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Evaluador: Novela
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Libro electrónico209 páginas3 horas

Evaluador: Novela

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El escritor y crítico argentino Noé Jitrik nos presenta al evaluador: el profesor Segismundo Gutiérrez, un hombre de rutinas. Todo cambió cuando el profesor recibió una carta del mismísimo presidente de la República: se le anunciaba su incorporación al flamante Centro Nacional Único de Evaluación: nunca se imaginó que formaría parte de una burocracia tan extravagante.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jun 2015
ISBN9786071628626
Evaluador: Novela

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    Evaluador - Noé Jitrik

    Castillo

    I. Los anuncios

    EL PROFESOR SEGISMUNDO GUTIÉRREZ llegó a su casa más cansado que nunca, desalentado, todo era inútil en esa tarde que se desgranaba sin porvenir. Por suerte, no había nadie en la casa, no le gustaba que lo vieran en ese estado, no le gustaba sentirse vencido, casi decadente, mentalmente vacío. Al abrir la puerta sintió que los huesos vibraban dentro del cuerpo, tuvo la idea, que de inmediato consideró peregrina, de que hacían ruido en el interior y enseguida se dijo: tengo los húmeros a la mala, consciente de que no sabía dónde podían estar los húmeros y por qué podían ser varios e incluso si eran huesos porque bien podían ser otras partes del cuerpo, más indeterminadas, fastidiado además de que se le ocurriera esa frase que aparecía hasta el cansancio en los expedientes que tenía que examinar.

    Estaba agotado, ni siquiera le había hecho bien la caminata que siempre hacía cuando salía del Consejo por calles de nombres perfumados, Yerbal, Trigales, Jazmín, Rosa del Cairo, que conocía muy bien y que, por efecto de los nombres, lo hacían respirar profundamente, caminar en silencio, mirando conocidas fachadas, sin admirarlas pero apreciando detalles, alguna sirena en lo alto, algún Saturno desbocado, algunos angelotes o ingenuas volutas de desubicados rococó; una marcha lenta, que quería ser armónica y reconcentrada, un reingreso a su dispersa fantasía, le permitía por lo general reponerse de jornadas en las que no sólo debía leer papeles sin interés, solicitudes, mamotretos variados y pretenciosos, sino también hacer informes, emitir juicios, dar opiniones, decidir el destino de personas a quienes no conocía y que querían, casi siempre por medio de frases hechas o lugares comunes, obtener un cargo, una promoción para quienes ya lo tenían, un subsidio para vagas tareas que nunca llevarían a cabo, cosas que, por otra parte, no estaba en sus manos otorgar aunque sí conceder. El profesor Segismundo Gutiérrez era un evaluador y caminaba de regreso a su casa luego de considerar, durante horas en semanas que no terminaban nunca y que formaban parte de meses que parecían estirarse sin conmiseración, lo que consideraba inconsiderable: muchas veces se dijo que era eso, la impotencia, lo que lo cansaba. Ese día había terminado más cansado que nunca.

    Lo peor era que no podía confesarse casi con nadie, salvo con sus colegas, atados como él a esa penosa, pero prestigiosa, y complicada, situación de la que el malestar físico no era más que un síntoma. Su mujer, por empezar, le habría dicho –y sin duda se lo dijo muchas veces– no vayas más, sentencia sensata a más no poder, pero de la que él no podía sacar ninguna conclusión positiva, por decir así, porque si admitía la verdad que la sentencia contenía, al menos para él, no tal vez para otros a los que no se les puede aconsejar así como así que no vayan más a un lugar al que van, si admitía que hacer eso lo cansaba demasiado debería también admitir que ya no estaba para ésa ni para ninguna otra tarea similar, en otras palabras, si admitía la sentencia, ésta cambiaba de carácter, se convertía en condena, la renuncia al único lazo que tenía con el mundo después de haber concluido sus esperanzas de vincularse con el mundo mediante otra clase de acciones, escribir, pensar, y hasta, inclusive, amar. El profesor Segismundo Gutiérrez estaba jubilado, retirado, y no era de los que procesan con alegría esa recompensa tan ansiada, justificada y a veces merecida por tantos. Ya se sabe que, para ciertos espíritus, la palabra jubilación no conserva nada de su sentido original, no implica alegría jubilosa; cuando se usa en reflexivo, jubilarse, pareciera que depende de una decisión propia y eso suele ser un engaño, otros lo deciden, no uno, que es llevado al aislamiento, al rincón.

    Pero no es que aquella frase, no vayas más, tan sencilla como es, residiera sólo en lo probable, cualquiera al verlo llegar en ese estado la habría pronunciado pero, al ser dicha por su mujer, algo quedaría suspendido en el aire, un implacable y severo juicio del tipo porque ya no estás en condiciones de hacerlo. Ese ya encerraba todos los peligros del mundo y, por eso, más valía que no saliera al exterior, era el genio maligno atrapado en la lámpara perversa de la verdad, era el fantasma durante muchos años mantenido a raya, incrustado en las paredes, soslayado en las palabras compasivas o simpáticas que la gente no dejaba de dirigirle cada vez que las expectativas de una acción enfocaban a otras personas, como si él no fuera convocable o, mejor, como si ya fuera prescindible. una de las maneras que, providencialmente, le llegó al profesor Gutiérrez y que le permitió conjurar ese fantasma encarnado en el ya, fue la evaluación, esa dosis de trabajo que, como una droga, lo mantenía en vida pero, al mismo tiempo, lo vaciaba, lo exterminaba, lo enfrentaba cada día con nuevas imposibilidades.

    Tristes pensamientos, por cierto, que no dieron lugar a ninguna confrontación cuando llegó a su casa porque en la casa no había nadie, nadie, o sea su esposa, que, al verlo desanimado, lo indagaría sin vacilar, por las razones de su desamparo. Le diría: Te conozco, conozco hasta tus intenciones, por no hablar de tus silencios, pero ella no estaba, él no tendría, por un momento, que dar cuenta de sus intenciones o de sus silencios. Prendió luces, recorrió la casa, la reconoció, como siempre hacía, los objetos le resultaban desconocidos y familiares al mismo tiempo pero eso no implicaba una valoración, no se trataba de grandes cuadros de grandes pintores, no se trataba de recuerdos de viajes memorables, se trataba, tan sólo, de una biblioteca que ocupaba casi todas las paredes de la casa y que no dejaba de crear una atmósfera sombría, al menos así lo sentía sobre todo en el pasillo que iba de la sala al dormitorio de atrás, remoto y algo desolado, eso que tienen los muebles que van durando y que saben, hay una vida de las cosas, que difícilmente los renovarán, los recuperarán, las cosas también tienen alma, se desesperan y cuando se ponen inconsolables no reclaman, se tiran a muertas, deprimen con su depresión. También se trataba de un sillón de tipo vienés que, puesto en la sala, cerca de una mesa cubierta por un mantel de viejos bordados de flores, heredado de generaciones, producto de una vieja fe en las manos y en la conversación que solía acompañar los bordados –la escena es imaginable, mujeres, mujeres de largas esperanzas y de habilidades compartidas–, permitía bambolearse un poco, incluso cuando hablaba con alguien y aun cuando discutía, imaginando que en ese bamboleo descansaba, que le descansaba el cuello, siempre un poco rígido, que le descansaba los músculos que la caminata no había logrado desanudar. Pensaba en la caminata como en una persona que administrara una terapia con la limpidez y la generosidad de los grandes gestos curativos que, se sabe, a veces nacen en meras actitudes, en solitarios acercamientos y también en el sillón, como un generoso proveedor de calma, como una ayuda para el pensamiento que hoy, francamente, estaba ausente, irrecuperable.

    El suave balanceo del sillón lo sorprendió en el punto en el que empezaba a cavilar. ¡Cuidado con esa palabra!, se dijo: es una palabra tobogán, no se sabe dónde puede uno terminar. Pero ya estaba lanzada y no había manera de detenerla: pensaba, obediente a esa acción, que esa tarea que parecía la propia era inútil, eso de evaluar a otros, con qué detestable derecho, para dar o quitar qué, para reconocer qué. Pero, razonable, se decía que a veces aparecía algún valor, alguien a quien de verdad correspondía premiar, sin contar con el hecho general, equitativamente pensaba, de que algo hay que hacer para encontrar un equilibrio entre merecimientos y carencias y entre alguien que tiene y no lo merece y, no hay modo de eludir el problema, un tercero tiene que juzgar, alguien a quien a priori se le crea o, vistos los resultados, alguien a quien no se le cree nada pero se finge que se le cree para que se sienta respetado y autorizado y haga lo que ningún otro, más sensato, quiere hacer. Era, sin duda, un pensamiento de consuelo, estimulado por los empleados del Consejo que, porque en ello les iban sus empleos, jugaban ese juego admirablemente, les iba el pellejo en ello. La señorita Luz María, o María de la Luz, según como se viera, era una experta en dorar esa píldora: según ella, el profesor Segismundo Gutiérrez era lo mejor que había pasado por ahí en toda su carrera; desde luego que también lo era la profesora Carmela Gandía que, pese a que transitaba por vagas disciplinas, orientalismos extraños, ríos en los que sólo ella se bañaba, y no demasiado, siempre estaba al pie del cañón, evaluación en mano, dispuesta a hacer justicia, a rebanar presupuestos, a cortar cabezas, con un placer tan dispendioso que su cuerpo parecía derramarse sobre los desvencijados sillones en los que generaciones de evaluadores habían condenado a la disolución a miles de candidatos.

    Después de un rato de mecerse en el sillón el profesor Segismundo Gutiérrez se acercó a su escritorio, una ampliación de la sala a la que había llegado y en la que se había desplomado. Tanto la sala como el escritorio tenían las paredes cubiertas de libros, colocados en estantes de madera que había sido blanca, pino nacional, nada de anaqueles cerrados en los que los libros están apresados, protegidos del polvo, desde luego, pero intocados e inamovibles en los lugares que en algún momento ganaron. En su caso, los libros estaban apretujados e incómodos, desbordándose de los estantes, colocados algunos horizontalmente por falta de espacio, invadiendo hasta las mesas. Aquella en la que trabajaba inclusive, sólo que los libros que la ocupaban ahora y que rodeaban la computadora, casi sin dejar lugar para tomar notas, concernían un único tema, sobre el que el profesor Segismundo Gutiérrez trataba de avanzar desde que se había internado en él, un año antes de empezar con esta honoraria y honorífica tarea de evaluar los trabajos de otros y aun las evaluaciones de otros evaluadores. Quizás no fuera un gran tema pero cuando comenzó tenía posibilidades. Era histórico pero también permitía enfocarlo con una técnica o con una actitud o modalidad más propia de la investigación literaria, no filológica aunque la filología, que era un obstáculo para su formación y sus pasiones, también había sido, al tratar de imaginar cómo podría ser inquirir en los papeles y documentos del legendario Gumersindo Basaldúa, incluso en los mitos que corrían, un atractivo, casi un objeto de envidia.

    Algo había adelantado, sin embargo, sobre esa figura; ya sabía, por ejemplo, que había vivido gran parte de su vida entre indios, así como suena: lo probaba el curioso título de un libro mencionado por otros escritores menos secretos, como Prado o Zeballos, Breve descripción de paisajes y costumbres de los naturales de la región pampeana, que fue vano buscar, del que no había referencias concretas en la Biblioteca Nacional ni en la del Congreso, ni en los repertorios, como el completísimo de Subiza o el no menos conveniente de Harry Larssen. Es posible, además, como surgía de documentos, notas periodísticas, vagas constancias ministeriales, que el profesor Segismundo Gutiérrez había conseguido en el Archivo Nacional, que hubiera tenido un grado militar. ¿Eso justificaba años en el desierto? Hay que tener en cuenta que en la época de las guerras civiles bastaba mostrar un poco de arrojo y algo de iniciativa para conseguir una designación que no comportaba seguir ninguna carrera sin que por eso lo militar fuera una farsa o una mentira; es que lo militar era otra cosa respecto de lo que se suele pensar en la actualidad sobre lo militar –y aun eso ha cambiado, ya no se sabe bien si es ser un superpolicía o un custodio de las fronteras o de la identidad nacional o de la gran propiedad o desempeñar alguna función social, de ayuda en los momentos de catástrofe, del tipo que sea–, sin contar con que la carencia de documentos sobre el particular era tan compacta como irreversible. ¿Habría habido registros de alguna clase? El profesor Gutiérrez no lo creía, tenía del pasado una idea catastrófica, en lo cual, como se lo señalaba Eugenia Fioravanti, se equivocaba porque catástrofes de verdad son las que nos esperan, no las que ya se han producido.

    Los viejos papeles se quebraban entre los dedos, costaba leerlos y, cuando lo lograba, diluían la poca información que había esperado de ellos a veces con verdadera ansiedad. En cierto momento de su largo trabajo, empezó a dudar. ¿Y si su hombre hubiera sido en realidad un letrado, un intelectual, no un militar? Más aún, bien podría ser que el propio Gumersindo Basaldúa intelectual hubiera creado el mito de Gumersindo Basaldúa militar refugiado entre los indios y que, por lo tanto, hubiera que rastrear en otros lugares, no en los archivos del Ejército, por otra parte devastados sin compasión y sin criterio: bien se podía pensar que en la urgencia de destruir documentos comprometedores, que involucrarían a altos jefes en comportamientos reprensibles, como ventas ilegales de armas, participación clandestina y secreta en golpes de Estado, en este y en otros países, eliminación de prisioneros políticos, las manos ejecutoras se lanzaron sin mirar y tiraron a la basura archivos preciosos, capítulos de historias no escritas. En esa hipótesis, Basaldúa habría tenido algo que ocultar, algo muy serio y, en consecuencia, como quien se pone un disfraz, habría empezado a dar noticias, por indirecta vía –una carta entregada por un indio en un destacamento hundido en el desierto–, de una leyenda que empezó a circular rápidamente y según la cual un hombre blanco, ducho en la guerra, era quien dirigía los ataques más exitosos de los indios; la leyenda, por supuesto, tenía color blanco, los indios aparecían en ella disminuidos, habían necesitado de otro blanco para combatir a los blancos que, era ya evidente para cualquiera, los estaban acorralando y se preparaban para la solución final. Por añadidura, se decía que se había asimilado tanto que había tenido varios hijos con sendas indias que, sumisas o proféticas, habrían comprendido que la salvación de la tribu residía en el mestizaje y no en el aislamiento racial. Tal vez el personaje había sido en verdad eso que acaba de decirse y no un mito creado en un escritorio de la ciudad, y su gesta, o su gesto, bien valía la pena ser rescatado pero si era una invención habría que empezar todo de nuevo, bien podía no valer la pena reconstituir la vida de un fabulador cuando se pensaba que lo que era supremamente valioso era indagar en la azarosa existencia de un aventurero, de un bravo soldado, de un animoso jefe de una rebelión que ni siquiera era la suya.

    Cuando esa tarde decidió retomar ese trabajo, con escaso ánimo, sólo para sentir que tenía su propia vida, pasó sus manos, como acariciándolos, por encima de dos documentos que había conseguido hacía poco y que no había podido examinar. Se referían al mismo nombre, Gumersindo Basaldúa, acaso a la misma persona. El problema era que indicaban dos vías opuestas de interpretación. El primero reproducía un fragmento de página de un periódico del siglo pasado, El Impreso Liberal, que, con su tipografía pobre en los títulos y sus caracteres vacilantes, tanto por lo primitivo de los recursos gráficos de la época como por el tiempo transcurrido, se refería a una conspiración antirrosista que tenía como inspirador y aun cabecilla al coronel Gumersindo Basaldúa, su personaje; la nota no daba mayor información sobre el conspirador ni tampoco sobre los motivos de su alzamiento, ni siquiera sobre quienes lo secundaban; en cambio, señalaba que no había podido ser aprehendido y que había huido, hacia la pampa, no había otro rumbo posible, sin que las partidas dirigidas a aprehenderlo, para darle un merecido castigo, hubieran logrado hallar sus rastros. La nota era breve, aunque abundaba en epítetos contra el conspirador, lo único que quedaba claro era que Gumersindo Basaldúa tenía la cabeza puesta a precio y que, sin duda, no estaba oculto en la ciudad en la que –la escueta y mal redactada nota lo daba a entender– las autoridades tenían un absoluto control.

    El segundo documento era una carta, su copia, que el profesor Segismundo Gutiérrez había hallado en la correspondencia de Juan Bautista Alberdi con Antonino Aberastáin, depositada en la Estancia Los Talas gracias a los cuidados de Jorge Furt; Alberdi se refería a una curiosa situación en la que se había encontrado –era la plena época de Rosas, en la que no sólo se cometían las atrocidades políticas que narran Mármol, Echeverría, Sarmiento y tantos otros, sino que también había espacio para devaneos románticos como los que en la literatura europea parecen muy naturales– un conocido abogado llamado Gumersindo Basaldúa; al parecer, conjeturaba Alberdi, tanto la familia de su mujer, el padre y los hermanos, de apellido Larco, como el marido de su amante, un conocido y rico comerciante, importador de telas francesas, llamado Artemio Alarcón, habían, cada sector por su lado y sin concertarse para ello, salido a perseguirlo dispuestos, cada uno a su manera y por diferentes razones, a matarlo para lavar el agravio de que habían sido respectivamente víctimas, los unos en su honor familiar, el otro en su valía

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