CON A SOLAS LOS LOBOS
BAJO LA LUZ AZULADA DE UNA MAÑANA ártica, siete lobos se deslizaban sobre un lago congelado, ladraban, chillaban y perseguían un pedazo de hielo del tamaño de un disco de hockey. ¶ A esa hora, el lago tenía una tonalidad opalescente, como un espejo del universo, y en su felicidad los lobos también parecían de otro mundo. A lo largo y ancho del lago se perseguían: cuatro cachorros peleaban por el disco y tres lobos más grandes los derribaban, estampaban sus cuerpecillos en el pasto escarchado de la orilla. En mi cuaderno, con letras apenas legibles por los escalofríos, escribí la palabra “juguetones”. ¶ El lobo más grande, un macho joven de un año, era un bravucón de unos 30 kilogramos. Un par de cuervos sobrevolaba el cielo y, más allá de su graznido burlón, no había más ruido en la tundra salvo las voces de los lobos y el chasquido de sus garras en el hielo. ¶ Al final, el disco salió volando hacia el pasto y el cachorro más grande lo persiguió y lo deshizo a mordidas.
Los demás observaban con las cabezas ladeadas. Como sorprendidos por la rudeza. Después, uno por uno, los lobos se dieron la vuelta y me miraron.
Es una sensación difícil de describir,
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