Secreciones urbanas y otros textos
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Erick Tejada es un narrador que escapa a los convencionalismos. Dueño de una mirada particular, desentraña los detalles más finos de la esencia humana, las motivaciones más profundas de las personas comunes, y desde esta óptica explica lo que a primera vista parece carecer de sustento lógico.
Sus relatos rebasan la simple descripción de cadenas de sucesos tal como las percibiría un observador común, y esto lo logra entrando en los recovecos de las mentes de sus personajes para capturar los extremos de sus razones y sus sinrazones.
Cuando termina una escena, al lector le cuesta emitir un juicio sobre el desenlace, porque una vez que ha compartido la maraña de anhelos y temores enredada en la mente del actor, y quizá hasta ha descubierto que comparte muchos de ellos, resulta imposible evitar un dejo de comprensiva empatía con éste. En cierta forma, quienes lo leemos terminamos dentro de la trama, y las más de las veces tan confundidos como el protagonista.
Merced a una prosa fluida y educada, recorrer los cuadros que conforman esta antología de ficciones obsequiada por Erick Tejada se convierte en una experiencia agradable que abre el apetito por más.
En la segunda parte de este libro se presentan varios textos previamente publicados por separado en periódicos, portales y antologías, en países como España, Argentina, Venezuela y México.
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Secreciones urbanas y otros textos - Erick Tejada Carbajal
Erick Tejada Carbajal
Secreciones urbanas
y otros textos
D.R.: Erick Medardo Tejada Carbajal, 2018.
Primera edición: junio de 2018.
Queda prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin la autorización de los titulares del derecho de propiedad intelectual. Toda infracción de los derechos de propiedad intelectual será constitutiva de delito conforme a las leyes vigentes.
A mi mamá, en cuyas pupilas descubrí
la espesura insondable del amor verdadero.
Cenizas en el paraíso
No recordaba cuándo lo había visto por primera vez. Pasaba todos los días por esa sucia y roída avenida y siempre estaba ahí, entre el humo de los automotores y la inclemencia de los rayos del sol, que impactaban como latigazos en la ya lacerada espalda del muchacho. Ella le calculaba unos once años. Era de cabello oscuro, negro pero que se divisaba café claro; la mugre se confundía con sus recias tiras negras. Sus ojos eran color miel aunque casi no se distinguían, relegados por su tamaño y rodeados por unos prominentes pómulos que terminaban de esbozar un semblante apagado pero robusto.
Deambulaba sin camisa entre los vehículos mientras expelía bocanadas de fuego ante el asombro de los inertes conductores. Cada vez que pasaba por ahí, la señora se quedaba embebida, contemplando el ritual del muchacho desde que ingería el combustible hasta que abría la boca como un inmenso dragón y las llamaradas invadían un horizonte plagado de monstruos de concreto. Ramón, su chofer, aprovechaba los semáforos para enviar mensajes de texto o revisar con desgano su celular mientras la señora observaba con curiosidad a los vendedores ambulantes, mendigos y malabaristas que se acercaban a pedirle alguna moneda. Siempre llevaba los vidrios hasta arriba y eran polarizados, y también siempre sentía el impulso de bajarlos de una vez por todas y repartirle dinero al ejército de marginados que copaba los semáforos de la ciudad.
Nadie entiende por qué se fijó en él, qué era lo especial de aquel muchacho que había llamado la atención de la fina señora. Una tarde de domingo, más inapetente que de costumbre, rumbo a un cumpleaños lo vio en el mismo lugar, esta vez solo; sus compañeros de profesión parecían tomarse el día libre como los citadinos privilegiados.
El joven se acercó como de costumbre a pedirle la respectiva moneda, mecánicamente y sin voltear a verla. La señora bajó lentamente la gigantesca ventana de su amplia camioneta, tímidamente le hizo una seña y el escuálido muchacho, empapado de combustible y sudor, se aproximó rápidamente. Ella le entregó un billete de a cincuenta. Al verlo, el moreno chiquillo dibujó una extensa sonrisa que brilló como una luciérnaga en medio de la espesura del bosque en plena noche. La blancura de sus dientes se abrió paso en medio de los detritos de hollín que poblaban su rostro.
Cuando ya se alejaba del lujoso armatoste, la señora le gritó con tierna voz:
—¡Ven, no te vayas!
El joven regresó trotando, otra vez sin voltear a verla.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó con voz firme.
—Danilo —contestó él suavemente.
—Mucho gusto. Me llamo Laura —dijo la dama esbozando una improvisada sonrisa—. ¿Cuántos años tienes?
—Doce.
—Vamos a hacer una cosa —dijo ella ante el estupor de Ramón—. Yo paso todos los días por acá —siguió solemnemente—. Si ves mi carro, acércate para darte unas monedas o algún regalo que traiga por ahí.
—¿Regalo? —replicó el muchacho con incredulidad.
—Bueno, no precisamente un regalo, pero si algo de comer o alguna cosa que sea de tu agrado, si no te molesta, claro está —puntualizó la elegante aristócrata.
—Está bien —repuso él, agachando la cabeza por costumbre.
—OK, hasta luego, que tengas un bonito día —le dijo Laura acomodándose de nuevo los lentes Prada al tiempo que el vidrio subía con presteza.
Así fue como comenzó la extraña amistad entre el muchacho y doña Laura. De lunes a viernes la señora y Ramón hacían una pausa en el semáforo mientras el joven corría a recibir ya fueran monedas o suculentos platos de comida. El párvulo prefería los ágapes que le llevaba a las monedas, aunque en una jungla de cemento como ésa un par de monedas siempre eran bienvenidas. De esta manera el sucio muchachito le iba contando su vida a retazos, a latigazos, entre bocado y bocanada.
Había dejado la escuela hacía ya unos tres años para dedicarse a trabajar. Su madre había muerto en el parto de su hermano menor cuando él tenía cuatro años. A partir de ese momento quedó viviendo con su padre, su hermano menor, su tío y la familia de éste, en una casa de adobe en uno de los cerros de la capital, hasta que fue orillado a dejar definitivamente la escuela debido a la muerte de su padre, que era vigilante de un pequeño banco de la ciudad; había sido asesinado en un sonoro intercambio de balas con facinerosos que pretendían atracar el lugar. El banco les alquiló una bonita y limpia funeraria para el servicio y el dueño de la institución ofreció un conmovedor discurso en la misa de cuerpo presente. Jamás lo volvieron a ver.
Danilo había aprendido el oficio de uno de sus mejores amigos, José, quien le reveló todos los secretos del arte de escupir fuego. Él le relató a la esbelta doña Laura, con genuina paciencia e interés, los siguientes detalles sobre dicha actividad:
—El peligro principal de escupir fuego no es quemarse, como cualquiera podría pensar —dijo con sutil solemnidad el chiquillo—, sino el envenenarse con combustible, así que lo más importante es saber qué combustible se va a meter uno a la boca. No puede ser cualquiera, yo uso kerosene pero otros utilizan otras cosas. A veces lo diluyo con líquidos parecidos, hay otros que usan líquidos azules y también los mezclan.
—Veo que estás bien preparado —dijo la señora fingiendo una frágil sonrisa.
—A la hora de escupir fuego —prosiguió el muchacho como si no hubiese escuchado a la doña—, hay que tener algunos cuidados importantes: la mecha debe estar cerca de la boca para tratar de controlar la llama, pero lo bastante lejos para que el fuego no se regrese y te queme. No debe hacerse inclinado ni agachado sino recto, parado totalmente, ya que el fuego se regresa para arriba. También hay que fijarse de qué lado sopla el viento —dijo el niño mientras le daba el último bocado a la hamburguesa que le había llevado la señora, que había obligado a Ramón a estacionar al otro lado de la acera para conversar con el joven escupefuego.
Esa noche, luego de su más extensa charla con Danilo, la señora asistió con su esposo, Ricardo, a una fiesta que ofrecía el Club Rotario en agradecimiento a sus más valiosos miembros, entre los cuales, lógicamente, figuraba nuestra bella dama. La hermosa Laura había sido invitada a pronunciar un discurso sobre las obras de caridad que hacía tan prestigiosa institución y de cuyo impulso ella había sido pieza clave. Aquella fría noche de noviembre el largo, fluido y hermoso cabello rubio de la elegante señora caía suavemente por sus delicados hombros con la frescura de una pequeña cascada que salpica sobre las rocas en verano. Sus tiras amarillas resplandecían ante el contraste de las sombras. Era la tonalidad perfecta de Garnier Black Licorice, según la dama. Usaba extensiones de cabello HairDo de Jessica Simpson y sus hermosos ojos azules resaltaban gracias a las sombras de efecto sensación de Designer Metallic de Lancôme, difuminadas perfectamente en el contorno de sus naturales irises. Su brillante vestido púrpura de Alex Gaines abrazaba con maestría su esbelta y torneada figura.
Cuando caminó hacia el podio todos quedaron embebidos con la aún evidente belleza y la elegancia de la señora. Laura pronunció un encendido discurso explayándose sobre temas como la desigualdad, la miseria y el desempleo. Exhortaba a los presentes a revisar su estilo de vida y contribuir más con este tipo de