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El Terror de Noroda
El Terror de Noroda
El Terror de Noroda
Libro electrónico93 páginas1 hora

El Terror de Noroda

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Hace mucho tiempo que el Terror asola Noroda, tanto que ya nadie recuerda cómo eran las cosas antes de que apareciese. Tampoco sabe nadie lo que es en realidad, sólo que provoca muerte y destrucción allá donde ataca. Pero ahora un muchacho, Tai Okani, está dispuesto a hacerle frente y averiguar la verdad. La terrible, espantosa verdad.

IdiomaEspañol
EditorialLem Ryan
Fecha de lanzamiento31 oct 2015
ISBN9781310942860
El Terror de Noroda

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    El Terror de Noroda - Lem Ryan

    PROLOGO

    Un relámpago rasgó la oscuridad del cielo, y comenzó la lluvia: finas gotas cayendo oblicuas a tierra desde nubes negras que ocultaban a las temblorosas estrellas. Se escuchó un tamborileo sordo, débil al principio, inseguro y espaciado, como si dedos fabulosos probasen su agilidad sobre mágicos tambores con notas sueltas: el agua estrellándose contra el suelo después del descenso vertiginoso. La canción de una Naturaleza triste y furiosa a un tiempo.

    El viento era gélido. Un estremecimiento de horror recorría bosques y desiertos, llanuras y montañas. La noche gritaba, y sus gritos los ahogaba la tormenta.

    Pronto se empapó la tierra, formáronse abundantes charcos y crecieron los ríos. El  rumor seguía, incansable, se extendía hasta parecer que lo ocupaba todo. La vida se acurrucaba en nidos y madrigueras, temerosa de los elementos.

    La lluvia arreciaba.

    Suspiros en las casas. Miradas melancólicas recorriendo las brumas nocturnas, las calles llenas de charcos negros. Cuentos inolvidables susurrados junto al fuego.

    Tronaba. Los rezagados comprendieron el aviso y corrieron más deprisa bajo el aguacero, pensando en el calor del hogar y en el cariño de los que esperaban en él su regreso.

    Cerraron los comercios a regañadientes, las calles quedaron desiertas. Llegó el silencio. Sólo perduraba el inacabable repicar de la lluvia sobre piedras y tejados. Un momento eterno. Luego otro relámpago, otro momento y otro trueno. El cielo se agitaba en dolorosos espasmos de parto.

    Pasó el tiempo.

    Lento.

    Y la tormenta siguió, sin desfallecer en ningún momento. La noche se hizo infinita, terrible. El terror creció, no sólo en el planeta entero sino también en el firmamento, al otro lado de las nubes.

    Nadie lo vio. Nadie supo que llegaba, que atravesaba la noche envuelto en fuego. Ni siquiera los sabios que registran los cielos en busca de maravillas se dieron cuenta. Aquella noche pasó inadvertido, salvo para los pocos que sintieron temblar el suelo bajo sus pies por un violento e inesperado terremoto. Pero la mayoría de ellos murieron y no pudieron revelar su existencia.

    Fueron las primeras muertes.

    Luego hubo más. Muchas más. Incontables. El desastre se ensañó con aquel pequeño planeta y la vida cambió para sus habitantes. La lluvia ya no traía suspiros, ni melancolía, ni cuentos, y si sólo pánico. Más muertes. Pocas esperanzas.

    CAPITULO PRIMERO

    Okani era un misterio para todo el mundo, incluso para si mismo en ocasiones. Fue encontrado en el bosque siendo tan sólo un cachorro indefenso, abandonado a su suerte; sus nuevos padres creyeron que era un presagio y lo cuidaron como si de verdad fuera suyo, sin escatimar cariño en absoluto, pero no le ocultaron la verdad. Ahora, ya adulto, Okani se preguntaba a menudo quién era en realidad, dónde estaban sus auténticas raíces.

    —Están aquí, muchacho —solía decirle Tai Aroda, su padre adoptivo—. Éste es tu hogar, éste es tu mundo. Lo demás es sólo un sueño, algo que nunca existió en realidad.

    —¿Y mis padres? No puedo ignorar su existencia.

    —Son ilusiones. Acepta lo que eres.

    Lo intentaba, pero por más esfuerzos que hacía le resultaba imposible. Sobre todo cuando estaba a solas, como ahora.

    Okani siguió andando por el estrecho sendero abierto en las entrañas del bosque. Infinidad de olores llegaban hasta su sensitivo olfato. El sol se abría camino entre las copas de los achaparrados y gruesos árboles que abundaban por allí con sus agudas lanzas doradas.

    Allí comenzaba su historia. En el bosque. Todo lo que hubiera antes de aquel momento en que fue recogido por las manos del hombre que ahora era su progenitor era un sueño, tan frágil e incierto como el futuro; sólo el presente existía, sólido, firme, seguro. Y él, en el presente, volvía al bosque.

    Sin desearlo realmente, sonrió.

    Era un muchacho alto y vigoroso, de cabellos negros y fuertes, cuello musculoso y espalda recta. Demasiado alto y corpulento para su edad, aunque ésta fuese tan difícil de determinar con exactitud. En su mano izquierda, un potente arco; a la espalda, las flechas. Sus oídos estaban atentos. Los ojos taladraban la maleza deseando que algo la moviese. Ni un sólo detalle escapaba a su atención.

    Todo permanecía quieto. De vez en cuando el aire sacudía suavemente las hojas. Bajo sus pies, la arena crujía. Un trino en la distancia. El bosque le saludaba.

    Se volvió. Yuma estaba al sur, no muy lejos, pero desde allí no se veían sus altas torres, ni los brillantes tejados. Si deseaba contemplarlos debía regresar por aquel mismo camino. Tranquilo, continuó adelante. El día era joven todavía y había muchas horas de caza hasta que llegase el crepúsculo.

    La temperatura era agradable, incluso allí, bajo la cúpula de verde hojarasca que cubría el cielo.

    Dejó la tortuosa senda poco después, internándose en las calladas profundidades, allá donde sólo había penumbra y soledad. Procuraba no hacer ruido, caminando despacio. Troncos nudosos, que ni una docena de hombres podrían rodear con los brazos abiertos, y arbustos bajos, de hoja espinosa y suave aroma, eran el paisaje que se ofrecía a sus ojos. Tocó la áspera corteza de aquellos árboles —que las gentes de Yuma llamaban graydas, recordando una leyenda sobre una mujer que se llamaba así y que fue convertida en vegetal por ofender a los dioses—, pensativo. Un insecto correteó por sus dedos; lo devolvió al árbol y se alejó.

    * * *

    El sol estaba cayendo hacia poniente. Anochecía muy rápido. El cielo se empapaba de oscuridad y unas nubes lejanas enrojecían el horizonte.

    Okani volvía por el sendero con tres presas en el hombro: dos pequeños mamíferos velludos y un ave de plumas grises y verdes, todas ellas sujetas por las patas con cordeles. Se felicitaba a sí mismo por su buena suerte al encontrar aquellas piezas en su camino, y por su acierto y habilidad con el arco. Tal vez con algún arma más moderna hubiese conseguido más, pero él lo prefería así.

    Rodeado de silencio y con una sonrisa en el rostro, se sentía inquieto a pesar de todo.

    El camino se hizo largo y sus pensamientos volaron en todas las direcciones. Las sombras se estiraban, el bosque se tornaba cada vez más y

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