En rojo
Por Gisela Kozak
4.5/5
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"En rojo" relata las historias de múltiples personajes cuyas existencias transcurren en la Venezuela del nuevo milenio. El hilo conductor de estos relatos es revelar el entramado secreto de un periodo histórico extremadamente tenso y apasionante, en el que han predominado los grandes discursos, los movimientos de masas y Ia experiencia descarnada de Ia invasión de la vida privada por los sucesos de Ia vida colectiva. Más que un libro de cuentos, se trata de una narración coral que trasluce la potencia, el sufrimiento y la dolorosa belleza de una época feroz.
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En rojo - Gisela Kozak
Contenido
I. El gran despecho
–Imperativo
–El circo roto
–[Desconoce aquel...]
–El gran despecho
II. Instrucciones para ingresar en una nueva sociedad
–A la noche
–Instrucciones para ingresar en una nueva sociedad
–Sujeción
–El amenazado
–Ejercicio preparatorio
–Zanahoria rallada
III. Los tristes
–Los tristes
–El noctámbulo
–Rapsodia para el mulo
–Palabras escritas en la arena por un inocente
–Piedra de sol
–Yo
–Nocturno de los ángeles
–Ir y quedarse...
–Ya que para despedirme
–A media voz
IV. Términos de comparación
–Cementerio judío (Praga)
–Términos de comparación
–Extranjera
–Vacaciones del soltero
V. Canto de guerra de las cosas
–Objetos al acecho
–La pasión
–Aparición urbana
–Vuelta a la patria
–Yo no quiero más luz que tu cuerpo ante el mío
–Canto de guerra de las cosas
VI. La realidad y el deseo
–Tango del viudo
–¿Qué se ama cuando se ama?
–La realidad y el deseo
–Postergaciones
–Los amorosos
–Dientes de flores, cofia de rocío
–¡Todo era amor!
–Soledades
–Para alcanzar la luz
–Mujeres
–Autobiografía
–Casa de ciudad
VII. El único esplendor
–Quién hace tanta bulla
–Del tiempo largo
–Porque después de todo he comprendido
–Retrato
–Inocencia
–Amor constante más allá de la muerte
–Grito hacia Roma (Desde la torre del Chrysler Building)
–El único esplendor
Créditos
En rojo
(Narración coral)
Gisela Kozak Rovero
@giselakozak
Mi agradecimiento a dos personas que tienen que ver con la génesis de este libro: Eleonora Requena, poeta, y Diana Ortiz, sicoanalista.
Dedicado a Gisela Rovero en sus ochenta años y a su bisnieto Alejandro Espinoza Mata, mi héroe.
Invocación
¿Quién convocó aquí a estos personajes?
¿Con qué voz y palabras fueron citados?
¿Por qué se han permitido usar
el tiempo y la substancia de mi vida?
¿De dónde son y hacia dónde los orienta
el anónimo destino que los trae a desfilar frente a nosotros?
Que los acoja, Señor, el olvido.
Que en él encuentren la paz,
el deshacerse de su breve materia,
el sosiego de sus almas impuras,
la quietud de sus cuitas impertinentes.
No sé, en verdad, quiénes son,
ni por qué acudieron a mí
para participar en el breve instante
de la página en blanco.
Vanas gentes estas,
dadas, además, a la mentira.
Su recuerdo, por fortuna,
comienza a esfumarse
en la piadosa nada
que a todos habrá de alojarnos.
Así sea.
Alvaro Mutis
I
El gran despecho
Imperativo
¡Silencio!
Se escucha la voz del pueblo.
Yolanda Pantin
Se levanta de excelente humor como siempre, prende el radio a todo volumen y canturrea «Cheche colé, qué bueno é, che che colita muerto de la risa», la esposa le dice baja eso, él se encoge de hombros y se va al baño. Se tarda una hora entre la ducha, un pajazo en honor a las tetas de una compañera de trabajo, la afeitada, la defecación, sin pararle a las protestas del hijo mayor que tiene que ir a la universidad. Se toma cuatro tazas de café negro y, luego, discute con la mujer por asuntos de dinero mientras se come tres arepas rellenas de cochino que le mandó su mamá y tres jugos de naranja con zanahoria. Suena la señal que indica la llegada de un mensaje de texto: es la noviecita del canal. Lo borra mientras finge un ceño fruncido. Tiene mucho trabajo hoy, qué vaina. Veinticinco años como camarógrafo no son poca cosa, piensa orgulloso. Sale del apartamentico situado en unas torres grandísimas y da golpes en la puerta del ascensor para que los vecinos abusadores lo dejen libre; cuando llega coloca el morral para que no se cierre y se devuelve a su casa para volver a orinar. Se monta y observa las caras largas de los vecinos apurados para llegar al trabajo; va oyendo en su MP3 un reggaetón cualquiera a todo volumen. Abre la reja de la entrada del edificio y pasa sin ver al tipo que carga una inmensa caja con un televisor y casi se cae al tratar de entrar. Quita los dispositivos de seguridad de la moto, se monta sintiéndose vaquero como siempre, arranca, hace un trecho de diez metros por la acera y le grita vieja pendeja a una mujer más joven que él, blanca, delgada, pequeña y con lentes, acompañada por un niño de unos tres años que tiene tomado de la mano. La vieja pendeja esa se atrevió a decirle que las aceras son para la gente, qué se cree la vieja puta. Golpea con el casco negro un carrito rojo en el que va una tipa a la que ni ve pero adivina que no se la cogieron esta mañana porque le reclamó que le rayó el carro al pasar. Llega al canal de televisión, saluda a todo el mundo; la gente se ríe, siempre tan chistoso y simpático él. Hay unas tomas en el escenario de la casita. Una mujer de unos treinta años –de piel color miel, pobremente vestida con una falda marrón claro, una franela manga corta de rayas blancas y marrones, unas sandalias raídas de color dudosamente blanco y el pelo liso color castaño recogido en una cola–, destaca en la puerta de la casita nueva. Mi amor, le dice el director de la propaganda, tienes que parecer más creíble. Ella asiente, sonríe nerviosamente, cierra los ojos por un largo minuto mientras inspira y expira el aire. Piensa en ese camarógrafo alto, atlético aunque con barriguita incipiente, moreno, de ojos achinados, de cabello rizado y peinado hacia atrás con el copete alborotado y debidamente abrillantado con gelatina. Ella sabe que no va a dejar a la esposa pero la tiene loca, loquita. Mira hacia arriba, pone los ojos en blanco y unas lágrimas humedecen sus ojos mientras con aire de estar drogada afirma que gracias a tal gobernante ella tiene su hogar para sus hijos, dios lo bendiga y lo conserve para siempre en el poder. ¡Cooooorten! Por fin, carajo, grita el director de la propaganda. El camarógrafo le lanza besos disimulados y guiñadas de ojo, ella recuerda lo rico que es en ciertos lugares, se enciende, disimulan, salen del canal, un hotelito, rico sin condón tranquila mami, él tiene que seguir, número uno habla ahora más tarde. Quedó chévere la propaganda. Sí, dice él orgulloso, yo hice una en 1990 sobre un tipo que agradecía la beca alimentaria para sus ocho chamos, sí, no se lo digas a nadie, tú sabes que yo estoy cuadrado y claro. Bueno, nada, el número uno habla hoy al pueblo desde cerro arriba: cobro un verguero de horas extras. Vuelve al canal, habla un buen rato con los panas de las oficinas, se va para el barrio La Bombilla con el equipo, filma y filma, está cansado, tiene hambre y sueño, se muere por una cerveza. En eso unos ojos pequeños en una cara porcina lo enfocan y una voz tonante le dice:
–Tú, sí tú. Andas cobrando horas extras en el canal cuando vienes a trabajar para mí. ¿No sabes que hay que ahorrar y hay que controlar los gastos del gobierno?
Él no dice nada, sonríe eso sí, zumbado porque sabe que lo están enfocando con la cámara y que los panas lo van a ver. Le tiemblan las piernas, le duele el estómago (¿las arepas de cochino?), sabe lo que le viene, sabe, sabe, sabe. Pero también sabe que él seguirá siendo camarógrafo después de todo, lo sabe, lo sabe muy bien.
El circo roto
La fiesta se ha apagado
las luces del teatro ya no existen.
Hanni Ossott
Es un hombre anciano, pequeño, menudo, pulcro hasta la exasperación, de cabello escaso aunque todavía oscuro, cejas muy pobladas, boca pequeña de labios cuyas comisuras apuntan hacia abajo, dientes blancos y cuidados, orejas grandes y ojos negros. Su hablar es pausado, de dicción perfecta y tono mesurado y prudente. El anciano venerable parece salido del retrato de algún personaje importante colgado en la pared de la Casa del Libertador Simón Bolívar o de la Galería de Arte Nacional, pues todo en él recuerda a los cuadros de Martín Tovar y Tovar con colores marrón, negro, rojo vino tinto, dorado. Es empresario, patriarca de su familia, apreciado por sus amigos y conocidos, padre ejemplar y buen esposo. En este momento está dormido; tiene una pesadilla en la que se abre una inmensa puerta y una alta y corpulenta figura le dice cómo está la vaina, ¿preparando todo? El digno anciano es levantado del piso, su espalda es golpeada y siente el aliento a dientes no muy perfectos y café negro tinto. El Presidente de la República le señala amistosamente una silla frente a la suya y le comenta: qué, ya mis opositores se creyeron el cuento de que los vas a salvar mi viejo. El anciano asiente con lentos movimientos de cabeza. Ya sabes, viejo, tú eres intocable, te escapas a una embajada y te vas. El anciano vuelve a asentir con gesto tan adusto que parece que va a castigar a un niño insolente mandándolo a arrodillarse en la esquina del salón de clases, como se estilaba cuando él era pequeño. No quiero sangre Presidente, solo mi dinero en el banco y garantías para mi familia; pero claro mi viejo, ese es el trato. Epa mi edecán que traigan unas arepas ahí que tengo hambre. ¿Tú quieres? No, no, no, responde su digno interlocutor mientras hace gestos con la mano derecha... Despierta sobresaltado y se dirige al baño para acicalarse: se cepilla los dientes, se lava la cara, se perfuma, empieza a silbar la melodía final de Pompas y Circunstancias, del inglés Edward Elgar, una música emocionante digna de un rey; imagina una corona en su cabeza y recuerda conmovido que cuando era niño se colocaba una de plástico que imitaba la muy sobria del Príncipe Valiente, un héroe de comiquita, de armas tomar y novio de una catira bien bonita llamada Aleta. Sonríe con satisfacción, luego se pone serio, arregla una mirada intensa de varón ilustre, abre la puerta y se dirige a la sala en la que será declarado Presidente de la República y salvador de la patria. Ignora que tan alto destino solo durará unas horas, pero la maldición y el ridículo durarán años.
[Desconoce aquel...]
Desconoce aquel
por qué tanta sangre derramada
Elizabeth Schön
El general de piel aceitunada, un metro y ochenta centímetros de estatura, ojos negros y grandes, espesas cejas, largas pestañas, nariz recta, cara larga y cabeza completamente afeitada, está a régimen para adelgazar diez kilos de sobrepeso. Se levanta a las cinco de la mañana, trota sostenidamente durante una hora vigilado por dos escoltas, regresa a su lindo apartamento en una urbanización del este de Caracas, desayuna pan tostado con requesón y mermelada de mora sin azúcar, café