Con ojos de niño
Por Jorge Guzmán
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Con ojos de niño - Jorge Guzmán
Índice
Joyas de la muerte
Luna llena de los padres
Juegos de manos
Comida para el papá Lalo
Pájaros cantores
Picaflor de agua
Nunca más
Jardín del sueño
La casa junto al mar
El mundo al revés
Conflagraciones
Pajarete del Huasco
A Raquelita y Juan de Dios.
Joyas de la muerte
Los tres niños llegaron hasta la cima del cerro donde se levantaba la capilla de la Virgen y su imagen de bulto. Abelardo y Camilo venían cargando la canasta con los víveres. Dejémosla ahí, propuso Camilo, señalando la sombra de un gran espino cercano a la entrada del santuario. Abelardo encontró muy bueno el lugar para esperar protegidos del sol a que llegaran las dos madres. Se habían rezagado con los dos más chicos y todavía no asomaban por el camino. Gozando la sombra fresca del árbol se quedó Abelardo, y examinó el doloroso rasguño que le había dejado cerca de la rodilla la punta filosa de una varilla de mimbre de la canasta. Era gracia del tuerto Osvaldo, claro, pero Bela no estaba seguro de que lo hubiera hecho adrede como una muestra más de su ánimo invariablemente molestoso. Cuando tropezó o simuló que tropezaba, y restregó contra la rodilla de Bela la punta filosa, se deshizo en disculpas, perdóname, Belita, viejito, mirando cómo el lesionado se sacaba las gotas de sangre con el índice a medida que iban saliendo y las lamía hasta limpiar la yema. Tú viste que me tropecé, Bela, que no tengo la culpa, perdóname. Ahora, el tuerto estaba atento a algo que parecía buscar por el suelo alrededor de la canasta y salió con que, oye, mejor sáquenla de aquí, porque en este árbol vive un pájaro y seguro se va a cagar encima, mira toda la caca que hay. Yo ya terminé mi turno, sáquenla tú y tu hermano, le dijo Bela. Aparecieron las dos madres y con eso terminó la discusión. La mamá Ana venía con Nicanor aferrado de su mano y la señora Luz traía en brazos a su Cecilita. Caminaron hasta la capilla seguidas por los tres niños, se hincaron todos, rezaron en silencio y ya no hubo nada que decidir, porque la señora Luz, bajo cuyos sobacos se veían dos manchas húmedas que le llegaban hasta la espalda, se persignó, se secó cara y cuello con un pañuelo, y preguntó si te parece, Anita, que ya no caminemos más y nos quedemos en la casa de piedra. Aceptó la mamá Ana, pero después se vio que no sabía lo que era esa casa de piedra
. Se rió de sí misma cuando llegaron al lugar y aprendió que llamaban así a una gran saliente de roca bajo la cual podían cobijarse varias personas. Mira que soy tonta, yo creí que era una casa de verdad.
Bela ayudó a extender sobre el suelo el hermoso chalón grande de la señora Luz, de lana roja y amarilla. Y la canasta se transformó en el depósito de los tesoros del paseo. Contenía emparedados de queso y carne asada, más siete botellas de bebida de papaya, envueltas en papel de diario. Bela olvidó las molestias del tuerto en el orgullo de ser uno de los que habían traído las cosas de comer.
Las dos madres se veían contentas, la mamá Ana ¡hasta quería que jugaran todos a las escondidas!, pero la tonta gorda de la Luz no quiso, porque estaba muy cansada y tampoco había muchos lugares para esconderse. La felicidad de Bela habría sido completa si hubiese recibido de inmediato su jugo de papaya y su sánguche, pero la mamá Ana repetía que solo los niños mal educados piden. Nicanor pidió, y asombrosamente no lloró ni insistió, quizá lelo de sorpresa, porque la madre le contestó secamente que no, Nica, ahora no. Bela no olvidaba un momento la dicha de las siete botellas. Venían de la hielera
de la señora Luz, ese mueble hermosísimo de madera barnizada y lustrosa, con bisagras y cierres de bronce bruñido, que a los ojos de Bela hacía muy importante a toda la familia de doña Luz, y para el que cada mañana una carretela tirada por un caballo traía media barra de hielo que ponían dentro para enfriar lo que quisieran. ¡Y siempre tenía la señora Luz aguas frías de culén, o papaya o Bilz, y ahora había traído siete botellas, sin que fuera el cumpleaños de nadie, ni Pascuas ni nada!
Se veían muy raras las dos mujeres acostadas en el suelo encima del chalón. Más grandes parecían, con más cuerpo. Les agitaba suavemente el pelo la brisa primaveral de la tarde, y la señora Luz se lo acomodaba detrás de las orejas, a ratos mirando a la Mana y conversando con ella, a ratos con los ojos cerrados, sonriendo en silencio.
Osvaldo pidió permiso para irse a caminar por el cerro, y de inmediato supo Bela que se le venía encima una nueva sucesión de desagrados ¡y de miedos! ¡Ni se les ocurra irse a jugar a las piedras grandes detrás de la Virgen!, advirtió doña Luz, sentándose sobre el chalón, ¿me oyó, Osvaldo? Sí, mamá. La Mana también, lo mismo que la otra vieja: ¡Nicanor, mejor quédese usted con nosotras! Los ojos gris-verdosos del hermano se llenaron de rabia, pero obedeció, de nuevo sin llorar, orgulloso porque doña Luz le pidió, Nica, por favor, sé bueno, quédate con nosotras y nos cuidas, ¿quieres? Con las mujeres, murmuró Osvaldo, con las mujeres, y Abelardo se empezó a enojar de que le molestaran al hermano chico, pero no olvidaba que Osvaldo era más grande y siempre estaba hablando de dar puñetes. Y también tenía algo de bueno que Nica se quedara. Si hubiera ido con ellos, él habría estado a cargo de cuidarlo: que no subiera, que no se asomara, que no corriera cerro abajo, que no se cansara mucho, porque le dolía fácilmente la cabeza y entonces dormía mal. Mejor que permaneciera con las mujeres, como había dicho Osvaldo. Le envidió un poco al chico sus fuertes dolores de cabeza. En cuanto se alejaran de las madres, Osvaldo empezaría con que vamos a las piedras grandes, esas mismas que se habían hecho famosas pocos días antes, porque un hombre trató de subirlas y terminó en el hospital, blando de quebraduras
, decía el papá Lalo, sonriente.
Sucedió tal como lo temía. Apenas dejaron de verse las señoras, Osvaldo invitó: ¿vamos a las piedras detrás de la Virgen? Tu mamá dijo que no fuéramos, le recordó Bela. ¿Te da miedo ir?, ¿te da miedo?, claro que te da miedo, mariquita. Bela esperó que Camilo se negara, porque era completamente distinto del mayor. Nunca molestaba ni vivía como Osvaldo, desafiando a los demás a pasar por detrás de los caballos arriesgando una coz, ni a colgarse de la trasera de los coches Victoria, expuesto a que el chicote del cochero le hiciera perder el ojo sano, ni a quebrar a pedradas los faroles del alumbrado público. Pero el Milo contestó que bueno, vamos, y dejó a Abelardo sin nada que decir. Siguió a los dos hermanos con las mil patitas de las hormigas del miedo recorriéndole brazos y piernas. Caminaba y pensaba en los roqueríos que los esperaban más allá, preguntándose dónde estaría el lugar desde donde había caído el hombre de las quebraduras. Osvaldo abandonó el tranquilo senderito que bajaba suavemente hacia la izquierda, bordeado de pastos primaverales, y los encaminó hacia la derecha, en dirección a las grandes piedras y las caídas. Avanzaban por terreno apenas hollado, rodeaban riscos cada vez más grandes y pasaban por encima de otros, más y más difíciles. A poco andar llegaron a las verdaderas asperezas. Tenían al frente dos rocas altas y angulosas, que dejaban entre ellas como única vía una especie de tronera. Abelardo no vio posibilidad alguna de que por ahí pudiera bajar nadie. Osvaldo estuvo un rato alternativamente asomándose hacia abajo y retrocediendo en busca de otros caminos posibles de bajada. No había alternativa: a ambos lados de las rocas el cerro estaba cortado a pico. Tomó la resolución, que a Bela le pareció pavorosa, de pasar por la tronera. Lo hizo decidido, pero lento, como quien sale por una ventana retrocediendo, y quedó de espaldas al despeñadero. En esa posición se detuvo y fijó en cada uno su ojo desafiante antes de comenzar el descenso. Asomados al portillo, lo vieron progresar lentamente, agarrándose de arbustos inseguros y filos de piedra, buscando dónde poner la punta de cada pie para no resbalarse. Bela tenía todo el cuerpo apretado viéndolo en riesgo continuo de precipitarse por una estrechísima huella casi vertical, quizá de cabras, o dar violentamente contra cantos filudos o estrellarse en alguna de las grandes piedras lisas. Cuidaba mucho dónde pisaba y de qué se cogía, a pesar de lo cual tuvo un resbalón que Bela sintió en el estómago como si él mismo cayera. Demoró largos minutos en alcanzar un peñasco desmesuradamente grande, donde pudo pararse sobre los pies. Les hizo un saludo burlesco hacia arriba, los puños cerrados en triunfo por sobre la cabeza, gritando, los hombres bajan, los mariquitas no, y desapareció por una garganta estrecha que hasta ese momento no había parecido muy temible, pero se tragó a Osvaldo reduciéndolo al tamaño de un enano. Camilo se apartó de la tronera, y Abelardo se quedó, preparándose para seguirlo y sintiéndose los huesos fríos de miedo. Todo movimiento le salía ligeramente tembloroso, mientras repetía con los ojos y un vacío en el estómago los vertiginosos pasos por donde había descendido el tuerto. No reapareció Osvaldo, y él se decidió a bajar, pese al peligro que estaba viendo y a saber por algunas experiencias duras que los desobedientes arriesgaban descalabros. Camilo anunció a su espalda que yo mejor voy a buscar tréboles de cuatro hojas. No bajaría, pues, pero Bela lo miró y no parecía asustado. Desde muy abajo los alcanzó la voz del tuerto, ven, Camilo, ven, no seas maricón. Mariconeando al otro lo estaba ofendiendo a él, como si le dijera que no valía la pena insultarlo, porque era un cobarde sin remedio. Pasó por el portillo y empezó a bajar. Puso toda su atención en no resbalarse y descubrió que sujetarse de los filos de piedra hacía doler las manos y que también agredían los tallos ásperos de las plantas que le habían servido al tuerto en su descenso. Luego de varios movimientos que lo sorprendieron por fáciles y exitosos, llegó a un punto en que si quería seguir, debía dejarse resbalar como un metro, sin nada de qué tomarse, para alcanzar una suerte de pequeño escalón de tierra suelta flanqueado de chaparrales. El miedo lo mantuvo paralizado varios minutos. Pero si Osvaldo había podido, se podía. Ubicó una planta que al término del resbalón lo esperaba para agarrarse, y se dejó ir. Le resultó doloroso, pero firme, el tallo áspero. Cuando iba llegando al primer descanso, a la roca enorme, vio que Camilo había pasado también y estaba posicionando el cuerpo para seguirlo. El camino que acababa de hacer y ahora iniciaba el otro le pareció menos peligroso, más tendido que visto desde arriba. No quería esperar al Milo, pero permaneció mirando hacia abajo, inmóvil sobre la roca grande desde donde Osvaldo había hecho su saludo. Fajas de miedo le ceñían brazos y piernas impidiéndole moverse. Sentía que ahora sí que estaba en riesgo espantoso de resbalar hacia el brusco declive de la roca si arriesgaba siquiera un paso, y no tenía de qué sujetarse. Osvaldo dijo a gritos algo que no entendió. Las voces del tuerto le aumentaron el miedo, y reaccionó gateando rabiosamente hasta el comienzo de la garganta que había hecho verse pequeño al tuerto. No te apures, se aconsejó en voz alta, que si te apuras, te sacas la mierda. De nuevo había de donde tomarse para bajar por la garganta, y se veía menos peligrosa de cerca que desde arriba, y tranquilizadoramente corta. Fue descendiendo fácilmente hasta llegar a unos dos metros del final, pero allí perdió el equilibrio y al tratar de afirmarse con la mano izquierda en un escalón de piedra y tierra se clavó una espina en la palma, con lo que terminó de perder el equilibrio. La desesperación le disparó la derecha hasta una planta providencial, pero el corazón le quedó latiendo como si tuviera un animal aterrorizado entre las costillas. Pegándose al cerro se miró la mano dañada. Una gruesa espina sobresalía de la base del pulgar. Sería fácil sacarla si pudiera utilizar la otra mano, pero iba a necesitar la que tenía sana hasta terminar ese tramo. Lo consiguió con una sola detención motivada porque el dolor de la espina lo hizo intentar arrancársela apoyando el hombro en el cerro. No pudo. Terminado el tramo, oyó que un poco más abajo Osvaldo gritaba otra vez, ven, Milo, ven a ver. Por orgullo y por temor a la cargantería del tuerto consiguió mantener la boca cerrada y no llamarlo para que le ayudara a librarse de la espina. Se le saltaron las lágrimas cuando consiguió arrancársela con las uñas después de dos intentos dolorosísimos, y en la alegría de haber sido valiente, estuvo seguro de que a partir de donde había llegado, todo lo demás tenía que resultar fácil. Como si el cerro se hubiera abierto para él. Sintió los ruidos que venían de abajo, el calor, la luz de la tarde, y reanudó el descenso, ahora sin usar las manos. Se dio cuenta de que ya antes de la espina había sufrido un pequeño mal olor en el aire caliente. Seguía llegando, y con cada paso se hacía más y más asqueroso. Llegó a producirle una repugnancia tan intensa, que no lo dejaba atender a nada más, ni siquiera al dolor de la mano. Iba ahora por una senda apenas visible, entre rocas grandes, pero que dejaban fácil paso. Osvaldo le quedó de pronto a la vista, de pie en una explanadita pequeña, sujetando un puñado de hierba verde contra sus narices y contemplando algo que yacía en el suelo frente a él. Algo con pelos grises. Con cola gris. La cara del tuerto mostró su sorpresa al levantar la mirada y hallarse con Bela. Arrojó la hierba a un lado, tratando de disimular que la hubiera estado usando de máscara contra la calabrina. Sin decir nada, cambió el gesto de la confusión al desafío. Se acuclilló junto al