Chilango y tenochca
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Chilango y tenochca - Federico Navarrete
Navarrete, Federico
Chilango y tenochca / Federico Navarrete ; ilustraciones de Alex Herrería. – México : SM, 2020
Edición digital – El Barco de Vapor Naranja
ISBN: 978-607-24-3943-6
1. México prehispánico – Literatura infantil. 2. Historias de aventuras – Literatura infantil.
Dewey 863 N38
Para Tomás,
por todo lo que me enseña
F. N.
CAPÍTULO 1
LA TRAMPA
TODO COMENZÓ UN MARTES TRECE. Roberto recordó muy bien el día, porque todos los martes su papá lo recogía de la escuela y luego paseaban juntos por la Ciudad de México. No obstante, ese día en particular no pudo pasar debido a un problema en el trabajo y apenas le fue posible avisarle con un recado incomprensible que dejó en la dirección de la escuela. El trece lo recordaba porque, en clase de Matemáticas, el señor Domínguez volvió a hablarles de los números primos y les contó que, si bien para los europeos es de mala suerte, era considerado afortunado por los antiguos aztecas o mexicas, pronunciado me-shi-cas, como siempre les insistía.
Durante el recreo, Roberto tuvo otra ocasión de sentirse sin fortuna, pese a lo que pensaban los antiguos pobladores de su propia urbe, la Ciudad de México, acerca de aquella cifra. Efrén, un compañero de clase, llevó a la escuela su nueva consola de videojuegos, la más potente y brillante de todas, justo la que él siempre había deseado con tantas ganas. Durante el recreo, el niño se dedicó a presumir su juguete a sus compañeros; sin embargo, cuando él se acercó para pedirle que le prestara el aparato por unos instantes, lo rechazó con una risotada:
—Si quieres jugar con una consola, pídele a tus papás que te compren la tuya.
Roberto quiso responderle algo, pero los demás niños que hacían cola para ganarse el favor de Efrén y jugar algún videojuego se unieron a sus carcajadas burlonas. Mientras se alejaba humillado, pensó que ni siquiera se atrevería a pedirle un regalo tan caro a sus papás, pues conocía bien los problemas económicos de su familia.
A la hora de la salida de la Escuela Primaria Héroes del 47, en la banqueta del eje vial, se encontró solo y triste, pensando en el número trece y en la mala suerte de que no lo recogiera su papá ni pudiera comprarle el juguete que tanto ambicionaba. Entonces descubrió, detrás del puesto de chicharrones, a los dos niños más pesados de su salón, Nabor y Sigmundo, quienes empujaban al pobre de Efrén mientras le arrancaban su consola entre risotadas y burlas.
En un instante, la indignación ante la posibilidad de que ese par de abusivos se quedaran con el aparato que él tanto deseaba se apoderó de su ser y le impidió pensar bien lo que hacía. Roberto corrió hacia ellos, aprovechó que se hallaban distraídos hostigando a Efrén, y le arrebató la consola a Sigmundo. Escapó por la banqueta llena de vendedores ambulantes y cruzó la ancha avenida, justo cuando se ponía la luz verde, entre los coches que arrancaban y lo maldecían a claxonazos. De ese modo logró que los dos molestones no lo alcanzaran y se escondió entre los puestos de ropa y películas piratas, mientras buscaba a Efrén del otro lado de la avenida para devolvérsela. Desde su refugio alcanzó a ver que aquel niño presumido se subía llorando a la camioneta de vidrios oscuros que siempre lo recogía, mientras apuntaba por el rumbo a donde Roberto había escapado.
Fue así como ese martes trece Roberto se convirtió en un ladrón. Como no tenía la menor idea de lo que podía hacer para aclarar el malentendido, y mucho menos deseaba toparse con Sigmundo y Nabor, no le quedó más remedio que correr hacia su casa. En el camino no dejó de pensar en las mil cosas que le pasarían por quedarse con la consola. Al llegar a su departamento, escondió muy bien su ilegal tesoro en el clóset de su cuarto y trató de comportarse con normalidad mientras comía con su mamá. Incluso hizo sus tareas sin quejarse ni perder el tiempo dibujando superhéroes en su cuaderno, como solía hacer. Sin embargo, una vez que anocheció no resistió la tentación y encendió el reluciente aparato. Claro está, lo hizo a escondidas de sus papás, pues sabía que lo matarían si lo encontraban con algo tan costoso. Tampoco se atrevió a mostrarle su secreto a Fátima, su hermana mayor, porque de seguro también le preguntaría de dónde lo había sacado y él no sabría explicar sus acciones. Era una lástima, pues sabía que a ella el videojuego le resultaría entretenido, ahora que llevaba una semana en cama, sin ponerse de pie debido a un desgarre en el tobillo que se había hecho en su clase de acrobacia.
Aquello le pesaba tanto que, a cada instante que jugó, brincando sobre obstáculos de colores, escapando de zombis estúpidos y manejando coches demasiado rápidos, no dejó de pensar en Efrén. Era el niño más impopular del salón porque siempre calzaba los mejores tenis y llevaba los juguetes más caros, que nunca le prestaba a nadie. Esa misma mañana apenas había compartido la consola con uno o dos de sus compañeros, y eso a cambio de dinero o comida. Roberto recordó que su mejor amigo, Luis, visitó una vez su casa y le contó que sus papás trabajaban y viajaban tanto que casi nunca estaban con él, y lo dejaban a cargo del chofer y de la empleada. Para sentirse menos mal, solían darle regalos muy caros.
Al imaginar a Efrén solo en su casa inmensa, pensó otra vez en Fátima, quien se pasaba el día acostada en su cuarto con el tobillo lastimado y con un gesto de tristeza, porque su papá le había prohibido volver a la clase de acrobacia, que era su mayor pasión, pues quería convertirse en artista de circo. De nuevo sintió ganas de contarle lo que había pasado, pero se detuvo cuando imaginó sus preguntas: ¿Por qué nunca piensas, Roberto? ¿Por qué siempre haces lo primero que se te ocurre? ¿No será que en verdad querías robarte ese juguete?
.
Como no sabía cuáles respuestas verdaderas podría ofrecerle y no le gustaba mentir, prefirió esconder el aparato mientras se reprochaba una vez más por haberse metido en tamaño lío.
Aquella noche apenas si consiguió pegar el ojo, mientras su mente trataba de encontrar una salida para el problema que había armado. De seguro Efrén les contaría a sus papás, a su chofer o a quienquiera que lo cuidara que él, Roberto, le había robado la consola porque no se la había querido prestar en el recreo. Sin duda su familia o sus empleados se presentarían al día siguiente en la escuela para denunciar el crimen.
Por si esto fuera poco, Nabor y Sigmundo, aquellos bullies, estarían esperándolo a la entrada para arrebatarle el botín y propinarle unos buenos golpes. Lo peor era que nadie le creería que él sólo había querido ayudar a Efrén y que no pensaba robarse el juguete, pues el niño ni siquiera era su amigo y se había burlado de él frente a tantos compañeros. En su desesperación, pensó en pedirle a Luis