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La felicidad
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Libro electrónico57 páginas57 minutos

La felicidad

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Libro formado por dos extensos relatos, ambientados en la selva boliviana, de este autor Premio Novela del Consejo Nacional del Libro y la Lectura.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento1 mar 2018
ISBN956282084X
La felicidad

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    La felicidad - Jorge Guzmán

    lom@lom.cl

    La felicidad

    –Juana, está la comida medio cruda, Juana –llamó Mateo hacia adentro de la choza, con suavidad, como si no le importara. No hubo respuesta, aunque desde el lado del fogón se escuchaba el trajín apagado de la mujer afanándose entre sus cosas.

    –Juana, –repitió– la comida está medio cruda, hija.

    Mateo advirtió, mirando montaña abajo, que la tormenta eléctrica seguía creciendo a la distancia. Sobre su cabeza y sobre las crestas de los cerros, sin embargo, brillaban unas estrellas grandes como guijarros. Señal de muy mal tiempo. Dentro de la choza empezó a llorar Andresito, con desesperación cansada, muy débil. Andresito, pobre niño de mierda, otra vez con pesadillas o enfermo. Siguió comiendo empecinadamente, vagando la vista por el valle, los cerros, las migas de la mesa, apenas discernibles ya. Soplaba un viento tibio, a ráfagas débiles, pero crecientes. La comida estaba de verdad mal cocida. Una ráfaga violenta limpió de migas las tablas desiguales de la mesa. Adentro, la voz de Juana empezó a tranquilizar al niño. Le hablaba sin dulzura, en un chorro grueso y apacible de palabras monótonas. En quechua, le contaba que el padre comía afuera, al raso, como era su gusto siempre, y que ella le estaba haciendo al niño una lagüita, para calentarle la guatita, para que mañana tuviera mucha fuerza y le ayudara otra vez a ella a mover cosas pesadas, a entrar la piedra de moler, que ella no se iba a poder sola y había que entrarla temprano, porque ahora estaba soplando el Plego, que anunciaba mal tiempo largo, así es que había que tener todas las cosas de cocina dentro de la casa y después esperar a que amainara para ir a buscar la carne hasta el aprisco de los Cámac, por el camino del alto, que era tan peligroso y que ella no se iba a atrever a caminar sola, si Andresito no la acompañaba. La voz de ella manaba en un flujo continuo mientras se movía por los alrededores del fogón, entraba en la pieza donde tenía el niño su cama, se alejaba hacia el dormitorio de ellos dos, volvía a salir hacia el lugar del fogón. Se oyó el ruido de vidrio contra metal de la lámpara a parafina y el chasquido del fósforo. Los pasos de Juana sobre el suelo de tierra y la luz de la lámpara, salieron juntos de la choza, a espaldas de Mateo. Su propia sombra, enorme, cubrió casi todo el corral donde Juana mantenía sus dos llamas y gran parte del patiecito ante la choza, pero se redujo velozmente hasta quedar tendida frente a él, sobre la mesa, oscilando suavemente al compás del chirrido de la lámpara en su clavo. Tapaba y destapaba el vaso con chicha, medio lleno. Levantó la vista y la paseó otra vez por la gran soledad del valle y los cerros. No se veía ninguna luz, porque la casa de la administración, las de los obreros y la oficina quedaban al otro lado de la loma.

    La turbulencia del valle se había extendido, y un camino de nubes espesas se hacía visible, tiritando, a la luz de los rayos. No se oía tronar, sin embargo, y hacia el otro lado la explanada vacía, las montañas rugosas y el viento en la paja brava se veían apenas, alumbrados por la luna nueva. La voz de Juana seguía derramándose, ahora, sobre el silencio del niño. Había conseguido devolverle el mundo diurno ausente. La oscuridad lo aterraba. Con razón. ¿Cómo no iba a ser natural que en medio de estas montañas, a un pequeño idiota como Andresito la noche se le apareciera como un cambio espantoso y permanente de las cosas? Cuando se ponía el sol y la tiniebla misma silbaba entre las grietas de barro de la choza solo la voz de la madre conseguía devolverle la paz, convencerlo de que todavía estaba todo en su lugar de siempre, esperándolo para que volviera a jugar con su caja de cartón y su buey de madera y a caminar el día entero pegado a su madre, ayuyándola. Magia de las palabras de Juana. Se le metió en el pensamiento, por sí misma, una frase perturbadora: Dominique no tuvo nunca ese poder con su hijo, con el hijo de nosotros. Juana le daba palabras para el miedo tal como le daba agua para la sed. Mateo pensó que si el niño no se moría y un milagro le quitaba la estupidez no mejorarían mucho las cosas. Descubriría que el mediodía también es embrujado y espantoso. Y entonces, ¿qué voz sería capaz de devolverle el contorno y el

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