Cuando los espíritus llenaban los espejos
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Monsalve hace un retrato apasionado y poético de los personajes y levanta acta notarial de la Gran Canaria de fines del siglo XIX y principios del XX, desde dentro, desde las entrañas mismas del momento histórico, como si estuviera en los bosques y páramos, en las chozas y haciendas, en los barcos y carruajes, en pastizales y plataneras.
Este libro es la historia de una curandera, de una médium, y como tal está escrito con una intuición poderosa, con puertas y ventanas abiertas, pero también es el otro lado del espejo desde el que Monsalve contempla con gran amor y devoción su isla, Gran Canaria, desde sus orígenes llena de vida, de fuerza, de pujanza.
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Cuando los espíritus llenaban los espejos - Tomás Monsalve Díaz
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Tomás Monsalve Díaz
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
Idea de la portada: Andrea Castelreanas Acosta
ISBN: 978-84-1386-843-1
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
Las imágenes fotográficas que se reproducen en esta edición pertenecen al Archivo de fotografía histórico de Canarias. Cabildo de Gran Canaria. Fedac. Todas ellas han sido cedidas gratuitamente.
Esta publicación cuenta con la colaboración económica del Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, tras haber sido seleccionada en la convocatoria de ayudas a la autoedición literaria.
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Prólogo del autor
Las Palmas de Gran Canaria a finales del siglo XIX
Andrew Jackson Davis, famoso espiritista norteamericano, conocido también por el sobrenombre de El vidente de Pougkeepsie, predijo entre otras muchas cosas el descubrimiento del planeta Neptuno, la aparición del automóvil, la invención de la máquina de escribir y los aeroplanos, pero entre sus anuncios más sorprendentes figura el que realizó en 1847, cuando aseguró que en breve, en todos los lugares del mundo, se darían numerosas manifestaciones de espíritus y que estas entidades se estaban organizando para darse a conocer y demostrar de forma masiva su existencia a la humanidad. Con tal fin advirtió de que fenómenos como el sonambulismo, la premonición o la doble vista empezarían a darse con frecuencia entre los hombres, y no con el objeto de que estos los exhibieran en las ferias como rarezas, sino para que ayudasen a mitigar, en la medida de lo posible, que los cataclismos y las catástrofes naturales o los naufragios y accidentes causaran tantas víctimas.
Esta novela, que está inspirada en hechos reales, transcurre a finales del siglo xix y principios del xx entre las islas de Gran Canaria, Cuba y Londres, describe a través de sus doce capítulos y un epílogo el testimonio y las experiencias de algunas mujeres que en Gran Canaria fueron conocidas como santiguadoras y que, poseyendo las características descritas por Andrew Jackson Davis, dedicaron sus vidas al servicio de los demás.
.
Le dedico esta novela a mi esposa y compañera de vida, María de los Ángeles. Cuando más perdido estaba y cuando no sabía si volvería a escribir, ella me inspiró, a ella la escuché y me enseñó a oír y entender la sutileza de cada alma humana. Sin ella, sin su apoyo y dedicación, «Cuando los espíritus llenaban los espejos» nunca hubiese sido posible.
Asimismo, agradezco a todos mis familiares y personas cercanas por su colaboración e interés, bien aportando ideas o con su ayuda para terminar este proyecto.
Y, por último, un agradecimiento especial a todas aquellas personas que al adquirir esta obra están contribuyendo a mantener la obra social del Centro Espirita León Denis de Madrid.
Capítulo primero
La fe y los remordimientos, el testamento y el guerrero
Casa colonial en Gran Canaria, finales del siglo XIX
LA FE Y LOS REMORDIMIENTOS
En verano, cuando la finca de La Agujereada aún estaba en su esplendor y el agua corría hasta el mar, después de la comida, el patrón, el señor Bartolomé Espinosa, se retiraba a la biblioteca donde el servicio ya había oscurecido la habitación para que el fuego del sol no le interrumpiera la siesta. Nadie, salvo los espíritus que desde hacía siglos compartían ese espacio, podía alterar el silencio de la casa hasta que el patrón se despertaba pidiendo a gritos un café. Ese frágil equilibrio entre vivos y muertos algunas veces se veía alterado por sucesos inexplicables o por otros tan triviales como una conmoción atmosférica o una trifulca familiar. Entonces se provocaba una cascada de acontecimientos insólitos: las cortinas se movían con las ventanas cerradas, se escuchaban pasos en habitaciones vacías o las sombras que durante la noche atravesaban paredes y espejos ahora se presentaban de día, sin pudor ni respeto, manifestando su malestar con ruidos y golpes.
En esos momentos, para recuperar la armonía de la casa y que ellos cesasen en sus demostraciones, Tomasa, una esclava mulata y ama de cría de la familia, advertía a doña Brígida, su señora y madre de Armando Espinosa, sobre la necesidad de que cada tarde se reuniese a la familia con los trabajadores de la casa para rezar un rosario por los difuntos que buscaban paz.
Siendo niño, y antes de que el cólera llenara la finca de parientes y amigos, en las noches de tormenta, cuando Armando se desvelaba, ni los escapularios, ni las oraciones, ni dormir abrazando una estampa bendecida por el obispo le servían para ahuyentar el miedo. En esas noches, en lugar de correr hacia la cama de su madre en busca de refugio y cariño, bajaba las escaleras a toda prisa hasta llegar a la cocina, donde se refugiaba en el camastro de Tomasa. Ella era la única persona en toda la casa que le ofrecía el calor y la ternura que un niño asustado necesitaba. A veces su hija Amelia también dormía allí y él, haciéndose un ovillo, se acurrucaba entre las dos, encontrando no solo el olor maternal que lo relajaba, sino protección frente al espíritu del aborigen, un ser primitivo que, además de atormentarlo en sueños, deambulaba por la casa como si fuese suya. Para tranquilizarlo y ahuyentarlo, Tomasa no se encaraba con él, solo lo escuchaba y rezaba hasta que cesaban los ruidos y los golpes. Cuando ya no tenía de qué quejarse, ella le pedía que dejara en paz a ese niño inocente y todo volvía a la calma.
Muchos años después, y ya siendo adulto, Armando seguía sin poder dormir cuando una tormenta lo despertaba a mitad de la noche y, a pesar de que la lluvia hacía horas que sacudía el velero donde viajaba, antes de quedarse en la cama, él prefería permanecer en la cubierta viendo cómo los rayos que caían sobre el mar le permitían distinguir a lo lejos la costa de Gran Canaria. Salvo el capitán, ni la tripulación ni los pasajeros sabían que aquel hombre de aspecto triste y enfermo era un destacado miembro del Partido Republicano que volvía a su isla natal como si fuese un prófugo de la justicia.
Toda una paradoja del destino, ya que Armando siempre había defendido en sus debates políticos y artículos de prensa que cualquier asunto relacionado con la fe y las creencias formaba parte de una elección individual. Con todo, en el momento en el que él se pronunció seguidor del espiritismo, sus adversarios políticos lo atacaron con tal saña y agresividad que para salvar su vida tuvo que huir de Madrid.
La primera vez que Armando tuvo conocimiento del movimiento espirita fue cuando empezaba a ejercer de abogado y los libreros de Cádiz recurrieron a él para defenderse de la reacción desproporcionada y fulminante del obispo, ante la publicación y distribución de un folleto de apenas cincuenta páginas titulado Luz y verdad del espiritualismo. Un tratado sobre la influencia de los espíritus en la vida de los hombres y su misión en la Tierra.
Tras declararlo escandaloso y profundamente dañino para la fe de los católicos, el obispo de Cádiz organizó un auto de fe frente al Palacio Episcopal, donde quemó todos los ejemplares que la policía pudo requisar de las librerías de la ciudad. En aquellos días, ante tal atropello a la libertad de expresión y para salvar la obra, Armando confió en un amigo suyo, un capitán de navío, que con total discreción llevó los folletos hasta Uruguay, donde pretendían imprimirlos y así escapar de la furia eclesiástica.
Cuando amainó la tormenta y pudieron acercarse al muelle de Las Palmas, Armando, siendo conocedor de que su presencia podría alentar o justificar en sus enemigos políticos cualquier acto violento en su contra, prefirió pasar desapercibido y, con la complicidad del capitán, aprovechando la oscuridad y el ajetreo de mercancías, envió todo su equipaje al domicilio de un amigo de la infancia, el doctor Gregorio Chil. Y él se embarcó en una chalana, que atracó discretamente en un refugio pesquero, alejado del puerto de la ciudad. Allí con una tartana lo esperaba Inocencio, el capataz de La Agujereada, una finca que la familia de su padre poseía al norte de Gran Canaria.
Tras una hora de marcha alcanzaron el malpaís, las nubes ocultaban la luz de la luna, a lo lejos la estructura de la casa, como un decorado de ópera, se recortaba al final del camino, esa visión un tanto espectral, unida al silencio y al frío del invierno, le provocaron una inquietud, una sensación de vacío, a la que no estaba acostumbrado y que nunca antes había vivido.
En la finca nadie, salvo Petronila, la mujer de Inocencio el capataz, estaba al corriente de su llegada. Hacía más de una década que Armando no la veía y casi no la reconoció. En la penumbra del comedor, iluminada por unas pocas velas, pudo apreciar en las arrugas de su cara, en las cicatrices de sus manos y en la boca casi sin dientes lo dura que había sido la vida con ella. Y pese a que Petronila conservaba su gracia y sentido del humor, cuando Armando se sentó a la mesa empezó a sentirse incómodo. Tenía varias preguntas que durante el viaje le rondaron la cabeza y ahora frente a ella y con Inocencio presente ya no se atrevía a formular.
Casi ni comió, desde hacía varios días padecía una tos que no lo dejaba descansar y prefirió que Petronila le preparara un agua de tomillo y retirarse a dormir. A solas en la habitación y mientras ella calentaba las sábanas, le dijo sin más rodeos:
—¿Sabes algo de Tomasa?
Ella no quiso contestar y siguió con su tarea. Pese a su actitud evasiva, él insistió:
—¿Y de Amelia?
Para Armando ese silencio fue insoportable. Esa falsa sumisión era más que un gesto de rebeldía, casi una insolencia, por ello, cuando terminó de habilitar la cama y se disponía a salir, él para reclamar su atención la sujetó del brazo. Entonces Petronila sin inmutarse le contestó:
—Desde que su difunta madre las vendió a un oficial de la Marina en Puerto Rico no sabemos qué ha sido de ellas.
—¿Y del niño?
—Antoñito se marchó a Cuba, creemos que ha muerto.
Armando quiso hablar. Quiso explicarle que él estaba en París y su madre nunca le dijo lo que pensaba hacer. A su regreso a Madrid, cuando se enteró de la venta, ya era tarde para impedirlo. Quiso disculparse, sabía que después de tantos años no tenía derecho a remover una herida tan profunda, pero no pudo articular las palabras, lo asaltó un ataque de tos que lo obligó a sentarse y respirar profundamente. Entonces ella lo miró a los ojos y le pareció tan frágil y triste que, para consolarlo, susurró:
—Ya…, ya pasó.
Ante tanta calma y resignación, Armando se avergonzó de su actitud y le abrió la puerta. Ni se despidieron, ni se miraron, los dos eran conscientes de que no era necesario seguir haciéndose daño. Se acostó, pero, en aquella cama donde murió su madre, no estaba cómodo y entre la tos y el remordimiento no pudo descansar.
EL TESTAMENTO
Si de niño Armando tenía la facultad de reconocer la casa a oscuras y podía moverse con total libertad, sin rozar con nada, ahora a solas en la cama de su madre se sentía desplazado, prisionero de sus remordimientos e incapaz de dar dos pasos sin tropezar. Cada ruido le parecía nuevo y desconocido y, aunque el mobiliario apenas había cambiado, el paso del tiempo sobre aquellos muebles y cortinas le trasmitía a la casa un aspecto de pobreza y abandono.
Cansado de dar vueltas en una cama que no lo quería acoger, de escuchar sonidos que no distinguía y ver sombras fugaces recorriendo la habitación, decidió levantarse y, con la luz de un candelabro, llegó hasta la biblioteca. Allí frente a las estanterías reposaban colecciones de libros que su familia había recopilado durante años. Pensando dónde esconder todo lo que lo podría comprometer, recordó que tras una cortina, junto a la chimenea, había un hueco en la pared que se abría al accionar una pequeña palanca. Allí depositó los documentos más confidenciales de su partido y, para su sorpresa, encontró una botella de ron y unas hojas amarilleadas por el paso del tiempo atadas en un pliego de cuero.
Sentado en el butacón donde su bisabuelo, su abuelo y su padre Bartolomé solían dormir la siesta, mientras paladeaba el licor, sintió vergüenza y remordimientos. Eran unas páginas con apuntes de tipo económico, donde se detallaban todas las propiedades que la familia de su padre poseía en la isla de Gran Canaria, diferenciando las que se adquirieron por matrimonios concertados de aquellas otras que fueron compradas a particulares o por subastas a organismos religiosos.
Entre golpes de tos y vasitos de ron fue avanzando en la lectura de las tropelías, abusos y engaños que sus antepasados habían ido perpetrando durante siglos. Los apuntes históricos se remontaban a los primeros oficiales que llegaron con el capitán Pedro de Vera a la conquista de la isla y se continuaban con las siguientes generaciones formadas por mallorquines, portugueses, catalanes, andaluces y holandeses que fueron dedicando su esfuerzo al cultivo de la caña, a la cría de buen vino, a la cochinilla y al comercio de personas y mercancías con el resto del mundo.
En un cuaderno aparte, engarzado por una cinta de color negro, encontró un árbol genealógico, con una antigüedad de casi trescientos años, donde alguien había empezado a inscribir los hijos bastardos que sus antepasados tuvieron con las esclavas al servicio de la familia. En las últimas anotaciones estaban su bisabuelo Nicanor, con dos hijas de una esclava negra, el abuelo Anastasio, con cinco hijos de dos esclavas, y su padre Bartolomé, que había escrito en letras de molde «Con Amelia un niño llamado Antoñito».
Descubrir lo que había hecho su padre lo llenó de rabia, y verse allí en la biblioteca, rodeado por los cuadros de su abuelo y otros militares de la familia, le dio asco, él no era como ellos. Él se identificaba más con la rama materna de su familia, escritores, escultores y artesanos, de los que había oído hablar, pero nunca los conoció, ya que la mayoría buscaron su fortuna en Cuba, una tierra donde las cualidades de un hombre eran más importantes que sus propiedades.
Armando pensó en su madre y el día en que esta descubrió, leyendo su diario, que él estaba enamorado de Amelia; si no lo hubiese leído, no lo habría castigado enviándolo a estudiar al internado de Cádiz y quizás se podría haber evitado ese embarazo. Culpándola consiguió calmarse, pero en el fondo se sentía un cobarde. Alguien que nunca se había hecho responsable de su vida y siempre buscó en los demás la causa de sus contratiempos. Decidido a cambiar esa tendencia y para aliviar su corazón, redactó un testamento. Una de las copias la guardó en la biblioteca en el estanco secreto, y la otra en un sobre cerrado, pensaba entregársela a su amigo Gregorio.
Horas después, cuando este llegó con su equipaje, Armando, envuelto en una manta, seguía en el butacón. El doctor lo encontró muy desmejorado y, tras un reconocimiento y comprobar que tenía fiebre, le recomendó reposo absoluto. Para aliviarle la tos le dejó lo último que había recibido de Francia, unas pastillas de mentol, eucalipto y cocaína, advirtiéndole que no abusara de ellas. Fue un encuentro rápido, iba de paso, lo habían llamado para una consulta y no quería demorarse.
Armando le agradeció su discreción y compromiso y, además del paquete de libros que le había preparado, le regaló uno en especial que había terminado de leer en el viaje, La Historia de la conquista de las siete Islas Canarias, de Fray Abreu Galindo, diciéndole:
—Entre mentiras y verdades solo encontrarás la historia de los vencedores, la de los vencidos nunca se sabrá.
Y lo dijo convencido de sus palabras, porque muchas veces ambos amigos habían discutido con historiadores y políticos sobre cuáles eran los fundamentos morales y éticos que sostenían la idea de por qué una sociedad civilizada y cristiana puede imponer sus normas y costumbres a otra que considera más salvaje o primitiva. ¿Sería la codicia suficiente motivo para justificarlo? ¿O la justicia? ¿Pero qué justicia? ¿Esa que se aplica según los privilegios de casta y nacimiento?
Pero esa mañana no tenía el ánimo para diatribas ni polémicas, ni quería hacerle perder el tiempo a su amigo, así que le dijo:
—Gregorio, quiero que sepas que soy el único responsable de todo…
El médico, sonriendo, apostilló:
—Vamos, ni que hubieras matado a alguien, ya verás que a estos monárquicos pronto se les pasará la euforia del triunfo y todo volverá a calmarse.
Armando, sin captar la ironía, lo interrumpió:
—Te he nombrado albacea. Si me ocurriese algo, eres la única persona honrada en la que confío para que se cumpla lo que he dispuesto.
Y le aclaró que había añadido una cláusula en favor de los pastores y agricultores de la finca. En ella reconocía la aportación que durante años estos trabajadores habían hecho a la propiedad y que a él le correspondía reconocérselo. Por eso quería que tras su muerte en los próximos cien años a ellos y sus familias se les dejase vivir en los chamizos construidos entre los restos del ingenio de azúcar. Y, además, que todos los años en función de las rentas de La Agujereada se invirtiese en su mantenimiento y conservación.
El médico, sorprendido y queriendo quitar gravedad al momento, añadió:
—Venga, que por un catarro no te vas a morir.
Pero cuando se abrazaron para despedirse, Gregorio sintió que su amigo, sin decir palabra, le decía adiós para siempre.
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