Sangre que lava
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Separados en tres bloques perfectamente orquestados, los once cuentos que integran el segundo libro de Manuel Gerardo Sánchez buscan que quien asiste a sus páginas mire el exceso, la envidia, la violencia, la traición, el asesinato y la injuria siempre matizados por la elegancia, la perfección y la aparente serenidad de lo intocable. Por eso, el giro que desencaja la mueca y el zarpazo final no se ven venir. El autor, entonces, es un animal agazapado del lenguaje y un arquitecto de sinsabores… y el lector, su impaciente víctima.
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Vista previa del libro
Sangre que lava - Manuel Gerardo Sánchez
Contenido
La que salpica de ayer
–En Villa Leoncia
–Danza de espadas
–Tritones de cera
La que mana de hoy
–Sangre que lava
–Nunca ha de esperar
–El Fauno y La Chichona
–INRI
–El prendedor
La que mancha el futuro
–En una plaza de sal
–Motes en donde escoger
–La romería de Almena
Notas
Créditos
Sangre que lava
MANUEL GERARDO SÁNCHEZ
@ceroembuste
La que salpica de ayer
En Villa Leoncia[1]
Para Elisa
En el marco de una de esas comidas de prosapia, dejarse llevar por tentaciones del momento e insistir en la repetición de un manjar es un acto que casi linda con lo obsceno, con una intimidad inoportuna.
ELISA LERNER, De muerte lenta
El chillido persistente del teléfono despertó a Ignacio de su amodorramiento sabatino. Era Francisco, que insistía con un sofisma machacón para convencerlo de asistir a la fiesta que esa noche desquijararía, según él, a le tout Caracas. «He organizado la recepción más divina del año. No puedes perdértela. La crema y nata de la ciudad hará alarde de sus viejas galas. Por favor, anímate. Serviré un Beluga estupendo». Antes de colgar la comunicación, Francisco, conocido en los bajos fondos como «La Chichona», por las dos extrañas protuberancias que deforman su frente, sorbió sus gemidos después de barbullar «Beluga». Ignacio no pudo sino imaginárselo sacando la lengua que, como culebra de agua, tantas veces había visto enroscarse en los asiduos criminales que sodomizaban su prontuario en bares de mala muerte de la avenida Solano.
Un escalofrío de repulsión lo trepidó, pero la fotografía lo pellizcó lo suficiente como para animarse y embutirse en su esmoquin a la medida. Giuseppe Capielli le había entregado hacía una semana el traje. Su sastre de confianza había desfogado su ingenio y pericia de aguja para confeccionarle un modelo digno de alfombra roja. La solapa, las mangas, las hombreras y falsos eran de una delicada precisión. Por más que hurgaba no entendía por qué no se había encimado como un modisto famoso sino para un grupo de señores de fermentada prosapia. Sin embargo, en el club, los caballeros elegantes, esos que estrechan sus manos acentuando los apellidos de raigambre en el valle, alababan los géneros y creaciones del costurero. Era, como muchos otros, símbolo de estatus.
Antes de salir, para mitigar las náuseas que lo apocaban desde la mañana, empinó medio vaso de escocés de malta junto a dos pastillas para el estómago. A las nueve en punto ya estaba en su carro vía al ágape de «La Chichona», cuyo apodo para el festín se proscribiría por los brindis de champaña. Ella, la que en los tugurios de la Solano no solo se quebraba maricona sino que también refrescaba el gaznate con semen y otros tragos ordinarios, se presentaría y apretaría bien los puños para no dejar caer una afectación de más o una «gracia», eufemismo que usaba su madre para zanjar el amaneramiento de su retoño cuarentón. En su recepción sería Francisco José Inciarte Iturriaga. Sus dos nombres y apellidos de íes castellanas sin moriscos serían pretextos o acicates perfectos para edulcorar esos encontronazos en donde los oficios y profesiones se desuellan, el talento se degüella y la belleza –¡ay, la belleza!– se tira en la umbría de un hueco frío de poca estima. Es que en esos festejos solo se le da bienvenida a la adulación por genes. Aquella que, en escarpada, desprecia el esfuerzo de inteligencia y enjundia. Esa que se enquista en el provincianismo de eras sin progreso. Como en el siglo XVIII, centuria de cacaos y limpieza de saliva parda e india, estos juerguistas tejen apócrifas cadenas de ADN y consanguinidades imaginarias. Todos son primos y los que no, cuando menos, lo inventan. Y luego una fila cansina y lastimera de «yo soy y tú eres», «¿en cuál colegio estudiaste?» y, por supuesto, «¿Machado de dónde, de Valencia o de Barquisimeto?».
La entrada de Villa Leoncia, casa de los Inciarte, punto de encuentro, o más bien de partida de cuanto sucedería, fulgía con un chandelier cuyas cuentas de Baccarat lloraban haces de luces de distintos colores. Una orgía de morados, azules y amarillos que se homologaba con la sobriedad del cielo negro y luego se divorciaba. Ignacio, con cierta acritud, se agazapó debajo de un árbol a pocos metros de la puerta principal. Unas amarras sujetadas al piso, invisibles, no lo dejaban componer su desfile retador. Prefirió ver cómo las señoras y los ruedos de sus vestidos largos pulían las losas. Hasta no dejarlas brillantes él no debutaría. Cuando hubieron pasado unos minutos, espoleó sus ánimos. Lo recibió una suerte de maestro de ceremonia que extendía flautas de champagne rosé. Tomó una y se zarandeó por entre los corredores.
En cada esquina descorría destellos, riqueza y munificencia: pequeñas arañas de hierro forradas de rosas y azaleas que exornaban techos; jarrones de diversas nacionalidades sembrados por doquier, de cuyas bocas florecían cientos, miles de hortensias y lirios; bandejas con foie y trufas; escudillas con bombones y macarrones; servilletas de lino y finos lienzos; plata y cristal y más plata y más cristal. Aun cuando los Inciarte botaban la casa por la ventana, cada uno de esos lujosos adornos, cada una de esas prescindibles fruslerías soplaba una vaharada putrefacta. Era el mal aliento de la hipocresía y de las poses de rancia coloratura, de la insidia que imprime una dolencia.
La contemplación de Ignacio se quebró cuando se topó con Marina, a quien en su mocedad consideraba rival. Ella domeñaba las galanterías de sus amigos cuando cursaba el quinto de secundaria. Alta, de pelo castaño claro, largo como un manto derramado, ojos verdes chibchas y una nariz aguileña que picoteaba su ascendencia turca, no podía entender cómo una muchacha tan insípida y sin más ambición que desposarse para parir y criar a su prole con los resquemores por la teología de la liberación podía ser acreedora de los mejores partidos de su generación.
–Hola, querido. ¡Qué bueno verte! Al fin saliste de tu claustro. Sé de ti a través de Francisco y siempre me dice lo mismo: «Está escribiendo» –dijo acariciándose uno de los zarcillos largos que la pretendían.
–Estoy tratando de terminar un poemario. Tengo un año atrasado con la editorial y me lo está pidiendo –pretextó. Mas se dio cuenta de que no lo había escuchado. Ella engarzaba su visión y cuidado en una toga color verde agua.
–Es la segunda o tercera vez que le veo ese trapo a la señora Zubillaga. Debería botarlo. Cualquiera creería que no tiene otro. ¿Cuándo crees que termines? Por cierto, mi hijo se gradúa en dos semanas y me gustaría... –no pudo continuar su mezquindad porque su esposo, de quien Ignacio quiso esconderse por un recuerdo desnudo que le pesaba, la tomó por el brazo para arrastrarla hasta una dama que espigaba bonitas maneras.
A la zaga de la escena, Ignacio se arrinconó para hocicar a los protagonistas y oír la enjutez de la conversa. «¿Te acuerdas de Patricia? Es la nueva abogada del escritorio», inquirió el consorte. Marina vaciló: «Mucho gusto». La joven, con un amago de altanería y con una risita que mordía para no hacerla hilaridad, respondió: «Nos han presentado cuatro veces. ¿Cómo estás?». Ese último verbo conjugado en segunda persona del singular, que abjuraba de la distancia del postín, que obligaba a la proximidad, que bufó en los tímpanos de Marina, como una estocada de un hábil esgrimista, la desarmó. Florete al piso. Ignacio se escabulló entre los demás invitados. No quiso