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Un caballo blanco sin nombre
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Libro electrónico400 páginas5 horas

Un caballo blanco sin nombre

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Solo pueden mejorar el mundo los que tienen el coraje de enfrentar miedos y pesadillas.

Andrea, una ejecutiva de éxito, sufre una misteriosa agresión de la que sobrevive milagrosamente. Pero desde ese momento padece alucinaciones que no la abandonan.

Nicoleta, una mujer rumana, es captada por una red mafiosa para ser explotada como prostituta en España.

¿Cuál es el misterio que conecta a dos mujeres de mundos tan diferentes? El inspector Benítez deberá descubrirlo con la ayuda de Andrea y unas pruebas poco ortodoxas.

Una novela policíaca que retrata el mundo de la trata y la prostitución, en una sociedad en la que persisten demasiados prejuicios.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2020
ISBN9788418203756
Un caballo blanco sin nombre
Autor

Lucía Paredes

Lucía Paredes es una autora novel. Toda su vida profesional se ha desarrollado ejerciendo la defensa jurídica de sus clientes; feminista, activista por los derechos de los inmigrantes y las personas más desfavorecidas, así como en el ámbito medioambiental. De origen boliviano, nacida en La Paz (Bolivia). Estudió Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Mayor de San Andrés, realizó un máster en Derecho de Extranjería en la Universidad Carlos III, cursó la especialización en Derecho Penal en la Escuela de Práctica Jurídica, doctorado en Derecho en la Universidad Complutense de Madrid y continúa formándose en varios cursos y talleres, todos orientados hacia los temas que defiende.

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    Un caballo blanco sin nombre - Lucía Paredes

    1

    A esas horas intempestivas en las que solo los gatos y los insomnes son testigos del latido más íntimo de la ciudad empezaba la vida nocturna en el Reds, un local de moda en pleno centro de Madrid.

    Andrea llegó en taxi, se bajó y, con ese caminar tan típico en ella, como el de una modelo profesional, se dirigió a la entrada del Reds, custodiada por dos corpulentos porteros embutidos en sus trajes borgoña. Uno de ellos le abrió la puerta, invitándola a pasar. Green onions sonaba en el interior. Dejó su abrigo en el guardarropa.

    El local tenía forma de embudo: un ancho pasillo al fondo del cual se abría una enorme sala de baile rodeada por columnas minoicas y presidida por un escenario teatral. Caminó por el pasillo revestido de mármol rojo contemplando las réplicas —Andy Warhol, Billy Apple, Corita Kent, Keith Haring— expuestas a ambos lados y desembocó al borde de una pista repleta de gente guapa, amante de la noche y de los exclusivos espectáculos.

    Envuelta por la música, percibía cómo las acaloradas charlas y el bullicio se interrumpían a su paso. Sentía las miradas clavadas en el vaivén cadencioso de sus caderas resaltadas por la ajustada minifalda del vestido negro. Estaba orgullosa por haberse atrevido con los tacones de aguja, que hasta entonces había rechazado siempre por comodidad pero que ahora estilizaban sus largas piernas. Tenía el pelo recién cortado, teñido en caoba y con un corte moderno de flequillo recto que enmarcaba sus facciones perfectas. Un gratificante cosquilleo le recorrió el cuerpo; volvía a sentir que existía.

    Se dirigió hacia una de las barras laterales observando el enorme escenario frente a ella: una gigantesca cabeza de pantera negra con ojos verde esmeralda y blancos colmillos que se transformaban en haces relampagueantes de luz azul. Sus fauces abiertas formaban el escenario; la lengua, un telón. La decoración bordeaba lo kitsch, pero, en buena medida, ahí radicaba el atractivo del local. Miró alrededor para localizar a sus amigas. No era fácil encontrarlas entre la multitud. Normalmente se hubiera sentido incómoda; ahora, agradecía la fugaz privacidad. Las conocía desde el instituto y sabía que eran impuntuales.

    En ese instante cesó la música, se alzó el telón y de la boca de la pantera, envuelta en una densa nube de humo, emergió una imponente drag queen. Los primeros acordes de Eloise empezaron a sonar. Andrea sintió un estremecimiento. No pudo contenerse y se abrió paso hacia al escenario; quería verlo de cerca.

    Es un huracán, profesional, que viene y va

    buscando acción, vendiendo solo amor.

    Auuuh.

    Aniquilar, pasar por encima del bien y el mal.

    Es natural, en ella es natural.

    En tiempo de relax empolva su nariz,

    Eloiiise… Eloiiise…

    El ruido de voces se fue acallando. El humo se disipaba. Ya solo se escuchaba a la cantante, estilizada por unas altas plataformas. Tenía una melena rubio platino ondulada, como de Barbie, que se extendía hasta su cintura. Vestía un corpiño y una falda corta fucsia llena de lentejuelas que destellaban al reflejarse la luz. Parecía cubierta por cientos de cristalitos. Se deslizaba de un extremo a otro del escenario rozando el micrófono con sus labios de intenso rojo carmesí.

    Eloiiiiiise, Eloiiise.

    Dolor en tus caricias

    y cuentos chinos,

    yo seguiré siendo tu perro fiel.

    Andrea se vio transportada a su infancia. Por alguna razón, desde la primera vez que escuchó esta canción le resultó muy sugerente. Su fuerza y su intensidad le encantaban, aunque al mismo tiempo había algo en ella que le atemorizaba, provocándole una desazón que no sabía a qué atribuir. Recordó a su padre poniendo el vinilo sobre el plato del tocadiscos. Su madre y ella se sabían la letra de memoria y se unían a él para cantarla mientras se movían alocadamente. Recordaba la música a todo volumen, traspasando los ventanales abarrotados de luz, y los gritos del vecino: «¡Bajen la música! ¡Esa músicaaa!». Nunca hacían caso. Seguían cantando y bailando hasta que el viejo subía, su padre le abría la puerta y lo invitaba a participar en la pequeña fiesta. Así era papá. Una lágrima recorrió su mejilla. La drag queen terminó su actuación y aplausos fervorosos inundaron la sala, apartándola bruscamente de sus recuerdos.

    Volvió a la barra. Pidió un gin-tonic con mucho hielo. Sus amigas no aparecían, pero estaba disfrutando. Un redoble de tambor atrajo su atención. Ahora era un hombre quien apareció entre las fauces humeantes de la pantera. Una voz tronó por los altavoces: «¡Señoras y señores, ladies and gentlemen, mesdames et messieurs! Con todos ustedes… ¡Randy!». Su piel negra confundida con la oscuridad se quebraba con las luces relampagueantes hasta que un haz de luz blanca lo envolvió. Su camisa con volantes en las mangas, que le hacía parecer un pirata de los mares del sur, dejaba intuir un cuerpo atlético. «Un dios de ébano», pensó Andrea observando lo que parecía ser una dentadura perfecta. Randy chasqueó los dedos y, al compás del «¡un, dos, tres!», empezó a cantar Un caballo sin nombre. Dejándose llevar por el compás hipnótico, Andrea, como autómata al que hubieran dado cuerda, de nuevo fue hacia la pista de baile tarareando la canción.

    No supo precisar cuánto duró aquello ni sabría contar atinadamente lo que sucedió a continuación. Solo recordaba fragmentos, como las alucinaciones de una fiebre o los retazos de una pesadilla. El miedo te hace vivir cosas así, convulsas y con una claridad descoyuntada. Todo empezó a diluirse ante sus ojos. El escenario, el cantante, la gente y las paredes se derretían como si fueran de cera hasta desaparecer por completo. Una niebla espesa y pegajosa se apoderó del local, una niebla creciente que no provenía de las fauces de la pantera, sino de algún recóndito lugar. La oscuridad lo inundó todo, haciendo imperceptible cuanto la rodeaba. En medio de la negrura más absoluta, sintió un peso sobre su hombro izquierdo. Un peso que la hundía, que le impedía moverse, hablar, respirar, como el que se siente cuando, tras zambullirse bajo el agua helada, el oxígeno se va acabando. Quería reaccionar pero no podía. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, sacó la fuerza suficiente para mirar de soslayo a su izquierda y la vio de refilón. Posada sobre su hombro, una mano alargada, esquelética y con unas largas uñas pintadas de rojo la hundía impidiéndole respirar. Fue un instante eterno. Se le escapó un grito de terror que, pese al bullicio reinante, retumbó por todo el local. De un manotazo desprendió de su cuerpo aquella cosa y trató de huir, pero una voz conocida, que venía de muy lejos, la hizo volver a la realidad. Era Elena.

    —¡Joder, tía!, ¿qué te pasa? Me has hecho daño, me has dado fuerte —decía mientras se sacudía la mano—. ¿Dónde te metes? Llevo una hora dando vueltas y no te he visto. Estamos allí. —Señaló una mesa y le ofreció su mejilla para recibir el beso.

    Como una zombi, fue tras ella. Sus amigas la recibieron con gritos efusivos y abrazos entrañables. Le entregaron una enorme tarjeta con un «te queremos» formando un corazón y un osito de peluche con una pajarita descolocada. Se quedó muda por la muestra de afecto y no pudo contener las lágrimas. Una nueva oleada de abrazos le llovió por todas partes.

    La conversación transcurrió como de costumbre: viajes, trabajo, estudios, chicos, chicos, chicos. Todas estaban solteras y sin compromiso, menos Elena, que, desde hacía un mes, tenía una nueva relación y a gritos relataba las peripecias con su nuevo ligue: un danés al que no entendía ni jota, pero que besaba muy bien y era un encanto. Les mostró su foto en el móvil. Andrea la miró sin demasiado interés y reconoció que era guapo. Escuchaba y miraba a sus amigas como si estuviera Eight miles high. Se fue quedando cada vez más ausente y ensimismada, con la mirada extraviada hacia lugares remotos a los que nadie tenía acceso, excepto ella.

    2

    El irritante despertador comenzó a sonar en la oscura habitación, apenas iluminada por los escasos rayos de luz que se filtraban por la persiana. Eran las seis. El cuerpo del inspector Daniel Benítez se tensó mostrando la firmeza y elasticidad de sus músculos. Acababa de conciliar el sueño después de una larga y apasionada noche con Clara. Extendió por encima de su cuerpo un brazo hacia la mesilla de noche y unos dedos eficientes consiguieron apagar el molesto sonido del reloj. Quiso volver a dormirse, pero, al levantar el brazo, alzó la sábana, lo que dejó al descubierto en la penumbra el níveo cuerpo desnudo de Clara; entrevió sus pechos turgentes y el inicio de su estrecha cintura, empezó a acariciarla, ella murmuró algo y se dio la vuelta. Intentó dormir, pero Benítez ya no pudo conciliar el sueño.

    Se levantó molesto, todavía era temprano y hubiera habido tiempo para calmar su excitación. Se estiró como un felino, bostezó y se dirigió al baño. Cuando terminó de ducharse, cubrió su desnudez con una toalla de felpa blanca alrededor de la cintura, tan caída que dejaba ver una perfecta y definida curva inguinal. Miraba una y otra vez su imagen proyectada en el espejo y se examinaba con detenimiento desde diferentes ángulos. Se repasó mecánicamente la barba hasta conseguir esa limpidez que tanto apreciaba. Se puso una crema humectante para evitar el picor y el enrojecimiento —no quería parecer un cochinillo de Segovia.

    Era más bien guapo, y él lo sabía. Su madre siempre le recordaba su parecido con Hugh Jackman. «Eres clavao», decía. Y posiblemente tuviera razón, algo se parecía, pero el parecido más evidente era con su padre, aunque ella evitaba mencionarlo. Hacía seis años se habían divorciado tras convivir más de cuarenta. Atrás había quedado toda una vida construida en pareja desde el embeleso del noviazgo, que empezó cuando ambos tenían quince años, lenta y pertinazmente, como la formación de estalactitas y estalagmitas, cada vez más cerca pero que nunca llegan a juntarse por completo. Todo cambió de la noche a la mañana. Una mujer joven —«Tu padre se ha enamorao de una del trabajo»— rompió una vida conyugal construida con esfuerzo, con tanto sacrificio que su madre hasta ahora se resistía a aceptarlo.

    De él había heredado su altura; una apostura y elegancia innatas; el mentón cuadrado; los hoyuelos, que surgían en ambas mejillas cuando sonreía; sus dientes blancos como perlas; los ojos almendrados sobre una tez clara resaltada por el pelo negro, rebelde e indomable, acicalado a veces en exceso, luciendo repeinado.

    El inspector era una de esas personas tan seguras de sí mismas como insatisfechas con lo que les rodea. Era muy crítico, nunca se sumaba a las opiniones de otros así porque sí. Había que convencerlo y mejor con hechos que con palabras; hablar por hablar le gustaba, pero solo con sus amigos. Lo que quería fuera de su círculo, y a veces en él, era convencer. Permanentemente se cuestionaba si vivía conforme a sus ideales, a sus valores. Aspiraba a ser coherente. No era de los que buscan afanosamente poseer cosas, tener dinero, éxito o fama. Quería vivir sencillamente, con las necesidades básicas cubiertas y punto, y que los demás también pudieran hacerlo. Quizá por eso, en muchas ocasiones, se sentía una rara avis, como alguien que espera algo que no encuentra. Era un idealista con sentido común y práctico.

    Se congraciaba con el mundo gracias a la música. Era un melómano de amplio espectro. No le bastaba con las tres bes —Bach, Beethoven y Brahms—, el genio de Mozart y el curita Vivaldi; también le apasionaban las dos bes de Béla Bartók, la eme de Mahler y la ese de Shostakóvich. Disfrutaba con el buen jazz —Miles, Charlie, Bill Evans, Duke, Ella, Billie—, el rock clásico —Rolling, Who, Kinks, Led Zeppelin, Pink Floyd, King Crimson, Lou Reed— y la música negra le entusiasmaba —el funky, el soul, Aretha, Ray, James Brown, Stevie, Michael—, pero también le gustaba, según su estado de ánimo, el folk y el pop, la música francesa y la italiana. La lista era larga, aunque no interminable, porque en ella solo cabían los buenos.

    Todavía con la toalla de felpa blanca alrededor de la cintura salió al salón, abrió el estuche de madera lacada en negro y miró en su interior el forro de terciopelo rojo donde guardaba una imitación perfecta de un gagliano, una reliquia del año 1762. Amaba ese instrumento de cuerda; tanto, que había hecho de su profesora, Clara, su amante. El violín y el Mustang negro eran sus dos posesiones más preciadas.

    Se puso el paño entre el hombro y el cuello para prevenir las marcas, pensó en Clara y cerró la puerta del dormitorio para no molestarla, aunque para ella la música no constituía ninguna molestia; todo lo contrario, hasta en sueños la apreciaba. Empezó a tocar el violín con la pasión del virtuoso aficionado. Del instrumento extraía los acordes perfectos del Invierno, de Vivaldi; aquella melodía lo sumía en profundas cavilaciones. La música era la vía de escape de su alma, la rendija por la que se transportaba hacia lugares perfectos donde prevalecía la armonía.

    Cada nota le hacía imaginar con detalle el viento colándose por las puertas, el hielo, la hermosura de la nieve blanca, inmaculada, perfecta, cayendo sobre los árboles y formando una magnífica estampa de Navidad, una casa donde la hoguera de una chimenea proyectaba la calidez del hogar. Esa pieza musical, mientras duraba, lo apartaba de un mundo hostil plagado de miseria, violencia e injusticia con el que tenía que lidiar a diario, capeando como un torero con su capote todas las malas conductas inimaginables. Había visto todo un muestrario de la condición humana, de los límites del ser humano y hasta dónde pueden descender las escaleras del infierno. Y él no quería ver con normalidad la violencia extrema ni cualquier otra conducta insana; no quería acolcharse ante la crueldad ni inmunizarse con la vacuna de la indiferencia ni la normalidad. Por eso, su gran pasión por la música le servía de escape para encontrar en su vida ese equilibrio que tan afanosamente buscaba. Cuando terminó de tocar y disfrutar de ese pequeño paréntesis que se había regalado, aterrizó en su monótona realidad, guardó su apreciada joya con la misma delicadeza con la que la había sacado y suspiró.

    Cuando Benítez terminó de vestirse, se preparó el desayuno: un café con pan de centeno. Lo untó con tomate y, mientras le ponía un chorrito de aceite de oliva, sus pensamientos volaron hacia el pasado, al momento en el que decidió dejar el ejercicio de su profesión de abogado para ingresar en el cuerpo como un policía novato. Recién aprobada la oposición, estaba tan ilusionado que solo tenía buenas palabras para lo que hacía. Todo lo abordaba con la energía del primerizo, la pasión con la que afrontaba sus primeros casos, la vehemencia con la que creía en las instituciones, la confianza ciega en el imperio de la ley, la firme convicción en unos principios, ahora relegados por la monotonía de la sórdida realidad. No quedaba gran cosa de aquel joven ingenuo. La experiencia le había enseñado a desconfiar, a recelar, a tener una idea más real de la condición humana, incluso sombría. Aunque en alguna ocasión se llevaba sorpresas, por lo general acertaba.

    Benítez nunca olvidaría cuando, recién empezado su trabajo como tramitador de denuncias, se presentó en la comisaría un hombre mayor que llevaba a un niño cogido de la mano. Alguien se lo había dejado en un supermercado, como quien se deja un paraguas o una cartera. Localizaron a los padres y vinieron a comisaría. Aquel pequeñajo sudaba y temblaba cada vez que se acercaba su progenitor y, al final, terminó por orinarse en los pantalones. Era un caso de maltrato, no había duda. Seguramente, el niño sería el saco de boxeo sobre el que ese cabrón descargaba toda su ira, toda su frustración. La madre apenas respondía a las preguntas y casi nunca sostenía la mirada; era como un recipiente hueco al que habían succionado todo su contenido. Se veía que al marido le gustaba hacer auténticos esfuerzos por arrebatarle hasta el último pedazo de cordura y dignidad que le quedaba. La había convertido en un objeto de descarga, como al chiquillo; aquella mujer parecía una alfombra ambulante. Claro que sabían de qué iba la cosa, pero, sin las dichosas pruebas, no podía meter entre rejas a aquel desgraciado. El maltrato acabó de la forma más inesperada: la mujer lo envenenó y tuvieron que detenerla a ella.

    —¿Qué habrá sido de aquel niño? —se preguntaba a menudo.

    Otro caso que le impactó fue el de la víctima de estrangulamiento que apareció ensangrentada y violada en plena calle y a plena luz del día, a la vista de todos y sin que nadie oyera ni viera nada. Hasta que no te encuentras de frente con el cuerpo de alguien a quien le han arrebatado la vida y la dignidad no ves la maldad del ser humano ni hasta dónde es capaz de llegar. No sabía si le jodía más el asesino o los que miraban para otro lado por miedo. Esas personas habían decidido no hacer nada por si acaso, no fuera a ser que… Nacieron con tortícolis genética. «Malditos borregos cobardes», musitó. Eso era lo que más le aguijoneaba.

    Terminó de vestirse, se puso una cazadora y se calzó unos zapatos de cuero negro. Cogió el móvil y su arma. Dio un beso a Clara, le prometió que la llamaría más tarde y salió rumbo a la brigada.

    3

    Andrea se quitó los zapatos con cuidado, no quería despertar a su madre con el repiqueteo de los tacones. Caminó de puntillas por el pasillo iluminándose con el móvil. Entró al baño de su dormitorio. Cuando encendió la luz, el espejo reflejó un rostro demacrado, pálido, de ojos enrojecidos por el humo del local y el cansancio. Aun así, le gustó la imagen que reflejaba. El color de su pelo y el flequillo le daban un aire oriental. La noche había sido divertida. Esta vez, Elena había acertado en la elección del local. Cogió un disco de algodón de una cestita, puso leche limpiadora y se quitó el maquillaje. Tiró a la papelera el algodón manchado, se desnudó y se metió en la ducha. Cómo le gustaría que el agua caliente que corría por su cuerpo también arrastrase sus pesadillas y alucinaciones lejos, muy lejos, más allá del sumidero, a un mundo de fangos pestilentes y se quedaran allí para siempre.

    Se puso el pijama e intentó dormir pero no lo conseguía. Agitada, daba vueltas y vueltas en la cama. ¿Otra noche en blanco? Una más yendo de un extremo a otro, del insomnio a la pesadilla. Cansada, se quedó quieta mientras se afanaba en recordar pero los recuerdos se le resistían. Por un momento, se distrajo escuchando el sonido acompasado de la respiración de su madre, quien dormía en la habitación de al lado con la puerta abierta. El suave ronquido le proporcionaba cierta seguridad. En un momento dejó de escucharlo. Había cesado. Quizá su madre se había despertado y estaba esperando al amanecer acurrucada en su cama para no despertarla.

    Tuvo una extraña sensación. Veía la película, intuía la escena, el silencio y la calma que preceden a la tempestad. De pronto, oyó un estruendo procedente del baño. Venciendo el miedo, echó el edredón a un lado, salió de la cama y, al abrir la puerta, encontró el espejo en el suelo hecho añicos, los pedazos desperdigados como múltiples realidades. Era su vida quebrada en trocitos. ¿Sería capaz de pegarlos para reconstruirla? No quería despertar a su madre, si es que estaba dormida, así que cerró la puerta y volvió a la cama. Limpiaría al día siguiente. Metió la cabeza bajo el edredón y se tapó del todo, como si de esa forma pudiera protegerse de algo que ni ella misma sabía definir. ¿Cómo era posible que se hubiera roto? ¿Estaría mal fijado a la pared? Mañana comprobaría los detalles. Se durmió.

    Los sueños de Andrea desde hace unos meses son furtivos y poco profundos, menos algunos. Agita una de sus piernas como un tic nervioso y un hilo de saliva asoma de sus labios hasta llegar a la almohada. La piel de sus párpados se mueve en repetitivos movimientos. Yace como muerta. Nada puede hacerle daño. Hay alguien en la habitación. Debe levantarse. Sus ojos no responden a la orden de abrirlos. Un zumbido invade sus oídos, como si tuviera avispas dentro de la cabeza. Siente una presión en el pecho que la hunde, impidiéndole cualquier movimiento; es tan fuerte que le haría atravesar su cama, el suelo del piso y una a una todas las plantas del edificio hasta incrustarse en un fondo vivo, fresco y húmedo. Percibe un olor que le recuerda a los nardos en flor del velorio de su padre. La presión cede. Es como si emergiera de aguas profundas para llegar a la superficie. Se despierta de súbito en la oscuridad y sus iris azules, espectrales, registran planos extraños en busca del origen de los ruidos que oye. Empieza la parafernalia habitual. Siente llegar el ciclón que todo lo asola provocando cuantiosos daños. Los muebles se mueven, unos pasos pesados trazan círculos, buscándola. Se esconde. Cierra con fuerza los ojos. Entonces oye el relincho y ese sonido del caballo la tranquiliza. Confiada y segura, se levanta y lo ve. Se acerca y acaricia su lomo, blanco como la nieve. Entrelaza sus dedos por su crin, suave como el algodón. Qué paz. Pero la buena sensación es fugaz. La calma se interrumpe abruptamente por la presencia de la misma mano que vio en el Reds. Esquelética, emerge de la manga de una chaqueta hecha girones y se posa junto a la suya sobre la crin del caballo, acariciándolo como lo hace ella. Instintivamente, Andrea retrocede. La tensión de su cuerpo crece. Va a explotar. Aguanta. Sigue en pie, contempla la mano, las largas uñas pintadas de rojo. Sus fuerzas son escasas, flaquearán, pero su valor también crece y poco a poco consigue levantar la vista hasta encontrarse con el rostro cadavérico, seco, enjuto. Sus órbitas negras, vacías y profundas la taladran.

    No aguanta más. Despierta de golpe emitiendo un horrendo grito. Jadeando, con el corazón desbocado, intenta recuperar la serenidad. El sudor humedece su piel. Se repite que todo ha sido una pesadilla. El tamborileo de su pecho va cediendo. Poco a poco, recupera la cordura. Sus ojos se van adaptando a la penumbra y las sombras se diluyen por efecto de la luz solar filtrada por las ranuras de la persiana de la habitación. No puede levantarse. Está exhausta. Mira el despertador. Son las siete del lunes. «Está estropeado. Ayer fue sábado». Se mueve en la cama. Se duerme de nuevo.

    —¡Andrea! ¡Andrea! —La voz tira de su hombro y le revuelve el pelo. Se gira, mira hacia arriba con los ojos entrecerrados y saca los brazos doblando el edredón con cuidado. Su madre, frente a ella, ansiosa, inclina su rostro, que desciende con un rictus de preocupación.

    —Andrea, ¿estás bien?

    —Sí.

    —¿Otra vez las pesadillas? —pregunta mientras deposita un vaso de agua en la mesilla.

    —Mamá, no te preocupes tanto.

    —Cariño, oí un grito. Estás temblando, empapada. Cómo no me voy a preocupar. —Y la abrazó acunándola como si fuera una niña pequeña. Notó cómo los latidos de su corazón se extendían por todo su cuerpo. Se separó y la observó: su cabello, sus manos blancas, cuya suavidad acarició. Le dijo que llevaba durmiendo mucho tiempo, que no se había atrevido a despertarla porque la oyó llegar muy tarde el sábado de madrugada.

    En cuanto su madre salió, fue al baño. Palideció al ver que el espejo seguía intacto. Regresó al dormitorio, el reloj de su mesilla marcaba las 07:10 del lunes. No estaba estropeado. Una vez más, todo había sido producto de su imaginación. Molesta, abrió la puerta de su armario y sacó un traje pantalón y una blusa que dejó sobre la

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