrollo industrial retrasado, la población rural y católica era mayoría, un gobierno autocrático y un emperador octogenario. Un sistema dual —doble monarquía— de gobierno, donde Viena y Budapest se dividían la responsabilidad. Existían 15 lenguas reconocidas oficialmente, sin contar el yiddish. Las clases políticas vienesas eran minoría frente al número de minorías étnicas. Después de la derrota de Sadowa frente a Bismarck, en 1866, y la pérdida de Venecia, el emperador Francisco José aceptó la modificación del imperio y el río Leitha dividió dos estados. La Transleitania, que permaneció bajo el dominio magiar, y la Cisleitania, representada por el Consejo Imperial de Viena. Este compromiso de 1867, el Ausgleich, como se dice en alemán, marca el inicio de la era liberal, pues en diciembre del mismo año Francisco José también debe aceptar una constitución que declara a los ministros responsables ante el Consejo y que garantiza ciertos derechos, como la libertad de conciencia —lo que determinará la afluencia masiva de judíos— y el sufragio limitado a los austriacos. Más tarde, la política liberal calificada como un avance torpe ampliará ese espacio participativo, pero nunca llegará a consolidar una base lo suficientemente fuerte como para resistir las presiones de la Iglesia, el Ejército y la burocracia. De modo que Austria también entra en la vía del capitalismo liberal.

    A pesar de los progresos aparentes —el sufragio universal masculino en 1907—, el control del Estado era cada vez más centrífugo y estaba en las manos de la clase gobernante más conservadora y tradicional. El gobierno del imperio se apoyaba en un ejército de burócratas profesionales —el primero y más destacado era el mismo emperador—, y en un grupo de políticos sin poder de representación. El Parlamento se hundía en el pantano de los conflictos nacionales: en el Reichstag estaban representados más de 30 países diferentes, una situación que, desde luego, lo había vuelto inoperante. Un ejemplo: los 87 diputados socialdemócratas se repartían entre 50 alemanes, 20 checos, siete polacos, cinco italianos y dos rutenos. Así las cosas, las sucesivas administraciones no contaron sino con los decretos imperiales para gobernar y salir adelante. La tragedia de Mayerling, el suicidio del príncipe Rodolfo y su amante, significó la desaparición, en 1889, del único Habsburgo que había entendido la necesidad de las reformas, y la oscura sombra que caía sobre los asuntos de Estado. El archiduque Francisco Fernando, el probable heredero, cuya personalidad enigmática representaba la política más autoritaria y reaccionaria, cayó abatido en junio de 1914 por las balas de un fanático serbiobosnio en la ciudad de Sarajevo.

    El Imperio austrohúngaro sucumbió a sus propias contradicciones internas; aunque también es cierto que existían fuerzas integradoras: la movilidad de la población entre las provincias y los centros, la red de comunicaciones cada vez más amplia y la interdependencia comercial de las diferentes naciones; las minorías étnicas de la periferia que eran, muchas veces, más leales al imperio que los alemanes del centro. Hablar de la pérdida de un centro de gravedad en la Viena de los Habsburgo puede parecer otra paradoja; la Edad de Oro de esa ciudad, las décadas anteriores a 1914, fue una época de una gran prosperidad económica y, sobre todo, de un gran esplendor cultural.

    Viena fue la capital del Imperio austrohúngaro, escribió Stefan Zweig, pero es más antigua que Austria, es anterior a la monarquía de los Habsburgo y existía antes de que existiese Alemania. Cuando los romanos —que como fundadores de ciudades demostraron poseer una profunda sensibilidad geográfica— fundaron la ciudad de Vindobona, no existía nada que pudiera llamarse Austria. Tácito y los demás historiadores romanos nunca hablaron de nada austriaco. Viena jamás fue una ciudad alemana, afirma Zweig, nuestra ciudad fue la capital de un imperio cuyas fronteras se extendían, por el oriente y el occidente, mucho más allá de Alemania; por el norte hasta Bélgica; por el sur, hasta Florencia y Venecia; incluía también a Bohemia, Hungría y los Balcanes. Su historia nunca tuvo nada que ver con la historia del pueblo alemán, sino con la dinastía de los Habsburgo.

    Para defenderse de las posibles acometidas de los pueblos bárbaros, los romanos escogieron una serie de puntos estratégicos a lo largo del Danubio, y en ellos establecieron una red de campamentos permanentes. Y hasta esa época, cuando tuvieron lugar aquellas fundaciones, escribe Zweig, se remonta la misión histórica de Viena: defender la cultura europea, que por ese entonces era la cultura latina. Los cimientos romanos, sobre los cuales se debía levantar más tarde la capital de los Habsburgo, se echaron en medio de un país sin civilizar y sin dueño. Y en una época en que germanos y eslavos avanzaban nómadas a lo largo del Danubio, el emperador Marco Aurelio escribía en Viena sus Meditaciones, una de las obras maestras de la filosofía latina.

    Stefan Zweig veía en Viena el puesto de avanzada de la civilización latina hasta la desaparición del Imperio romano, la cual más tarde se convirtió en uno de los grandes baluartes de la Iglesia católica. Cuando la Reforma luterana quebrantó la unidad espiritual de Europa, continúa Zweig, Viena fue el cuartel general de la Contrarreforma. El poder de los otomanos se estrelló dos veces contra las murallas de la ciudad. Viena estaba entre el este y el oeste, entre el mundo eslavo y el latino. Se consideraba un bastión del catolicismo romano y, al mismo tiempo, la entrada a Asia. Metternich decía que una de las calles que conducía a los suburbios de Viena era, al mismo tiempo, una calzada por la que se iniciaba el viaje a Oriente. En las puertas de Viena, en el siglo XVIII, se venció a los ejércitos islámicos. La derrota dejó un recuerdo inconfundible. La media luna de la bandera islámica, horneada por los célebres chefs de la cocina vienesa: el famoso Kipfel o el croissant, el cuerno que sirven en sus cafés.

    El mundo de ayer es el libro más íntimo de Zweig; la idea que lo espolea es fascinante y disparada hacia atrás, cada vez más cerca —cada vez más lejos— del futuro anterior. Nací en 1881 en un imperio grande y poderoso —la monarquía de los Habsburgo—, pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. Aunque allí se hablara alemán, nunca fue una ciudad alemana. La cultura vienesa, dice Zweig, nunca fue una cultura de signo conquistador y agresivo, y por eso ella derrotaba a todos nuestros huéspedes. El auténtico genio de esa ciudad trabajó para fundir en una gran armonía cultural a todas las manifestaciones espirituales que Europa nos enviaba. Por eso se respiraba en Viena una atmósfera cosmopolita, nunca se tenía la sensación de estar atrapado por un idioma, una etnia, una nación o una idea. Jamás se olvidaba uno de que estaba viviendo en el centro de un imperio multinacional. Para ello sólo había que leer los anuncios de las tiendas: uno sonaba a italiano, otro a checo, el de más allá a húngaro, y en todas partes se advertía que en Viena también se hablaba el francés y el inglés. Ningún extranjero, aunque no dominara el alemán, se sentía perdido en esta ciudad.

    ¿Pero qué convirtió a Viena en una ciudad excepcional? ¿Por qué no París o Berlín? ¿Cuáles eran los rasgos distintivos de esa ciudad, de esa cultura que alimentó la imaginación de sus creadores? La primera ventaja era, creo yo, la de contar con un público. A pesar de las contradicciones del imperio multinacional, Viena se convirtió —hacia 1900— en una de las mayores capitales artísticas del mundo. Los vieneses eran muy receptivos a la música y al teatro, pero sobre todo los habitaba una insaciable curiosidad por enterarse de la vida de los actores, músicos, escritores y artistas de la capital. La aparición de un público con esas características comenzó, desde luego, a principios del siglo XIX. No fue una casualidad que Viena haya sido entonces la ciudad de la música. Así como Florencia, la ciudad donde la pintura de Occidente alcanzó su cumbre, tuvo el don y la suerte de atesorar las obras de los pintores más geniales, Viena tuvo el privilegio de conocer a los mejores compositores de una época musical irrepetible. Haydn vivía en el centro de la ciudad, Glück enseñaba a los hijos de la emperatriz María Teresa; después de Haydn vinieron Mozart, Beethoven y, junto a ellos, Salieri y Schubert, luego Brahms y Bruckner, Johann Strauss y Lanner, Hugo Wolf y Gustav Mahler. Ni una sola pausa en 150 años. No hubo un año sin que Viena no conociera una obra maestra. Ninguna ciudad, cuenta Zweig, ha sido consagrada por el genio de la música como Viena durante los siglos XVIII y XIX.

    He viajado mucho; he visto extraordinarias representaciones de ópera en el Metropolitan de Nueva York dirigidas por Arturo Toscanini, continúa Zweig, "he visto los ballets de Leningrado y de Milán, he escuchado a los mejores intérpretes del mundo, pero debo reconocer que en ninguna parte he presenciado un espectáculo más conmovedor que en la Ópera de Viena el año de 1919, después de la primera Guerra Mundial. Stefan Zweig narra cómo para llegar a la Ópera caminaban por callejones oscuros —la iluminación de la ciudad era espectral por la escasez de carbón—, las entradas se pagaban con una moneda devaluada y al fin entraban en el viejo edificio, donde los invadía una inmensa tristeza. La sala estaba hundida en una densa penumbra irreconocible. Hacía mucho frío. No se veía ningún color, ningún brillo, ni un uniforme de gala, mucho menos un traje de etiqueta. La gente, envuelta en viejos abrigos y en uniformes rotos y descosidos, se apretaba para entrar en calor. El público era una fantástica masa de sombras y de bultos extraños, escribía Zweig. Los músicos se instalaban en sus sitios. Se iban colocando delgados y envejecidos, envueltos en sus fracs gastados, ante sus vencidos atriles. Todo el mundo sabía que por ese entonces los músicos cobraban menos que cualquier mesero o cualquier obrero. A pesar de la miseria, del dolor y la angustia de la guerra en aquella sala, nunca se cantó mejor, porque nadie sabía si al día siguiente se cerrarían las puertas de la Ópera. Ninguno de nuestros cantantes, ninguno de nuestros virtuosos se dejó tentar por los honorarios que se ofrecían en otras ciudades. Cada uno de ellos sabía que, en aquellos momentos, su deber era dar de sí todo lo que pudiera. Lo más importante era salvar la última y verdadera tradición. El imperio había desaparecido, las calles estaban destruidas, las casas devastadas como si hubieran sido bombardeadas, las mujeres y los hombres parecían haber sufrido una larga y dolorosa enfermedad. Todo estaba perdido, pero el arte, nuestra honra, nuestro único patrimonio —añadía Zweig— sobrevivía en Viena a pesar de todo como si fuese nuestra única señal de identidad".

    Hacia 1848, Viena tenía menos de 500 000 habitantes. Para 1918 eran 3 250 000. Los vieneses habían construido medio millón de edificios. Por ese entonces transformaron, sin borrarla del todo, lo que había sido una capital barroca y elegante, esencialmente provinciana. Sin embargo, la explosión urbana no es importante. Otras capitales europeas se expandían tanto o más: Berlín o Londres. Lo importante, lo único e irrepetible —para emplear un término de la física, como afirma George Steiner—, es la inevitable implosión de fuerzas culturales, étnicas, políticas e intelectuales en Viena durante los años de 1880 y 1938.

    Los físicos llaman implosión a un estallido de energía. Una fusión que ocurre en un medio altamente concentrado, en una superficie muy pequeña. Las partículas, dicen los físicos, tienen que chocar. En un espacio tan reducido, las fuerzas son tan grandes que necesariamente se impactan unas contra otras, dejando libre una enorme cantidad de energía. Así sucedió en Viena a principios del siglo xx y hasta antes de la primera Guerra Mundial.

    Los estudios en torno a Viena y la cultura del 900 aumentaron considerablemente en los últimos 30 años. Algunos autores despejaron incógnitas, aclararon equívocos, descubrieron y describieron autores y atmósferas desconocidos. A finales de 1988, el historiador estadunidense Peter Gay publicó la biografía más exhaustiva de Sigmund Freud. Según Gay, Freud no era tanto el vienés inmerso en aquel mundo, sino el erudito refugiado en su apartamento de la Berggasse número 19: un científico que vivía dentro de la tradición positivista internacional celebraba los triunfos logrados por los arqueólogos clásicos y admiraba al neurólogo francés Jean-Martin Charcot. Se consolaba con su correspondencia —era un apasionado escritor de cartas— y con las diarias sorpresas que le deparaba su autoobservación rigurosa y sistemática. Desde luego se dio cuenta de que vivía en Viena cuando salía a comprar puros —salía varias veces al día— o jugaba a las cartas durante el lento ascenso por la cuesta académica. Freud observó también desde muy pequeño el antisemitismo desaforado de los austriacos, así como la vida vienesa por medio de la lectura diaria de los periódicos.

    Peter Gay, autor de La experiencia burguesa: de Victoria a Freud, una de las obras de crítica cultural más importantes de los últimos 30 años, lanzó una sentencia radical contra los historiadores de Viena en 1982: William Johnston, autor de The Austrian Mind; Stephen Toulmin y Allan S. Janik, autores de La Viena de Wittgenstein; Carl Shorske, autor de La Viena del fin de siglo; Claudio Magris, autor de El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna y El Danubio, y Edward Timms, autor de Karl Kraus, satírico apocalíptico. Los intérpretes de la cultura vienesa. De acuerdo con Peter Gay, la Viena de principios del 900, sumergida en una atmósfera electrizante, inasible, que todo lo imantaba y transformaba, era una ficción de sus historiadores.

    En otra parte he sugerido un poco en broma que Viena no era una ciudad real, sino la invención de los historiadores de la cultura en busca de un lugar lo bastante grande para comprender la múltiple vida literaria, artística, científica y filosófica vivida en el ámbito de unos cuantos kilómetros cuadrados. Esto era más que una broma de mi parte: la cultura de Sigmund Freud, moldeada por los clásicos alemanes, el pensamiento positivista decimonónico y la amistad con los médicos judíos no era la cultura de Hugo von Hofmannsthal ni de otros refinados residentes de esta ciudad imaginaria. Mi observación sería sencilla: la cultura es más compleja, más discontinua y más asombrosa de lo que lo han reconocido los estudiosos de la moderna civilización occidental. El flujo y el reflujo de la causa y el efecto, en especial cuando incluimos sus dimensiones inconscientes, son refractarios a la búsqueda histórica de un mapa.

    Diferencias y discontinuidades aparte, la Carta de Lord Chandos, una breve ficción de Hugo von Hofmannsthal sobre la imposibilidad del lenguaje para designar la realidad, un testimonio de la conciencia y la desesperación de las palabras, ¿no es un momento paradigmático de la cultura vienesa? ¿No hay un trayecto de Hofmannsthal a Wittgenstein que pasa por Sigmund Freud y Fritz Mauthner? Quiero decir: ¿no es el lenguaje el corazón de la crítica contemporánea? El apócrifo Philip Chandos, hijo menor del conde de Bath, le escribe en 1603 una carta a Francis Bacon, más tarde Lord Verulam y Vizconde de Saint Albans, para explicarle, en una última tentativa literaria, su prolongado silencio:

    Mi caso, para ser breve, es éste: he perdido completamente la facultad de reflexionar o hablar en forma coherente sobre un tema cualquiera, quiero decir: he perdido el lenguaje […] Experimentaba una sensación de malestar inexplicable ante la necesidad de pronunciar las palabras espíritu, alma o cuerpo […] Las palabras abstractas a las cuales, sin embargo, ha de recurrir la lengua a fin de poder formular el más intrascendente juicio de valor, literalmente se me pulverizaban en la boca, como si fueran hongos podridos.

    Incapaz de rescatar el lenguaje propuesto por sus intuiciones, la conciencia de Chandos se evapora y desaparece. Lo que no se puede verbalizar no existe. El vacío de su lenguaje es el vacío de la época de Hofmannsthal.

    A pesar de la crítica de Peter Gay, de sus exageraciones y de sus virtuales aciertos, en ninguna otra ciudad encontramos —salvo en la Italia del Quattrocento— un cúmulo tal de genio, de talentos, de estilo radical y temperamento creador y destructor al mismo tiempo, en un espacio tan reducido como en Viena. Hay que imaginar un pequeño número de cafés famosos, restaurantes, calles, parques y plazas donde los fundadores de la filosofía del siglo XX, de la música dodecafónica, del psicoanálisis, de la lingüística, de la economía monetarista (ahora llamada neoliberalismo) coincidieran y se opusieran inevitablemente.

    Imaginemos por un momento esa ciudad-colmena, entre 1900 y 1938, donde Sigmund Freud pudo haber coincidido, y sin duda coincidió, con Ludwig Wittgenstein en la calle; Franz Kafka, en sus espaciadas visitas desde la antigua Praga seguramente alternó con Gustav Mahler en la calle, y Theodor Herzl, fundador del sionismo, compartió un lugar en el tranvía con Ernst Mach, el filósofo de la física moderna, uno de los inspiradores de la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Imaginemos una ciudad que era, al mismo tiempo, la encrucijada, el área creativa de Brahms, Bruckner y Mahler y, después, la transformación más radical: la música atonal o dodecafónica con Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Webern. El mismo espacio y las mismas calles donde los pintores Gustav Klimt, Egon Schiele y Oskar Kokoschka libraron las batallas del Jugendstil y de la Secession, en las que los ideales ornamentales y el art déco lucharon contra la desnudez funcional y la austeridad estética extrema. Ahí trabajaron dos de los mayores novelistas del siglo XX: Robert Musil y Hermann Broch. Ahí estuvieron también diseñadores y arquitectos: Otto Wagner, Adolf Loos, Joseph Maria Olbrich, Josef Hoffmann, cuyos edificios, proyectos de urbanización, diseños de muebles, de telas y de vestidos continúan asombrándonos. Su sensibilidad para construir espacios en torno a un estilo de vida no ha sido aún superada. También aparecieron los ideales y la ética de la economía neoliberal, cuya segunda vida comenzó con los Chicago Boys chilenos y Margaret Thatcher. La actitud moral que fundamenta el neoliberalismo se remonta a la escuela económica de Viena, a Eugen von Böhm-Bawerk y Ludwig von Mises. A sus noventa y tantos años, el profesor Friedrich August von Hayek era el último puente vivo y elocuente del neoliberalismo a finales del siglo pasado.

    Bernd Nitzschke afirma que Viena fue el lugar de nacimiento de dos corrientes intelectuales que intentaban reconstruir desde la perspectiva de la ciencia la unidad perdida del mundo, y así determinaron después el destino del espíritu del siglo XX: el psicoanálisis y el empirismo lógico. Al cambiar el siglo, la figura principal en Viena no era Sigmund Freud, sino Ernst Mach y su libro Análisis de las sensaciones. Sin embargo, la obra de Sigmund Freud es una de las islas que sobrevivieron al hundimiento del imperio; aunque después de su muerte el padre del psicoanálisis fue para muchos un fantasma: el ser de un mundo en cuyo cielo fueron realidad los deseos inconscientes, rotundo el complejo de Edipo, aterradora la lucha entre la pulsión de vida y de muerte. La obra de Sigmund Freud no puede, sin embargo, disociarse de su vida, ni ésta de Viena y de su tiempo. Es la expresión de un hombre sumido en las contradicciones de la época, sus ilusiones y desencantos, sus duelos y esperanzas. El suyo fue un trabajo de diagnóstico, de frialdad lúcida y verdad laboriosa. Y su destino, como el del Imperio austrohúngaro, el de una desilusión —proceso en el que se forman y desfiguran, chocan y se fracturan las utopías—. A partir de Freud la conciencia no es origen sino tarea.

    Cuando los futuros historiadores del siglo XXI estudien y definan nuestra modernidad, seguramente lo harán desde la perspectiva de la revolución erótica sexual vienesa de fines del siglo XIX y principios del XX. Eros constructor de ciudades y Afrodita anárquica —como escribió el poeta W. H. Auden en su elegía a la muerte de Freud— han marcado la crisis y la promesa de nuestra época. En la Viena finisecular, en la capital de los Habsburgo, antes y entre las guerras, cada momento de la nueva sexualidad y del nuevo erotismo cristalizaba y labraba dos rostros: por un lado, una expresión abstracta, filosófica; por el otro, una expresión estética. Ambos rostros cambiaban entre sí. Primero la certeza de que esa sexualidad existía, el modo como Eros construía esa ciudad, y, luego, el devenir mundo de esa certeza en el arte, en el estilo y en el vestido. Los contemporáneos advirtieron la intensidad y el carácter inevitable de esa sexualidad. Al final del imperio, en Viena, las mujeres recibían por su trabajo la mitad del salario que los hombres, y los emigrantes luchaban por salir del arrabal y del gueto, la prostitución se enseñoreaba de la vida diaria. Hacia 1880, los archivos locales señalan la existencia de 2 000 prostitutas en el centro de la ciudad. Después de la catástrofe de 1918, su número incrementó a más de 60 000. Sin embargo, la explotación sexual abarcó cada vez más zonas de la vida diaria. De un modo casi natural, las sirvientas eran los objetos sexuales de sus patrones de las clases media y alta.

    En 1925 uno de los más importantes autores vieneses de principios de siglo, Arthur Schnitzler (1862-1931), escribió Relato soñado. En esta novela —que Stanley Kubrick llevó al cine—, Fridolin y Albertine, la joven pareja protagonista, comienzan temerosa y atormentadamente, con sucia curiosidad, escribe Schnitzler, a arrancarse confesiones mutuamente, llevados por un soplo de aventura, libertad y peligro. Fridolin escucha la perturbadora narración de un sueño que ha inquietado a Albertine. Introducen entonces en el apacible relato de su vida en común la narración destructiva de los deseos escondidos y apenas sospechados, que hasta en el alma más pura y transparente puede provocar disturbios. Arthur Schnitzler urdió en esta novela sonámbula, escrita con magistral concisión, una ambigua lección moral en la que concurrían de modo ejemplar los motivos centrales de la cultura vienesa de fin de siglo. Él mismo, perteneciente a la burguesía judía y —al igual que Fridolin, su personaje— médico de profesión, destacó por su insistente búsqueda de las pulsiones eróticas como sustrato de las relaciones sociales. Tanto sus dramas como sus novelas, que tuvieron en su tiempo gran éxito, denunciaron la hipocresía de un orden que negaba y reprimía esas pulsiones, pero Schnitzler reveló a su vez su poder devastador, las oscuras afinidades entre Eros y Tánatos.

    Mientras Sigmund Freud afinaba La interpretación de los sueños, Arthur Schnitzler estrenó la obra de teatro El velo de Beatriz, el 1º de diciembre de 1900 en Breslau. Beatriz es la primera de las heroínas de Schnitzler cuyos deseos se consuman en un sueño. Beatriz, la amante del escritor Filippo Loschi, tiene sueños eróticos recurrentes. Se sueña en brazos de un duque a quien vio una sola vez en su vida y mantiene con él una intensa relación onírica. Filippo abandona a Beatriz, porque el engaño en los sueños es, en este caso, tan real como si hubiese sucedido. Schnitzler escribió entonces: Pero los sueños son deseos sin coraje, cínicos anhelos que la luz del día arrumbó en el sótano de nuestras almas. Desde allí salen arrastrándose en la noche.

    Unos meses antes de publicar La interpretación de los sueños en 1900, Freud leyó esta obra y reconoció de inmediato las profundas intuiciones del escritor: Ha puesto usted en cinco líneas lo que me a mí me ha llevado veinte años de investigación, le dijo años después Freud a Schnitzler en una carta. La interpretación de los sueños ocupó un lugar especial en la teoría y el corazón del autor. La consideraba su obra científica más significativa, la piedra fundamental de su proyecto general y la obra que lo explicaba a él en persona, la fuente de la fortaleza para enfrentar la vida y sus conflictos más esenciales. La estructura misma de la obra refleja esa naturaleza dual. Su organización superficial está dominada por su función en tanto que tratado científico, en el que cada capítulo y cada sección exponen de modo sistemático un aspecto de los sueños y su investigación. A esta estructura científica subordina Freud explícitamente el contenido personal del libro. Pero una observación más detenida pone en relieve una segunda estructura más profunda de la obra que, al pasar de un sueño aislado del autor al siguiente, constituye un argumento secundario incompleto aunque autónomo de su historia personal. Imaginemos por un momento a san Agustín introduciendo sus Confesiones en La ciudad de Dios, o a Rousseau integrando sus Confesiones como trama subliminal en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres: ésa es la ruta y el secreto de Freud en La interpretación de los sueños, nos dice el historiador Carl E. Schorske. En la estructura visible del tratado científico, Freud hace ascender a sus lectores sistemáticamente, capítulo a capítulo, rumbo a los laberintos más intrincados del análisis psicológico; pero en la narración personal nos hace descender, sueño a sueño, hacia los escondites más secretos de su yo sepultado. El epígrafe que había escogido para La interpretación de los sueños anunciaba la tormenta: Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo [Si no puedo conciliar los poderes celestiales, removeré los del infierno]. En la Eneida de Virgilio, Juno había pronunciado esa sentencia cuando fracasó el intento de persuadir a Júpiter de que otorgara el permiso para que Eneas, constructor de Roma, desposara a Dido, una reina semítica. Juno convoca a los poderes infernales reunidos en el río Aqueronte. Ahora que Sigmund Freud ha pasado la prueba del purgatorio que atraviesa todo autor clásico después de su muerte; ahora que han pasado los cientos de lecturas e interpretaciones, de escuelas que no han terminado todavía de combatirse, se le vuelve a leer como uno de los autores auténticos e irremplazables del siglo XX.

    La palabra Wissenschaft, que por lo común se traduce como ciencia, en alemán tiene un sentido mucho más amplio. Los alemanes hablan de la ciencia de la historia, así como de la ciencia de la física, la ciencia de la literatura, la ciencia del teatro, la ciencia del periodismo o la de la astronomía. La palabra Wissenschaft se emplea para cualquier forma de búsqueda intelectual, sistemática y disciplinada del conocimiento y la información. Wissenschaft no ha sido, no es ni será science ni mucho menos scientific research. Freud convirtió al lenguaje en una Wissenschaft der Sprache, una ciencia del lenguaje. Las metáforas verbales no son sino el lenguaje de los sentimientos (die Sprache des Gefühls, como escribía Freud), aunque no son los sentimientos mismos, porque los sentimientos carecen de lenguaje. Las metáforas señalan el camino de regreso a los sentimientos sin abandonar el espacio del lenguaje. Sólo cuando escapan a su propio sentido hermético, las metáforas del lenguaje se pueden entender. Al principio de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, uno de sus personajes, Marlow, afirma: Tengo la sensación de estar contando un sueño, pero inútilmente, porque ninguna narración de un sueño puede transmitir la sensación del sueño, esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebelión agónica, esa sensación de ser capturado por lo increíble que constituye la esencia de los sueños. Por su interpretación del lenguaje, Freud descubrió el acceso a esa realidad increíble, porque sólo mediante el lenguaje los sueños revelan esa mezcla de absurdo, sorpresa y aturdimiento en un temblor de rebeldía agónica. Los sueños existen porque existe el lenguaje.

    Las obras de Arthur Schnitzler, en particular Reigen [La ronda], fueron el registro seco, difícil y tenso de esa situación: las relaciones de poder sexuales en los cuartos de las sirvientas, en los gabinetes privados, en las ferias y en los sitios de mala fama de la ciudad imperial. En algún momento de su vida, los vieneses esperaban el castigo, el pago bajo la forma de la sífilis y su efecto ineludible: la destrucción de la salud mental del enfermo o la víctima. El tema del joven devastado por una enfermedad venérea, su estación final en la locura después de un periodo de intensa elegancia y creatividad artificiales, todo esto fue una constante del arte y la literatura de la época. Karl Kraus, el escritor satírico europeo más importante desde Jonathan Swift, vio en la hipocresía y el cinismo de la vida erótica vienesa el centro de una corrupción más universal. Kraus nos dice que un aura de prostitución rodea siempre el esplendor y la ingenuidad del matrimonio aristócrata y burgués. Los favores sexuales se ofrecieron e intercambiaron no sólo en el burdel y en el ático de la sirvienta, sino también en el palacio, en el salón art nouveau y en los salones intelectuales, en las salas de consulta de los eminentes profesores, de los médicos, abogados y jueces que Robert Musil describió con insuperable ironía en El hombre sin atributos.

    Freud tenía una idea de la psique humana —en la que la libido, el deseo sexual, es la fuente de la identidad y su desarrollo—, una idea de la psique que puede leerse, literalmente, como un mapa de la Viena de 1900. Su construcción en tres niveles, el ello, el yo y el superyó, ¿no corresponde al diseño de las casas de departamentos de aquella Viena y de la familia?, se preguntaba el crítico George Steiner. Tenemos el sótano, sombrío, su antigua intimidad con lo subterráneo y sus húmedos recovecos. Arriba, los salones, las habitaciones, espacios públicos; esa parte de la vida dirigida con orgullo, pero vulnerable, hacia el mundo exterior. Y, más arriba, el ático, el último piso. Las profundidades sin luz, las áreas para el público y los misterios de la alacena o el almacén de la memoria y los recuerdos. Según Freud, así estamos construidos; esta arquitectura del modelo psicoanalítico corresponde al modo como está armada y construida nuestra conciencia. La abundancia en esas casas —los espejos, pulidos o cubiertos de polvo, los pasajes laberínticos, las escaleras, las recámaras, las ambiguas discreciones del dormitorio y del cuarto de las sirvientas—, la abundancia que ordena y puebla de símbolos las referencias oníricas del psicoanálisis corresponden, sin duda, a los de una casa de la clase media de Viena. La teoría de las pulsiones es, por así decirlo, nuestra mitología. Las pulsiones son seres míticos, grandiosos en su indeterminación. Su poética de la conducta humana, de sus causas y motivos, influyeron en todo el mundo. Freud se convirtió —como escribió Auden en su elegía— ya no en una persona, sino en un clima de opinión bajo el que conducimos nuestras vidas.

    Muchos años antes que Freud, otros personajes vieneses —no menos apasionantes en su época— explicaban y practicaban la nueva visión de la sexualidad. Pienso en esa figura atormentada e histérica, Otto Weininger, quien inició el debate del siglo xx sobre la dialéctica y la lucha entre los sexos. Me refiero al carácter bisexual, andrógino de todo individuo, las pulsiones femeninas y masculinas que nos habitan, los miedos y los odios latentes aun en las relaciones amorosas más abiertas. Y desde luego Leopold Sacher-Masoch. ¿Qué familia, salvo una vienesa, podría dar dos nuevas ideas a todos los idiomas, incluso el chino y el japonés? La idea del masoquismo, que viene directamente de Sacher-Masoch, y el logro culinario incomparable de su primo hermano, el pastel Sacher, el látigo amoroso y la crema batida.

    Amar todo lo extraño y lo enfermo, desear que el pensamiento, deshilvanado, se vaya extinguiendo y que el Yo, condenado y maldito, conceda la paz y la tranquilidad, escribía Hermann Bahr, el profeta de la decadencia en Viena. Éstos eran los temas centrales de la decadencia, que tuvieron sus raíces en la historia del romanticismo francés y alemán. Hacia 1886 se fundó en París la revista La decadencia y cuatro años después, en 1890, Richard Wagner hizo suyo el tema en la literatura alemana. El extravío de Tannhäuser, el amor de Tristán que anhela la muerte, el incesto y el ocaso de los dioses, la decadencia. En El oro del Rin se dice de los dioses: Avanzan vertiginosamente hacia su fin ellos que tan fuertes se imaginan. La conciencia del fin de los tiempos se condensó entonces en la expresión fin de siglo, que apareció por primera vez en 1884, en París, y era el título de una obra de teatro que se difundió como una fórmula mágica. El ser del fin de siglo es, escribió Paul Bourget, no ser nunca más responsable. La auténtica conciencia filosófica de ese fin de siglo encontró también en Viena el terreno propicio. Hermann Bahr, el autor vienés de La crítica de la modernidad, escribió entonces:

    La tarea principal de Bourget es hacer un diagnóstico de la gran enfermedad del siglo XIX. Bajo los múltiples nombres que se le han dado a esa enfermedad: la gran neurosis, pesimismo, nihilismo, en realidad se oculta el desmoronamiento de la voluntad, la falta de consistencia de nuestra tradición. El malestar generalizado del presente no es sólo el efecto transitorio de las revueltas sociales de nuestro tiempo, sino sobre todo la consecuencia inevitable de la relación fallida entre nuestras necesidades culturales y los recursos de la realidad externa que nos circunda. Las necesidades crecen más rápidamente que los recursos.

    Bahr pensaba que cuando los hombres hubiesen fracasado en la búsqueda de la felicidad quedaría sólo una posibilidad de seguir existiendo: el ser humano es el único animal que puede interpretar sus necesidades y, al interpretarlas, las modifica.

    El 14 de julio de 1883, en el aniversario de la toma de la Bastilla, Edmond de Goncourt registró un sueño muy extraño en su diario:

    Anoche soñé que estaba en una fiesta —yo llevaba una corbata blanca—, de pronto veía entrar a una mujer. Era una actriz de bulevar, pero no podía darle un nombre a su rostro. Iba envuelta en un velo y saltó a la mesa —donde dos o tres jóvenes tomaban el té— completamente desnuda y comenzó a bailar. Durante el baile dio pasos que mostraban sus genitales armados con las mandíbulas más terribles que alguien pueda imaginarse —se abrían y cerraban mostrando una hilera de dientes—. El espectáculo no tuvo, para mí, ningún efecto erótico; al contrario, me dieron unos celos atroces, porque estoy empezando a perder todos mis dientes. ¿De dónde pudo venir un sueño tan estrafalario? No tiene nada que ver con la toma de la Bastilla.

    El sueño de la vagina dentata resume el terror ancestral a las

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