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Mundo raro
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Libro electrónico164 páginas2 horas

Mundo raro

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La novela se centra en Víctor Diaz-Granados –periodista, políglota, político, crítico de cine y viajero obstinado–, Carlos Crespo –un gallego, segundo en la Embajada de España en Kenia– y su esposa, Ingrid Scheel –alemana de diferentes nombres y personalidades–. Los tres protagonizan una historia de amores contrariados, de engaños y traiciones que
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 nov 2020
ISBN9789585107953
Mundo raro
Autor

Manuel Domingo Rojas

Manuel Domingo Rojas Salgado, escritor oriundo del caribe colombiano. Nació en 1946 en la Villa de Santa Cruz de Mompox, ciudad colonial, amurallada e intemporal, y a muy temprana edad se trasladó a la mágica y entrañable Cartagena de Indias, donde ha hecho su vida. Es doctor en derecho y ciencias políticas y miembro correspondiente de las academias de historia de Cartagena de Indias y de Santa Cruz de Mompox. Ha sido catedrático y rector universitario, dirigente gremial, promotor y fundador de periódico, columnista y ensayista. Autor del compilado de cuentos, «De Allá y de Acá» (2001) y del libro «Una mirada crítica a la historia de nuestra primera independencia» (2012). Algunos de sus cuentos y ensayos han sido publicados a nivel nacional e internacional y ha recibido distinciones y reconocimientos. En 1986 fue nombrado alcalde mayor de Cartagena y luego, en 1988, elegido el primer alcalde popular de la misma ciudad. Como integrante de la primera generación de alcaldes populares en Colombia, fue promotor y presidente de la Federación Colombiana de Municipios. De sus viajes por gran parte del mundo ha cosechado experiencias que ha trasladado a su obra literaria.

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    Mundo raro - Manuel Domingo Rojas

    Putas

    NAIROBI

    Cuarenta y dos años después, Víctor Díaz-Granados, recordaría el timbre del teléfono que marcaría su vida para siempre.

    A las 2:58 a. m. del 1 de diciembre de 1970 sonó insistentemente el teléfono 23109 de la casa de Bishops Road, residencia del cónsul general de la República de Colombia en Nairobi. El incesante repiqueteo fue penetrando en el profundo sueño del cónsul Víctor Díaz-Granados hasta despertarlo. Todavía amodorrado levantó con torpeza el auricular y escuchó los gritos histéricos en alemán de una mujer que en principio no logró identificar. Los gritos lo despertaron por completo y pasó de la modorra a la alerta completa cuando logró identificar a Ingrid Scheel, la esposa de Carlos Crespo Rey, funcionario español encargado de la Embajada de su país en la República de Kenia. Scheel, mediante alaridos incoherentes, le hablaba de la muerte de su marido.

    Díaz-Granados se despejó por completo, le pidió a su interlocutora una calma imposible y le dijo que en poco tiempo estaría allá. Se medio vistió a toda prisa y abordó su automóvil. A los pocos minutos estaba en la residencia de los Crespo, donde una pareja de house boys¹, trataban inútilmente de tranquilizar a una joven dama, tan bella como descontrolada. El cónsul colombiano se dirigió a la alcoba donde presenció el espectáculo del cuerpo sin vida de Carlos Crespo. El cadáver, vestido con unos pijamas de rayas verticales, azules y blancas, se encontraba tendido en el lado derecho de la cama matrimonial y el rostro reflejaba una serenidad que contrastaba con la angustia y la desesperación de la viuda, que no se reponía de la desagradable sorpresa de acostarse al lado de un marido vivo y despertarse en la madrugada al sentir la rígida mano de un marido repentinamente muerto. La pareja de house boys, Ndiku y Jane, merodeaban como figuras silentes y casi invisibles que creaban una atmósfera ominosa en la alcoba.

    Díaz-Granados, un hombre alto de tez trigueña, delgado y apuesto, quien rondaba los treinta y cinco años, con un gran esfuerzo logró sobreponerse a la impresión que le produjo la escena y procedió a llamar al Ministerio de Asuntos Exteriores de España, ya que la oficina de la Embajada española en Nairobi solo contaba con dos funcionarios españoles: el embajador, quien, según decían, se encontraba de vacaciones en Alaska para cazar renos y osos polares, lo que, en esa época, hacía improbable su localización; y el segundo en funciones, encargado a raíz de las vacaciones del primero, Carlos Crespo, ahora fallecido.

    El embajador había estrechado amistad con el cónsul colombiano debido a sus afinidades por la lectura y el cine. Y en el estrecho círculo del cuerpo diplomático de Nairobi, eso era conocido, especialmente por los Crespo, él de nacionalidad española y ella, Ingrid, de nacionalidad alemana. De allí que la viuda, ante la inesperada muerte de su marido, a pesar de ser muy poco el contacto con el diplomático colombiano, recurriera a él, dada la circunstancia de no tener en Nairobi a más personas allegadas.

    Comunicado Díaz-Granados con el Ministerio de Asuntos Exteriores de España, ante la emergencia y la ausencia de otros funcionarios de la Embajada en Kenia, se le pidió que tomara las riendas del lamentable suceso, así como de todos aquellos asuntos de la acéfala delegación, para lo cual el gobierno del Generalísimo Francisco Franco estaba dispuesto a investirlo de las correspondientes funciones, previa autorización del Gobierno de Colombia.

    Sin dilación alguna, después de consultar y obtener el aval de la Cancillería de su país, Víctor Díaz-Granados, en cumplimiento de precisas instrucciones del Gobierno español, manejó con la mayor discreción y agilidad el envío del cadáver y de la viuda a Madrid, sin el conocimiento de esta de que en la misma aeronave en que ella se trasportaba iban los restos de quien en vida fuera su marido. Veinticuatro horas más tarde, los restos mortales de Carlos Crespo Rey arribaron a Madrid, donde un empleado de la cancillería procedió a retirar el ataúd con su cadáver, mientras la viuda era recibida por una funcionaria del mismo organismo gubernamental.

    Al periodista Víctor Díaz-Granados, un libre pensador, políglota y andariego impenitente, no le fue difícil aceptar un destino diplomático que a algunos podría parecerles algo exótico.

    Años antes, debido a su espíritu trashumante, había recorrido gran parte de Europa, incluidos algunos países detrás de la entonces denominada Cortina de Hierro, y parte del continente asiático. Al Tíbet llegó a hacer una crónica sobre ese particular pueblo, estuvo en el entonces Berlín Oriental y en Polonia trabó amistad con Karol Wojtyla, a quien conoció como sacerdote sin sospechar en ese momento que llegaría a ser Papa.

    De esos años, en la década de los sesenta del siglo XX, Víctor recordaba en especial su paso por Nepal, un país adornado por montañas enormes que lo marcó por su espiritualidad y las condiciones de vida tan primitivas e insalubres, como lo consignó en su cuaderno de notas. Situado a los pies del Himalaya, el alma de Nepal es profundamente religiosa. De ello dan cuenta los innumerables dioses venerados por la religión hindú, la cual prevalece en el país a pesar de que en la sureña población de Lumbini, en la frontera con India, nació Siddharta Gautama Buda. Y el sin número de templos, santuarios y pagodas en las plazas centrales de Katmandú, Patan y Bhaktapur, las tres principales ciudades de Nepal, en las cuales los monjes de cabezas rapadas con sus túnicas púrpura y azafrán, y con sus rezos, hacen sentir más cerca lo divino.

    Su paso por Nepal le permitió iniciarse en el conocimiento del sánscrito, el cual, con el tiempo, se agregaría a otros idiomas como el inglés, el francés, el alemán, el italiano y el hindi, que, además de su español natal, le permitía hacer gala de cosmopolitismo. Díaz-Granados agregaba al dominio de la mayoría de estos idiomas la característica en él innata de pronunciarlos con el mismo acento que los escuchaba, habilidad inquietante en un mudo diplomático tan permeado en esos tiempos por el espionaje.

    Nacido en un pueblo de la costa Caribe colombiana, que hace parte de la geografía espiritual del universo macondiano, Díaz-Granados conserva celosamente el sello de una realidad que muchas veces se confunde con la fantasía.

    En las tertulias con sus amigos de otros países cuenta con fruición anécdotas y pasajes de su tierra natal, como aquella cuando se instaló la primera sala de cine en uno de sus pueblos de infancia, con un telón improvisado a orillas de una ciénaga. En época de creciente, el paso de las lanchas rápidas producía un oleaje que llegaba al sitio acondicionado para la proyección y un empleado, contratado para el efecto, con el grito de «¡la ola!» advertía a los espectadores, quienes, con la mayor naturalidad y al unísono, levantaban sus piernas que, una vez pasada la ola, volvían a bajar para seguir disfrutando de la proyección.

    O que el propietario de la precaria sala de cine, ante la falta del servicio de electricidad en el pueblo, compartió una misma planta eléctrica para proveer de energía a los equipos de proyección y su vecina casa, donde su mujer, Concha, sin consideración alguna con los espectadores contiguos y a sabiendas de la capacidad limitada de la planta, conectaba la plancha u otro electrodoméstico con la consecuencia de que la sobrecarga disminuía la energía y afectaba el movimiento de las imágenes. Los espectadores reclamaban a grito herido y al unísono «¡Conchaaaa…!», Concha desconectaba el electrodoméstico y todo volvía a la normalidad.

    Recuerdos como estos, que Díaz-Granados no solo guardaba en su memoria, sino que permanentemente enriquecía en su imaginación, le permitieron un anclaje cultural y espiritual con un universo fascinante que lo salvó del desarraigo en que pudo caer por su peregrinar incesante. Para Víctor, el Caribe, más que una región geográfica, era una cultura, producto del mestizaje, de la fusión de razas y sus sentires; un crisol de muchos factores, que hacía posible crear un ser humano distinto a todas las vertientes que se conjugaron para ello. Esa fusión ha hecho posibles seres como Simón Bolívar, el mestizo universal y cósmico, y el genio literario de Gabriel García Márquez².

    De ese sentir caribe, Díaz-Granados hizo una especie de divisa que llevó consigo a todos los rincones del mundo pisados por él. El deslumbramiento que vivió cuando vio por primera vez una película lo llevó con el tiempo a escribir columnas periodísticas sobre el denominado séptimo arte. Por cuenta de ello, desde muy joven ejerció de periodista en su país y luego en el exterior. Fue corresponsal de prestigiosas agencias internacionales de prensa. A esto se debió que viviera en París, coincidiendo con el más tarde premio nobel de literatura Gabriel García Márquez, cuando este era feliz en su anonimato; a esto se debió que asistiera a festivales de cine internacionales como el de Cannes y el de Karlovy Vary, este último en la entonces República de Checoeslovaquia.

    De allí que un destino diplomático en África, que para muchos podría constituir motivo de desazón, para él significó una aventura más que recibió, no solo con curiosidad, sino con alborozo.

    Si bien algunos historiadores enmarcan el período colonial de la historia africana entre 1885 y 1960, para Víctor Díaz-Granados, quien llegó como diplomático al continente africano a finales de la década de los sesenta, esa aseveración era más formal que real, porque África era en ese momento, y lo ha sido por mucho tiempo, escenario colonial.

    El coloniaje, como empresa, ha permitido que países poderosos saqueen países débiles y ese avasallamiento fue aceptado como una cruda realidad con característica de fatalidad. Tales son los casos de las explotaciones mineras, el diamante y el oro en África del Sur, el cobre y el uranio en el Congo Belga, y de algunas plantaciones de Kenia y Rodesia.

    Mientras que el descubrimiento y conquista de América por los europeos, especialmente en las colonias españolas, suscitó, desde un principio –analizaba Víctor– debates teológicos y jurídicos sobre la validez y legitimidad de los procedimientos de coloniaje y conquista, surgidos al interior de los propios imperios; en África hubo y ha habido una especie de patente de corso³ aceptada por el llamado ‘mundo civilizado’.

    A pesar de que el hecho colonial no ha sido específico de África y de las potencias europeas, ya que ha sido una práctica reiterativa en todas las épocas y lugares de este mundo desde Alejandro Magno hasta Estados Unidos; de alguna manera se ha impuesto el criterio de reservar el término ‘colonial’ para denominar las relaciones, en particular en el siglo XIX, entre los estados europeos y los países de ultramar.

    La actividad colonial en África cambió por completo la faz del continente, remodeló su mapa político y, el contacto de las antiguas civilizaciones africanas con la civilización europea, implicó un impacto cultural que afectó las concepciones y tradiciones de las primeras nociones, como

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